sábado, 1 de septiembre de 2018

DE LOS SIGNOS Y SEÑALES DE LOS TIEMPOS, POR MONS. JEAN-JOSEPH GAUME

Tomado de FORO CATÓLICO.
  
 
Si los hechos no existieran para atestiguarlo, si las palabras no lo publicasen en voz alta, la separación de la sociedad del bien y de la sociedad del mal que indicamos, sería el inevitable resultado de la enseñanza y de lo que se llama “progreso de la razón” y difusión de las luces.
  
No puede ocultarse que la acción incesante de una instrucción religiosamente contradictoria, o más bien sistemáticamente indiferente a toda religión positiva, debe disolver las almas con una rapidez y fuerza irresistibles. Algunas quedan en la atmósfera del Catolicismo; son las más generosas y más puras; y la masa es rechazada lejos, al campo enemigo [1].
«¿Qué queréis, decía últimamente uno de vuestros escritores, que sea el hombre moral e intelectual en un estado de enseñanza y de sociedad, en que el niño, cual los hijos de aquellos bárbaros que los acostumbraban al nacer al agua hirviendo y al agua helada para hacer su piel insensible a las impresiones de los climas, es lanzado paulatinamente, o de una vez, en el espíritu del siglo y en el santuario, en la incredulidad y en la fe?
  
Sale de la casa de su padre tal vez creyente, tal vez escéptico; ha visto a su madre afirmar, y negar a su padre, y entra en un colegio dividido de espíritu y tendencias. La enseñanza del profesor no está de acuerdo en nada con la del sacerdote; pero aún suponiendo que ambas enseñanzas se toleren y no se contradigan en el colegio, se separan enteramente al fin de la enseñanza elemental; y al salir del colegio, cuyas paredes libraban su fe del aire del siglo, encuentra en la puerta la filosofía, la historia, la ciencia, la libertad y el escepticismo, que se apoderan de él para enseñarle otra fe.     
    
¡Sería preciso tener dos almas cuando solo tiene una! Se la disputan las dos enseñanzas; sus ideas se abisman en la turbación y el desorden, y quedan algunos jirones para la fe y otros tantos para la razón. El joven se asombra de esta contradicción entre lo que oía en la familia, lo que enseñaban en el colegio, y lo que le demuestran en los cursos. Comienza a dudar que no representen con él una comedia, que la sociedad no cree una palabra de lo que enseña, que tiene dos fes, dos morales, dos Dioses en el cielo; una fe y un Dios para los jóvenes, y tal vez otra fe y otro Dios para los hombres formados.
  
Piensa en secreto que es preciso que sea una cosa de muy poca importancia para que la sociedad y el Estado jueguen con ella con tanta ligereza y desprecio; se extingue su fe, se enfría su razón y se seca su alma; su entusiasmo se convierte en indiferencia y desaliento. No le queda de semejante educación más que dos principios opuestos en el alma, la cual se abisma en una guerra interior de pensamientos contrarios para que no pueda vivir en paz consigo mismo en una vida que ha comenzado por la inconsecuencia y se prolonga en la contradicción».
 Después de pasar las jóvenes generaciones por una senda cercada de tan mortíferos escollos, ¿queréis que la masa no se aísle rápidamente del Cristianismo?
 
El progreso de la razón acaba de añadir su poderosa influencia a la voz de los filósofos y preceptores de la juventud para apresurar esta separación. El hombre no ha sido jamás dueño tan absoluto de la creación material con el doble poderío de una gran riqueza y de una inmensa ciencia experimental como ahora, y el mundo parece estar entre sus manos como un juguete en las de un niño.
  
Cada día es un nuevo descubrimiento, un nuevo triunfo, y a cada triunfo la altiva razón se dirige al Cristianismo, y le dice lanzándole al rostro un insulto: «¿Qué necesidad tengo ya de ti? Sin ti soy sabia, rica, reina y Dios». Cada nuevo progreso es un escalón para elevarse en su propio aprecio, y a medida que se eleva, es menos accesible a la humilde fe y al casto amor de la verdad. Añadid que el primer uso que ha hecho de sus conquistas es dirigirlas contra el Cristianismo, si no para atacar sus dogmas, al menos para violar sus leyes, y hacer al hombre cada vez más orgulloso y carnal. Parece que la ciencia y la industria actuales no pueden dar un paso sin ponerse en oposición directa con la Religión. La ciencia ilustra las inteligencias y pervierte los corazones; los crímenes marchan en razón directa de la instrucción.
 
¿Cuál debe ser, cuál es ya el resultado innegable de esta tendencia imposible de ocultar? El hombre se abismará cada vez más profundamente en los sentidos, y perderá con rapidez creciente su vida moral, o en otros términos, se aislará cada vez más del Cristianismo. Si fuera preciso presentar pruebas, las encontraríamos a miles, pero dos serán bastantes.
 
En primer lugar, un pueblo que tiene una Constitución sin Dios, una legislación, escuelas públicas, (en la primera escuela del reino cristianísimo, no se celebra un solo acto colectivo de religión desde el principio al fin del año), una industria, un ejército y una marina sin Dios; y este pueblo lo mira todo con indiferencia por no decir con orgullo.
  
En segundo lugar, un pueblo que sacrifica a sus hijos a miles a una enseñanza anticristiana hace ya más de medio siglo, y mira con indiferencia «esta deportación de sus hijos en las escuelas que miran como focos de perdición, y este aislamiento de la infancia arrastrada violentamente al campo enemigo para servir en sus banderas». En vano un escaso número de personas se esfuerzan en reanimar el fuego en su alma helada; no hay calor suficiente para conseguirlo, y la mayor parte de los padres de familia asisten como espectadores al combate donde se disputa la vida moral de sus hijos.
  
Es fácil prever que muy pronto el Materialismo y el Racionalismo, este lodo cubierto de orgullo que hace tanto tiempo fermenta en las entrañas de las naciones, dará origen a un mundo que se le parezca. De este modo nacieron sucesivamente el mundo que se tragó el diluvio, y el mundo ahogado en la Sangre del Calvario. ¿Cuál será, gran Dios, el mundo hijo del Materialismo y del Racionalismo actual? Tanto más temible cuanto mayor es su ilustración, y tan perverso como culpable. Causa terror la lectura del retrato que ha trazado la pluma inspirada del gran Apóstol:
«Sabed, dice San Pablo, que en los últimos días vendrán los tiempos peligrosos, en que los hombres serán egoístas, concupiscentes, orgullosos, avaros, soberbios y blasfemos, inobedientes a sus superiores, rebeldes a los padres, ingratos, malvados, desnaturalizados, sin afectos, sin paz, acusadores los unos de los otros, incontinentes, crueles, traidores, sin bondad, de una lubricidad cínica, altivos, amantes de los placeres más que de Dios, que con una apariencia de piedad niegan su poder» (II Timoteo III, 1-5).
  
¿Cuál de estos rasgos es el que más o menos no se pueda aplicarse al mundo actual, y cuál le faltará cuando se hayan desarrollado enteramente los dos principios engendradores de todos estos crímenes elevados a su apogeo?
  
El mundo formado a imagen de estos dioses llegará a ser lo que han sido siempre las grandes épocas de la historia: presa de un hombre que personificará todos estos principios, pues Nerón, Constantino, Carlomagno, San Luis, Enrique VIII y Napoleón son pruebas inmortales de esta ley social. Dotado este hombre de un gran poder de asimilación, será tanto más fuerte y más perverso cuanto más enérgicos sean los elementos de la fuerza y del mal. Cuando la corrupción y el orgullo hayan llegado a sus postreros límites, el hombre que los representa será el tirano más espantoso que pueda concebir la imaginación.
  
Robustecido con una inmensa ciencia experimental, hará cosas asombrosas que seducirán la inteligencia; poseyendo una inmensa riqueza, triunfará sin esfuerzo de la resistencia del corazón, disponiendo de un inmenso poder material, hundirá las frentes en el polvo, y lleno de inmensa malicia, destrozará y pisoteará como gusanos a los que no pueda corromper; será el mayor enemigo de Dios y de los hombres que se haya visto jamás, porque será la personificación del mal elevado a su más alto poder.
  
Este hombre, que prevé la razón y anuncia la fe bajo estos diferentes rasgos, lo caracteriza la lengua cristiana con una sola palabra: “Anticristo”. Esta palabra lo dice todo.
 
El estudio detenido de los hechos, de las palabras, de la enseñanza y de las tendencias actuales, nos demuestran palpablemente que la sociedad del mal se separa rápidamente de la del bien, de tal modo que muy pronto no habrá nada de común entre las dos. Mientras una baja, la otra sube; en tanto que una se hunde cada vez más en la materia, la otra se eleva a las regiones del orden espiritual; en tanto que la una se hinche de orgullo y lo invade todo, la otra se fortifica en la humildad y se encierra en sus templos, y es mayor de día en día la oposición que las divide y el intervalo que las separa.
  
Es un espectáculo instructivo el que ofrece la Iglesia separándose visiblemente de la tierra, que no la comprende, y de la masa corrompida, que la rechaza. Ved lo que pasa en Europa tan solo de cincuenta años a esta parte: los lazos espirituales, que unían la Iglesia a las naciones como el alma al cuerpo, están ya rotos o flojos. La Iglesia tenía sus raíces en la tierra, materialmente era rica, poderosa, honrada; los hijos y las hijas de los grandes del mundo ofrecidos al altar conservaban entre ellas y las potencias terrenales una especie de parentesco; se le reservaba un sitio en los Consejos de los Príncipes, su lengua era aún comprendida, y eran comunes muchos intereses.
  
Todo se ha trocado. La división de los corazones ha acarreado la separación de los bienes, el rompimiento de las relaciones antiguas y la diferencia de lenguaje; la Iglesia sólo tiene raíces en las conciencias individuales; generalmente recluta su milicia entre los pobres, no vive más que de su hacienda, de la limosna. Ha desaparecido su influencia nacional; sus ministros, parecidos a vivientes de otros siglos, no son comprendidos, y la virtud personal del sacerdote queda tan solo para asegurarle la escasa consideración de que goza.
  
«La destrucción de los Jesuitas, escribía don Luis Gabriel, vizconde de Bonald en 1796, ha sido el primer acto de la revolución que ha abismado a Francia y amenaza a Europa, y tal vez al “universo” con la gran revolución del Cristianismo al Ateísmo. La religión pública queda muerta en Europa, y sin religión pública, es segura su muerte». A esta primera causa de aislamiento añade otra la progresiva invasión de la impiedad, y todo inclina a creer que esta causa será pronto más eficaz y más general.
  
No está lejos el día en que el padre verdaderamente cristiano comprenderá que no puede, sin comprometer la fe de sus hijos, dejarles tener nada en común con los libros, los periódicos, la enseñanza, la industria, los empleos, y las dignidades del mundo actual. «No ignoro, les dirá, que la ciencia mundana y la participación en los negocios públicos son la condición forzosa de la fortuna y de los honores; mas esta ciencia es anticristiana, sus manantiales están emponzoñados, y esta participación es un escollo para el honor y para la conciencia. No puedo titubear entre las ventajas temporales y el tesoro de la fe, y mi hijo no será nada en el mundo, pero será cristiano». Y este padre raciocinará como los primeros fieles, los héroes de las catacumbas.
  
La Iglesia se fortifica con la sangre de sus Mártires; en cincuenta años ha derramado más sangre que durante toda la Edad Media. «He aquí, dice San Agustín, lo que sucederá en los últimos siglos. La virtud será proporcionada a la prueba, lo mismo que el oro es tanto más puro cuanto más ardiente es el fuego donde se ha templado. ¿Qué somos nosotros en comparación de los Santos de los últimos siglos? ¿Cuál será el heroísmo de los que triunfarán de un enemigo desencadenado si ahora, que se halla entre cadenas, no lo podemos vencer?». (De Civitáte Dei, lib. XX, cap. VIII, n. 2).
 
La separación es cada vez más visible entre las dos sociedades, la del bien y la del mal. El conde José María de Maistre exclamaba:
«Dícese comúnmente que todos los siglos se parecen, y que los hombres han sido siempre los mismos; pero es preciso desconfiar de estas máximas generales que ha inventado la pereza o la irreflexión para evitarse el discurrir. No hay duda que siempre ha habido vicios en el mundo, pero se diferencian en cantidad, en naturaleza, en cualidad dominante y en intensidad; y a pesar de haber existido impíos en todos los siglos, ¡jamás se había visto antes del siglo XVIII, y en el seno del Cristianismo, “una insurrección contra Dios”! Jamás había existido especialmente una conjuración sacrílega de todos los talentos contra su autor; y lo que no habíamos visto nunca, lo vemos en nuestros días…»(Veladas de S. Petersburgo)
 
Sí, hemos visto a la impiedad extenderse por todas partes con inconcebible rapidez, deslizándose por todas partes, desde el palacio hasta la choza, infectándolo todo, siguiendo caminos invisibles, y teniendo una acción oculta pero infalible.
  
Finalmente, presagiando la disolución próxima de la sociedad actual, escribía poco tiempo antes de su muerte al conde Marcelo (Mario Luis “Lodoïs” de Martin du Tyrac) estas palabras notables: «Sé que mi salud y mi espíritu se debilitan de día en día; bien pronto no me quedará de los bienes del mundo mas que un ¡hic jacet! Muero con Europa, lo cual es irse en buena compañía». De Maistre no veía en 1796 más que dos hipótesis para la filosofía: una religión nueva o el rejuvenecimiento extraordinario del Cristianismo. «La generación presente, decía, es testigo de uno de los más grandes espectáculos que haya visto jamás el hombre: el combate a muerte del Cristianismo y del Filosofismo». Al fin de su carrera conoció que existía una tercera hipótesis: “el fin”.
  
Por lo demás la previsión de un cambio próximo y radical en los destinos de la humanidad se halla en el fondo de las inteligencias, y lo anuncian todos los hombres notables sin distinción de banderas: teólogos, filósofos, poetas, viajeros, místicos ilustrados por la divina luz, o seducidos por el padre e la mentira; tradiciones de la Iglesia, tradiciones de los pueblos, aunque cada cual a su modo.
  
Pero precisamente lo que llama más la atención del observador es esta divergencia en la expresión de un mismo pensamiento, porque bajo esta variedad se columbra una especie de instinto profético esparcido en la humanidad entera como en la época del primer advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
  
He aquí algunas líneas notables de un escritor que, aunque buen católico, está muy distante de ser hostil a las tendencias actuales de la sociedad:
«Grandes cosas están reservadas para el porvenir. Todos los pecados volverán hacia su origen, que es el orgullo, y se concentrarán en su principio, que es el amor de sí mismo. Y el combate será entre la humildad y el orgullo. Y el bien se aproximará al cielo, y el mal al infierno. Y volverán a encontrase el cielo y el infierno, y lucharán otra vez Miguel y Satanás; y la bandera de los hijos de Dios llevará aún escritas estas palabras: “¿Quién como Dios?”. Y el grito de los hijos de Satanás será aún: “Seréis como dioses”. Y todos los malvados querrán ser dioses. Y los buenos abrirán sus almas a Dios, y Él les inspirará con toda la fuerza de su poder. “Y ha llegado ya el principio de estas cosas”. Dios y el demonio se preparan, el mundo espera con ansiedad, la Iglesia con confianza, los Ángeles en la oración, y Cristo tiene suspendida la cruz sobre el mundo» (Carlos de Sainte-Foy, “Libro de los pueblos y de los reyes”, pág. 53).
  
Mons. JEAN-JOSEPH GAUME S.Th.D., Protonotario Apostólico y Vicario de Nevers. Où allons-nous? Coup d’œil sur les tendances de l’époque actuelle (¿A dónde vamos? Una mirada sobre las tendencias de la época actual), edición de los hermanos Gaume, París 1844, págs. 241-263.
  
NOTA DEL ORIGINAL FRANCÉS
[1] Ver la verídica y desconsoladora “Memoria” de los capellanes de los colegios de París.

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