sábado, 22 de diciembre de 2018

SANTA FRANCISCA JAVIER CABRINI, ARDIENTE MISIONERA DE LAS AMÉRICAS

   
«Santa activa, audaz, sin desfallecimientos, siempre unida a Dios y confiada en el Corazón de Jesús, alma de cruzado y corazón compadecido con todas las desgracias» [1]
 
Santa Francisca Javier Cabrini
   
Así la describió el Papa Pío XII: «Heroína de los tiempos modernos […] imagen de la mujer fuerte, conquistadora del mundo, con pasos audaces y heroicos a través del curso de su vida mortal» [2].
  
María Francisca, hija de Agustín Cabrini, fue la menor de una familia de trece hijos. Su madre tenía ¡52 años! cuando abrió sus ojos prematuramente en Sant’Angelo Lodigiano, en Lombardía (Italia), el 15 de julio de 1850. Nació menuda, frágil y de aspecto tan enfermizo, que la llevaron inmediatamente a la iglesia para que la bautizaran por miedo de que falleciera pagana.
  
“Cecchina”, como la llamaban en casa, a pesar de débil y enfermiza, crecía con una sólida piedad. «Siendo muy niña, aprendió a amar la oración, siguiendo el espléndido ejemplo de sus padres, hermanos y hermanas» [3]. Fue confirmada a los siete años y recibió la primera comunión a los diez. A los 11 hizo voto de castidad.
   
Cuando terminaba el trabajo en su pequeña propiedad rural, Agustín tenía el hábito de reunir a su numerosa prole en la gran cocina y leer un libro de piedad. Frecuentemente leía las aventuras de los misioneros por el mundo. Cecchina oía con mucha atención, abrasada por el deseo de algún día ser también misionera.
   
A los 13 años de edad ingresó en una escuela dirigida por las Hijas del Sagrado Corazón, donde estudió cinco años, graduándose como maestra. A esa altura, con 18 años, pidió su admisión entre aquellas religiosas, pero no fue aceptada a causa de su frágil salud.
 
Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón
Comenzó entonces a dar lecciones de Catecismo a los niños. En 1874 fue llamada para reorganizar un orfanato muy mal dirigido en Cadogno. Más tarde, el obispo de Lodi, reconociendo sus extraordinarias cualidades morales, intelectuales y administrativas, le dijo un día: «Queréis ser misionera. El tiempo está pronto. No conozco ninguna comunidad de hermanas misioneras. Por lo tanto, debéis fundar una». Francisca apenas respondió: «Voy a conseguir una casa». Y el 14 de noviembre de 1880, con siete compañeras, tomó posesión de un antiguo convento franciscano abandonado, colocando en su puerta el letrero: Instituto de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón. Estaba fundada su obra. Como patronos del nuevo instituto Francisca escogió a San Francisco de Sales y a San Francisco Javier [4].
  
El nuevo instituto creció rápidamente y en pocos años poseía casas en toda Italia. La Madre Cabrini pensó entonces en fundar una en la capital de la Cristiandad. Pero el cardenal vicario de la Santa Sede le respondió: «¡Cómo! ¿Una comunidad fundada hace apenas siete años quiere establecerse en Roma y ser aprobada? ¡Eso es demasiado!». Santa Francisca no se desanimó. Y poco después el mismo cardenal la autorizaba a abrir no una, sino dos casas en la Ciudad Eterna. León XIII la animó a proseguir con sus fundaciones y le recomendó que, en lugar de ir al Oriente como pedía, debía hacerlo a Occidente.
  
Sucedió entonces que el obispo de Piacenza, Mons. Juan Batista Scalabrini, muerto en olor de santidad, había fundado justamente la Congregación de San Carlos Borromeo, para atender a los miles de inmigrantes italianos que se dirigían al Nuevo Mundo. Y persuadió a la Madre Cabrini a unirse a su obra, secundando a los misioneros.
 
«Casi a los 40 años de edad, comienza aquella serie ininterrumpida de viajes, realizados con el entusiasmo y ardor que la hacían escribir, al surcar las aguas del mar Caribe, esta frase digna de un nuevo Alejandro: “El mundo me parece muy pequeño, y no descansaré hasta que sobre mi Instituto no se ponga el sol» [5].
  
Santa Francisca con seis monjas desembarcaron en Nueva York el 31 de marzo de 1889, en la primera aventura de una larga epopeya. En poco tiempo, a pesar de su extrema pobreza y de toda clase de dificultades, fundaron un orfanato. Para alimentar al creciente número de huérfanos que a él acudían, las monjas tenían que salir a las calles a pedir donaciones de ropa, alimentos o dinero.
  
«Todo lo puedo en aquel que me conforta»
Haciendo suyas las palabras de San Pablo «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Fil 4, 13), la Madre Cabrini abrió jardines de infancia, escuelas, colegios, hospitales y clínicas para inmigrantes pobres.
   
En poco tiempo, con una energía insospechada en aquel cuerpo pequeño y frágil, estableció casas en Argentina, Brasil, España, Francia, Inglaterra y Nicaragua.
  
En 1909, al considerarlo ventajoso para su instituto, Santa Francisca Javier se hizo ciudadana de los Estados Unidos a los 59 años de edad. «Ella entendió la mentalidad norteamericana y, de otro lado, los americanos, en su admiración por la completa dedicación de la “pequeña hermana” al trabajo de Dios, la asistieron generosamente» [6].
  
El 22 de diciembre de 1917, con 67 años de edad, la Madre Cabrini falleció repentinamente en el hospital que había fundado en Chicago, a consecuencia de una recaída de la malaria contraída en el Brasil.
  
Poco después de su muerte comenzó la fama de su santidad. Todos querían su beatificación. Pero sucedió que, de acuerdo con el canon 2101 del antiguo Código de Derecho Canónico, debían transcurrir 50 años después del fallecimiento del Siervo de Dios antes que se examinase la heroicidad de sus virtudes. Pío XI, que había conocido a la Madre Cabrini, concedió la dispensa necesaria. Así, el 21 de noviembre de 1937, Francisca Javier fue declarada venerable y, al año siguiente, el 13 de noviembre de 1938, se convirtió en la primera ciudadana norteamericana en ser beatificada. Como los milagros por su intercesión continuaban, fue canonizada el 7 de julio de 1946, apenas 29 años después de su muerte, y declarada Patrona de los Inmigrantes.
   
«Cartas que respiran llamas de amor»
En sus largos viajes marítimos, Santa Francisca Javier aprovechaba el tiempo para escribir a sus hijas que se habían quedado en Italia o en alguna de las casas del Instituto esparcidas por el mundo. Estas cartas son su testamento espiritual. En ellas se refleja su alma pura y sin mancha, llena de alegría y sentido común, pero sobre todo de espíritu sobrenatural y celo por la salvación de las almas.
   
El P. Octavio Turchi S.J., que hizo la introducción a sus cartas, exclama: «El primer grito oído en estas páginas es la voz de un apóstol, que ansía ganar almas para el Corazón de Jesús. Son cartas que respiran llamas de amor» [7].
  
El mayor apostolado que la Madre Cabrini hacía en sus viajes era el de presencia, atrayendo a todos por su bondad, afabilidad y espíritu sobrenatural. Ella no estaba contagiada de la mentalidad moderna, por la cual el religioso debe vivir como todo el mundo para supuestamente conquistar a todos. Al contrario, se esmeraba en vivir como virgen consagrada y no como persona del mundo.
  
Con las religiosas que la acompañaban en sus viajes marítimos, procuraba llevar la vida del convento, rezando el oficio y novenas, cantando himnos en alabanza de la Santísima Virgen. Lo cual llamaba mucho la atención de los otros pasajeros, que las tenían en gran estima, como ella misma dice: «Los demás pasajeros cuidan más de nosotras que de sí mismos. Nos dan todo lo que pueden para no vernos sufrir. Ellos nos tratan con mucho respeto y reverencia, y tienen una gran veneración por el hábito religioso. Algunos mercaderes piden nuestro consejo para sus negocios, y nosotros intentamos confortarlos con las inspiraciones que recibimos del Sagrado Corazón» (viaje de Génova a Nueva York, setiembre de 1894).
   
Celo apostólico, ejemplos conmovedores
De las muchas cosas bellas, edificantes y sabrosas que Santa Francisca Javier transmite a sus hijas, vamos a citar apenas algunos ejemplos que muestran su celo por la verdadera religión.
   
Del segundo viaje que hizo de Italia a Nueva York en abril de 1890, ella cuenta: «Un caballero protestante vino a vernos ayer en la noche […] Tuvimos una discusión y él terminó diciendo que yo estaba en la verdad. […] Él tiene mucha estima por nuestra religión, pero no la quiere abrazar porque ha visto a muchos sacerdotes sin el verdadero espíritu. Mas también en ese punto él entendió bien las razones que yo le di».
  
Como ella viajaba frecuentemente de Europa a los Estados Unidos y viceversa, se encontraba con muchos protestantes. Por ejemplo, una personalidad a quien ella hizo el bien en un viaje de Londres a Nueva York, en agosto de 1902: «Una dama inglesa protestante, gran escritora y colaboradora del 'Chicago Tribune', vino a conversar conmigo, y en el curso de la conversación mostró un secreto deseo de hacerse católica. Ella observó que continuaría escribiendo hasta que la iglesia Anglicana volviera a ser católica de nuevo, porque Inglaterra es la nación que dio más reyes santos a la Iglesia, más que cualquier otro país».
  
No obstante, su ardor iba también dirigido hacia la tripulación. Todo lo que podía hacer por esos pobres marineros, lo hacía. Hay muchos ejemplos en tal sentido, pero el espacio se acabó… Creemos que unos pocos hechos pueden dar una idea de como una religiosa, siendo lo que debe ser, no contagiada por falsos ecumenismos y teniendo un verdadero celo por la salvación de las almas, puede obrar maravillas. ¡Sobre todo siendo santa!
 
PLINIO MARÍA SOLIMEO
  
NOTAS
[1]. P. JOSÉ LEITE S.J., Santa Francisca Javier Cabrini, en Santos de cada Día, Editorial A.O., Braga, 1987, t. III, pág. 471.
[2]. Apud P. JOSÉ LEITE, id. ib.
[3]. CARDENAL AMLETO G. CICOGNANI, Travels of Mother Cabrini (Viajes de la Madre Cabrini), Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, Chicago, 1959, Prólogo, pág. vii.
[4]. Cf. http://www.ewtn.com/library/MARY/CABRINI.HTM.
[5]. P. JOSÉ LEITE, op. cit., pág. 472.
[6]. CARDENAL CIGOGNANI, op. cit., pág. x.
[7]. Travels, Introducción, pág. 27. Las citaciones de las cartas serán siempre de esta fuente.
  
ORACIÓN
Oh Señor Jesucristo, que para ganar almas para Ti condujiste en sus largos y repetidos viajes a la bienaventurada virgen Santa Francisca Javier, inflamada con la llama de amor de tu Sacratísimo Corazón, y que por ella suscitaste en tu Iglesia una nueva familia de vírgenes, te suplicamos nos concedas por su intercesión, revestirnos de las virtudes de tu mismo Corazón, y que merezcamos llegar al puerto de la eterna bienaventuranza. Que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

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