sábado, 12 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA DUODÉCIMO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
     
CAPÍTULO XVI. MARÍA SANTÍSIMA ASISTIENDO A LA ORACIÓN Y AGONÍA DEL SEÑOR EN EL HUERTO.
Vano será que tratemos de adelantar en la inteligencia y aprovechamiento de ese gran misterio, si no contamos con la parte que en él corresponde a nuestra dulcisíma Corredentora. No porque la letra del Evangelio la haga desaparecer de algunas aunque muy pocas escenas de los actos de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, puede creerse que en alguna de ellas dejara de tener su importantísimo puesto la gran Reina, la gran Señora, la Dolorosa, la Madre de Jesucristo, la Madre del Dios hombre. ¿Cómo no ha de haber asistido María a la oración y agonía del Señor, y muy bien con milagrosa asistencia y conservando su natural presencia en el Cenáculo en solemnísima oración asociándosele las santas mujeres? Antes de que estuviese consignado expresamente en tan piadosas revelaciones, como la de la venerable María de Ágreda, ¿qué creyente piadoso no lo supondría con certeza
   
La gran Señora, la nueva Judit, la Mujer fuerte vencedora del Dragón homicida, hizo frente sin duda a todos y cada uno de los dolores que afrontó su divino Hijo, a semejanza suya. Al partir Jesús del Cenáculo, la Madre con las santas mujeres quedaba en él para imitar, digamos así, en el retiro doméstico, lo que Jesús hacia como principal en la escena del Monte de los Olivos, propio todo de la modestia y recogimiento que a la mujer corresponde. Si a Jesús le hacen cortejo en ese dolorido espectáculo el grupo de sus apóstoles fieles, como un consuelo y un testimonio de su gran dolor, de su gran combate; a la Madre le hacen modesta compañía las santas mujeres, la amorosa Magdalena, la piadosa Marta y las otras amables Marías. Establécese así en el Cenáculo, no sólo un reflejo y una hermosísima semejanza de lo que con Jesús pasa en el Huerto en esa misma hora, sino un complemento de la obra del Hijo por la obra de la Madre. No es bueno que el hombre esté solo, podríamos decir de alguna manera, esto es, cuánto mejor, cuánto más perfecto es el espectáculo de la oración del Huerto de los Olivos, junto con el espectáculo de la oración de María en el Cenáculo a esas mismas horas. Si Cristo oraba y agonizaba a la vista de sus apóstoles, su santa Madre convenía que secundase e imitase esa oración y esos dolores a la vista de ese otro apostolado, tan modesto como poderoso, cual es el de las mujeres piadosas. 
  
En el gran plan de la redención, los redimidos no están ociosos: el Redentor quiere que con él padezcamos, deseoso de que con eso merezcamos más; eso es fundamental en el plan evangélico, en donde tanto se nos insta para llevar nuestra cruz en seguimiento del gran Ajusticiado. Eso supuesto y también supuesta la casi infinita aptitud de la Santísima Virgen para las grandes obras, para las grandes proezas, para los sublimes prodigios de la santidad, ¡con cuánta certeza no deberémos acoger todas esas concepciones que por una parte el buen sentido y por otra las revelaciones piadosas hechas a muchos santos, nos proponen como sucesos de la pasión de nuestra Corredentora, análogos a los de su divino Hijo!
   
Véamosla, pues, allí en el Cenáculo, en oración, en arrobamiento que pasma a los Angeles del Cielo y enfurece al Dragón y a sus secuaces. Su alma está poseída de un dolor incomparable y al que sólo pudiera asemejarse una gran avenida de mares a que se hubiesen soltado los diques: «Salvadme, Señor, porque ha entrado en mi alma la inundación de muchas aguas», como dijo el Profeta de la inmensa angustia de Jesucristo (Salmo 68). La gran Señora afronta esos tormentos con tan firme voluntad como la que le apresta su índole portentosa de dignísima Madre de Dios; y en esa voluntad quisiera que el Eterno Padre sustituyese el sacrificio de Ella al de su Hijo. Cuando se despedía Jesucristo de Ella, que postrada le adoraba como a su verdadero Dios y Redentor, dice admirablemente la gran María de Ágreda, que el divino Hijo, con semblante majestuoso y grato, no menos que dolorido, dirigió a la Reina Madre estas palabras: «Madre mía: con Vos estaré en la tribulación; hagámos la voluntad de mi eterno Padre y la salud de los hombres». ¡Cuánta hermosura y verdad en este concepto: «con Vos estaré en la tribulación!…». ¿En cuál tribulación, Señor, en la vuestra o en la de vuestra Madre? ¿En cuál tribulación, Señora, en la vuestra a en la de vuestro Hijo? Bien dicho está que en la tribulación, porque no es sólo la del uno ni la de la otra de vuestras Majestades, porque es la tribulación de ambos; porque el Hijo, manso y humilde de Corazón y no menos tierno de afectos, sufre mucho de ver que sufre su Madre; y Ella mansa, humilde y tierna de Corazón, como mujer ninguna y como humano ninguno, después de su Jesús, sufre mucho de ver que sufre su Hijo.
  
Al concebir, pues, toda la grandeza de santidad de la oración y toda la grandeza de méritos de la angustia de Jesucristo en el Huerto, podremos entender toda la grandeza de santidad de la oración y meritoria angustia de la Virgen Santísima en el Cenáculo, la que, como ninguna criatura, podía y debía asemejarse tanto a su verdadero Hijo.
  
Conviene no perder de vista lo que hemos observado tratando de todos los otros misterios: no podremos entender bien ni aprovechar bien los misterios de la vida y pasión, resurrección y ascensión y grandezas todas de Jesucristo, si no las entendemos semejantes y análogas en la Madre; es decir, después que contemplando en el divino Jesús todos esos santos misterios, conozcamos lo que en ellos debe corresponder a su dignísima Madre; detengámonos en contemplarla a Ella que como pura criatura nos ofrecerá a nuestros débiles ojos esa luz de la santidad infinita de Jesucristo, que por nuestra debilidad no puede menos que ofuscarnos. Esa luz divina, templada en ese espejo de María, será ya posible a nuestras miradas. Entonces, conocido Jesucristo y María, seremos doblemente sabios, doblemente dichosos, porque habremos conocido y amado a María por Jesucristo, a Jesucristo por María, asi como por Jesucristo conocemos y amamos a su Padre. No haya temor, pobre e inepto temor protestante, de que por pensar y amar a la Santa Virgen, defraudemos el pensamiento y el amor de su divino Hijo, así como tampoco es de temer que por pensar y amar al Verbo, dejemos de pensar y amar a su Padre.
   
Así es que, ¡oh Princesa nuestra!, ¡oh Hija del Rey!, cuya belleza él codicia, como dijo el Profeta, con Vos está vuestro Hijo en la tribulación; después de su oración, no hay oración tan santa como la vuestra, ni dolor tan grande, ni agonía tan esforzada. Gigante de santidad es Él; Mujer fuerte, y como Vos no hay ninguna, sois Vos; Él es Tobías en sumisa oración deprecatoria, Vos sois Sara que también se queja de calumnia en su agraviada inocencia; Él es el Esposo, la Flor del campo, el Lirio de los valles, Vos sois la Azucena entre espinas, la Virgen de las Virgenes, la Esposa de ese hermoso Rey.
  
Un alma tan excelsa como la de María, cuyas grandes dotes debían corresponder a su destino altísimo singular de Madre de Dios, de Madre del Verbo Redentor, ¡qué obra tan semejante a la de su Hijo divino no ejecutaría en esa noche de la oración del Huerto! ¡Qué oblación, qué holocausto, qué sacrificio tan perfecto, tan aceptable, tan de olor suavísimo de celestial incienso no ofrecería en esa noche al airado Padre de su Hijo! ¡Qué temor santo, qué temblor tan abnegado, qué amor tan reverente no ofrecería en esa su portentosa voluntad tan concorde con la de su Hijo! ¡Cómo no pensaría visión perfecta en todas las edades, desde la creación de los ángeles hasta aquel final juicio, en que buenos y malos queden fijos en irrevocables destinos! ¡Cómo no se presentarían a sus ojos sus innumerables hijos de redención, sus fieles y sus enemigos, los agradecidos y los impíos! Todo debe haberse desplegado a sus ojos, porque el alma de esa Señora no podía menos de contemplarlo todo: era el alma de la Madre de Dios Redentor, y a la buena Madre de un buen Rey, conviene toda honra, se ofrece todo lo que pedirá y se da todo lo que pide.
  
De la excelsa Reina, aplicándole los conceptos altísimos del libro de los Proverbios, que ante todo se refieren al divino Verbo, se dijo: «con él estaba yo disponiendo todas las cosas, cuando circunscribía al mar en sus términos, cuando asentaba los cimientos de la tierra, etc.», y con mucha razón se dijo, porque ¿cuál intervención podría el Altísimo dejar de asignar a la Reina de todo lo criado al trazar las grandes categorías de ángeles y hombres, las grandes jerarquías de grandezas, bellezas y santidades criadas? Así también y con mayoría de razón, ¿cuál intervención podría el Altísimo dejar de asignar a esa misma Reina en la gran obra de la nueva creación, en esa de la redención, de la reparación? Con mayoría de razón hemos dicho: porque si en la primera, el Altísimo obraba en todo, después de la intervención del divino Verbo, por María, es decir, en vista de María, más no con la cooperación de ella; en la segunda obraba en todo también, después de la intervención del Redentor principal, no sólo por María sino con ella, porque existente ya ella, ¿qué favores, qué grandezas, qué excelentes desempeños podría el Altísimo dejar de asignar a la Madre dignísima de la Víctima divina? ¿Y qué asunto, qué campo de mayores favores, grandezas y desempeños, tratándose de la segunda creación, de la gran obra de la redención, que el de padecer cuanto pudiera una criatura para redimir su gran reino, para criarlo, para fundarlo, para disponerlo, para ordenarlo, para fecundarlo, para sostenerlo, para consumarlo y para colocarlo en definitivo triunfo, todo con esa redención?
   
Sí, gran Reina; después de vuestro Hijo vos habéis sido la criadora, la instauradora, la sostenedora, y seréis la consumadora y glorificadora de la restauración, con efectivo gobierno. Todo lo habéis hecho con vuestro divino Hijo: con él habéis desempeñado las grandes maravillas del Evangelio, desde su preparación hasta su primera predicación; desde su confirmación en la pasión de Jesucristo, hasta su elevación a los cielos; desde la recepción del Espíritu Santo en el Cenáculo, hasta vuestra asunción a los cielos; y de allí en todos los siglos de la Iglesia hasta los días presentes, y de hoy para más hasta el día en que esta Iglesia militante se os presente en triunfo de final resurrección ante el trono de vuestro Hijo y Vos a su diestra. A Vos no se ha negado el conocimiento, el gobierno y el triunfo, de todo lo que ha sido es y será, como la gran Consejera, como el gran Valido del eterno Rey, en cuanto una pura criatura puede por él ser honrada hasta lo infinito de la honra. A la hora de la oración y agonía del Huerto, Vos en vuestra oración y agonía en el Cenáculo nos habéis tenido presentes, al que esto escribe y a todos los suyos, a sus lectores, a sus amigos y enemigos; de todos apiadaos eficazmente, Señora nuestra, nuestro amparo y nuestra salvación; los males que nos amenazan son como un mar que quiere tragarnos; lo que decimos a vuestro Hijo lo decimos a Vos como Madre de la misericordia: «¡Salvadnos, porque perecemos!».

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