viernes, 27 de diciembre de 2019

SOBRE LA MUERTE DE SAN JUAN EVANGELISTA

Traducción del artículo publicado por M.V. en MANCIPIUM VIRGINIS (Parte 1 y Parte 2).
   
  
«Aquel primado apostólico que el Romano Pontífice posee sobre toda la Iglesia como sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, incluye también la suprema potestad de magisterio. Esta Santa Sede siempre lo ha mantenido, la práctica constante de la Iglesia lo demuestra, y los concilios ecuménicos, particularmente aquellos en los que Oriente y Occidente se reunieron en la unión de la fe y la caridad, lo han declarado». (Concilio Vaticano I, Constitución Pastor Ætérnus, cap. IV).
  
Habiendo pues visto el dogma de la infalibilidad del Papa, y admitiendo que aunque los santos pueden errar, ellos no se separan de la enseñanza de la Santa Sede, exploremos algunos testimonios sobre la cuestión por largo tiempo debatida de la muerte de San Juan Evangelista.

En su sexto volumen de su “Histoire générale de l’Église”, página 512, el padre Joseph-Epiphane Darras acepta la muerte de San Juan:
«Él se durmió en el Señor, el último de los doce apóstoles, casi a los cien años (99) de edad. Puede ser que los Efesios se halagaran de que “Juan no moriría”. Pero, como el santo evangelista lo había observado él mismo, Nuestro Señor no había hablado de tal suerte. El cuerpo de San Juan recibió la sepultura sobre una montaña vecina de Éfeso».
En su Historia de San Juan, en la página 352, donde se lee también las opiniones contradictorias de los autores graves sobre la muerte de San Juan Evangelista, el padre Étienne Maistre da una narración auténtica de los discípulos de San Juan que le han visto morir con sus propios ojos:
«Después descendió y se acostó en la tumba, donde había extendido sus vestiduras, y nos dijo: -¡Hermanos, la paz esté con vosotros!
 
Habiendo enseguida bendecido a todos los asistentes, y les había dicho adiós, él se depositó vivo en su sepulcro, y ordenando que le cubrieran y glorificaran al Señor, entregó el espíritu en el mismo instante».
En la Vida de los santos, Los Pequeños Bolandistas, volumen 14, página 492, Mons. Paul Guérin, camarero del Papa Pío IX, se expresa también sobre la muerte de San Juan Evangelista:
«Habíamos dicho ya que algunos autores habían creído que él no moriría, sino que Nuestro Señor le había reservado con Enoc y Elías, para combatir al Anticristo al fin del mundo. Esta es la opinión de San Hipólito, obispo de Porto, en su Tratado de la consumación del mundo, pero ello no es sostenible; pues, por un lado, San Juan lo rechaza él mismo en su Evangelio, por estas palabras: Et non dixit Jesus: non móritur: “Y Jesús no dijo que este discípulo no debía morir”; por el otro, en su Apocalipsis, hablando de los combates contra el Anticristo no hace mención sino de dos testigos, que predicarán por mil doscientos sesenta días, revestido de sacos, y que serán finalmente masacrados por la bestia, toda la antigüedad no duda de su muerte, no más que de las de los otros Apóstoles... El papa San Celestino I, en su Epístola a los Padres del Concilio de Éfeso, habla así de sus reliquias, que eran honradas en esta ciudad... La Iglesia cree que su muerte fue natural y que, después de haber bebido el cáliz del Señor al pie de la cruz y luego que fue arrojado en Roma en un caldero de aceite hirviendo, expiró apaciblemente en Éfeso el 27 de diciembre».
En su Año litúrgico, tiempo de Navidad, tomo 1, Dom Guéranger, habiendo citado los cánticos que la Iglesia griega consagra a San Juan (página 353), se expresa también sobre su muerte, en la página 342:
«Este pasaje del Evangelio [sobre la muerte de San Juan] ha frecuentemente ocupado a los Padres y los comentadores. Se ha creído ver la confirmación del sentimiento de aquellos que han pretendido que San Juan fue eximido de la muerte corporal, y que incluso esperará, en su sede, a la venida del Juez de vivos y muertos. Debe verse, por tanto, con la mayor parte de los santos doctores, la diferencia de las dos vocaciones de San Pedro y de San Juan. El primero seguirá a su Maestro, muriendo, como Él, sobre la cruz; el segundo será reservado; asistirá a una feliz vejez; y verá venir a su Maestro que le llevará de este mundo por una muerte tranquila».
Según los comentarios de la Biblia de Fillion, tomo 7, página 462, está escrito que San Juan murió en Éfeso, hacia el año 100, bajo el imperio de Trajano.
  
La Biblia Martini es otra fuente muy importante donde se encuentran notas preciosas sobre la muerte de San Juan Evangelista. Esta es la Vulgata traducida al italiano con notas y citas de los Padres de la Iglesia por Mons. Antonio Martini. Ella fue la gran Biblia católica oficial italiana casi por 200 años. La Biblia Martini fue aprobada en su totalidad por el Papa Pío VI con un Breve del 16 de abril de 1778. Ella no es solamente la traducción en italiano de la Vulgata, sino también una comparación y una verificación escrupulosa, palabra por palabra, con los manuscritos hebreos, griegos y arameos. En cada uno de sus 26 volúmenes se encuentran también las variaciones entre estos manuscritos y la Vulgata. Está dicho también que en las ediciones después de 1870, todas las notas originales fueron remplazadas.
  
Para los interesados, la Biblia Martini con las notas originales puede ser descargada enteramente aquí http://www.liber-liber.it/biblioteca/inlavorazione/02_dacontrollare/bibbiamartini/bibbia.zip
  
En el prefacio del Evangelio de San Juan, volumen 22 de la Biblia Martini, página 327, y también según los comentarioss del verso 21:21, está escrito que San Juan murió alrededor de 30 años después de la destrucción de Jerusalén. En cuanto a la creencia de que San Juan no moriría, que no resucitaría, sino que vivirá hasta el último día del mundo para pasar después de la vida temporal a la vida eterna con Jesucristo, el Evangelista dice que esta interpretación no se ajusta a las palabras de Cristo, que jamás había dicho que Juan no moriría o que debía esperar en el mundo Su última venida.
  
Terminemos con la Biblia de Vence, muy conocida como para hacer su elogio.
  
En el volumen 19, páginas 628-643, se halla una disertación detallada sobre la muerte de San Juan Evangelista. Los autores sagrados (Padres de la Iglesia, doctores, etc.) de la Iglesia griega y latina dan opiniones contrarias sobre la muerte del Evangelista. Se puede consultar por sí mismo estas opiniones, porque actualmente la Biblia de Vence está casi totalmente disponible en línea. Le falta solamente el volumen 3, que no ha sido numerizado todavía. Los otros 24 volúmenes de la cuarta edición de esta Bibia pueden consultarse aquí: http://books.google.fr/books?id=3Nw7AAAAcAAJ&printsec=frontcover&dq=%22augustin+calmet%22&lr=&as_brr=1&cd=17#v=onepage&q=&f=false
  
Léase la conclusión magistral de esta disertación, volumen 19, página 643, conclusión que responde también a los cánticos que la iglesia griega consagra a San Juan:
«Se hace pues concluir que la opinion que tienen que San Juan no está muerto, o que está resucitado, no está apoyada sobre ningún fundamento sólido, y que ni los antiguos ni los modernos, a excepción de un muy pequeño número de autores, jamás la consideró sino una opinión popular, que no merecía ninguna creencia. Es en vano que se vea poner en este partido a la Iglesia latina; ella jamás adoptó este sentimiento. Para los griegos, nosotros los abandonamos sin pena. Después de su cisma, están sepultados en una ignorancia, en los errores y las supersticiones bien lejanas de la antigua capacidad y de la piedad de sus antepasados».
La Santa Iglesia Católica Romana cree y enseña la muerte de San Juan y su pertenencia a la Iglesia triunfante en el Cielo.
  
Pruebas extraídas de la interpretación de la Santa Escritura
   
En la página 48 del libro del padre Joachim Joseph Berthier, Abrégé de théologie dogmatique et morale, (1928), el precioso manual que ha recibido el elogio de Roma, de muchos Obispos y Superiores de diversas Congregaciones, está escrito:
«[...] es evidente que la Iglesia es infalible en la disciplina general, de tal suerte que ella no puede ordenar nada contra las buenas costumbres; ella es infalible en la interpretación de la Sagrada Escritura, en los juicios que ella hace sobre las traducciones de los Libros Santos, en las cosas que en la tradición de las verdades reveladas...».
En la página 62, se lee:
«Toda la Escritura ha sido divinamente inspirada. (II. Tim., III, 16)...
  
León XIII dice: “El Espíritu Santo de tal manera excitó y movió con su influjo sobrenatural a los Escritores inspirados para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que Él quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, Él no sería el autor de toda la Sagrada Escritura” (Encíclica Providentíssimus Deus, sobre los estudios de la Sagrada Escritura).
 
[...] Es cierto, es incluso de fe, después del Concilio de Trento, que la inspiración se extiende a cada uno de los Libros Santos, y a sus diversas partes, y por consiguiente a las historias, aunque ellas no sean todas dogmas de fe, puesto que no tocan aquí en nada la fe ni las costumbres, pero, negándolas, se niega implícitamente la inspiración, que es de fe. No se puede tolerar, dijo el Papa León XIII, la opinion de los que piensan falsamente que la Inspiración divina no se aplica sino a los objetos que interesan a la fe o las costumbres».
En la página 66, se lee:
«León XIII estableció en Roma una Comisión Bíblica para responder a las preguntas que se presenten al respecto sobre la Escritura Santa. Pío X declaró que uno debe someterse a las respuestas dadas por esta comisión y aprobadas por el Santo Padre, como a las de las congregaciones romanas, y que no se las puede combatir de palabra o por escrito sin falta grave».
Esta declaración del Papa San Pío X sobre la autoridad y las decisiones de la Comisión Bíblica Pontificia se puede encontrar en su Motu Próprio Præstántia Scriptúræ, del 18 de noviembre de 1907 (Denzinger: 2113).
   
En la página 48 del libro del padre Berthier se lee:
«[...] en la encíclica Quanta cura del 8 de diciembre de 1864, Pío IX condenó, como soberanamente contraria al dogma, la opinión que pretende: “a aquellos juicios y decretos de la Silla Apostólica, cuyo objeto se declara pertenecer al bien general de la Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal empero que no toque a los dogmas de la Fe y de la moral, puede negárseles el asenso y obediencia sin cometer pecado, y sin detrimento alguno de la profesión católica”».
Después que todas las obras de Mons. Louis Gaston de Ségur fueron honradas por los Breves del Papa Pío IX. En el libro Le Dogme de l’infaillibilité, Mons. de Ségur escribió:
«[...] Hay bastantes puntos de doctrina que, sin ser definidos formalmente, son por tanto enseñados de tal forma por la Iglesia, que exigen la sumisión entera del espíritu; estos son los que “son admitidos por el consentimiento común y constante de los católicos como verdades teológicas, y aun como conclusiones tan ciertas, que las opiniones opuestas a ellas, aunque no puedan ser apeladas heréticas, no merecen menos otra censura teológica”. Así habló el Papa Pío IX, en su Breve Apostólico Tuas libénter del 23 de diciembre de 1863, al obispo de Maguncia» (Œuvres de Mgr. de Ségur, tomo VI, página 264).
En el mismo libro, en las páginas 225-226, está escrito:
«[...] Y después, se confunde aquí dos cosas totalmente distintas: la autoridad de la Iglesia y la infalibilidad de la Iglesia: La infalibilidad no trata y no puede tratar sino sobre las cuestiones de doctrina, en tanto que sean o no conformes a la revelación; la autoridad trata sobre las cuestiones de conducta, de gobierno, de administración. La infalibilidad nos obliga a creer las verdades que ella define; la autoridad, a obedecer a las leyes, a las prescripciones impuestas.
 
[...] Si se comprenden mejor las cosas de la fe, se encontrará sencillo que el Jefe de la Iglesia sea infalible. Puesto que el Papa es el Jefe de la Iglesia, de ahí que su infabilidad no es, después de todo, sino la infalibilidad de la Iglesia, determinada con más precisión».
 
«[...] El espíritu católico romano es la antípoda de la revuelta; el orgullo y la insumisión no le son menos opuestos que la ignorancia y la mentira. Él detesta los subterfugios por los cuales se atenta sustraerse al yugo de la obediencia; entre otras estas máximas, estos usos, que se han puesto desde mucho tiempo atrás, como una muralla china que aísla nuestras Iglesias y las defiende contra las influencias de la Santa Sede. “En Francia, se dice, esto no obliga...”» (Œuvres de Mgr. de Ségur, tomo III, página 301).
Y el gran Papa Pío IX, en su encíclica Qui Plúribus del 9 de noviembre de 1848 escribió esto:
«[...] “De aquí aparece claramente cuán errados están los que, abusando de la razón y tomando como obra humana lo que Dios ha comunicado, se atreven a explicarlo según su arbitrio y a interpretarlo temerariamente, siendo así que Dios mismo ha constituido una autoridad viva para enseñar el verdadero y legítimo sentido de su celestial revelación, para establecerlo sólidamente, y para dirimir toda controversia en cosas de fe y costumbres con juicio infalible...
 
[...] Donde está Pedro allí está la Iglesia [San Ambrosio, in Ps. 40, 30 (Migne, Patrología Latina 14, Mansi, Colléctio Conciliórum 6, col. 971-A 1134-B)], y Pedro habla por el Romano Pontífice [Concilio de Calcedonia, Actio 2 (Mansi, Colléctio Conciliórum 6, col. 971-A)], y vive siempre en sus sucesores, y ejerce su jurisdicción [Concilio de Éfeso, Actio 3 (Mansi, Colléctio Conciliórum 4, col. 1295-C)] y da, a los que la buscan, la verdad de la fe [San Pedro Crisólogo Epístola a Eutiques (Migne, Patrología Latina 52, col. 71D)]. Por esto, las palabras divinas han de ser recibidas en aquel sentido en que las tuvo y tiene esta Cátedra de San Pedro, la cual, siendo Madre y Maestra de las Iglesias [Concilio de Trento, sesión 7ª, De baptísmo. Canon III (Mansi, Colléctio Conciliórum 33, col. 53)], siempre ha conservado la fe de Cristo Nuestro Señor, íntegra, intacta. La misma se la enseñó a los fieles mostrándoles a todos la senda de la salvación y la doctrina de la verdad incorruptible.
  
Y puesto que ésta es la principal Iglesia de la que nace la unidad sacerdotal [San Cipriano, Epístola 55 al Pontíce Cornelio (Migne, Patrología Latina 3, Epist. 12 Corn., col. 844-845)], ésta la metrópoli de la piedad en la cual radica la solidez íntegra y perfecta, de la Religión cristiana [Cartas sinodales de Juan de Constantinopla al Pontífice Hormisdas; y Sozomeno, Historia Eclesiástica, lib. 3, cap. 8], en la que siempre floreció el principado de la Cátedra apostólica [San Agustín, Epístola 162 (Migne, Patrología Latina [Epist. 43, 7] 33, col. 163)], a la cual es necesario que por su eminente primacía acuda toda la Iglesia, es decir, los fieles que están diseminados por todo el mundo [San Ireneo, Contra Hæréses, lib. 3, cap. 3 (Migne, Patrología Græca 7-A, col. 849-A)], con la cual el que no recoge, desparrama [San Jerónimo, Epístola 15, 2, al Papa Dámaso (Migne, Patrología Latina 22, col. 356)]...”.
  
[...] Así han hablado todos los Papas... » (Idem, tomo III, páginas 190-192).
  
«[...] No sería demasiado decir y repetir: Roma, la ciudad de la tradición papal, es la única fuente que hace pura la ciencia religiosa; y ahora, como a comienzo del siglo décimo, cada uno de nosotros puede repetir con toda verdad las bellas palabras de un sabio Obispo de Verona: “¿Dónde puedo aprender más fácil y más segura las cosas que ignoro, sino en la escuela de la Iglesia Romana? En materia de doctrinas, ¿saber en cualquier parte lo que se ignora en Roma? Es allá donde brilla la plenitud de los más grandes doctores, los príncipes más distinguidos de la Iglesia universal, Roma es la ciudad que hace las leyes; ella es el encuentro de todos los Pontífices; allá se discuten los cánones sagrados, y se aprueba o se rechaza lo que debe ser observado y lo que no merece serlo. Lo que Roma anula, no lo puede sostener nadie, y lo que ella sostiene, nadie lo puede anular. ¿Dónde, pues, mi insuficiencia encontrará un remedio más eficaz que en esta ciudad santa donde se ve brotar la fuente de la luz?” [Raterio, Itinerárium romanórum]» (Idem, tomo III, página 300).
  
«[...] La autoridad e infalibilidad del Papa son una de las más grandes pruebas de amor, de misericordia, de bondad, que la Providencia haya podido dar a cada uno de nosotros» (Idem, tomo VI, página 194-195).
   
«[...] Es del Papa, es de Pedro que todo viene, porque es de Pedro quiense recibe todo. La Iglesia toda entera, basada en la infalibilidad de Pedro, es infalible; como el edificio todo entero, levantado sobre la inmovilidad del cimiento, es inmovible con él. Y no lo olvidemos: la inmovilidad, común a todo el edificio, el cimiento no la recibe, él la da... » (Idem, tomo VI, páginas 229-230).
   
«[...] La infalibilidad de la Iglesia y de los Concilios reposa pues sobre la infalibilidad de la Iglesia Romana; la infalibilidad de la Iglesia Romana viene de Pedro, que es su Doctor, su Pastor infalible; y es el Hijo de Dios mismo quien ha investido a San Pedro de este pastorado y de esta divina infalibilidad» (Idem, tomo VI, página 241).
«[...] En la enseñanza de la Iglesia, hay dos cosas muy distintas:
  1. La exposición y la definición de las verdades reveladas o inspiradas; y esta parte de la enseñanza católica nos obliga a creer, so pena no solamente de desobediencia, sino so pena de herejía. El conjunto de estas verdades reveladas y definidas son el objeto de la fe propiamente dicha;
  2. Todo el resto de la enseñanza de la Iglesia, que exige de parte de todos los cristianos sin excepción no la fe, sino la sumisión sincera, cordial, interior y exterior: esta obediencia, no menos que la fe, obliga bajo pena de pecado grave. Ella trata, sin distinción alguna, sobre todo lo que la Iglesia enseña, decreta, decide, ordena y defiende. La fe reposa sobre la infalibilidad doctrina propiamente dicha: la obediencia sobre la autoridad sobrerana de la Iglesia y de la Santa Sede Apostólica.
Todo esto que la Iglesia decide y decreta, Nuestro Señor lo decide y lo decreta por ella. Ella es la gran voz de Jesucristo en medio del mundo...
 
[...] No, la Iglesia no puede errar en nada. Ella no puede engañarse ni sobre el dogma ni sobre la moral, ni sobre la santidad de los reglamentos y de las reformas disciplinarias; ella no puede engañarse sobre la extensión ni sobre la aplicación de su propio poder; lo que ella enseña, en y por esto solo que ella enseña, el el derecho de enseñar; lo que ella rdena, ella tiene el derecho de ordenar; lo que ella condena, ella tiene el derecho de condenar. Incluso ella no puede actuar imprudentemente, no puede volver sobre los derechos legítimos de lo que es. Ella no puede incluso quererlo. Nuestro Señor y el Espíritu Santo, el Espíritu de verdad y de justicia, son los que pueden impedirlo, pero ella no tiene la menor envidia, ni la menor necesidad...
 
[...] Por tanto, la infalibilidad de Jesucristo es la infalibilidad del Papa; y la infalibilidad de Jesucristo y la del Papa es la infalibilidad del Concilio y de la Iglesia...» (Idem, tomo VI, páginas 138-153).
Luego que el Papa o la Iglesia Católica unida a él aprueba una interpretación de la Sagrada Escritura, esta interpretación es infalible y ella debe ser aceptada por los fieles al menos bajo pena de pecado grave. Los fieles no pueden mantener opiniones contrarias a esta interpretación porque ella es precisamente una enseñanza infalible de la Iglesia Católica.
  
Es un hecho histórico que la Biblia de Mons. Antonio Martini, la traducción de la Vulgata con las notas, fue aprobada por el Papa Pío VI con un Breve del 16 de abril de 1778. Y en esta Biblia, tomo 22, página 327, la muerte de San Juan es aceptada.
  
La traducción alemana de la Vulgata con comentarios del Dr. Joseph-Franz d’Allioli fue también aprobada por el Santo Padre, el Papa Pío VIII, el 23 de junio de 1817. En el comentario del verso 23 del capítulo XXI del Evangelio de San Juan, tomo 7, en la traducción francesa aprobada, está escrito:
«Los contemporáneos de San Juan creían también que él no moriría. Según la tradición de los Santos Padres, Juan murió a una edad muy avanzada hacia finales del primer siglo, en Éfeso, de una muerte tranquila y dulce».
En relación al Padre Fillion, miembro de la Pontificia Comisión Bíblica, escribes que su opinión no es la enseñanza del magisterio.
   
Ahora, en las primeras páginas del volumen 7 de la Biblia de Fillion, encontré una carta del cardenal François Richard, Arzobispo de París, dirigida al padre Louis-Claude Fillion el 25 de marzo de 1899. La eminencia escribió cuanto sigue:
«[...] Tu comentario del Antiguo Testamento está ahora concluido. Tengo que felicitarte públicamente y decirte además que estoy gozoso de bendecir tu obra.
         
Quiero resaltar primeramente que este trabajo de uno de nuestros profesores del Instituto Católico de París no se distingue menos por la pureza de la doctrina que por la solidez. Tú estás firmemente adherido a las enseñanzas de la Iglesia, no te has dejado deslumbrar por el brillo engañoso de una falsa ciencia, y has tomado por guías, no a estos hombres temerarios que, privados de las luces de la fe, se dejan llevar, en la explicación de las Santas Escrituras, por todos loségarements de su imaginación, sino a los Padres y los doctores que Jesucristo ha suscitado después de los Apóstoles para interpretar su palabra.
         
Tú has sabido, al mismo tiempo, no omitir nada de lo que hay de bueno y de útil en los trabajos exegéticos de nuestro siglo. En todo te has aprovechado, en un comentario sobrio, conciso y no por eso menos completo en lo que permitían los límites de tu plan.
         
Por demás, has sabido abreviar el comentario propiamente dicho y apartado una serie de explicaciones inútiles, haciendo del texto sacro un análisis sabio, que es la parte más destacada de tu trabajo. Por la indicación de las divisiones y subdivisiones de cada libro sagrado y por la exposición clara y precisa del concatenamiento lógico de las ideas, muchos de los desarrollos que se encuentran en los antiguos comentarios y que a veces los encubren no tienen más su razón de ser; y gracias a este hilo conductor que pones en nuestras manos, podemos, para servirme de tu expresión, “descansemos a la sombra en el bello jardín de las Escrituras”. El sentido literal se muestra de tal manera, con nitidez, brilla más, cuando lo hay, que las notas históricas, geográficas y arqueológicas.
         
Me queda exprezar el voto que puedas llegar igualmente a un buen fin, con la ayuda de Nuestro Señor, del comentario al Nuevo Testamento. Tú has trabajado eficazmente como verdadero hijo de D. Jean-Jacques Olier [fundador de Compañía Sacerdotal de San Sulpicio], por la santificación y a la instrucción de los seminaristas y del clero de Francia...».
Según los comentarios de la Biblia de Fillion, tomo 7, página 462, San Juan murió en Éfeso, hacia el año 100, bajo el imperio de Trajano.
   
Termínese esta sección apoyándose sobre la autoridad de un miembro honorable de la Pontificia Comisión Bíblica que se expresa sobre la muerte de San Juan. Mons. Pierre-Édouard Puyol, presidente de la Comisión de examen de libros, informa también sobre su libro Saint Jean et la fin de lâge apostolique:
«[...] En ninguna parte aparece mejor la vasta erudición del autor que en este estudio sobre la vida, las obras y el siglo del Apóstol San Juan. Todas las fuentes históricas y exegéticas, antiguas y modernas, de Alemania, de Inglaterra, de Francia, de Italia, están puestas en contribución. En medio de esta documentación considerable, el sabio autor se mueve audazmente sin duda, pero con una impecable prudencia, rechazando lo que es frelaté, desligándose de lo que es paradójico, desviándose del culto al ídolo del sentido propio, evitando toda curiosidad temeraria, como también de toda inepta credulidad.
 
[...] Pero, critica él mismo, y critica de primer orden, no este espíritu crítico que, según Bossuet, “hace a los hombres determinativos y les hace preferir su gusto y sus conjeturas, que creen dictadas por el buen sentido, a toda tradición y a toda autoridad” (Disertación sobre Hugo Grocio).
  
Según el aviso de San Pablo (I Thess., V. 21), no hace falta examinar, sino que retiene lo que es bueno. Penetrado de respeto por la doctrina de la Iglesia y la tradición de los Santos Padres, no se aparta de las venerables direcciones del pasado, sobre ligeras apariencias o de atrevidas conjeturas. Parece no haber olvidado jamás la bella máxima de Jean Mabillon: “No hay camino más corto para poder perder la fe que el querer criticar demasiado la Fe misma” (Études monastiques, parte II, cap. XIII). No sorprende en su discusión exceso o abuso alguno. La obra puede ser propuesta como modelo a los escritores católicos».
Hablo del padre Constant Fouard. En su libro Saint Jean et la fin de lâge apostolique, páginas 303-306, escribe así sobre la muerte cierta de San Juan Evangelista:
«[...] San Jerónimo relata que en los últimos días de su vida, el venerable apóstol, no pudiendo caminar más, fue llevado a la iglesia por sus discípulos. Allá, incapaz de largos discursos, se contentó en dirigir a los fieles esta palabras: “Hijitos, amaos los unos a los otros”. Fatigados de escucharlo sin cesar, los que lo rodeaban lloraron: “Maestro, ¿por qué repites lo mismo?”. Les dio esta respuesta digna de San Juan: “Este es el precepto del Señor: observarlo es suficiente” (San Jerónimo, In Galat., VI, 10).
 
La obra, por la cual el hijo de Zebedeo había sobrevivido a sus hermanos de apostolado, estaba terminada. Quedaba al Salvador cumplir su promesa (Joan., XXI, 22), de volver a su bienamado, y teniéndolo sobre su corazón como en la Cena, cerrarle los ojos. Sobre este punto, la tradición es unánime: la muerte de Juan fue dulce como un sueño. Uno quisiera conocer los detalles; pero, sobre este hecho, como sobre los precedentes, todo lo que sabemos ha pasado por los gnósticos. En verdad, su narración de los últimos días del Apóstol es un de los raros episodios de las Actas apócrifas que nos ha llegado intacto: no habían transcurrido más de treinta años entre la muerte del santo anciano y la redacción de los recuerdos que se aportan; pero este lapso de tiempo es suficiente a los falsarios para su trabajo de invención. El único trazo de verdad que creemos y reconocemos es que, prevenido por Jesús de su muerte cercana, Juan hizo cavar una fosa, y puesto su manto, se tendió: “Tú estás conmigo, Señor”, murmurábale; luego, dirigiéndose a los discípulos que con lágrimas le rodeaban: “Paz a vosotros todos, hermanos míos”, y se durmió en el descanso que deseaba (Estos detalles se encuentran igualmente en los dos manuscritos de París y de Vienne que nos conservan este fragmento de las Actas primitivas, como también las traducciones siríacas y armenias, Theodor Zahn, Acta Joannis, pág. 250).
 
[...] En tiempo del concilio de Éfeso, el Papa Celestino, dirigiendo a los Padres una palabra de San Juan, les recuerda que tienen ante sus ojos las reliquias del Apóstol y le deben sus homenajes (Mansi, Colléctio Conciliórum, tomo IV, pág. 1286).
 
[...] Pero si la tradición se ha mostrado tan firme como unánime sobre este punto, que Juan murió en Éfeso y tuvo su tumba, no sucede lo mismo con las leyendas que nacieron alrededor del monumento sagrado. Una vez más, las fantasías gnósticas pronto habían hecho carrera; encontramos la primera traza en las Actas de Juan compuestas poco tiempo después de su muerte: “Los discípulos, leemos en esta obra apócrifa, habiendo vuelto al día siguiente a la tumba, no encontraron más al Apóstol; no hallando más que sus sandalias y la tierra moviéndose” en el lugar que había preparado para morir.
   
Este relato, ya sospechoso a todas vistas, fue distintamente amplificado, en el curso de los tiempos, por la devoción popular. San Agustín informa que, entre las Iglesias de África, el dicho común era que el Apóstol, esperando la venida del Señor, reposaba dormido en su tumba, y que su respiración agitaba dulcemente la tierra (San Agustín, tr. CXXIV in Joan., 2). En Siria, se oía de un perfume que fluía en ese lugar y que lo recogían (San Efraín de Antioquía, citado por Focio, Cod. 229); en la Galia, de un manna que brotaba de su se pulcro, y que transportado a lo lejos, obraba milagros. Esto no es más que místicas imaginaciones, símbolos de lo que había dado y dejado al mundo el ministerio del “bienamado de Jesús”... ».
   
Pruebas tomadas de la Santa Liturga Católica Romana
  
En su encíclica sobre la Sagrada Liturgia, Mediátor Dei, del 20 de noviembre de 1947, el Papa Pío XII escribió:
«[...] si queremos distinguir y determinar de manera general y absoluta las relaciones que existen entre fe y liturgia, se puede con razón afirmar que: Lex credéndi legem statúat supplicándi, “la ley de la fe debe establecer la ley de la oración”. Lo mismo hay que decir también cuando se trata de las otras virtudes teologales: In… fide, spe, caritáte continuáto desidério semper orámus, “En la... fe, en la esperanza y en la caridad oramos siempre con deseo continuo” (San Agustín, Epist. 130, a Proba, 18).
   
[...] Ahora bien: si, por una parte, vemos con dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la liturgia son a veces escasos o casi nulos, por otra observamos con gran preocupación que en otras hay algunos, demasiado ávidos de novedades, que se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia; pues con la intención y el deseo de una renovación litúrgica mezclan frecuentemente principios que en la teoría o en la práctica comprometen esta causa santísima y la contaminan también muchas veces con errores que afectan a la fe católica y a la doctrina ascética.
   
La pureza de la fe y de la moral debe ser la norma característica de esta sagrada disciplina, que tiene que conformarse absolutamente con las sapientísimas enseñanzas de la Iglesia.
   
[...] Este inconcuso derecho de la jerarquía eclesiástica se prueba también por el hecho de que la sagrada liturgia está íntimamente unida con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone como parte integrante de verdades ciertísimas, y, por consiguiente, tiene que conformarse a los dictámenes de la fe católica, proclamados por la autoridad del Magisterio supremo, para tutelar la integridad de la religión por Dios revelada.
 
[...] El culto que ella tributa a Dios Santísimo es, como breve y claramente dice San Agustín, una continua profesión de fe católica y un ejercicio de la esperanza y de la caridad: Fide, spe, caritáte coléndum Deum, Dios debe ser honrado con la fe, la esperanza y la caridad, afirma. (Enquiridión, cap. 3.) En la sagrada liturgia hacemos explícita y manifiesta profesión de fe católica, no sólo con la celebración de los misterios divinos, con la consumación del sacrificio y la administración de los sacramentos, sino también rezando y cantando el símbolo de la fe, que es como insignia y distintivo de los cristianos; con la lectura de otros documentos y de las Escrituras Sagradas, escritas por inspiración del Espíritu Santo. Toda la liturgia tiene, por consiguiente, un contenido de fe católica, en cuanto que testimonia públicamente la fe de la Iglesia.
    
La liturgia, por consiguiente, no determina ni constituye en sentido absoluto y por virtud propia la fe católica, sino más bien, siendo como es una profesión de las verdades divinas, profesión sujeta al supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y testimonios de no escaso valor para aclarar un punto determinado de la doctrina cristiana.
   
[...] Por eso el Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados (cf. C. J. C., can. 1257); los obispos, por su parte, tienen el derecho y el deber de vigilar con diligencia, a fin de que las prescripciones de los sagrados cánones referentes al culto divino sean observadas con exactitud (cf. C. J. C. can. 1261)».
Como lo explica el Papa Pío XII, la Santa Iglesia Católica Romana ora lo que cree y enseña. Y ella cree y enseña infaliblemente en su Santa Liturgia Romana que San Juan está muerto y que hace parte de la Iglesia triunfante del Cielo. Considérense dos pruebas que atestiguan este hecho:
   
Entre los siete libros litúrgicos del Rito Romano, tomo como ejemplo el primero y el último: el Misal Romano y el Martirologio Romano.
   
En el Misal Romano, en la oración del Santo Canon, el sacerdote, después de haber orado, con los brazos extendidos, por la Iglesia militante, invoca también el recuerdo de la Iglesia triunfante:
«[...] Unidos por la comunión de los Santos, veneramos primeramente la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo, y también la de tus Santos Apóstoles y Mártires Pedro y Pablo, Andrés, Santiago, Juan, Tomás, Santiago, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo; Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio, Cipriano, Lorenzo, Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián, y de todos tus Santos; por cuyos méritos y ruegos concédenos que en todo seamos fortalecidos con el auxilio de tu protección. Por el mismo Cristo Nuestro Señor. Amén».
La prueba de la muerte de San Juan Evangelista se encuentra también en el Martirologio Romano. Tomo como ejemplo una edición publicada por orden del Papa Gregorio XIII, revisado por autoridad del Papa Urbano VII y del Papa Clemente X, aumentado y corregido en 1749 por el Papa Benedicto XIV. La edición que he verificado es la publicada en Malinas en 1859, una «traducción nueva según el ejemplar impreso en Roma en MDCCCXLV [1845], bajo el auspicio y el patronato del Soberano Pontífice Gregorio XVI, en la cual se encuentran los martirologios de las órdenes religiosas y los elogios de los Santos y Beatos aprobados hasta nuestros días por la Sagrada Congregación de Ritos».
  
En este Martirologio, en la página 295, está escrito:
«[...] EL DÍA VEINTISIETE DE DICIEMBRE,
 
[...] En Éfeso, el nacimiento al cielo de San Juan, Apóstol y Evangelista, quien, después de haber escrito el Evangelio, sufrió el exilio, y compuso el libro divino del Apocalipsis. vivió hasta los tiempos de Trajano. Fundó y gobernó todas las iglesias del Asia; finamente, cassé de vejez, murió en el año sesenta y ocho después de la Pasión de Nuestro Señor, y fue sepultado cerca de esta ciudad...».
  
De la liturgia de la Iglesia griega, de la superioridad de la Santa Iglesia Romana sobre todas las otras Iglesias, y de la autoridad suprema del Papa infalible
Querido Sr. Padre,
 
Concerniente a este himno griego:
«La plenitud de los Apóstoles, la trompeta de la teología, la guía espiritual que sometido a Dios el universo, venid, fieles, celebrad su bondad: este es el ilustrísimo Juan, transportado de la tierra y no tomado de la tierra; sino viviente y esperando la segunda y terrible venida del Señor, ante el cual, para que nosotros que celebramos tu memoria podamos asistir sin reproche, dígnate recomendarnos, oh amigo místico de Cristo, tú que amorosamente reposaste sobre tu pecho» (citado por Dom Guéranger en el Año Litúrgico al 27 de diciembre).
En el foro escribes que la liturgia de la Iglesia griega es tan infalible como la liturgia latina, y que es evidente que dom Guéranger cita la liturgia griega unida a Roma. Supongamos por un momento que en su libro dom Guéranger cita un cántico de la Iglesia Católica griega unida a Roma (y no un himno griego de la Iglesia cismática).
 
El libro de dom Guéranger se puede descargar y consultar aquí: http://books.google.fr/books?id=blguAAAAYAAJ&printsec=frontcover&dq=editions:09yJHIDfazbdOb1e1YEht&lr=&ie=ISO-8859-1#v=onepage&q=&f=false
 
En este libro, El Año litúrgico, tiempo de Navidad, 1871, 3ª edición, tomo 1, páginas 348-353, Dom Guéranger escribió:
«[...] Escuchemos ahora a las distintas Iglesias proclamar la gloria de San Juan, en sus elogios litúrgicos. Comenzaremos por la Santa Iglesia Romana, de quien tomaremos este bello Prefacio del Sacramentario Leonino...
 
[...] Daremos ahora algunas estrofas de los Cánticos que la Iglesia griega, en su lenguaje pomposo, consagra a honor de San Juan, cuya fiesta es celebrada por ella el 26 de septiembre....»
Además, dom Guéranger mismo acepta la muerte de San Juan en su pequeño comentario respecto del Santo Evangelio de la Misa de San Juan, en la página 342:
«[...] Este pasaje del Evangelio ha frecuentemente ocupado a los Padres y los comentadores. Se ha creído ver la confirmación del sentimiento de aquellos que han pretendido que San Juan fue eximido de la muerte corporal, y que incluso esperará, en su sede, a la venida del Juez de vivos y muertos. No se hace ver, por tanto, con la mayor parte de los santos doctores, sino la diferencia de las  dos vocaciones de San Pedro y de San Juan. El primero seguirá a su Maestro, muriendo, como Él, sobre la cruz; el segundo será reservado; asistirá a una feliz vejez; y verá venir a su Maestro que le llevará de este mundo por una muerte tranquila»
Los cánticos de la Santa Iglesia Romana y de la Iglesia griega (páginas 348-353) difieren entre ellos en la manera de tratar la muerte de San Juan. En el cántico de la Santa Iglesia Romana, la muerte de San Juan no es tratada. ¿Se puede concluir entonces que la Santa Iglesia Romana no enseña la muerte de San Juan? Por el contrario, ella enseña infaliblemente la muerte de San Juan Evangelista tanto por la interpretación de la Sagrada Escritura como por su Santa Liturgia. Pues, como escribió también el Papa Pío XII en su encíclica Mediátor Dei, la liturgia, por consiguiente, no determina ni constituye en sentido absoluto y por virtud propia la fe católica. Por eso el Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados (enc. Mediátor Dei).
  
Si uno se apoya sobre el cántico de la Iglesia griega, se pensaría por un momento que la Iglesia griega enseña que San Juan está vivo, pero eso no puede ser porque suponemos siempre que este canto pertenece a la Iglesia Católica griega unida a la Santa Iglesia Romana. Según esta suposición, la Iglesia Católica griega cree y enseña infaliblemente, en su santa liturgia también, todo lo que cree y enseña infaliblemente el Soberano Pontífice o la Santa Iglesia Romana unida a él, Maestra de todas las otras Iglesias. Y la Santa Iglesia Romana enseña infaliblemente la muerte de San Juan.
«[...] Por ello enseñamos y declaramos que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A ella están obligados, los pastores y los fieles, de cualquier rito y dignidad, tanto singular como colectivamente, por deber de subordinación jerárquica y verdadera obediencia, y esto no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en lo que concierne a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; de modo que, guardada la unidad con el Romano Pontífice, tanto de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un sólo rebaño bajo un único Supremo Pastor [Cf. Juan 10, 16]. Esta es la doctrina de la verdad católica, de la cual nadie puede apartarse de ella sin menoscabo de su fe y su salvación.
 
[...] Ya que el Romano Pontífice, por el derecho divino del primado apostólico, presida toda la Iglesia, de la misma manera enseñamos y declaramos que él es el juez supremo de los fieles [Pío VI, Carta Super soliditáte (28 de noviembre de 1786)], y que en todos las causas que caen bajo la jurisdicción eclesiástica se puede recurrir a su juicio [De la profesión de fe del Emperador Miguel Paleólogo, leída en el segundo Concilio de Lyon, sesión IV, 6 de julio de 1274]. El juicio de la Sede Apostólica (de la cual no hay autoridad más elevada) no está sujeto a revisión de nadie, ni a nadie le es lícito juzgar acerca de su juicio [San Nicolás I, Carta al Emperador Miguel, 28 de septiembre de 865 (Migne, Patrología Latina 119, col. 954)].
 
[...] Y con la aprobación del segundo Concilio de Lyon, los griegos hicieron la siguiente profesión: “La Santa Iglesia Romana posee el supremo y pleno primado y principado sobre toda la Iglesia Católica. Ella verdadera y humildemente reconoce que ha recibido éste, junto con la plenitud de potestad, del mismo Señor en el bienaventurado Pedro, príncipe y cabeza de los Apóstoles, cuyo sucesor es el Romano Pontífice...” [De la profesión de fe del Emperador Miguel Paleólogo, leída en el segundo Concilio de Lyon, sesión IV, 6 de julio de 1274].
 
Finalmente se encuentra la definición del Concilio de Florencia: “El Romano Pontífice es el verdadero vicario de Cristo, la cabeza de toda la Iglesia y el padre y maestro de todos los cristianos; y a él fue transmitida en el bienaventurado Pedro, por nuestro Señor Jesucristo, la plena potestad de cuidar, regir y gobernar a la Iglesia universal” [Concilio de Florencia, sesión VI]». (Mons. Guérin, Concilio ecuménico del Vaticano, Constitución dogmática Pastor Ætérnus, sobre la Iglesia de Cristo, 1877, caps. III-IV, páginas 181-184).
En la alocución consistorial Ubi primum nullis del Papa Pío IX del 17 de diciembre de 1847, está escrito:
«Mas ahora, Venerables hermanos, os queremos comunicar la grande sorpresa que hemos tenido al recibir un escrito compuesto y publicado por cierto hombre revestido de Dignidad eclesiástica [Alusión a la carta pastoral de Charles-Thomas Thibault, Obispo galicano de Montpellier, fechada a 14 de agosto de 1847]. Pues, este personaje, hablando en su escrito de ciertas tradiciones de las Iglesias de su país, y que tienden a restringir los derechos de esta Silla Apostólica, no se ha avergonzado de afirmar que estas tradiciones eran tenidas en estima por Nos. Lejos de Nos, Venerables Hermanos, la sospecha de que jamás hayamos pensado ni tenido la menor idea de apartarnos en cosa alguna de lo instituido por nuestros mayores, o despreciado el conservar y defender la autoridad de esta Santa Sede en toda su integridad. Ciertamente que Nos tenemos en estima las tradiciones particulares, pero sólo aquellas que no se apartan del sentido de la Iglesia Católica; y principalmente respetamos y defendemos con toda firmeza aquellas que se hallan de acuerdo con la tradición de otras Iglesias, y en primer lugar con esta Santa Iglesia Romana, a la que, para servirnos de las palabras de San Ireneo, “es necesario a causa de su primacía se adhiera toda Iglesia, esto es, los fieles que se hallan por todas partes, y en la que se ha conservado por los que se hallan en todo lugar esta tradición que viene de los Apóstoles” [Contra Hæréses, lib. III, cap. 3 (Migne, Patrología Græca 7-A, col. 849-A)]» (Don Charles-Alphonse Ozanam, Méditations sur L’Église et sur  la Papauté, 1870, página 168).
  
«[...] En 1579, el clero de Francia, reunido en Melun, propuso, sin restricción, a todos los fieles, “por regla de su creencia, lo que cree y profesa la Santa Iglesia de Roma, la cual es la Maestra, Columna y Apoyo de la Verdad; porque todas las otras Iglesias deben estar de acuerdo con ella, a causa de su principado”» (Œuvres de Mgr. de Ségur, tomo III, páginas 116-117).
En consecuencia, es imposible que el cántico del Año Litúrgico de dom Guéranger en la página 355 sea de la Iglesia Católica griega unida a Roma. Este cántico pertenece a la Iglesia cismática griega.
«[...] Para los griegos, nosotros los abandonamos sin pena. Después de su cisma, están sepultados en una ignorancia, en los errores y las supersticiones bien lejanas de la antigua capacidad y de la piedad de sus antepasados» (Biblia de Vence, tomo XIX, página 643).
Al contrario, existen pruebas de que la Iglesia Católica griega, siguiendo a la Santa Iglesia Romana, cree y enseña la muerte de San Juan.
   
El Eucologio es uno de los libros litúrgicos más importantes de la Iglesia bizantina; corresponde a nuestro Misal y Ritual Romano.
  
El célebre helenista dominico P. Jaqcues Goar tradujo todo el Eucologio o las Liturgias bizantinas para las Iglesias Orientales del griego al latín, y les agregó notas abundantes, de una riqueza incomparable tanto por la erudición como por la piedad. La obra del célebre Dominico francés es todavía al día de hoy la base indispensable de todo estudio de las liturgias bizantinas (P. Sévérien Salaville).
  
La prueba de la muerte de San Juan y su pertenencia a la Iglesia Triunfante del Cielo se encuentra en el Eucologio, en el Oficio de los Santos (Offícium Sancti), página 336: 
«[...] Tonus Secúndus
Magnitúdinem tuam quis enarráre suffíciat, o virgo Joánnes!
miráculis enim scatúris et curatiónibus abúndas,
et pro animábus nostris intercédis, ut Theólogus et amícus Christi».

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