Tomado de LA SANTA ALIANZA
¿ERAN ESPAÑOLES LOS MORISCOS? EL MITO DE AL-ÁNDALUS
Por Serafín Fanjul García*
Calificar de mito a una idea-fuerza cuya andadura y capacidad de
arrastre cuenta más de siglo y medio entraña varios riesgos. El primero,
desde luego, reside en la dificultad de abrir brecha en la sedimentada
muralla de tópicos acumulados en el remanso de quietud y ausencia de
críticas. Y como tal embalse no carece de dueños y beneficiarios, la
menor mella que se le inflija suscita respuestas airadas, ofendidos
sentimientos y ninguna intención de matizar o revisar. Y de autocríticas
ni hablemos. Pero digámoslo en pocas palabras: la imagen edulcorada de
un al-Andalus idílico (se suele apostillar frecuentemente con la palabra
paraíso; y, en árabe al-firdaws al-mafqud [الْمَفْقُود الفِرْدَوْس], el paraíso perdido), donde
convivían en estado de gracia perenne los fieles de las tres culturas y
las tres religiones, es insostenible e inencontrable, apenas comenzamos a
leer los textos originales escritos por los protagonistas en esos
siglos. No fue peor ni mejor -en cuanto a categoría moral, que sería la
base sobre la cual levantar todo el edificio- que el resto del mundo
musulmán coetáneo o que la Europa de entonces. Disfrutó de etapas
brillantes en algunas artes, en arquitectura o en asimilación de ciertas
técnicas y supo transmitir -y no es poco- el legado helenístico
recibido de los grandes centros culturales de Oriente (Nisapur, Bagdad,
El Cairo, Rayy, etc…). Y fue, antes que nada, un país islámico, con
todas las consecuencias que en la época eso significaba. Pero su
carácter periférico, mientras existió, constituía una dificultad
insalvable para ser tomado como eje de nada por los muslimes del tiempo.
Bien es verdad que, una vez desaparecido, se convirtió en ese paraíso
perdido más arriba señalado, fuente perpetua y lacrimógena de nostalgias
y viajes imaginarios por la nada, de escasa o nula relación con la
España real que, desde la Edad Media, se había ido construyendo en pugna
constante contra el islam peninsular. Una lucha de supervivencia por
ambas partes, con dos fuerzas antagónicas y mutuamente excluyentes, en
oposición radical y absoluta y animadas las dos por sendas religiones
universales cuyo designio era abarcar a la Humanidad por entero.
Es preciso decirlo con crudeza: si había al-Ándalus, no habría España; y viceversa, como sucedió al imponerse la sociedad cristiana y la cultura neolatina. Pero si decidimos retomar la lira y reiniciar los cantos a la tolerancia, a la exquisita sensualidad de los surtidores del Generalife y a la gran libertad que disfrutaban las mujeres cordobesas en el siglo XI, fuerza será que acudamos también a los hechos históricos conocidos que, no siempre, son tan felices: aplastamiento social y persecuciones intermitentes de cristianos, fugas masivas de éstos hacia el norte (hasta el siglo XII), conversiones colectivas forzadas, deportaciones en masa a Marruecos (ya en tiempos almohades), pogromos antijudíos (v.g., en Granada, 1066), martirio continuado de misioneros cristianos mientras se construían las bellísimas salas de la Alhambra… Porque la historia es toda y del balance general de aquellos sucesos brutales (de su totalidad) debemos extraer las conclusiones oportunas. Al recordar esa mínima antología del reverso de la moneda no estamos condenando a al-Ándalus ni estableciendo juicio moral alguno -todos actuaban de la misma manera-, simplemente intentamos equilibrar la panorámica y despojarla de exotismo y de reacciones viscerales en uno u otro sentido, aunque, de modo inevitable, podamos preguntarnos muy fríamente si el retorno a la civilización europea grecolatina fue beneficioso, o no, para la Península Ibérica; si habríamos debido aplastar y ocultar -como se hace en el norte de África- el brillantísimo pasado romano; o si nos hubiera acaecido algo de cuanto de bueno se hizo en todos los aspectos desde 1492. Y también, en otro orden de cosas -muy, muy hispanas-, si tiene una lógica mínima que gentes apellidadas López, Martínez o Gómez, de fenotipo similar al de santanderinos o asturianos que no conocen más lengua que la española, anden proclamando que su verdadera cultura es la árabe. Si no fuera patético sería chistoso.
Antes de entrar en el fondo del asunto, debemos abordar una cuestión terminológica previa nada desdeñable. Me refiero a los equívocos de contenido creados y fomentados fuera de España en el uso de ciertas palabras a través de otras lenguas, en especial del francés. Lo que en este idioma se designa como “andalous” en español lo expresamos con dos términos netamente diferenciados: “andaluz” (habitante o perteneciente a la actual Andalucía) y “andalusí” (relativo a al-Ándalus) que, a veces, matizamos diciendo “hispanoárabe”, “hispanomusulmán”, etc. O, de manera más genérica y popular, con la voz “moro”, que hasta el siglo XIX significaba sólo “musulmán” y “habitante del norte de África”, sin connotación peyorativa ninguna. Pero el éxito de andalous en escritores e historiadores franceses (nuestro puente hacia la Europa del siglo XIX) ha contribuido en gran medida a difundir un concepto sumamente erróneo: la existencia de una continuidad racial, social, cultural y anímica entre los andalusíes y los andaluces. De ahí ha derivado la confusión entre Andalucía y al-Ándalus, que incluso los políticos andalucistas radicales manejan en la actualidad como si respondiera a una realidad tangible. Pero las objeciones a tal pretensión son dos y decisivas. La primera es que, en árabe, al-Ándalus no significa “Andalucía” sino la Hispania islámica, fuera cual fuera su extensión (con la frontera en el Duero, siglo X, o en Algeciras, siglo XIV). La segunda, tan importante como la anterior, consiste en que la noción de Andalucía surge con la conquista cristiana del Valle del Guadalquivir en el siglo XIII y no aparece en los términos territoriales con que la conocemos hasta 1833 cuando la división regional y provincial de Javier de Burgos, todavía vigente, incorpora un territorio netamente diferenciado hasta entonces, el reino de Granada (Málaga, Almería, Granada y parte de Jaén) a Andalucía para formar una unidad administrativa mayor. De ahí el absurdo de imaginar una patria andaluza cuya identidad se pierde en la noche de los tiempos, con Argantonio bailando flamenco y Abderrahmán (cualquiera de ellos) deleitándose con el espíritu de los futuros versos de García Lorca. Una mera medida administrativa ha generado un concepto identitario. Pero Andalucía era una cosa y el reino de Granada, otra, como lo prueba, hasta la saciedad y el aburrimiento, toda la documentación existente (burocrática, histórica, literaria o de viajeros foráneos).
En esta misma línea actúa el empleo de los términos “España” y “españoles” para denominar a al-Ándalus y los andalusíes. Es una pésima traducción cargadísima de ideología, pese a no ser esa la intención de sus creadores y difusores primeros. Dozy, Lévi-Provençal, así como algunos historiadores y arabistas españoles del XIX, en el muy loable intento de acercar y hacer más próxima -y digerible- la historia y sociedad de al-Ándalus, de cara a sus contemporáneos, se aplicaron a utilizar la palabra “España” (por al-Ándalus), cuando representa un concepto político, social y cultural no sólo diferenciado de al-Ándalus sino en abierta oposición con el mismo. Y cuya vigencia palpable y sólida arranca del siglo XV. Expresiones como “los moros españoles”, “los árabes españoles” o, simplemente, “los españoles” (sin adjetivar y referido a musulmanes de al-Ándalus) menudean en textos de historiadores incluso recientes (P. Guichard, R. Arié, B. Vincent). No se trata meramente de negar la condición de españoles (lo cual no es ni bueno ni malo) a los andalusíes, es que -y esto es lo principal- ellos no se consideraban tal cosa, a la que detestaban.
Somos conscientes de la dificultad de contrarrestar ideas enquistadas en la imagen exterior de España, pero estimamos nuestra obligación hacerlo, por antipática que resulte la misión. Y es que el Mito de al-Ándalus se basa en imágenes repetidas de forma mecánica más que en experiencias o realidades comprobadas y comprobables. Los viajeros y escritores románticos ingleses y franceses en la primera mitad del siglo XIX dejaron petrificada una imagen de España (y en especial de Andalucía, como la región más pintoresca) que ni siquiera en su tiempo era reflejo de una realidad global, sino ensamblada con los elementos más exóticos y chocantes para quienes, ávidos de rarezas, acudían a la Península. Elementos llamativos que demandaba su público lector. Nada de extraño tiene, pues, que Mérimée desdeñe toda la arquitectura del centro y norte de España por encontrarla “demasiado parecida a la suya y sin el verdadero carácter español”. Naturalmente, el verdadero es el que él decide. Nadie niega que hubiera bandoleros, gitanas y sombreros calañeses: por supuesto que los había y ellos los veían, pero también contemplaban a su alrededor otras realidades mucho más numerosas y presentes -y cuya existencia acababan reconociendo de mala gana y en poquito espacio- pero menos atractivas y excitantes, por reconocerse a sí mismos en ellas en una proporción excesivamente incómoda. Magia, misterio, tipismo verdadero… son los ejes de búsqueda de todo europeo que cruza los Pirineos hacia el sur, así Edmundo de Amicis (1872) refleja y reproduce bien el universo de tópicos establecidos por sus predecesores:
Claro que el que busca, encuentra y el mismo Amicis, aliviado y triunfal, concluye: “…por los barrios de la ciudad [Córdoba], en donde vi por primera vez a mujeres y a hombres de tipo verdaderamente andaluz, tal como yo me los había imaginado, con ojos, colores y actitudes árabes” (2). ¿Podrá sorprendernos que los escritores románticos españoles, seguidores fieles a la sazón de la moda francesa, encontraran -y con más motivo, porque sabían mejor dónde buscar- pervivencias árabes por todos los rincones? Tan bien asimilan el mecanismo, se imbuyen de tal modo de la fórmula, que cuando Pedro Antonio de Alarcón desembarca en Marruecos en 1860, va tan tranquilo afirmando que los auténticos moros son los de los libros y la verdadera realidad la de la imagen corriente (”Era un verdadero moro, esto es, un “moro de novela”) (3).
Y tampoco ha de asombrarnos que algunos notables historiadores y arabistas franceses continúen apegados a la idea de la España pintoresca, tal vez por deformación profesional, o quizás por el peso de una corriente emotiva de historia ya larga. Aunque debamos reconocer que escritores españoles -historiadores ya no- les han seguido y les continúan siguiendo en el mantenimiento de esas imágenes del pasado que un análisis matizado y en detalle de cada caso nos muestra como insostenibles. Pero información aportando datos y visiones de los hechos perceptibles, insiste y agiganta con sus enormes medios la perduración de ideas erróneas o, al menos, deformadoras de la imagen al enseñar aspectos muy parciales del conjunto. Veamos un ejemplo significativo y de gran difusión: la revista Méditerranée Magazine, hace dos años, en un grueso folleto de propaganda turística dedicado a España ofrecía al final una pequeña lista bibliográfica de libros que se recomendaban a los futuros viajeros para que mejor puedan entender el país, la mentalidad, las motivaciones, etc… -empeño digno de aprecio-, pero las dudas comienzan al comprobar que de los catorce textos narrativos o descriptivos propuestos, diez son de escritores de los siglos XVIII-XIX (Gautier, Hugo, Mérimée, Dumas, Chateaubriand, Davillier, etc.) y en cuanto a las obras dedicadas al arte y cuya lectura se sugiere, todas están centradas en Andalucía, excepto una que se ocupa de Santiago. Creo que el ejemplo expresa bien la forma en que se realimenta una imagen determinada que, por otra parte, es la que el turista espera encontrar.
En ese paisaje de tópicos, pintoresquismo a toda costa y tipismo comercial, el mito de al-Ándalus no lo es todo, desde luego, pero representa una proporción considerable al estimarse dentro y fuera de España que el elemento moro, la vieja presencia musulmana, significa el factor menos europeo, más extraño y llamativo de toda nuestra historia y, en puridad, así es. O así fue, porque una cosa es hablar del pasado o estudiarlo y otra muy distinta verificar qué queda de esos tiempos y en qué medida está —o estuvo— vivo en nuestra sociedad. Y en ese sentido, sí podemos referirnos al Mito de al-Ándalus. Se impone, pues, enunciar ya nuestra propia visión de al-Ándalus, pero somos conscientes de que también podemos incurrir en el monopolio de la verdad, ofreciendo otra imagen no menos verdadera y auténtica de ese período de la historia de la Península Ibérica. Y este resquemor de abogado del diablo nos paraliza un tanto a la hora de enumerar, aunque resumido, todo un conjunto de hechos lo más objetivos posibles, en uno y otro sentido; y, sobre todo, en el momento de valorar, interpretar o someter a discusión las desmelenadas pretensiones mudejaristas de Américo Castro, coartada erudita principal de toda esa corriente. Razones de espacio nos obligan a centrar la atención en dos aspectos que estimamos cruciales: uno que afecta a la vida misma de al-Ándalus (la cuestión de la tolerancia) y otro que concierne a lo sucedido desde el siglo XIII (la población). No nos detendremos en otros aspectos no menos importantes, como las pervivencias romanas y visigóticas que, con toda lógica, encontraron y en gran proporción utilizaron en su propio beneficio los conquistadores muslimes del siglo VIII. Me refiero, por ejemplo, al empleo en arquitectura del arco de herradura que tanto éxito alcanzaría más adelante; o a la subsistencia de los sistemas de comunicaciones (las famosas calzadas romanas), o a la organización administrativa, así como a la continuidad de técnicas agrícolas romanas que los invasores (nómadas pastores) prohijaron y han pasado a la Historia de divulgación como de origen hispanoárabe, aunque sea innegable la aportación de los moros hispanos precisamente en la asimilación y desarrollo de esas formas de trabajo en horticultura (tomadas de nabateos, caldeos, egipcios, sirios, persas o… romanos) y en la importación de ciertos cultivos (cítricos, por ejemplo). Sobre todo ello hay abundante bibliografía y no parece oportuno extenderse ahora. Cuando los arabistas españoles del siglo XIX comenzaron a ofrecer a su sociedad las primeras compilaciones históricas, traducciones y poemas resucitados de al-Ándalus, sabían que el ambiente y el estado de ánimo de la población eran resueltamente contrarios a aquellos momentos históricos que ellos intentaban revivir. La narrativa romántica que había entrado por el mismo camino tenía una labor más llevadera porque, al tratarse de ficciones, el factor fantástico, ineludible guiño en toda relación entre autor y lector, permitía libertades y sugerencias fáciles de tolerar y asimilar. Por añadidura, la tradición literaria que venía de los siglos XVI y XVII arrastraba el recuerdo de las novelas moriscas, de los romances fronterizos o de la poesía morisca, obras todas ellas de la pluma de escritores españoles cristianos viejos que habían creado ese motivo literario, por alejado que estuviese de que subsistían en el Siglo de Oro. Pero investigadores, historiadores y arabistas no lo tenían tan fácil, porque -al menos en apariencia- los materiales que ellos exhumaban chocaban con la identidad admitida y entronizada como representante de la nación española. Su trabajo iba no poco a contracorriente y algunos de ellos debían hacer notables equilibrios y juegos malabares para compaginar su admiración por Isabel la Católica con su simpatía por los moriscos. De ahí que hasta fechas ya próximas a nuestra actualidad este gremio profesional haya pugnado por acercar aquellas reconstrucciones del pasado a la mentalidad de los españoles presentes. El intento de hispanizar (y hasta europeizar en algún caso) -como veíamos más arriba- a los muslimes de al-Ándalus forma parte de esa visión; la exhibición de virtudes superiores, también. Por ejemplo, la tolerancia. Sánchez-Albornoz (4) lo dice con claridad, pese a no ser precisamente, o tal vez por ello, un entusiasta de los moros: “Otorgaban a la mujer una singular libertad callejera de difícil vinculación con los usos islámicos; lo comprueban algunas noticias de El collar de la paloma de Ibn Hazm y varias conocidas anécdotas históricas. Y le concedían una consideración y un respeto de pura estirpe hispánica. Pérès ha señalado la situación dispar de las mujeres hispanas frente a las orientales. ¿De dónde sino de la herencia temperamental preislámica podía proceder esa gracia, esa súbita vibración psicológica preislámica podía proceder esa gracia,psicológica, esa espontaneidad de Ibn Quzmán cuyo nombre -Gutmann- y cuya estampa física -era rubio y de ojos azules- acreditan a las claras su estirpe hispano-goda?”. La tolerancia, ya con las mujeres, ya con las otras confesiones religiosas, habría sido, pues, debida a su condición de origen español.
Pero es que del lado “árabe” o “musulmán”, que resaltaba -y resalta- el carácter netamente árabe (al menos en el plano cultural) de al-Ándalus y de todas sus glorias -auténticas o ficticias-, esa tolerancia vendría a demostrar la capacidad integradora del islam y su respeto por todas las creencias. Ambos enfoques vienen a coincidir en el resultado de comprensión propuesto: la sociedad de al-Ándalus constituía un modelo de tolerancia, una isla irrepetible e inencontrable en la Europa coetánea, aunque las comparaciones -desde la perspectiva árabe- no suelen extenderse al resto del mundo. Sin embargo, lo más razonable parece ser aceptar que las situaciones fueron cambiantes, sujetas a condicionamientos políticos y económicos que obligaban a los emires a tolerar en aspectos secundarios a las minorías sometidas -que pagaban altos impuestos- pero marcando con claridad su status inferior y aplastándolas físicamente siempre que pretendían excederse o traspasar los límites establecidos. O aunque meramente se sospechara. Y quizás sea preciso admitir de alfaquíes, ulemas y muftíes (digamos el islam oficial) con unos comportamientos, por otro lado, relativamente más abiertos, por las mismas necesidades de la vida diaria. A este respecto puede ser ilustrativa la postura de rechazo y prohibición de música y canto que encontramos en el sufí Ibn ‘Arabi al-Mursi o en el Tratado de hisba de Ibn ‘Abdun (siglo XII), en tanto gentes acomodadas, gobernantes y clases populares se deleitaban cuanto podían oyendo música o versos. Pero no echemos las campanas al vuelo: la inexistencia de una música sacra en el islam o en su liturgia nos indica con nitidez que el peso de las posturas oficiales no es mero testimonialismo retórico. La ambivalencia de las situaciones respecto a las minorías es constante: por una parte médicos y recaudadores judíos o comes (”condes”) (5) cristianos que rondaban las altas esferas de poder, evidentemente por interés recíproco; por otra, una ideología dominante de desprecio y marginación de las minorías, bien expresada y sin tapujos por Ibn ‘Abdun en su Tratado (”Debe prohibirse a las mujeres musulmanas que entren en las abominables iglesias, porque los clérigos son libertinos, fornicadores y sodomitas” (6); “no deben venderse ropas de leproso, de judío, de cristiano, ni tampoco de libertino” (7), etc.) y en consonancia con la prohibición de relacionarse amistosamente con cristianos y judíos (Corán, 5-56). Las famosas y muy jaleadas tres culturas de hecho vivían en un régimen de apartheid real en que las comunidades, yuxtapuestas pero no mezcladas, coexistían en regímenes jurídicos, económicos y de rango social perfectamente distintos, dando lugar -si alguna circunstancia política impelía a ello- a persecuciones muy cruentas, como la acontecida a mediados del siglo IX contra los cristianos, en tiempos de Abderrahmán II, o contra los judíos en el siglo XII, hasta el extremo de que cuando llega la Reconquista en el XIII a Andalucía, la región estaba “limpia” de ellos, deportados unos a Marruecos y fugados los otros a los reinos cristianos del norte. Esa relación conflictiva, intermitente en sus manifestaciones pero latente de modo continuado, se extiende hasta los momentos finales, cuando ya el poder musulmán se había hundido, pero subsistente la ideología de confrontación: en las capitulaciones de rendición de Zaragoza (1118) ante Alfonso I el Batallador los moros exigen de manera explícita que, en ningún caso, ningún judío pueda desempeñar cargo ni autoridad alguna sobre musulmanes, misma condición que estipulan casi cuatro siglos después los moros granadinos en sus capitulaciones con los Reyes Católicos a fines de 1491. Y por esas fechas, el jurisconsulto (muftí) al-Wansarisi prohíbe a los musulmanes permanecer en territorio ganado por los cristianos por el riesgo que corrían de terminar abandonando el islam, aunque también hubo opiniones contrarias. En otros órdenes de la vida cotidiana las normas de separación y sometimiento fueron la tónica generalizada: prohibición de matrimonios mixtos, prohibición de montar caballo macho en ciudad habitada por musulmanes, vigencia de tabúes alimentarios o prescripción de ropas de distintos colores a los usados por los musulmanes con una finalidad claramente discriminatoria. (8)
Pero, para ser objetivos y situar estos fenómenos en su contexto, es preciso recordar que en la España cristiana triunfante y sucesora de al-Ándalus, se reprodujeron las mismas normativas de separación y aplastamiento de las minorías sometidas. Por tanto, insistimos en lo indicado más arriba: nuestra meta no es lanzar condena moral ninguna contra al-Ándalus, pero tampoco santificarlo, tan sólo contemplarlo con criterios más lógicos y normales, más ajustados a las realidades humanas. Un último aspecto -decisivo para la pervivencia, o no, del mito de al-Ándalus- es el de la población. A grandes rasgos y con muy fundamentados estudios poblacionales en la mano (obra de los profesores Ladero Quesada y González Jiménez) se puede afirmar que los actuales habitantes de Andalucía y de España en general no descienden de los musulmanes de al-Ándalus sino de los repobladores norteños y francos (de distintas procedencias europeas) que los sustituyeron. Por consiguiente, no hay continuidad étnica, cultural ni social, ni supervivencia de rasgos básicos de la Hispania islámica, por más que viajeros foráneos y españoles a la caza de pedigrees exóticos se hayan empeñado en hallarlos. Es cierto que algunos de los monumentos supervivientes (la Alhambra, la Giralda, la Mezquita de Córdoba), por su enorme impacto visual, pueden inducir a extraer conclusiones equivocadas; y no lo es menos que el cien por cien no existe en nada. Es decir, después de las expulsiones hubo mudéjares y moriscos que, o bien no salieron, o bien regresaron de modo encubierto y, por supuesto, proclamándose cristianos, pero su número imposible de cuantificar en cualquier caso debió ser exiguo, tanto por las dificultades de movimiento y comunicación como por las graves penas que arrostraban los contraventores.
En el momento del gran avance de la Reconquista en el siglo XIII, en las principales ciudades (Sevilla, Córdoba) se forzó a los pobladores musulmanes a abandonarlas, mientras se permitía la permanencia en las áreas rurales, sobre todo de Sevilla y Huelva, hasta la gran revuelta de 1264 en que se comenzó la repoblación también de esos territorios, así como de Murcia, por la falta de confianza que suscitaban los moros restantes y su negativa fija a integrarse en la sociedad cristiana. Hay que aclarar que la despoblación de musulmanes vino, desde el siglo XIII hasta el XVII, por dos vías diferentes pero complementarias: coerción por parte de los conquistadores cristianos (directa, o indirecta por medio de impuestos insostenibles) y abandono voluntario por no querer los musulmanes quedar bajo dominio cristiano. Las fatwas -cuyo paradigma son las de al-Wansarisi ya citado- en este sentido influyeron no poco en la decisión de marchar y el lento despoblamiento del sur durante los siglos XIV y XV conduce a que en los albores del siglo XVI los musulmanes (mudéjares) del reino de Castilla sólo sumaban unas 25.000 almas y en Andalucía occidental unas 2000.
A partir de la toma de Granada en 1492 la política de la Corona alternó medidas de facilitar la salida voluntaria con la prohibición de hacerlo y, finalmente, con el decreto de expulsión (1609). La actitud de los musulmanes, por razones fáciles de comprender, tampoco estaba bien definida ni era unívoca y mientras unos se apegaban a la tierra, a sus negocios y propiedades, otros se fugaban en masa hacia el norte de África. La interdicción de emigrar de 1500 o de que los moriscos viviesen cerca del mar (obligándoseles sí como la paralela a portar salvoconductos para andar por las riberas) no pudieron impedir que numerosos pueblos de Málaga, Granada, Almería, Valencia, Alicante se escaparan enteros, por lo general con la ayuda de los piratas berberiscos. Sin embargo, la gran sublevación de las Alpujarras (1568) forzó a otro cambio de rumbo, esta vez decisivo: se empezó a sopesar algo hasta entonces rechazado: la expulsión de los subsistentes, consumada entre 1609 y 1614. El resultado fue la repoblación con norteños y la desaparición de vestigios vivos que pudieran remontarse al pasado, un proceso, en todo caso, mucho más lento que el de la volatilización de los cristianos neolatinos tras la conquista musulmana del norte de África. Por último, y para acabar de delinear el panorama, debemos recordar algo que con mucha frecuencia se pasa por alto: los movimientos de población, en todos los sentidos de la Rosa de los Vientos, dentro de España a lo largo de los siglos XVIII y XIX fueron constantes, por trashumancia, minería, trabajo agrícola estacional. Y, finalmente, por la industrialización del siglo XX. De ahí que la cohesión étnica y cultural de España sea un hecho irrebatible, por más que mitos de una u otra procedencia traten de crear impresiones más próximas a la fantasía que a cuanto podemos estudiar y observar.
NOTAS
(1) Edmundo de Amicis, España. Diario de viaje de un turista escritor. P. 241 y ss. Madrid, 2000.
(2) Ibidem, p. 248.
(3) Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África, 1860, vol I, p. 214, Madrid, 1942.
(4) C. Sánchez Albornoz, El islam de España y el Occidente, p. 65-66. Madrid, 1974.
(5) De hecho, jefes de la comunidad cristiana que dependían directamente del emir.
(6) Ibn ‘Abdun, Sevilla a comienzos del siglo XII (Tratado de hisba), p. 150. Madrid, 1948.
(7) Ibidem, p. 154.
(8) Ahmad ibn al-Wansarisi, Al-mi’yar al-mu’rib wa-l-yami’ al-mugrib ‘an fatawi ahl al-Andalus wa-l-Magrib (La norma clara. Compilación histórica de opiniones legales en al-Ándalus y el Magreb), vol. VI, p. 421. Rabat-Beirut, 1981.
Es preciso decirlo con crudeza: si había al-Ándalus, no habría España; y viceversa, como sucedió al imponerse la sociedad cristiana y la cultura neolatina. Pero si decidimos retomar la lira y reiniciar los cantos a la tolerancia, a la exquisita sensualidad de los surtidores del Generalife y a la gran libertad que disfrutaban las mujeres cordobesas en el siglo XI, fuerza será que acudamos también a los hechos históricos conocidos que, no siempre, son tan felices: aplastamiento social y persecuciones intermitentes de cristianos, fugas masivas de éstos hacia el norte (hasta el siglo XII), conversiones colectivas forzadas, deportaciones en masa a Marruecos (ya en tiempos almohades), pogromos antijudíos (v.g., en Granada, 1066), martirio continuado de misioneros cristianos mientras se construían las bellísimas salas de la Alhambra… Porque la historia es toda y del balance general de aquellos sucesos brutales (de su totalidad) debemos extraer las conclusiones oportunas. Al recordar esa mínima antología del reverso de la moneda no estamos condenando a al-Ándalus ni estableciendo juicio moral alguno -todos actuaban de la misma manera-, simplemente intentamos equilibrar la panorámica y despojarla de exotismo y de reacciones viscerales en uno u otro sentido, aunque, de modo inevitable, podamos preguntarnos muy fríamente si el retorno a la civilización europea grecolatina fue beneficioso, o no, para la Península Ibérica; si habríamos debido aplastar y ocultar -como se hace en el norte de África- el brillantísimo pasado romano; o si nos hubiera acaecido algo de cuanto de bueno se hizo en todos los aspectos desde 1492. Y también, en otro orden de cosas -muy, muy hispanas-, si tiene una lógica mínima que gentes apellidadas López, Martínez o Gómez, de fenotipo similar al de santanderinos o asturianos que no conocen más lengua que la española, anden proclamando que su verdadera cultura es la árabe. Si no fuera patético sería chistoso.
Antes de entrar en el fondo del asunto, debemos abordar una cuestión terminológica previa nada desdeñable. Me refiero a los equívocos de contenido creados y fomentados fuera de España en el uso de ciertas palabras a través de otras lenguas, en especial del francés. Lo que en este idioma se designa como “andalous” en español lo expresamos con dos términos netamente diferenciados: “andaluz” (habitante o perteneciente a la actual Andalucía) y “andalusí” (relativo a al-Ándalus) que, a veces, matizamos diciendo “hispanoárabe”, “hispanomusulmán”, etc. O, de manera más genérica y popular, con la voz “moro”, que hasta el siglo XIX significaba sólo “musulmán” y “habitante del norte de África”, sin connotación peyorativa ninguna. Pero el éxito de andalous en escritores e historiadores franceses (nuestro puente hacia la Europa del siglo XIX) ha contribuido en gran medida a difundir un concepto sumamente erróneo: la existencia de una continuidad racial, social, cultural y anímica entre los andalusíes y los andaluces. De ahí ha derivado la confusión entre Andalucía y al-Ándalus, que incluso los políticos andalucistas radicales manejan en la actualidad como si respondiera a una realidad tangible. Pero las objeciones a tal pretensión son dos y decisivas. La primera es que, en árabe, al-Ándalus no significa “Andalucía” sino la Hispania islámica, fuera cual fuera su extensión (con la frontera en el Duero, siglo X, o en Algeciras, siglo XIV). La segunda, tan importante como la anterior, consiste en que la noción de Andalucía surge con la conquista cristiana del Valle del Guadalquivir en el siglo XIII y no aparece en los términos territoriales con que la conocemos hasta 1833 cuando la división regional y provincial de Javier de Burgos, todavía vigente, incorpora un territorio netamente diferenciado hasta entonces, el reino de Granada (Málaga, Almería, Granada y parte de Jaén) a Andalucía para formar una unidad administrativa mayor. De ahí el absurdo de imaginar una patria andaluza cuya identidad se pierde en la noche de los tiempos, con Argantonio bailando flamenco y Abderrahmán (cualquiera de ellos) deleitándose con el espíritu de los futuros versos de García Lorca. Una mera medida administrativa ha generado un concepto identitario. Pero Andalucía era una cosa y el reino de Granada, otra, como lo prueba, hasta la saciedad y el aburrimiento, toda la documentación existente (burocrática, histórica, literaria o de viajeros foráneos).
En esta misma línea actúa el empleo de los términos “España” y “españoles” para denominar a al-Ándalus y los andalusíes. Es una pésima traducción cargadísima de ideología, pese a no ser esa la intención de sus creadores y difusores primeros. Dozy, Lévi-Provençal, así como algunos historiadores y arabistas españoles del XIX, en el muy loable intento de acercar y hacer más próxima -y digerible- la historia y sociedad de al-Ándalus, de cara a sus contemporáneos, se aplicaron a utilizar la palabra “España” (por al-Ándalus), cuando representa un concepto político, social y cultural no sólo diferenciado de al-Ándalus sino en abierta oposición con el mismo. Y cuya vigencia palpable y sólida arranca del siglo XV. Expresiones como “los moros españoles”, “los árabes españoles” o, simplemente, “los españoles” (sin adjetivar y referido a musulmanes de al-Ándalus) menudean en textos de historiadores incluso recientes (P. Guichard, R. Arié, B. Vincent). No se trata meramente de negar la condición de españoles (lo cual no es ni bueno ni malo) a los andalusíes, es que -y esto es lo principal- ellos no se consideraban tal cosa, a la que detestaban.
Somos conscientes de la dificultad de contrarrestar ideas enquistadas en la imagen exterior de España, pero estimamos nuestra obligación hacerlo, por antipática que resulte la misión. Y es que el Mito de al-Ándalus se basa en imágenes repetidas de forma mecánica más que en experiencias o realidades comprobadas y comprobables. Los viajeros y escritores románticos ingleses y franceses en la primera mitad del siglo XIX dejaron petrificada una imagen de España (y en especial de Andalucía, como la región más pintoresca) que ni siquiera en su tiempo era reflejo de una realidad global, sino ensamblada con los elementos más exóticos y chocantes para quienes, ávidos de rarezas, acudían a la Península. Elementos llamativos que demandaba su público lector. Nada de extraño tiene, pues, que Mérimée desdeñe toda la arquitectura del centro y norte de España por encontrarla “demasiado parecida a la suya y sin el verdadero carácter español”. Naturalmente, el verdadero es el que él decide. Nadie niega que hubiera bandoleros, gitanas y sombreros calañeses: por supuesto que los había y ellos los veían, pero también contemplaban a su alrededor otras realidades mucho más numerosas y presentes -y cuya existencia acababan reconociendo de mala gana y en poquito espacio- pero menos atractivas y excitantes, por reconocerse a sí mismos en ellas en una proporción excesivamente incómoda. Magia, misterio, tipismo verdadero… son los ejes de búsqueda de todo europeo que cruza los Pirineos hacia el sur, así Edmundo de Amicis (1872) refleja y reproduce bien el universo de tópicos establecidos por sus predecesores:
“Todos los sombreros son de copa, y además bastones, cadenas, condecoraciones, agujas y cintas en el ojal a millares. Las señoras, al margen de ciertos días de fiesta, visten a la francesa. Los antiguos botines de raso, la peineta, los colores vivos, es decir, el traje nacional han desaparecido. ¡Qué mal queda el sombrero de copa por las calles de Córdoba! ¿Cómo podéis seguir la moda bajo este hermoso cuadro oriental? ¿Por qué no os vestís como los árabes? Pasaban petimetres, obreros, niños y yo los miraba a todos con gran curiosidad, esperando encontrar en ellos alguna de aquellas fantasiosas figuras que Doré nos representó como ejemplos del tipo andaluz: aquel moreno, con gruesos labios y grandes ojos. No vi a ninguno (…) ninguna diferencia con las mujeres francesas y con las nuestras; el antiguo traje típico andaluz ha desaparecido de la ciudad” (1).
Claro que el que busca, encuentra y el mismo Amicis, aliviado y triunfal, concluye: “…por los barrios de la ciudad [Córdoba], en donde vi por primera vez a mujeres y a hombres de tipo verdaderamente andaluz, tal como yo me los había imaginado, con ojos, colores y actitudes árabes” (2). ¿Podrá sorprendernos que los escritores románticos españoles, seguidores fieles a la sazón de la moda francesa, encontraran -y con más motivo, porque sabían mejor dónde buscar- pervivencias árabes por todos los rincones? Tan bien asimilan el mecanismo, se imbuyen de tal modo de la fórmula, que cuando Pedro Antonio de Alarcón desembarca en Marruecos en 1860, va tan tranquilo afirmando que los auténticos moros son los de los libros y la verdadera realidad la de la imagen corriente (”Era un verdadero moro, esto es, un “moro de novela”) (3).
Y tampoco ha de asombrarnos que algunos notables historiadores y arabistas franceses continúen apegados a la idea de la España pintoresca, tal vez por deformación profesional, o quizás por el peso de una corriente emotiva de historia ya larga. Aunque debamos reconocer que escritores españoles -historiadores ya no- les han seguido y les continúan siguiendo en el mantenimiento de esas imágenes del pasado que un análisis matizado y en detalle de cada caso nos muestra como insostenibles. Pero información aportando datos y visiones de los hechos perceptibles, insiste y agiganta con sus enormes medios la perduración de ideas erróneas o, al menos, deformadoras de la imagen al enseñar aspectos muy parciales del conjunto. Veamos un ejemplo significativo y de gran difusión: la revista Méditerranée Magazine, hace dos años, en un grueso folleto de propaganda turística dedicado a España ofrecía al final una pequeña lista bibliográfica de libros que se recomendaban a los futuros viajeros para que mejor puedan entender el país, la mentalidad, las motivaciones, etc… -empeño digno de aprecio-, pero las dudas comienzan al comprobar que de los catorce textos narrativos o descriptivos propuestos, diez son de escritores de los siglos XVIII-XIX (Gautier, Hugo, Mérimée, Dumas, Chateaubriand, Davillier, etc.) y en cuanto a las obras dedicadas al arte y cuya lectura se sugiere, todas están centradas en Andalucía, excepto una que se ocupa de Santiago. Creo que el ejemplo expresa bien la forma en que se realimenta una imagen determinada que, por otra parte, es la que el turista espera encontrar.
En ese paisaje de tópicos, pintoresquismo a toda costa y tipismo comercial, el mito de al-Ándalus no lo es todo, desde luego, pero representa una proporción considerable al estimarse dentro y fuera de España que el elemento moro, la vieja presencia musulmana, significa el factor menos europeo, más extraño y llamativo de toda nuestra historia y, en puridad, así es. O así fue, porque una cosa es hablar del pasado o estudiarlo y otra muy distinta verificar qué queda de esos tiempos y en qué medida está —o estuvo— vivo en nuestra sociedad. Y en ese sentido, sí podemos referirnos al Mito de al-Ándalus. Se impone, pues, enunciar ya nuestra propia visión de al-Ándalus, pero somos conscientes de que también podemos incurrir en el monopolio de la verdad, ofreciendo otra imagen no menos verdadera y auténtica de ese período de la historia de la Península Ibérica. Y este resquemor de abogado del diablo nos paraliza un tanto a la hora de enumerar, aunque resumido, todo un conjunto de hechos lo más objetivos posibles, en uno y otro sentido; y, sobre todo, en el momento de valorar, interpretar o someter a discusión las desmelenadas pretensiones mudejaristas de Américo Castro, coartada erudita principal de toda esa corriente. Razones de espacio nos obligan a centrar la atención en dos aspectos que estimamos cruciales: uno que afecta a la vida misma de al-Ándalus (la cuestión de la tolerancia) y otro que concierne a lo sucedido desde el siglo XIII (la población). No nos detendremos en otros aspectos no menos importantes, como las pervivencias romanas y visigóticas que, con toda lógica, encontraron y en gran proporción utilizaron en su propio beneficio los conquistadores muslimes del siglo VIII. Me refiero, por ejemplo, al empleo en arquitectura del arco de herradura que tanto éxito alcanzaría más adelante; o a la subsistencia de los sistemas de comunicaciones (las famosas calzadas romanas), o a la organización administrativa, así como a la continuidad de técnicas agrícolas romanas que los invasores (nómadas pastores) prohijaron y han pasado a la Historia de divulgación como de origen hispanoárabe, aunque sea innegable la aportación de los moros hispanos precisamente en la asimilación y desarrollo de esas formas de trabajo en horticultura (tomadas de nabateos, caldeos, egipcios, sirios, persas o… romanos) y en la importación de ciertos cultivos (cítricos, por ejemplo). Sobre todo ello hay abundante bibliografía y no parece oportuno extenderse ahora. Cuando los arabistas españoles del siglo XIX comenzaron a ofrecer a su sociedad las primeras compilaciones históricas, traducciones y poemas resucitados de al-Ándalus, sabían que el ambiente y el estado de ánimo de la población eran resueltamente contrarios a aquellos momentos históricos que ellos intentaban revivir. La narrativa romántica que había entrado por el mismo camino tenía una labor más llevadera porque, al tratarse de ficciones, el factor fantástico, ineludible guiño en toda relación entre autor y lector, permitía libertades y sugerencias fáciles de tolerar y asimilar. Por añadidura, la tradición literaria que venía de los siglos XVI y XVII arrastraba el recuerdo de las novelas moriscas, de los romances fronterizos o de la poesía morisca, obras todas ellas de la pluma de escritores españoles cristianos viejos que habían creado ese motivo literario, por alejado que estuviese de que subsistían en el Siglo de Oro. Pero investigadores, historiadores y arabistas no lo tenían tan fácil, porque -al menos en apariencia- los materiales que ellos exhumaban chocaban con la identidad admitida y entronizada como representante de la nación española. Su trabajo iba no poco a contracorriente y algunos de ellos debían hacer notables equilibrios y juegos malabares para compaginar su admiración por Isabel la Católica con su simpatía por los moriscos. De ahí que hasta fechas ya próximas a nuestra actualidad este gremio profesional haya pugnado por acercar aquellas reconstrucciones del pasado a la mentalidad de los españoles presentes. El intento de hispanizar (y hasta europeizar en algún caso) -como veíamos más arriba- a los muslimes de al-Ándalus forma parte de esa visión; la exhibición de virtudes superiores, también. Por ejemplo, la tolerancia. Sánchez-Albornoz (4) lo dice con claridad, pese a no ser precisamente, o tal vez por ello, un entusiasta de los moros: “Otorgaban a la mujer una singular libertad callejera de difícil vinculación con los usos islámicos; lo comprueban algunas noticias de El collar de la paloma de Ibn Hazm y varias conocidas anécdotas históricas. Y le concedían una consideración y un respeto de pura estirpe hispánica. Pérès ha señalado la situación dispar de las mujeres hispanas frente a las orientales. ¿De dónde sino de la herencia temperamental preislámica podía proceder esa gracia, esa súbita vibración psicológica preislámica podía proceder esa gracia,psicológica, esa espontaneidad de Ibn Quzmán cuyo nombre -Gutmann- y cuya estampa física -era rubio y de ojos azules- acreditan a las claras su estirpe hispano-goda?”. La tolerancia, ya con las mujeres, ya con las otras confesiones religiosas, habría sido, pues, debida a su condición de origen español.
Pero es que del lado “árabe” o “musulmán”, que resaltaba -y resalta- el carácter netamente árabe (al menos en el plano cultural) de al-Ándalus y de todas sus glorias -auténticas o ficticias-, esa tolerancia vendría a demostrar la capacidad integradora del islam y su respeto por todas las creencias. Ambos enfoques vienen a coincidir en el resultado de comprensión propuesto: la sociedad de al-Ándalus constituía un modelo de tolerancia, una isla irrepetible e inencontrable en la Europa coetánea, aunque las comparaciones -desde la perspectiva árabe- no suelen extenderse al resto del mundo. Sin embargo, lo más razonable parece ser aceptar que las situaciones fueron cambiantes, sujetas a condicionamientos políticos y económicos que obligaban a los emires a tolerar en aspectos secundarios a las minorías sometidas -que pagaban altos impuestos- pero marcando con claridad su status inferior y aplastándolas físicamente siempre que pretendían excederse o traspasar los límites establecidos. O aunque meramente se sospechara. Y quizás sea preciso admitir de alfaquíes, ulemas y muftíes (digamos el islam oficial) con unos comportamientos, por otro lado, relativamente más abiertos, por las mismas necesidades de la vida diaria. A este respecto puede ser ilustrativa la postura de rechazo y prohibición de música y canto que encontramos en el sufí Ibn ‘Arabi al-Mursi o en el Tratado de hisba de Ibn ‘Abdun (siglo XII), en tanto gentes acomodadas, gobernantes y clases populares se deleitaban cuanto podían oyendo música o versos. Pero no echemos las campanas al vuelo: la inexistencia de una música sacra en el islam o en su liturgia nos indica con nitidez que el peso de las posturas oficiales no es mero testimonialismo retórico. La ambivalencia de las situaciones respecto a las minorías es constante: por una parte médicos y recaudadores judíos o comes (”condes”) (5) cristianos que rondaban las altas esferas de poder, evidentemente por interés recíproco; por otra, una ideología dominante de desprecio y marginación de las minorías, bien expresada y sin tapujos por Ibn ‘Abdun en su Tratado (”Debe prohibirse a las mujeres musulmanas que entren en las abominables iglesias, porque los clérigos son libertinos, fornicadores y sodomitas” (6); “no deben venderse ropas de leproso, de judío, de cristiano, ni tampoco de libertino” (7), etc.) y en consonancia con la prohibición de relacionarse amistosamente con cristianos y judíos (Corán, 5-56). Las famosas y muy jaleadas tres culturas de hecho vivían en un régimen de apartheid real en que las comunidades, yuxtapuestas pero no mezcladas, coexistían en regímenes jurídicos, económicos y de rango social perfectamente distintos, dando lugar -si alguna circunstancia política impelía a ello- a persecuciones muy cruentas, como la acontecida a mediados del siglo IX contra los cristianos, en tiempos de Abderrahmán II, o contra los judíos en el siglo XII, hasta el extremo de que cuando llega la Reconquista en el XIII a Andalucía, la región estaba “limpia” de ellos, deportados unos a Marruecos y fugados los otros a los reinos cristianos del norte. Esa relación conflictiva, intermitente en sus manifestaciones pero latente de modo continuado, se extiende hasta los momentos finales, cuando ya el poder musulmán se había hundido, pero subsistente la ideología de confrontación: en las capitulaciones de rendición de Zaragoza (1118) ante Alfonso I el Batallador los moros exigen de manera explícita que, en ningún caso, ningún judío pueda desempeñar cargo ni autoridad alguna sobre musulmanes, misma condición que estipulan casi cuatro siglos después los moros granadinos en sus capitulaciones con los Reyes Católicos a fines de 1491. Y por esas fechas, el jurisconsulto (muftí) al-Wansarisi prohíbe a los musulmanes permanecer en territorio ganado por los cristianos por el riesgo que corrían de terminar abandonando el islam, aunque también hubo opiniones contrarias. En otros órdenes de la vida cotidiana las normas de separación y sometimiento fueron la tónica generalizada: prohibición de matrimonios mixtos, prohibición de montar caballo macho en ciudad habitada por musulmanes, vigencia de tabúes alimentarios o prescripción de ropas de distintos colores a los usados por los musulmanes con una finalidad claramente discriminatoria. (8)
Pero, para ser objetivos y situar estos fenómenos en su contexto, es preciso recordar que en la España cristiana triunfante y sucesora de al-Ándalus, se reprodujeron las mismas normativas de separación y aplastamiento de las minorías sometidas. Por tanto, insistimos en lo indicado más arriba: nuestra meta no es lanzar condena moral ninguna contra al-Ándalus, pero tampoco santificarlo, tan sólo contemplarlo con criterios más lógicos y normales, más ajustados a las realidades humanas. Un último aspecto -decisivo para la pervivencia, o no, del mito de al-Ándalus- es el de la población. A grandes rasgos y con muy fundamentados estudios poblacionales en la mano (obra de los profesores Ladero Quesada y González Jiménez) se puede afirmar que los actuales habitantes de Andalucía y de España en general no descienden de los musulmanes de al-Ándalus sino de los repobladores norteños y francos (de distintas procedencias europeas) que los sustituyeron. Por consiguiente, no hay continuidad étnica, cultural ni social, ni supervivencia de rasgos básicos de la Hispania islámica, por más que viajeros foráneos y españoles a la caza de pedigrees exóticos se hayan empeñado en hallarlos. Es cierto que algunos de los monumentos supervivientes (la Alhambra, la Giralda, la Mezquita de Córdoba), por su enorme impacto visual, pueden inducir a extraer conclusiones equivocadas; y no lo es menos que el cien por cien no existe en nada. Es decir, después de las expulsiones hubo mudéjares y moriscos que, o bien no salieron, o bien regresaron de modo encubierto y, por supuesto, proclamándose cristianos, pero su número imposible de cuantificar en cualquier caso debió ser exiguo, tanto por las dificultades de movimiento y comunicación como por las graves penas que arrostraban los contraventores.
En el momento del gran avance de la Reconquista en el siglo XIII, en las principales ciudades (Sevilla, Córdoba) se forzó a los pobladores musulmanes a abandonarlas, mientras se permitía la permanencia en las áreas rurales, sobre todo de Sevilla y Huelva, hasta la gran revuelta de 1264 en que se comenzó la repoblación también de esos territorios, así como de Murcia, por la falta de confianza que suscitaban los moros restantes y su negativa fija a integrarse en la sociedad cristiana. Hay que aclarar que la despoblación de musulmanes vino, desde el siglo XIII hasta el XVII, por dos vías diferentes pero complementarias: coerción por parte de los conquistadores cristianos (directa, o indirecta por medio de impuestos insostenibles) y abandono voluntario por no querer los musulmanes quedar bajo dominio cristiano. Las fatwas -cuyo paradigma son las de al-Wansarisi ya citado- en este sentido influyeron no poco en la decisión de marchar y el lento despoblamiento del sur durante los siglos XIV y XV conduce a que en los albores del siglo XVI los musulmanes (mudéjares) del reino de Castilla sólo sumaban unas 25.000 almas y en Andalucía occidental unas 2000.
A partir de la toma de Granada en 1492 la política de la Corona alternó medidas de facilitar la salida voluntaria con la prohibición de hacerlo y, finalmente, con el decreto de expulsión (1609). La actitud de los musulmanes, por razones fáciles de comprender, tampoco estaba bien definida ni era unívoca y mientras unos se apegaban a la tierra, a sus negocios y propiedades, otros se fugaban en masa hacia el norte de África. La interdicción de emigrar de 1500 o de que los moriscos viviesen cerca del mar (obligándoseles sí como la paralela a portar salvoconductos para andar por las riberas) no pudieron impedir que numerosos pueblos de Málaga, Granada, Almería, Valencia, Alicante se escaparan enteros, por lo general con la ayuda de los piratas berberiscos. Sin embargo, la gran sublevación de las Alpujarras (1568) forzó a otro cambio de rumbo, esta vez decisivo: se empezó a sopesar algo hasta entonces rechazado: la expulsión de los subsistentes, consumada entre 1609 y 1614. El resultado fue la repoblación con norteños y la desaparición de vestigios vivos que pudieran remontarse al pasado, un proceso, en todo caso, mucho más lento que el de la volatilización de los cristianos neolatinos tras la conquista musulmana del norte de África. Por último, y para acabar de delinear el panorama, debemos recordar algo que con mucha frecuencia se pasa por alto: los movimientos de población, en todos los sentidos de la Rosa de los Vientos, dentro de España a lo largo de los siglos XVIII y XIX fueron constantes, por trashumancia, minería, trabajo agrícola estacional. Y, finalmente, por la industrialización del siglo XX. De ahí que la cohesión étnica y cultural de España sea un hecho irrebatible, por más que mitos de una u otra procedencia traten de crear impresiones más próximas a la fantasía que a cuanto podemos estudiar y observar.
*Serafín Fanjul García es catedrático de Literatura árabe en la Universidad Autónoma de Madrid.
NOTAS
(1) Edmundo de Amicis, España. Diario de viaje de un turista escritor. P. 241 y ss. Madrid, 2000.
(2) Ibidem, p. 248.
(3) Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África, 1860, vol I, p. 214, Madrid, 1942.
(4) C. Sánchez Albornoz, El islam de España y el Occidente, p. 65-66. Madrid, 1974.
(5) De hecho, jefes de la comunidad cristiana que dependían directamente del emir.
(6) Ibn ‘Abdun, Sevilla a comienzos del siglo XII (Tratado de hisba), p. 150. Madrid, 1948.
(7) Ibidem, p. 154.
(8) Ahmad ibn al-Wansarisi, Al-mi’yar al-mu’rib wa-l-yami’ al-mugrib ‘an fatawi ahl al-Andalus wa-l-Magrib (La norma clara. Compilación histórica de opiniones legales en al-Ándalus y el Magreb), vol. VI, p. 421. Rabat-Beirut, 1981.