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martes, 6 de agosto de 2013

EL INFIERNO SÍ EXISTE (DEFINICIÓN TEOLÓGICA, NATURALEZA DE SUS PENAS Y CÓMO ALEJARNOS DE ÉL)

“Y todo el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado en el estanque de fuego” (Apoc., XX, 15).

Por Mons. Martin Dávila Gándara (SUPERIOR DE LA SOCIEDAD SACERDOTAL TRENTO)
CONSIDERACIONES Y REFLEXIONES ACERCA DEL INFIERNO

En este santo tiempo de la Cuaresma, no debe de faltar a todo buen católico, la consideración y la meditación sobre la doctrina del Infierno.

El dogma del infierno forma parte del depósito sagrado de la divina revelación, y la Iglesia católica lo ha conservado íntegramente, durante veinte siglos, ya que siendo el dogma una verdad perenne, no lo puede suprimir, como tampoco puede crear otros nuevos.

¿Qué dice el dogma católico sobre la existencia y naturaleza del infierno?

LA EXISTENCIA DEL INFIERNO (Es de fe divina expresamente definida)

EL ANTIGUO TESTAMENTO: Nos dice que: El Infierno existe, y a él, descienden inmediatamente las almas de los que mueren en pecado mortal: “¡Ay de las naciones que se levanten en contra de mi pueblo! El Señor omnipotente los castigará en el día del juicio, dando al fuego y a los gusanos sus carnes, y gemirán de dolor para siempre” (Judith XVI, 20); “Acuérdate de que la cólera no tarda. Humilla mucho tu alma, porque el castigo del impío será el fuego y el gusano” (Eccli., VII, 18-19); “Los pecadores de Sión se espantarán, y temblarán los impíos. ¿Quién de nosotros podrá morar en el fuego devorador? ¿Quién habitar en los eternos ardores?” (Is., XXXIII, 14); “Y al salir verán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí, cuyo gusano nunca morirá, y cuyo fuego no se apagará, que serán objeto de horror para toda carne” (Is., LXVI, 24); “Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para eterna vida, otros para eterna vergüenza y confusión” (Dan., XII, 2).

EL NUEVO TESTAMENTO: Nos dice: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles… E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt., XXV, 41-46); “Y murió también el rico y fue sepultado. En el infierno, en medio de los tormentos, levantó sus ojos y vio a Abrahán desde lejos y a Lázaro en su seno y, gritando, dijo: Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que, con la punta del dedo mojada en agua, refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas” (Lc., XVI, 23-24).

Si tu mano te escandaliza, córtatela; mejor será entrar manco en la vida que con ambas manos ir a la gehena, al fuego inextinguible, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga” (Mc., IX, 43-44); “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder el alma y cuerpo en la gehena” (Mt., X, 28).

Así será en la consumación del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de los justos y los arrojarán al horno de fuego; allí habrá llanto y crujir de dientes”(Mt., XIII, 49-50); “Entonces el rey dijo a sus ministros: Atadle de pies y manos y arrojadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes” (Mt., XXII, 13); “Y ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes” (Mt., XXV, 30); “Y todo el que no fue hallado escrito en el libro de la vida fue arrojado en el estanque de fuego” (Apoc., XX, 15).

EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA.

  • El Símbolo o Credo Atanasiano nos dice: “Y los que obraron bien irán a la vida eterna, y los que mal, al fuego eterno” (Denz., 40).
  • El Papa Inocencio III, dice: “La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios, y la del pecado actual es el tormento de la gehena eterna” (Denz., 410).
  • El Concilio II de Lyón declara que: “Las almas de los que mueren en pecado mortal con sólo el original descienden inmediatamente al infierno, para ser castigadas, con penas desiguales” (Denz., 464).
  • El Papa Benedicto XII, declara: “Definimos, además, que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en actual pecado mortal, inmediatamente después de su muerte descienden al infierno, donde son atormentadas con las penas infernales” (Denz., 531).

LA RAZÓN TEOLÓGICA. Nos dice: Tratándose de una verdad sobrenatural, la existencia del infierno sólo puede ser conocida con certeza por la divina revelación. La razón teológica se limita únicamente a mostrar las armonías y conveniencias de ese dogma con el conjunto de las demás verdades reveladas y con los atributos de Dios. Sin embargo, son tan claras y convincentes las razones que postulan la necesidad de un castigo ultraterreno, que incluso la mayoría de las religiones falsas y de los filósofos paganos lo creyeron y enseñaron desde la más remota antigüedad.

Se ve la necesidad principal de las sanciones ultraterrenas para castigar los crímenes repugnantes que quedan sin sanción adecuada en este mundo. Porque es un hecho que un número incalculable de crímenes monstruosos logran escapar al control de la justicia humana y quedan impunes acá en la tierra.

NATURALEZA DEL INFIERNO.

El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la doctrina católica, nos dice que el infierno es un “Conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno”.

En la frase: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”, que pronunciará Jesucristo el día del juicio final, está contenida la formula que resume toda la teología del infierno.

Porque el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas: lo que se llama en teología pena de daño, pena de sentido y la eternidad de ambas penas.

Esas tres cosas están maravillosamente registradas y resumidas en la frase de Cristo: “Aparaos de Mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena sentido) eterno” (eternidad de ambas penas).

PENA DE DAÑO.

Lo más terrible y principal del infierno es la pena de daño. Que es la condenación propiamente dicha, y que consiste en quedarse privado de la visión de Dios y separado eternamente de Él. Eso es lo fundamental del infierno. (Esta enseñanza es de fe divina expresamente definida).

Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. En el está concentrado todo cuanto hay de verdad, bondad, belleza y felicidad inenarrable.

El infierno es perder ese inmenso océano de felicidad inenarrable para siempre y para toda la eternidad.

Esto es lo que constituye la esencia de la pena de daño. En la privación de la visión de Dios.

La palabra privación se emplea en su pleno sentido filosófico, ya que trata, en efecto, no de una mera carencia de algo indebido al hombre, sino de una verdadera privación de algo que, con la gracia de Dios, hubiera podido alcanzar. Y así, por ej., en el orden puramente natural, no es ninguna desgracia que el hombre no tenga alas para volar (simple carencia, de algo que la naturaleza humana no exige), pero sí lo es carecer de ojos para ver (privación de algo que el hombre debiera tener).

La pena de daño del infierno consiste en la privación eterna de la visión de Dios o beatifica y de todos los bienes que de ella se siguen.

La pena de daño es objetivamente la misma para todos los condenados; pero admite, sin embargo, diferentes grados de apreciación subjetiva. (Sentencia común en teología)

Considerada en sí misma, la pena de daño es la misma para todos los condenados, ya que es igualmente para todos la privación total y definitiva de un Bien supremo.

Pero, desde el punto de vista de la aflicción que reporta a los condenados, difiere según el grado de culpabilidad de cada uno de ellos. Cuanto más culpables fueron, tanto más profundamente son torturados por ella, porque han caído tanto más profundamente en ese tenebroso y terrible abismo del alma y sienten con mayor intensidad el vacío infinito causado por el alejamiento de Dios.

Cuanto más ha pecado un condenado, más se ha alejado de Dios. La pena de daño tiene por finalidad precisamente castigar el pecado en cuanto que por él el pecador se ha alejado de Dios. El condenado siente, pues, en proporción a sus pecados, el peso de la maldición de Dios, que se aleja a su vez de él y le rechaza de su presencia.

El condenado sufrirá tanto más cuanto tendrá una más grande capacidad y una mayor necesidad de gozar. Las gracias recibidas y despreciadas han aumentado en él esta aptitud y esta necesidad en proporción a su número. Cada gracia en efecto, fue un llamamiento de Dios, una invitación a conocerle y amarle mejor, fue, al mismo tiempo, una luz y un medio para llegar a ese grado de conocimiento y de amor fijado por Dios.

Por consiguiente, esa gracia creó en el alma una más grande disposición para este conocimiento y amor, y, por una consecuencia natural, una más grande necesidad de conocer y de amar a Dios. Luego a tantas gracias como el pecador haya rechazado corresponden otros tantos grados inalcanzados de aptitud y de necesidad de amar y de poseer a Dios.

Cada gracia despreciada ha cavado más hondamente el abismo eterno en el que el alma se ha hundido. Los más culpables son, pues, más aptos para sentir la privación del Bien supremo; así como en el Cielo, los más santos entre los elegidos son más aptos de gozar de la presencia y de la posesión de Dios.

La gracia de la que se han aprovechado los santos y ha producido en ellos sus frutos, ha aumentado su semejanza con el divino ejemplar. Esta mayor o menor perfección en la conformidad con Él es lo que les hace más o menos capaces de gozar de la divina esencia.

Del mismo modo, el desprecio de las gracias y los pecados acumulados han aumentado en los condenados su grado de desemejanza con la infinita pureza y santidad de Dios. Y esta mayor o menor oposición al Bien supremo es lo que les hace sentir en mayor o menor grado su privación y diferencia en ellos la pena de daño.

Dios es la esencia misma de la bondad y de la felicidad substancial. La desgracia de su privación se mide, pues, por el grado de oposición que el condenado tiene con relación a este Bien supremo, al que las gracias recibidas tendían a aproximarle, mientras que esas mismas gracias despreciadas tienden a alejarle más y más.

Del mismo modo, los elegidos gozan tanto más en el Cielo de la visión beatifica cuanto mayores fueron sus méritos, así los condenados sufren en el infierno tanto más de su privación cuanto mayores fueron los crímenes con que están manchados. (De fe divina, implícitamente definida)

La pena de daño consiste secundariamente en la privación de todos los bienes que se siguen de la visión beatífica.

Lo que constituye primaria y esencialmente la pena de daño es la privación eterna de la visión de Dios, o sea, del goce fruitivo del Señor como objeto de nuestra última y suprema felicidad. pero como consecuencia natural e inevitable priva también, secundariamente, de todos los demás bienes accidentales que la visión beatifica lleva consigo.

Los principales bienes objeto de la privación son:
  • Exclusión eterna del Cielo, o sea de la verdadera patria de las almas, cuya belleza, claridad, esplendor, magnificencia, amenidad, suavidad y felicidad que produce en el alma, ninguna inteligencia humana es capaz de expresar.
  • Exclusión de la compañía y suavísima familiaridad de Nuestro Señor Jesucristo, de la Virgen María, de los Ángeles, Santos y Bienaventurados del cielo, con todos los goces e íntimas alegrías que de esa compañía se desprenden.
  • Privación de la luz con la cual los Bienaventurados del Cielo contemplan la hermosura de todas las cosas naturales, el mundo de los seres posibles y el esplendor y magnificencia de la gloria de los bienaventurados.
  • Pérdida para siempre de todos los bienes sobrenaturales que hayan recibido de Dios: la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, etc. No habrá más excepción que la del carácter sacramental (el que imprimen los sacramentos del bautismo, confirmación y orden), que continuará eternamente en los condenados para su mayor vergüenza y confusión en medio de aquella sociedad de enemigos irreconciliables de Dios.
  • Privación de la gloria del cuerpo, que consiste en aquella maravillosa claridad, agilidad, impasibilidad y sutileza que brillarán eternamente en los cuerpos de los bienaventurados, y que los propios condenados tendrán ocasión de contemplar, en el paroxismo de la rabia y desesperación, el día del juicio final.

LA PENA DE SENTIDO

Esta pena aun siendo terrible, no se compara con la pena de daño. La pena de sentido es la pena de fuego, en cuanto a éste, la Iglesia no ha definido expresamente si es de la misma naturaleza que el de la tierra. Lo único que se sabe es que se trata de un fuego real, no imaginario o metafórico. El fuego del infierno tiene propiedades muy distintas al de la tierra, porque atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las almas; y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en él eternamente.

Esto lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo que dejarlo de creer. Esto no cambia la realidad del infierno. Las cosas son así, aunque nos resulte incómodas y molestas.

LA ETERNIDAD DE PENAS

Pero lo más espantoso del infierno, es la tercera nota o característica: que es su eternidad. El infierno es eterno.

Para comprender esto, imaginémonos a un hombre aparentemente muerto que vuelve a la vida en el sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará más que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se encuentre en aquel ataúd estrecho y oscuro! Pero durará unos minutos nada más, porque por asfixia morirá pronto, esta vez definitivamente. Pues imaginémonos ahora lo que será un tormento y desesperación eternos.

La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En la esfera del tiempo pasarán trillones de siglos y la eternidad seguirá intacta, inmóvil, fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad, no hay días, si semanas, ni meses, ni siglos. Es un instante petrificado, que no transcurrirá jamás.

El infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! y poco importa si lo crean o no, los incrédulos, eso no cambiará jamás la terrible realidad de las cosas. Ya que el infierno, si se mira sin los ojos y los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Por lo mismo, es difícil aceptarlo; aunque el católico lo cree con toda el alma porque lo ha revelado Dios.

Humanamente es muy difícil de entender la realidad del infierno, porque las cosas de Dios son inmensamente grandes, el intelecto y la capacidad humana es muy pequeña para poderlas abarcar.

Por lo tanto, no busquemos enmendarle la plana a Dios. Ya que el Señor todo lo ha dispuesto con infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo, de nada le sirve al hombre seguir poniendo vanas objeciones al dogma del infierno, ya que, en nada altera su terrible realidad, lo que si debemos hacer es evitarlo con todos los medios que estén a nuestro alcance. Por fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el infierno? Pues pongamos los medios para no ir a él.

La única desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es la condenación eterna de nuestra alma.

Reflexiona, fiel católico que has tenido la desgracia de caer en pecado; o aun, si eres de esos pecadores empedernidos, que han estado cuarenta o cincuenta años alejado de Cristo y los sacramentos; aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando sus santos mandamientos, si quieres hacer la pases con el Señor, no tienes que hacer grandes caminatas ni grandes sacrificios; Él te esta esperando con los brazos abiertos.

Basta que caigas de rodillas delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente con un grito de arrepentimiento le digas: “¡Perdóname, Señor! ¡Ten compasión de mí!” Y sin duda al instante Dios se comunicará a tu corazón y oirás las saludables y consoladoras palabras que le dirigió al buen ladrón: “Estarás conmigo en el Paraíso”.

Claro que, para ello Cristo te pone una condición sencilla y fácil. Que te acerques al santo tribunal de la confesión, y que arrodillado delante de uno de sus ministros en la tierra, le vuelvas a confesar el dolor y arrepentimiento de tus pecados, y él, en representación de Cristo, te extiende, en nombre de Dios, el certificado de tu perdón y la absolución de tus pecados.

Por último, quiera el buen Dios, que la reflexión y la consideración de este dogma, nos dé luz y fortaleza a nuestra alma, y que ello nos lleve a ser mejores cristianos, aprovechándonos de la mejor manera de los medios de salvación, cuales son las oración y la frecuencia de los sacramentos.

Gran parte de este escrito fue tomado de los libros: “El misterio del más allá” y “La Teología de la Salvación” del Rev. Padre Antonio Royo Marín O. P.

Sinceramente en Cristo
+ Mons. Martín Dávila Gándara
Obispo en Misiones

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