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jueves, 15 de enero de 2015

BULA “Cantáte Dómino”, CONFIRMANDO LOS DOGMAS Y LA DISCIPLINA CATÓLICA; Y REITERA LOS ANATEMAS A LOS HEREJES

En el Concilio de Florencia convocado por el Papa Eugenio IV, concurrieron delegados de las iglesias orientales (griegos, armenios, sirios y maronitas). Después que los delegados griegos partieron a Constantinopla, vinieron en 1441 dos delegaciones, una encabezada por el monje copto Andrés, abad del monasterio de San Antonio en Egipto; la otra por Pedro Diácono y Nicodemo, abad del monasterio etíope de Jerusalén. Cada delegación venía con un objetivo particular: Andrés había sido enviado por el patriarca Juan XI de Alejandría buscando reconocimiento del Papa de Roma frente al emperador Zara Jacob (en geʽez ዘርዐ፡ያዕቆብ, Simiente de Jacob; reinó entre 1434 y 1468 con el nombre de Constantino) de Etiopía y ante el sultán mameluco de Egipto Sayf ad-Din Jaqmaq, que tantas vejaciones había hecho a los coptos. Pedro Diácono y Nicodemo, por su parte, propugnaban la defensa de las costumbres etíopes frente al patriarca de Alejandría (es de advertir que entonces, había una disputa teológica por la observancia del sábado junto al domingo, y otras normas del Antiguo Testamento, reintroducida por el monje etíope Eustaquio en el siglo XIII y que había sido condenada como herética por Alejandría. El emperador Zara Jacob se inclinaba hacia los monjes eustaquianos para consolidar su poder político y con miras a crear una Iglesia nacional independiente del patriarca de Alejandría –al que consideraba indigno por ser vasallo de los musulmanes–).
  
Después de varias reuniones entre los delegados coptos y etíopes con los padres del Concilio, suscribieron la Bula “Cantáte Dómino”, con la cual se firmó la unión de estos con la Iglesia Romana (aunque, posteriormente, tal unión no se logró –en Alejandría, el pueblo y los monjes se opusieron como hicieron los griegos; en en Etiopía, como la delegación no tenía autorización imperial, ningún acuerdo podía ser tenido como vinculante allá–). Sin embargo, esta Bula adquiere importancia también porque representa una codificación de los libros de la Sagrada Escritura, la reafirmación de la Doctrina Católica y la condena de las prácticas judías que aún estaban en existencia (por lo que indirectamente, representó un triunfo de Juan XI de Alejandría sobre la realeza compromisaria y el monacato de Etiopía).
   
El texto de la bula no es conocido en su totalidad, circulando versiones fragmentarias en español tomadas del Enquiridión de Denzinger (incluso la versión latina de este es un poco más completa, pero no cuenta con la historia del documento). Por esto, traemos acá por primera vez el texto completo de esta bula en español, basándonos en la traducción polaca; con anotaciones propias.
  
BULA Cantáte Dómino”, DE UNIÓN DE LOS COPTOS Y DE LOS ETÍOPES
(14 de Febrero de 1442*)
   
Eugenio, Siervo de los siervos de Dios, para perpetua memoria.
   
«Cantad al Señor, porque ha hecho grandes obras; decid al mundo entero: Alegraos y alabad a Dios, habitantes de Sión, porque grande es en vosotros la santidad del Dios de Israel» [Isa. 12, 5-6]. En efecto, el Señor debe ser cantado y alabado por la Iglesia de Dios, porque la gloria y la grandeza son para su nombre, que el Dios misericordioso nos ha concedido en este día en su gracia. De hecho, debemos alabar a nuestro Señor y Salvador, darle gracias y bendecirlo en todo nuestro corazón, el que diariamente edifica su santa Iglesia, renovándola y engrandeciéndola.
  
Los dones [de Dios] para el pueblo cristiano son siempre numerosos, y [Dios] nos muestra un amor inmenso que brilla más que la luz. Y si miramos a través de nuestro corazón a lo que Él ha hecho en los últimos días con la noble obra de Dios, encontraremos que Sus dones y amor son mayores y más numerosos en el tiempo presente que los de las generaciones anteriores que han fallecido. He aquí que han pasado menos de tres años desde que, en este santo concilio ecuménico, nuestro Señor Jesucristo, en una obra plena e innegable de gracia y misericordia, estableció un entendimiento pacífico de las tres grandes comunidades, para alegría de todos los cristianos. Por tanto, todos los países del Oriente, que adoran el glorioso nombre de nuestro Señor Jesucristo, y no poca parte de las costas y del norte, que durante mucho tiempo había habido diferencias dentro de la Santa Iglesia Romana, estaban unidos por un vínculo de fe y caridad. A la Santa Sede se unieron en primer lugar los griegos, que están gobernados por cuatro sedes patriarcales, que abarcan muchos pueblos y lenguas; luego los armenios, que constituyen una nación numerosa; y ahora los coptos, que son una gran nación, que poseen el país copto [Egipto], y jacobitas en todos los lugares de residencia.
  
Hubo un acuerdo entre ellos, porque para nuestro Señor Jesucristo no hay nada más querido que el amor que une entre las personas por otra persona; ni hay cosa más gloriosa para el nombre del Señor. Nada hay más grande y más fecundo para la Santa Iglesia que el hecho de que los cristianos se conviertan en una sola comunidad a través de la pureza de la fe y el rechazo de todas las diferencias y contradicciones. Por tanto, todos debemos cantar y alabar al Señor Dios, que en su bondad nos ha hecho dignos de participar en [los acontecimientos] de nuestro tiempo, [lleno de] gloriosa gloria cristiana. Por eso, con gran alegría anunciamos estas grandes cosas en todos los lugares donde habitan los cristianos, para que seamos llenos de alegría y regocijo por la gloria de Dios y la exaltación de la Iglesia, y para unirnos a otros en toda esta alegría. Seamos todos una sola boca que alabe y glorifique el esplendor de Dios [Rom. 15, 6] así como aquello que es digno de Su gloria, y démosle gracias; porque Su gracia es en nuestra generación lo que Él ha dado a la Santa Iglesia como un regalo.
  
Queremos recompensar a aquellos que muestran dedicación y amor en los asuntos de Dios con la misma gloria y acción de gracias, tanto de Dios como de las personas. Por eso, nos es evidente que nuestro noble hermano Juan, Patriarca de los jacobitas**, y todo su pueblo deben ser agradecidos y honrados por nosotros y por toda la Santa Iglesia, en toda su eternidad y gloria de todos los cristianos, como un hombre fervientemente devoto a este sagrado entendimiento. Él fue a quien nos acercamos a través de nuestro enviado (Alberto de Sarteano OFM), pidiéndole que nos envíe a nosotros y al santo concilio su mensaje [confirmando] que él y su pueblo acuerdan [profesar] una sola fe, la de la Santa Iglesia Romana. Por tanto nos envió a nosotros y al santo concilio al amado hijo Andrés, un copto, superior del monasterio de nuestro santo padre Antonio en Egipto. Se dice que este santo vivió y murió en este monasterio. El mencionado Andrés fue un hombre muy respetado por su misión religiosa, entregado a la fe y al amor. El Patriarca le instruyó y ordenó que aceptara obedientemente, en su nombre y en el de toda la comunidad jacobita, todas las enseñanzas y decretos de fe que la Santa Iglesia Romana observa y predica; [ordenó] a Andrés que trajera todas estas enseñanzas y decretos al Patriarca y a su pueblo jacobita, para que pudieran entender estas enseñanzas y doctrina, para que se convirtiera en una verdad establecida entre ellos, predicada en todo el país.
  
Por lo tanto, siguiendo la voz del Señor para apacentar las ovejas de Cristo [Cf. Jn. 21, 17], hicimos que los sabios y grandes hombres de este santo concilio examinaran cuidadosamente al Abad Andrés en todos los artículos de fe, sacramentos y bendiciones de la Iglesia, y todo lo que [sirve para] la salvación de las almas. Sólo cuando hubimos transmitido al dicho Andrés la fe de la Santa Iglesia Romana en la medida que nos pareció necesaria, y dicho Andrés recibió todo esto con obediencia y humildad, le dimos, escrito en esta reunión en el nombre del Señor, en este bendito día, en este santo concilio, todas estas enseñanzas verdaderas, salvadoras, útiles y eternas; y todas fueron establecidas y decretadas en el santo Concilio Ecuménico de Florencia.
  
La sacrosanta Iglesia Romana, fundada por la palabra del Señor y Salvador nuestro, firmemente cree, profesa y predica a un solo verdadero Dios omnipotente, inmutable y eterno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, uno en esencia y trino en personas: el Padre ingénito, el Hijo engendrado del Padre, el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. Que el Padre no es el Hijo o el Espíritu Santo; el Hijo no es el Padre o el Espíritu Santo; el Espíritu Santo no es el Padre o el Hijo; sino que el Padre es solamente Padre, y el Hijo solamente Hijo, y el Espíritu Santo solamente Espíritu Santo. Solo el Padre engendró de su sustancia al Hijo, el Hijo solo del Padre solo fue engendrado, el Espíritu Santo solo procede juntamente del Padre y del Hijo. Estas tres personas son un solo Dios, y no tres dioses; porque las tres tienen una sola sustancia, una sola esencia, una sola naturaleza, una sola divinidad, una sola inmensidad, una eternidad, y todo es uno, donde no obsta la oposición de relación [1].
   
Por razón de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo. Ninguno precede a otro en eternidad, o le excede en grandeza, o le sobrepuja en potestad. Eterno, en efecto, y sin comienzo es que el Hijo exista del Padre; y eterno y sin comienzo es que el Espíritu Santo proceda del Padre y del Hijo [2]. El Padre, cuanto es o tiene, no lo tiene de otro, sino de si mismo; y es principio sin principio. El Hijo, cuanto es o tiene, lo tiene del Padre, y es principio de principio. El Espíritu Santo, cuanto es o tiene, lo tiene juntamente del Padre y del Hijo. Mas el Padre y el Hijo no son dos principios del Espíritu Santo, sino un solo principio: Como el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un solo principio.
  
A cuantos, consiguientemente, sienten de modo diverso y contrario, los condena, reprueba y anatematiza, y proclama que son ajenos al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. De ahí condena a Sabelio, que confunde las personas y suprime totalmente la distinción real de las mismas. Condena a los arrianos, eunomianos y macedonianos, que dicen que sólo el Padre es Dios verdadero y ponen al Hijo y al Espíritu Santo en el orden de las criaturas. Condena también a cualesquiera otros que pongan grados o desigualdad en la Trinidad.
  
Firmísimamente cree, profesa y predica que el solo Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es el creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; el cual, en el momento que quiso, creó por su bondad todas las criaturas, lo mismo las espirituales que las corporales; buenas, ciertamente, por haber sido hechas por el sumo bien, pero mudables, porque fueron hechas de la nada; y afirma que no hay naturaleza alguna del mal, porque toda naturaleza, en cuanto es naturaleza, es buena. Profesa que uno solo y mismo Dios es autor del Antiguo y Nuevo Testamento, es decir, de la ley, de los profetas y del Evangelio, porque por inspiración del mismo Espíritu Santo han hablado los Santos de uno y otro Testamento. Los libros que ella recibe y venera, se contienen en los siguientes títulos:
 
Cinco libros de Moisés; a saber: el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio; el de Josué, el de los Jueces, el de Rut, cuatro de los Reyes, dos de los Paralipómenos, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit, Ester, Job, los Salmos de David, las Parábolas, el Eclesiastés, Cantar de los Cantares, la Sabiduría, el Eclesiástico, Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel, Daniel, Doce Profetas menores, a saber: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías; y dos de los Macabeos; cuatro Evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan; catorce Epístolas del Apóstol Pablo: a los Romanos, 2 a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, dos a los Tesalonicenses, dos a Timoteo, a Tito, a Filemón, a los Hebreos; dos del Apóstol Pedro, tres del Apóstol Juan, una del Apóstol Santiago, una del Apóstol Judas; los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis de Juan.
     
Además, anatematiza la insania de los maniqueos, que pusieron dos primeros principios, uno de lo visible, otro de lo invisible, y dijeron ser uno el Dios del Nuevo Testamento y otro el del Antiguo.
    
Firmemente cree, profesa y predica que una persona de la Trinidad, verdadero Dios, Hijo de Dios, engendrado del Padre, consustancial y coeterno con el Padre, en la plenitud del tiempo que dispuso la alteza inescrutable del divino consejo, por la salvación del género humano, tomó del seno inmaculado de María Virgen la verdadera e integra naturaleza del hombre y se la unió consigo en unidad de persona con tan intima unidad, que cuanto allí hay de Dios, no está separado del hombre; y cuanto hay de hombre, no está dividido de la divinidad; y es un solo y mismo indiviso, permaneciendo una y otra naturaleza en sus propiedades, Dios y hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre, igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad [Símbolo de San Atanasio], inmortal y eterno por la naturaleza divina, pasible y temporal por la condición de la humanidad asumida.
  
Firmemente cree, profesa y predica que el Hijo de Dios en la humanidad que asumió de la Virgen nació verdaderamente, sufrió verdaderamente, murió y fue sepultado verdaderamente, resucitó verdaderamente de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre y ha de venir al fin de los siglos para juzgar a los vivos y a los muertos.
  
Anatematiza, empero, detesta y condena toda herejía que sienta lo contrario. Y en primer lugar, condena a Ebión, Cerinto, Marción, Pablo de Samosata, Fotino, y cuantos de modo semejante blasfeman, quienes no pudiendo entender la unión personal de la humanidad con el Verbo, negaron que nuestro Señor Jesucristo sea verdadero Dios, confesándole por puro hombre que, por participación mayor de la gracia divina, que había recibido, por merecimiento de su vida más santa, se llamaría hombre divino. 
   
Anatematiza también a Maniqueo con sus secuaces, que con sus sueños de que el Hijo de Dios no había asumido cuerpo verdadero, sino fantástico, destruyeron completamente la verdad de la humanidad en Cristo; así como a Valentín, que afirma que el Hijo de Dios nada tomó de la Virgen Madre, sino que asumió un cuerpo celeste y pasó por el seno de la Virgen, como el agua fluye y corre por un acueducto. A Arrio también que, afirmando que el cuerpo tomado de la Virgen careció de alma, quiso que la divinidad ocupara el lugar del alma. También a Apolinar quien, entendiendo que, si se niega en Cristo el alma que informe al cuerpo, no hay en Él verdadera humanidad, puso sólo el alma sensitiva, pero la divinidad del Verbo hizo las veces de alma racional. 
   
Anatematiza también a Teodoro de Mopsuesta y a Nestorio, que afirman que la humanidad se unió al Hijo de Dios por gracia, y que por eso hay dos personas en Cristo, como confiesan haber dos naturalezas, por no ser capaces de entender que la unión de la humanidad con el Verbo fue hipostática, y por eso negaron que recibiera la subsistencia del Verbo. Porque, según esta blasfemia, el Verbo no se hizo carne, sino que el Verbo, por gracia, habitó en la carne; esto es, que el Hijo de Dios no se hizo hombre, sino que más bien el Hijo de Dios habitó en el hombre.
   
Anatematiza también, execra y condena al archimandrita Eutiques, quien, entendiendo que, según la blasfemia de Nestorio, quedaba excluida la verdad de la encarnación, y que era menester, por ende, de tal modo estuviera unida la humanidad al Verbo de Dios que hubiera una sola y la misma persona de la divinidad y de la humanidad, y no pudiendo entender cómo se dé la unidad de persona subsistiendo la pluralidad de naturalezas; como puso una sola persona de la divinidad y de la humanidad en Cristo, así afirmó que no hay más que una sola naturaleza, queriendo que antes de la unión hubiera dualidad de naturalezas, pero en la asunción pasó a una sola naturaleza, concediendo con máxima blasfemia e impiedad o que la humanidad se convirtió en la divinidad o la divinidad en la humanidad. 
   
Anatematiza también, execra y condena a Macario de Antioquía, y a todos los que a su semejanza sienten, quien, si bien sintió con verdad acerca de la dualidad de naturalezas y unidad de personas; erró, sin embargo, enormemente acerca de las operaciones de Cristo, diciendo que en Cristo fue una sola la operación y voluntad de una y otra naturaleza. 

A todos éstos con sus herejías, los anatematiza la sacrosanta Iglesia Romana, afirmando que en Cristo hay dos voluntades y dos operaciones.
    
Firmemente cree, profesa y enseña que nadie concebido de hombre y de mujer fue jamás librado del dominio del diablo sino por merecimiento del que es mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Señor nuestro; quien, concebido sin pecado, nacido y muerto al borrar nuestros pecados, Él solo por su muerte derribó al enemigo del género humano y abrió la entrada del reino celeste, que el primer hombre por su propio pecado con toda su sucesión había perdido; y a quien de antemano todas las instituciones sagradas, sacrificios, sacramentos y ceremonias del Antiguo Testamento señalaron como al que un día había de venir.
   
Firmemente cree, profesa y enseña que las legalidades del Antiguo Testamento, o sea, de la Ley de Moisés, que se dividen en ceremonias, objetos sagrados, sacrificios y sacramentos, como quiera que fueron instituidas en gracia de significar algo por venir, aunque en aquella edad eran convenientes para el culto divino, cesaron una vez venido nuestro Señor Jesucristo, quien por ellas fue significado, y empezaron los sacramentos del Nuevo Testamento. Y que mortalmente peca quienquiera ponga en las observancias legales su esperanza después de la pasión, y se someta a ellas, como necesarias a la salvación, como si la fe de Cristo no pudiera salvarnos sin ellas. No niega, sin embargo, que desde la pasión de Cristo hasta la promulgación del Evangelio, no pudiesen guardarse, a condición, sin embargo, de que no se creyesen en modo alguno necesarias para la salvación; pero después de promulgado el Evangelio, afirma que, sin pérdida de la salvación eterna, no pueden guardarse. Denuncia consiguientemente como ajenos a la fe de Cristo a todos los que, después de aquel tiempo, observan la circuncisión y el sábado y guardan las demás prescripciones legales y que en modo alguno pueden ser partícipes de la salvación eterna, a no ser que un día se arrepientan de esos errores. Manda, pues, absolutamente a todos los que se glorían del nombre cristiano que han de cesar de la circuncisión en cualquier tiempo, antes o después del bautismo, porque ora se ponga en ella la esperanza, ora no, no puede en absoluto observarse sin pérdida de la salvación eterna.
   
En cuanto a los niños advierte que, por razón del peligro de muerte, que con frecuencia puede acontecerles, como quiera que no puede socorrérseles con otro remedio que con el Bautismo, por el que son librados del dominio del diablo y adoptados por hijos de Dios, no ha de diferirse el sagrado Bautismo por espacio de cuarenta o de ochenta días o por otro tiempo según la observancia de algunos, sino que ha de conferírseles tan pronto como pueda hacerse cómodamente; de modo, sin embargo, que si el peligro de muerte es inminente han de ser bautizados sin dilación alguna, aun por un laico o mujer, si falta sacerdote, en la forma de la Iglesia, según más ampliamente se contiene en el decreto para los armenios [3].
  
Firmemente cree, profesa y predica que toda criatura de Dios es buena y nada ha de rechazarse de cuanto se toma con la acción de gracias [1 Tim. 4, 4], porque según la palabra del Señor, no lo que entra en la boca mancha al hombre [Matth. 15, ll], y que aquella distinción de la Ley Mosaica entre manjares limpios e inmundos pertenece a un ceremonial que ha pasado y perdido su eficacia al surgir el Evangelio. Dice también que aquella prohibición de los Apóstoles, de abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre y de lo ahogado [Act. 15, 29], fue conveniente para aquel tiempo en que iba surgiendo la única Iglesia de entre judíos y gentiles que vivían antes con diversas ceremonias y costumbres, a fin de que junto con los judíos observaran también los gentiles algo en común y, a par que se daba ocasión para reunirse en un solo culto de Dios y en una sola fe, se quitara toda materia de disensión; porque a los judíos, por su antigua costumbre, la sangre y lo ahogado les parecían cosas abominables, y por la comida de lo inmolado podían pensar que los gentiles volverían a la idolatría. Mas cuando tanto se propagó la religión cristiana que ya no aparecía en ella ningún judío carnal, sino que todos, al pasar a la Iglesia, convenían en los mismos ritos y ceremonias del Evangelio, creyendo que todo es limpio para los limpios [Tit. 1, 15]; al cesar la causa de aquella prohibición apostólica, cesó también su efecto. Así, pues, proclama que no ha de condenarse especie alguna de alimento que la sociedad humana admita; ni ha de hacer nadie, varón o mujer, distinción alguna entre los animales, cualquiera que sea el género de muerte con que mueran, si bien para salud del cuerpo, para ejercicio de la virtud, por disciplina regular y eclesiástica, puedan y deban dejarse muchos que no están negados, porque, según el Apóstol, todo es licito, pero no todo es conveniente [1 Cor. 6, 12; 10, 22].
  
Firmemente cree, profesa y predica que NADIE QUE NO ESTÉ DENTRO DE LA IGLESIA CATÓLICA, NO SÓLO PAGANOS, SINO TAMBIÉN JUDÍOS O HEREJES Y CISMÁTICOS, PUEDE HACERSE PARTICIPE DE LA VIDA ETERNA, SINO QUE IRÁ AL FUEGO ETERNO QUE ESTÁ APAREJADO PARA EL DIABLO Y SUS ÁNGELES [Mt. 25, 41], a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los Sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y QUE NADIE, POR MÁS LIMOSNAS QUE HICIERE, AUN CUANDO DERRAMARE SU SANGRE POR EL NOMBRE DE CRISTO, PUEDE SALVARSE, SI NO PERMANECIERE EN EL SENO Y UNIDAD DE LA IGLESIA CATÓLICA [4]. 
  
La Santa Iglesia aprueba, glorifica y encomia el primer Santo Concilio de Nicea, al que asistieron trescientos dieciocho santos padres. Se reunió en tiempo de nuestro predecesor, el bienaventurado y santo Silvestre, Papa de Roma, durante el reinado de San Constantino el Grande, amado en Cristo. El hereje Arrio y todos los que creían en él y en las herejías que había escrito fueron condenados en él. Se afirma que Jesucristo es el Hijo de Dios, consustancial y coeterno al Padre.
  
Asimismo, la Santa Iglesia aprueba, glorifica, acepta y recomienda el Santo Concilio de Constantinopla, donde se han reunido ciento cincuenta Padres. Fueron reunidos en tiempos de Dámaso, el papa romano, nuestro predecesor, en el reinado de San Teodosio, el primero de ese nombre. El mismo Concilio rechazó la apostasía de Macedonio, el hereje que afirmaba que el Espíritu Santo no era Dios sino una criatura.
   
Todo lo que esos padres condenaron, la Santa Iglesia lo condena, y todo lo que ellos aprobaron, la Iglesia lo aprueba. Todos los asuntos que en ella han sido aceptados, la Iglesia los aprueba y quiere que sean aprobados sin objeciones y diferencias.
   
Asimismo, la Santa Iglesia aprueba y glorifica el primer santo concilio que se reunió en Éfeso. A esta asamblea asistieron doscientos padres, y fue el tercero de todos los concilios. Se reunió en tiempo de Celestino, el Romano Pontífice, nuestro predecesor, y el santo Teodosio, el segundo de ese nombre. En este Concilio se anatematizó la apostasía de Nestorio y se confirmó que nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre en una sola Persona, y no en dos. También debe proclamarse en toda la Iglesia que la bienaventurada María siempre Virgen es Christótokos, pero también Theótokos, lo que significa que ella no es sólo la madre del hombre, sino la madre de Cristo Dios, porque Cristo, a quien María dio a luz, no es sólo hombre, sino Dios, el Hijo de Dios, Dios.
 
La Santa Iglesia excomulga y rechaza el herético Segundo Concilio de Éfeso, que se reunió en tiempos del Bienaventurado San León, nuestro antecesor, el Romano Pontífice, durante el reinado del mencionado Teodosio II. Fue entonces cuando Dióscoro, obispo de Alejandría, con promesas y amenazas, destruyó este maldito concilio. La Santa Iglesia excomulga a [Dioscoro] porque habló en nombre del principal hereje Eutiques, que era apóstata y enemigo del santo Flavio, Patriarca de Constantinopla. Este mismo Dioscoro quería que se aprobara la herejía de Eutiques.

La Santa Iglesia aprueba, glorifica y recomienda el santo Concilio de Calcedonia, el cuarto en el orden de todos los concilios, en el que se reunieron seiscientos treinta padres. Este concilio se reunió en tiempos del Bienaventurado San León, nuestro predecesor, Papa de Roma, durante el reinado del Emperador Marciano. La herejía de Eutiques y todos los que la siguen fueron condenados allí, incluido Dióscoro, defensor de Eutiques; dos herejes fueron así excomulgados. Se ha confirmado [también] que nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, y en una sola Persona tiene naturaleza divina y humana, lo que significa que hay en él dos naturalezas plenas, puras, que no se interpenetran mutuamente. Cada una de estas naturalezas corresponde a lo que le es propio, es decir, la naturaleza humana hace cosas relacionadas con la humanidad, y la naturaleza divina hace lo que lo que se relaciona con la divinidad. A todos los que en ella fueron condenados, la Santa Iglesia condena y confirma su excomunión. Todo lo que él ha aceptado, la Santa Iglesia lo considera justo.
  
La Santa Iglesia también aprueba, glorifica y encomia el quinto santo concilio, que fue el segundo en Constantinopla y se reunió en tiempos de Vigilio, el Romano Pontífice, nuestro predecesor, bajo el reinado del emperador Justiniano. Renovó las conclusiones del santo Concilio de Calcedonia de que hay dos naturalezas y una sola persona en Cristo. Numerosas herejías de Orígenes y sus seguidores también fueron condenadas, especialmente aquella en la que dice que los demonios y otras almas condenadas en el infierno algún día se arrepentirán de sus pecados y serán salvados de los tormentos del infierno.
   
La Santa Iglesia también aprueba, glorifica y recomienda el tercer Concilio de Constantinopla, en el que se reunieron ciento cincuenta padres, y este es el sexto del número [total] de concilios. La asamblea tuvo lugar en los días del Bienaventurado Agatón, nuestro predecesor de Roma, en la época del Emperador Constantino, cuarto de ese nombre. Allí se condenó la herejía de Macario de Antioquía y sus seguidores. [También] se confirma que nuestro Señor Jesucristo tiene dos verdaderas naturalezas plenas, dos voluntades y dos deseos, pero Él tiene una sola Persona, Dios y Hombre. Esta Persona está relacionada con las voliciones de ambas naturalezas; la divinidad hace cosas que pertenecen a Dios, y la humanidad hace cosas que pertenecen al hombre.
  
La Iglesia también aprueba, glorifica y encomia a todos los demás concilios ecuménicos que se han reunido de acuerdo con el llamado del Romano Pontífice y obtenido legítima confirmación y aprobación; especialmente ese sagrado Concilio de Florencia, que cumplió todas las cosas y se convirtió en el sagrado acuerdo de griegos y armenios con la Iglesia de Roma. Se hicieron muchas disposiciones saludables entre las dos partes, registradas en el famoso decreto, y concernientes a las partes mencionadas en su totalidad. Estos protocolos cubren asuntos similares en contenido, que comienzan así: “Læténtur Cœli” y Exsultáte Deo”.
  
Mas como en el antes citado Decreto para los armenios no fue explicada la forma de las palabras de que la Iglesia Romana, fundada en la autoridad y doctrina de los Apóstoles, acostumbró a usar siempre en la consagración del cuerpo y de la sangre del Señor, hemos creído conveniente insertarla en el presente. En la consagración del cuerpo, usa de esta forma de palabras: “Este es mi cuerpo; y en la de la sangre: “Porque éste es el cáliz de mi sangre, del nuevo y eterno testamento, misterio de fe, que por vosotros y por muchos será derramada en remisión de los pecados[Matth, 26, 28; Marc. 14, 18; Luc. 22, 10; 1 Cor. 11, 25]. En cuanto al pan de trigo en que se consagra el sacramento, nada absolutamente importa que se haya cocido el mismo día o antes; porque mientras permanezca la sustancia del pan, en modo alguno ha de dudarse que, después de las citadas palabras de la consagración del cuerpo pronunciadas por el sacerdote con intención de consagrar, inmediatamente se transustancia en el verdadero cuerpo de Cristo.
  
Porque se dice que algunos rechazan como condenados los cuartos matrimonios, para que no se piense que hay pecado donde no lo hay, ya que según el Apóstol la mujer está libre de la ley del marido muerto, y tiene la capacidad en el Señor casarse con quien ella quiera [cf. Rm 7, 3; 1 Cor 7, 39], y no debe distinguir entre la primera, la segunda o la tercera muerte, declaramos que no sólo la segunda y la tercera, sino también la cuarta y las siguientes pueden contraerse lícitamente, si no hay impedimento canónico. Decimos, sin embargo, que es más loable si continúan en la castidad, absteniéndose del matrimonio, porque, como la virginidad es a la viudez, así consideramos que es preferible la viudez casta al matrimonio con alabanza y mérito.

Todos los asuntos [anteriores] registrados en este decreto, el abad Andrés, en nombre del patriarca y en nombre de todos los coptos, aceptó con obediencia y humildad [todo] este saludable decreto del Santo Concilio, con los capítulos, comentarios, seguridades escritas en él, directrices, tradiciones y enseñanzas, así como todo lo que la Santa Sede Católica y la Santa Iglesia Romana creen y enseñan. También los sabios y santos padres, a quienes la Iglesia Romana aprueba, el dicho Andrés acepta con toda obediencia; y todos los hombres y todas las opiniones que la misma Iglesia de Roma excomulga y rechaza, ella [también] actúa contra ellos como condenados y rechazados. Como un verdadero hijo, expresa obediencia en nombre del [mencionado] Patriarca y [asegura] que siempre y para siempre creerá en todos los preceptos e indicaciones de la Santa Sede Católica.
  
Dado en la solemne sesión pública sinodal en Florencia, en la iglesia de Santa Maria Novella, donde ahora residimos, el 4 de Febrero de 1441, desde la Encarnación del Señor, en el undécimo año de nuestro pontificado. EUGENIO IV, PAPA.
     
NOTAS
* Año 1442 en el calendario romano, donde el año comienza el 1 de Enero (de ahí que se le conociese como “Estilo de la Circuncisión”). En el calendario florentino, el año comenzaba el 25 de Marzo (“Estilo de la Encarnación”, usado también en Siena, Inglaterra y Escocia), por lo que la bula está datada en 1441.
** Juan XI es llamado “Patriarca Jacobita” [= siríaco] por su legado Andrés para magnificar el poder de aquel frente a la delegación etíope, y borrar las disensiones existentes en la iglesia de Alejandría. Aunque igualmente, los coptos y los siríacos profesaban el miafisismo, que afirma que en la persona de Jesucristo existe una única naturaleza, producto de la unión de la naturaleza humana y divina (contrario al Concilio de Calcedonia, que definió que en la persona de Jesucristo hay dos naturalezas distintas). El nombre “jacobita” deriva de Jacobo Baradeo (en siríaco ܝܰܥܩܽܘܒ ܒܽܘܪܕܥܳܢܳܐ/Yaqub Burd’ono, Santiago el Harapiento), obispo de Edesa que preservó a la iglesia siríaca frente a la persecución bizantina.
[1] En el Concilio de Florencia, Juan, teólogo de los latinos, atestiguó: «según los doctores griegos y latinos, sólo la relación es la que multiplica, las personas en las producciones divinas, y se llama relación de origen, a la que miran sólo dos cosas: de quién uno, y quién de otro» [Hrd IX, 203]. De modo semejante, el doctísimo Card. Bessarión, teólogo de los griegos y arzobispo de Nicea, profesó en el mismo Concilio: «Nadie ignora que los nombres personales de la Trinidad son relativos» [Hrd IX 339]. Cf. San Anselmo, De la procedencia del Espíritu Santo, 2 [Migne, Patrología Latína 158, col. 288].
[2] Cf. San Fulgencio de Ruspe, Tratado sobre la Fe, a Pedro, cap. I, IV [Migne, Patrología Latína 65, col. 674]
[3] «El primer lugar entre los sacramentos lo ocupa el santo Bautismo, que es la puerta de la vida espiritual, pues por él nos hacemos miembros de Cristo y del cuerpo de la Iglesia. […] La materia de este sacramento es el agua verdadera y natural, y lo mismo da que sea caliente o fría. Y la forma es: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. […] El ministro de este sacramento es el sacerdote, a quien de oficio compete bautizar. Pero, en caso de necesidad, no sólo puede bautizar el sacerdote o el diácono, sino también un laico y una mujer y hasta un pagano y hereje, con tal de que guarde la forma de la Iglesia y tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia. El efecto de este sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, y también de toda la pena que por la culpa misma se debe. Por eso no ha de imponerse a los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados, sino que, si mueren antes de cometer alguna culpa, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de Dios». (Bula Exsultáte Deo”, 22 de Noviembre de 1439).
[4] Cf. San Fulgencio de Ruspe, Tratado sobre la Fe, a Pedro, cap. XXXVII ss, LXXVIII ss [Migne, Patrología Latína 65, col. 703 ss].

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