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domingo, 26 de julio de 2015

LA VIDA RECTA, POR LEÓN DEGRELLE

Desde ECCE CHRISTIANUS
 
Los que titubean ante el esfuerzo es porque tienen adormecida el alma. El gran ideal da siempre fuerza para domar el cuerpo, para soportar el cansancio, el hambre, el frío.
  
¿Qué importan las noches en vela, el trabajo abrumador, o el dolor, o la pobreza? Lo esencial es conservar en el fondo del corazón la gran fuerza que alienta y que impulsa, que aplaca los nervios desatados, que hace latir de nuevo la sangre cansada, que hace arder en los ojos, adormecidos por el sueño, un fuego ardiente y devorador. Entonces, nada es áspero ya. El dolor se ha transformado en alegría porque, gracias a él, nos damos más por entero, y el sacrificio nuestro se purifica.
  
La facilidad adormece el ideal. Le alienta, en cambio, él estimulo de la vida dura que nos hace adivinar lo profundo del deber cumplido, las responsabilidades que hay que afrontar, y la gran misión digna de nosotros. Lo demás no cuenta.
 
La salud nada importa. No estamos en este mundo para comer a horas fijas, para dormir con regularidad, para vivir cien o más años. Todo esto es vano y es necio.
  
Sólo una cosa cuenta: tener una vida útil; perfilar el alma; estar pendiente de ella, instante por instante; Vigilar sus debilidades y exaltar sus impulsos; servir a Los demás; derramar a nuestro alrededor la dicha y la ternura; ofrecer el brazo al prójimo, para elevarnos todos, ayudándonos los unos a los otros.
 
Una vez cumplidos nuestros deberes ¿qué más da morir a los treinta años o a los cien años? ¡Lo que importa es sentir el corazón encendido, cuando la bestia humana grita extenuada! ¡Que se levante y que siga, a pesar de todo!
 
Ahí está para eso, para agotarse, hasta el fin. Sólo el alma cuenta, y ella tiene que dominar a todo lo demás.
  
Breve o larga, la vida sólo vale algo si en el instante de entregarla no tenemos que sonrojarnos de ella.
  
Cuando la dulzura de la vida nos invita a la felicidad de amar, la belleza de un rostro o un cielo claro, da una señal que, de lejos, nos llama, cuando estamos dispuestos a ceder ante unos labios o a la luz y a los colores y al descanso de las horas largas, entonces es cuando estrecharemos dentro del corazón todos los sueños nimbados del oro de los instantes de suprema evasión.
  
La verdadera evasión es renunciar a las prendas amadas, y renunciarlas en el instante mismo en que su perfume nos hacía desfallecer. En esta hora en que hay que rechazar y hundir lo más entrañable de nuestro ser y alzar el amor por encima del corazón, y, por lo tanto, cuando todo es cruel dolor, entonces es cuando también comienza a ser completo y puro el sacrificio.
  
Hemos franqueado nuestros propios límites; por fin podemos dar algo. Antes, todavía, nos buscábamos a nosotros mismos y a esas briznas de orgullo y de gloria que corrompen tantos brotes generosos del alma. No damos nada por el puro dar, sin calcularlo antes, pues todo está en uno de los platillos de la balanza, más que cuando, previamente, hemos matado el amor a nosotros mismos. Esto no es fácil, no, porque la bestia humana es reacia a comprender lo que la amargura quiere enseñarnos.
  
¡Qué dulce es soñar con el ideal y construirlo en el pensamiento! Pero es, en realidad, muy poca cosa. El ideal hay que construirlo dentro mismo de nuestro vivir. Arrancando piedra a piedra, para construirlo a nuestras comodidades, a nuestras alegrías, a nuestro descanso, a nuestro propio corazón.
  
Cuando, a pesar de todo, el edificio al cabo de los años se alza ya, y cuando, a pesar de ello, no se detiene uno en la faena, sino que se sigue y se sigue, aunque la piedra ya no se deje pulir, entonces solamente es cuando el ideal empieza a volar.
  
El ideal vivirá en la medida en que nosotros, nos entreguemos a él hasta morir.
 
¡Qué drama, en verdad, el de la vida recta!

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