Cuenta San Luis María de Montfort en su libro “El Secreto Admirable del Santísimo Rosario”, que en una ocasión estaba Santo Domingo de Guzmán predicando el Rosario en Carcasona y le llevaron un hereje albigense poseso por demonios, a quien exorcizó en presencia de una gran muchedumbre.
El santo les hizo a los malignos varias preguntas y ellos, por obligación, le dijeron que eran 15.000 los que estaban en el cuerpo de ese hombre porque este había atacado los quince misterios del Rosario y ridiculizado los milagros que se obraban por estos, impidiendo de este modo la conversión de los herejes.
Durante el exorcismo, los demonios le dijeron al santo que con el Rosario que predicaba, llevaba el terror y el espanto a todo el Infierno, y que él era el hombre que más odiaban en el mundo a causa de las almas que les quitaba con esta devoción; además de otras particularidades.
Santo Domingo arrojó su Rosario al cuello del poseso y les preguntó a cuál de los santos del Cielo temían más y cuál debía ser más amado y honrado por los hombres. Los enemigos, ante estas interrogantes, dieron gritos tan espantosos que muchos de los que estaban allí presentes cayeron en tierra por el susto, y empezaron también a llorar movidos por natural compasión.
Los malignos, para no responder, lloraban, se lamentaban y pedían por boca del poseso a Santo Domingo que tuviera piedad de ellos, diciendo:
“¡Domingo! ¡Domingo! ¡Ten piedad de nosotros! ¡Te prometemos no hacerte daño! Tú que tienes compasión de los pecadores y miserables, ¡ten piedad de nosotros! ¡Mira cuanto padecemos! ¡Misericordia! ¡Misericordia! ¡Misericordia!”
El santo, sin inmutarse, les contestó que no cesaría de atormentarlos hasta que respondieran lo que les había preguntado. Entonces ellos dijeron que lo dirían, pero en secreto, al oído y no delante de todo el mundo. El santo, en cambio, les ordenó que hablaran alto, pero los diablos no quisieron decir palabra alguna.
Entonces el P. Santo Domingo, puesto de rodillas, hizo la siguiente oración:
“Oh excelentísima Virgen María, por la virtud de tu salterio y Rosario, ordena a estos enemigos del género humano que contesten mi pregunta”.
De pronto, una llama ardiente salió de las orejas, la nariz y la boca del poseso. Los presentes temblaron de espanto, pero ninguno sufrió daño. Los demonios seguidamente le rogaron a Santo Domingo diciendo:
“Domingo, te rogamos por la pasión de Jesucristo y por los méritos de su Santísima Madre y de todos los santos, que nos permitas salir de este cuerpo sin decir palabra. Los ángeles cuando tú lo quieras, te lo revelarán. ¿Por qué darnos crédito? No nos atormentes más: ¡ten piedad de nosotros!”
“¡Infelices sois e indignos de ser oídos!”, respondió Santo Domingo. Volvió a arrodillarse y elevó otra plegaria:
“Oh dignísima Madre de la Sabiduría, acerca de cuya salutación (el Ave María), de qué forma debe rezarse, ya queda instruido este pueblo, te ruego para la salud de los fieles aquí presentes que obligues a estos tus enemigos a que abiertamente confiesen aquí la verdad completa y sincera”.
Apenas terminó de pronunciar estas palabras, el santo vio cerca de él una multitud de ángeles y a la Virgen María que golpeaba al demonio con una varilla de oro, mientras le decía: “Contesta a la pregunta de mi servidor Domingo”. Aquí hay que tener en cuenta que el pueblo no veía, ni oía a la Virgen, sino solamente a Santo Domingo.
Los demonios comenzaron a gritar:
“¡Oh enemiga nuestra! ¡Oh ruina y confusión nuestra! ¿Por qué viniste del Cielo a atormentarnos en forma tan cruel? ¿Será preciso que por ti, ¡oh abogada de los pecadores, a quienes sacas del Infierno; oh camino seguro del Cielo!, seamos obligados –a pesar nuestro– a confesar delante de todos lo que es causa de nuestra confusión y ruina? ¡Ay de nosotros! ¡Maldición a nuestros príncipes de las tinieblas!
¡Oíd, pues, cristianos! Esta Madre de Cristo es omnipotente y puede impedir que sus siervos caigan en el Infierno. Ella, como un sol, disipa las tinieblas de nuestras astutas maquinaciones. Descubre nuestras intrigas, rompe nuestras redes y reduce a la inutilidad todas nuestras tentaciones. Nos vemos obligados a confesar que ninguno que persevere en su servicio se condena con nosotros.
Un solo suspiro que ella presente a la Santísima Trinidad vale más que todas las oraciones, votos y deseos de todos los santos. La tememos más que a todos los bienaventurados juntos y nada podemos contra sus fieles servidores
Tened también en cuenta que muchos cristianos la invocan al morir y que deberían condenarse, según las leyes ordinarias, se salvan gracias a su intercesión. ¡Ah! Si esta Marieta –así la llamaban en su furia– no se hubiera opuesto a nuestros designios y esfuerzos, ¡hace tiempo habríamos derribado y destruido a la Iglesia y precipitado en el error y la infidelidad a todas sus jerarquías!
Tenemos que añadir, con mayor claridad y precisión –obligados por la violencia que nos hacen– que nadie que persevere en el rezo del Rosario se condenará. Porque ella obtiene para sus fieles devotos la verdadera contrición de los pecados, para que los confiesen y alcancen el perdón e indulgencia de ellos”.
Es así que Santo Domingo hizo rezar el Rosario a todo el pueblo muy lenta y devotamente, y en cada Avemaría que rezaban, salían del cuerpo del poseso una gran multitud de demonios en forma de carbones encendidos.
Cuando todos los enemigos salieron y el hereje quedó libre, la Virgen María, de manera invisible, dio su bendición a todo el pueblo, que experimentó gran alegría. “Este milagro fue causa de la conversión de gran número de herejes, que incluso se inscribieron en la Cofradía del Santo Rosario, entre ellos el otrora poseso”, concluyó San Luis María de Montfort.
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