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lunes, 2 de noviembre de 2015

LAS OFRENDAS A LOS MUERTOS Y SU ORIGEN PAGANO

Extraído del libro: La Ciudad Antigua de Fustel de Coulanges, ed. Porrúa, México 1989, pp. 5-14. 
  
     
Para conocer el origen de las ofrendas a los muertos que aún perduran tan arraigadas en el pueblo mejicano y que son una reminiscencia del culto pagano a los muertos, que es el culto más inmemorial que existe en la historia de la humanidad.

LIBRO PRIMERO: CREENCIAS ANTIGUAS
  
CAPITULO I
CREENCIAS SOBRE EL ALMA Y SOBRE LA MUERTE.
   
Hasta los últimos tiempos de la historia de Grecia y de Roma se vio persistir entre el vulgo un conjunto de pensamientos y usos, que indudablemente, procedían de una época remotísima. De ellos podemos inferir las opiniones que el hombre se formó al principio sobre su propia naturaleza, sobre su alma y sobre el misterio de la muerte.
  
Por mucho que nos remontemos en la historia de la raza indoeuropea, de la que son ramas las poblaciones griegas e italianas, no se advierte que esa raza haya creído jamás que tras esta corta vida todo hubiese concluido para el hombre. Las generaciones más antiguas, mucho antes de que hubiera filósofos, creyeron en una segunda existencia después de la actual. Consideraron la muerte, no como una disolución del ser, sino como un mero cambio de vida.
   
Pero ¿en qué lugar y de qué manera pasaba esta segunda existencia? ¿Se creía que el espíritu inmortal después de escaparse de un cuerpo, iba a animar a otro? No; la creencia en la metempsicosis nunca pudo arraigar en el espíritu de los pueblos greco-italianos; tampoco es tal la opinión más antigua de los arios de oriente, pues los himnos de los Vedas están en oposición con ella. ¿Se creía que el espíritu ascendía al cielo, a la región de la luz? Tampoco; la creencia de que las almas entraban en una mansión celestial pertenece en Occidente a una época relativamente próxima; la celeste morada sólo se consideraba como la recompensa de algunos grandes hombres y de los bienhechores de la humanidad. Según las más antiguas creencias de los italianos y de los griegos, no era un mundo extraño al presente donde el alma iba a pasar su segunda existencia: permanecía cerca de los hombres y continuaba viviendo bajo la tierra [1].
  
También se creyó durante mucho tiempo que en esta segunda existencia el alma permanecía asociada al cuerpo. Nacida con él, la muerte no los separaba y con él se encerraba en la tumba.
  
Por muy viejas que sean estas creencias, de ellas nos han quedado testimonios auténticos. Estos testimonios son los ritos de la sepultura que han sobrevivido con mucho a esas creencias primitivas, pero que habían seguramente nacido con ellas y pueden hacérnoslas comprender.
   
Los ritos de la sepultura muestran claramente que cuando se colocaba un muerto en un sepulcro, se creía que era algo viviente lo que allí se colocaba. Virgilio, que describe siempre con tanta precisión y escrúpulo las ceremonias religiosas, termina el relato de los funerales de Polidoro con estas palabras: “Encerramos su alma en la tumba”. La misma expresión se encuentra en Ovidio y en Plinio el Joven, y no es que respondiese a las ideas que estos escritores se formaban del alma, sino que desde tiempo inmemorial estaba perpetuada en el lenguaje, atestiguando antiguas y vulgares creencias [2].
  
Era costumbre al fin de la ceremonia fúnebre, llamar tres veces al alma del muerto por el nombre que había llevado. Se le deseaba vivir feliz bajo tierra. Tres veces se le decía: “Que te encuentres bien.” Se añadía: “Que la tierra te sea ligera” [3]. ¡Tanto se creía que el ser iba a continuar viviendo bajo tierra y que conservaría el sentimiento del bienestar y del sufrimiento! Se escribía en la tumba que el hombre reposaba allí; expresión que ha sobrevivido a estas creencias, y que de siglo en siglo ha llegado hasta nosotros. Todavía la empleamos aunque nadie piense hoy que un ser inmortal repose en una tumba. Pero tan firmemente se creía en la antigüedad que un hombre vivía allí, que jamás se prescindía de enterrar con él los objetos de que, según se suponía, tenía necesidad: vestidos, vasos, armas [4]. Se derramaba vino sobre la tumba para calmar su sed; se depositaban alimentos para satisfacer su hambre [5]. Se degollaban caballos y esclavos en la creencia de que estos seres encerrados con el muerto le servirían en la tumba como le habían servido durante su vida [6]. Tras la toma de Troya, los griegos vuelven a su país; cada cual lleva su bella cautiva pero Aquiles que está bajo tierra, reclama también a su esclava y le dan a Polixena [7].
  
Un verso de Píndaro nos ha conservado un curioso vestigio de esos pensamientos de las antiguas generaciones. Frixos se vio obligado a salir de Grecia y huyó hasta Cólquida. En este país murió; pero, a pesar de muerto, quiso volver a Grecia. Se apareció pues a Pelias ordenándole que fuese a la Cólquida para transportar su alma. Sin duda esta alma sentía la añoranza del suelo de la patria, de la tumba familiar; pero ligada a los restos corporales, no podía separarse sin ellos de la Cólquida [8].
  
De esta creencia primitiva se derivó la necesidad de la sepultura. Para que el alma permaneciese en esta morada subterránea que le convenía para su segunda vida, era necesario que el cuerpo a que estaba ligada quedase recubierto de tierra. El alma que carecía de tumba no tenía morada. Vivía errante. En vano aspiraba al reposo, que debía anhelar tras las agitaciones y trabajos de esta vida; tenía que errar siempre, en forma de larva o fantasma, sin detenerse nunca, sin recibir jamás las ofrendas y los alimentos que le hacían falta. Desgraciada, se convertía pronto en malhechora. Atormentaba a los vivos, les enviaba enfermedades, les asolaba las cosechas, les espantaba con operaciones lúgubres para advertirles que diesen sepultura a su cuerpo y a ella misma. De aquí procede la creencia en los aparecidos [9]. La antigüedad entera estaba persuadida de que sin la sepultura el alma era miserable, y que por la sepultura adquiría la eterna felicidad. No con la ostentación del dolor quedaba realizada la ceremonia fúnebre, sino con el reposo y la dicha del muerto [10].
  
Adviértase bien que no bastaba con que el cuerpo se depositara en la tierra. También era preciso observar ritos tradicionales y pronunciar determinadas fórmulas. En Plauto se encuentra la historia de un aparecido [11]: es un alma forzosamente errante porque su cuerpo ha sido enterrado sin que se observasen los ritos. Suetonio refiere que enterrado el cuerpo de Calígula sin que se realizara la ceremonia fúnebre, su alma anduvo errante y se apareció a los vivos, hasta el día en que se decidieron a desenterrar el cuerpo y a darle sepultura según las reglas [12]. Estos dos ejemplos demuestran que efecto se atribuía a los ritos y a las fórmulas de la ceremonia fúnebre. Puesto que sin ellos las almas permanecían errantes y se aparecían a los vivos, es que por ellos se fijaban y encerraban en las tumbas. Y así como había fórmulas que poseían esta virtud, los antiguos tenían otras con la virtud contraria: la de evocar a las almas y hacerlas salir momentáneamente del sepulcro.
  
Puede verse en los escritores antiguos cuánto atormentaba al hombre el temor de que tras su muerte no se observasen los ritos. Era esta una fuente de agudas inquietudes [13].
  
Se temía menos a la muerte que a la privación de sepultura, ya que se trataba del reposo y de la felicidad eterna. No debemos de sorprendernos mucho al ver que, tras una victoria por mar, los atenienses hicieran perecer a sus generales que habían descuidado el enterrar a los muertos. Estos generales, discípulos de los filósofos, quizá diferenciaban el alma del cuerpo, y como no creían que la suerte de la una estuviese ligada a la suerte del otro, habían puesto que importaba muy poco que un cadáver se descompusiese en la tierra o en el agua. Por lo mismo no desafiaron la tempestad para cumplir la vana formalidad de recoger y enterrar a sus muertos. Pero la muchedumbre que, aun en Antenas, permanecía afecta a las viejas creencias, acusó de impiedad a sus generales y los hizo morir. Por su victoria salvaron a Atenas; por su negligencia perdieron millares de almas. Los padres de los muertos, pensando en el largo suplicio que aquellas almas iban a sufrir, se acercaron al tribunal vestidos de luto para exigir venganza [14].
  
En las ciudades antiguas la ley infligía a los grandes culpables un castigo reputado como terrible: la privación de sepultura [15]. Así se castigaba al alma misma y se le infligía un suplicio casi eterno.
   
Hay que observar que entre los antiguos se estableció otra opinión sobre la mansión de los muertos. Se figuraron una región, también subterránea, pero infinitamente mayor que la tumba, donde todas las almas, lejos de su cuerpo, vivían juntas, y donde se les aplicaban penas y recompensas, según la conducta que el hombre había observado durante su existencia. Pero los ritos de la sepultura, tales como los hemos descrito, están en manifiesto desacuerdo con esas creencias: prueba cierta de que en la época en que se establecieron esos ritos, aún no se creía en el Tártaro u en los Campos Elíseos. La primera opinión de esas antiguas generaciones fue que el ser humano vivía en la tuba, que el alma no se separaba del cuerpo, y que permanecía fija en esa parte del suelo donde los huesos estaban enterrados. Por otra parte, el hombre no tenía que rendir ninguna cuenta de su vida anterior. Una vez en la tumba, no tenía que esperar recompensas ni suplicios. Opinión tosca, indudablemente, pero que es la infancia de la noción de una vida futura.
   
El ser que vivía bajo tierra no estaba lo bastante emancipado de la humanidad como para no tener necesidad de alimento. Así, en ciertos días del año se llevaba comida a cada tumba [16].
  
Ovidio y Virgilio nos han dejado la descripción de esta ceremonia, cuyo empleo se había conservado intacto hasta su época, aunque las creencias ya se hubiesen transformado. Dícennos que se rodeaba la tumba de grandes guirnaldas de hierba y flores, que se depositaban tortas, frutas, sal, y que se derramaba leche, vino y a veces sangre de víctimas [17].
  
Nos equivocaríamos grandemente si creyéramos que esta comida fúnebre sólo era una especie de conmemoración. El alimento que la familia llevaba era realmente para el muerto, para él exclusivamente. Prueba esto que la leche y el vino se derramaban sobre la tierra de la tumba; que se abría un agujero para que los alimentos sólidos llegasen hasta el muerto; que, si se inmolaba una víctima, toda la carne se quemaba para que ningún vivo participase de ella; que se pronunciaban ciertas fórmulas consagradas para invitar al muerto a comer y beber; que si la familia entera asistía a esta comida, no por eso tocaba los alimentos; que, en fin, al retirarse, se tenía gran cuidado de dejar una poca de leche y algunas tortas en los vasos, y que era gran impiedad en un vivo tocar esta pequeña provisión destinada a las necesidades del muerto.
  
Estas antiguas creencias perduraron mucho tiempo y su expresión se encuentra todavía en los grandes escritores de Grecia. “Sobre la tierra de la tumba, dice Ifigenia en Eurípides, derramo la leche, la miel, el vino, pues con esto se alegran los muertos” [18]. “Hijo de Peleo, dice Neptolemo, recibe el brebaje grato a los muertos; ven y bebe de esta sangre” [19]. Electra vierte las libaciones y dice: “El brebaje ha penetrado en la tierra, mi padre lo ha recibido” [20]. Véase la oración de Orestes a su padre muerto: “¡Oh, padre mío, si vivo, recibirás ricos banquetes; pero si muero, no tendrás tu parte en las comidas humeantes de que los muertos se nutren!” [21]. Las burlas de Luciano atestiguan que estas costumbres aún duraban en su tiempo: “Piensan los hombres que las almas vienen de lo profundo por la comida que se les trae, que se regalan con el humo de las viandas y que beben el vino derramado sobre la fosa” [22]. Entre los griegos había ante cada tumba un emplazamiento destinado a la inmolación de las víctimas y a la cocción de su carne [23]. La tumba romana también tenía su culina, especie de cocina de un género particular y para el exclusivo uso de los muertos [24]. Cuenta Plutarco que tras la batalla de Platea los guerreros muertos fueron enterrados en el lugar de combate, y los plateos se comprometieron a ofrecerles cada año el banquete fúnebre. En consecuencia, en el día del aniversario, se dirigían en gran procesión, conducidos por sus primeros magistrados, al otero donde reposaban los muertos. Ofrecíanles leche, vino, aceite, perfumes y les inmolaban una víctima. Cuando los alimentos estaban ya sobre la tumba, los plateos pronunciaban una fórmula invocando a los muertos para que acudiesen a esta comida. Todavía se celebraba esta ceremonia en tiempo de Plutarco, que pudo ver el 600º aniversario [25]. Luciano nos dice cuál es la opinión que ha engendrado todos esos usos: “Los muertos, escribe, se nutren de los alimentos que colocamos en su tumba y beben el vino que sobre ella derramamos; de modo que un muerto al que nada se ofrece está condenado a hambre perpetua” [26].
   
He ahí creencias muy antiguas y que nos parecen bien falsas y ridículas. Sin embargo, han ejercido su imperio sobre el hombre durante gran número de generaciones. Han gobernado las almas, y muy pronto veremos que han regido las sociedades, y que la mayor parte de las instituciones domésticas y sociales de los antiguos emanan de esa fuente.
  
CAPITULO II
EL CULTO DE LOS MUERTOS
  
Estas creencias dieron muy pronto lugar a reglas de conducta. Puesto que el muerto tenía necesidad de alimento y bebida, se concibió que era un deber de los vivos el satisfacer esta necesidad. El cuidado de llevar a los muertos los alimentos no se abandonó al capricho o a los sentimientos variables de los hombres: fue obligatorio. Así se instituyó toda una religión de la muerte, cuyos dogmas han podido extinguirse muy pronto, pero cuyos ritos han durado hasta el triunfo del cristianismo.
   
Los muertos pasaban por seres sagrados [27]. Los antiguos les otorgaban los más respetuosos epítetos que podían encontrar: llamábanles buenos, santos, bienaventurados [28]. Para ellos tenían toda la veneración que el hombre puede sentir por la divinidad que ama o teme. En su pensamiento cada muerto era un dios [29].
   
Esta especie de apoteosis no era el privilegio de los grandes hombres; no se hacía distinción entre los muertos. Cicerón dice: “Nuestros antepasados han querido que los hombres que habían salido de esta vida se contasen en el número de los dioses” [30]. Ni siquiera era necesario haber sido un hombre virtuoso; el malo se convertía en dios como el hombre de bien: sólo que en esta segunda existencia conservaba todas las malas tendencias que había tenido en la primera [31].
  
Los griegos daban de buen grado a los muertos el nombre de dioses subterráneos. En Esquilo, un hijo invoca así a su padre muerto: “¡Oh tú, que eres un dios bajo tierra!”. Eurípides dice, hablando de Alcestes: “Cerca de su tumba el viajero se detendrá para decir: Ésta es ahora una divinidad bienaventurada” [32]. Los romanos daban a los muertos el nombre de dioses manes. “Dad a los dioses manes lo que les es debido, dice Cicerón; son hombres que han dejado la vida; tenedles por seres divinos” [33].
   
Las tumbas eran los templos de estas divinidades. Por eso ostentaban la inscripción sacramental Dis Manibus, y en griego θεοῖς χθόνιοι. Significaba esto que el dios vivía allí enterrado, Manesque Sepulti dice Virgilio [34]. Ante la tumba había un altar para los sacrificios, como ante los templos de los dioses [35].
   
Este culto de los muertos se encuentra entre los helenos, entre los latinos, entre los sabinos [36], entre los etruscos; se le encuentra también entre los arios de la India. Los himnos del Rig Veda hacen de él mención. El libro de las leyes de Manú habla de ese culto como del más antiguo que los hombres hayan profesado. En este libro se advierte ya que la idea de la metempsicosis, subsiste viva e indestructible la religión de las almas de los antepasados, obligando al redactor de las Leyes de Manú a contar con ella y a mantener sus prescripciones en el libro sagrado. No es la menor singularidad de este libro tan extraño el haber conservado las reglas referentes a esas antiguas creencias, si se tiene en cuenta que evidentemente fue redactado en una época en que dominaban creencias del todo opuestas. Esto prueba que si se necesita mucho tiempo para que las creencias humanas se transformen, se necesita todavía más para que las prácticas exteriores y las leyes se modifiquen. Aún ahora, pasados tantos siglos y revoluciones, los indos siguen tributando sus ofrendas a los antepasados. Estas ideas y estos ritos son lo que hay de más antiguo en la raza indoeuropea, y son también lo que hay de más persistente.
  
Este culto era en la India el mismo que en Grecia e Italia. El indo debía suministrar a los manes la comida llamada sraddha. “Que el jefe de la casa haga el sraddha con arroz, leche, raíces, frutas, para atraer sobre sí la benevolencia de los manes”. El indo creía que en el momento de ofrecer esta comida fúnebre, los manes de los antepasados venían a sentarse a su lado y tomaban el alimento que se les presentaba. También creía que este banquete comunicaba a los muertos gran regocijo: “Cuando el sraddha se hace según los ritos, los antepasados del que ofrece la comida experimentan una satisfacción inalterable” [37].
   
Así, los arios de Oriente pensaron, en un principio, igual que los de Occidente a propósito del misterio del destino tras la muerte. Antes de creer en la metempsicosis que presuponía una distinción absoluta entre el alma y el cuerpo, creyeron en la existencia vaga e indecisa del ser humano, invisible pero no inmaterial, que reclamaba de los mortales alimento y bebida.
   
El indo, cual el griego, consideraba a los muertos como seres divinos que gozaban de una existencia bienaventurada. Pero existía una condición para su felicidad: era necesario que las ofrendas se les tributasen regularmente por los vivos. Si se dejaba de ofrecer el sraddha a un muerto, el alma huía de su apacible mansión y se convertía en alma errante que atormentaba a los vivos; de suerte que si los manes eran verdaderamente dioses, sólo lo eran mientras los vivos les honraban con su culto [38].
   
Los griegos y romanos profesaban exactamente las mismas opiniones. Si se cesaba de ofrecer a los muertos la comida fúnebre, los muertos salían en seguida de sus tumbas; sombras errantes, se les oía gemir en la noche silenciosa, acusando a los vivos de su negligencia impía; procuraban castigarles, y les enviaban enfermedades o herían el suelo de esterilidad. En fin, no dejaban ningún reposo a los vivos hasta el día en que se reanudaban las comidas fúnebres [39]. El sacrificio, la ofrenda del sustento y la libación, los hacían volver a la tumba y les devolvían el reposo y los atributos divinos. El hombre quedaba entonces en paz con ellos [40]
   
Si el muerto al que se olvidaba era un ser malhechor, aquél al que se honraba era un dios tutelar, que amaba a los que le ofrecían el sustento. Para protegerlos seguía tomando parte en los negocios humanos, y en ellos desempeñaba frecuentemente su papel. Aunque muerto, sabía ser fuerte y activo. Se le imploraba; se solicitaban su ayuda y sus favores. Cuando pasaba ante una tumba, el caminante se paraba y decía: “¡Tú, que eres un dios bajo tierra, seme propicio!” [41].
  
Puede juzgarse de la influencia que los antiguos atribuían a los muertos por esta súplica que Electra dirige a los manes de su padre: “¡Ten piedad de mi y de mi hermano Orestes; hazle volver a este país; oye mi ruego, oh padre mío, atiende mis votos al recibir mis libaciones!”. Estos dioses poderosos no sólo otorgan los bienes materiales, pues Electra añade: “Dame un corazón más casto que el de mi madre, y manos más puras” [42]. También el indo pide a los manes “que se acreciente en su familia el número de los hombres de bien, y que haya mucho para dar”.
  
Estas almas humanas, divinizadas por la muerte, eran lo que los griegos llamaban demonios o héroes [43]. Los latinos les dieron el nombre de Lares, Manes [44], Genios. “Nuestros antepasados, dice Apuleyo, han creído que cuando los manes eran malhechores debía de llamárseles larvas, y los denominaban lares cuando eran benévolos y propicios” [45]. En otra parte se lee: “Genio y lar son el mismo ser; así lo han creído nuestros antepasados” [46], y en Cicerón: “Lo que los griegos llamaban demonios, nosotros los denominamos lares” [47].
  
Esta religión de los muertos parece ser la más antigua que haya existido entre esta raza de hombres. Antes de concebir y de adorar a Indra o a Zeus, el hombre adoró a los muertos; tuvo miedo de ellos y les dirigió sus preces. Por ahí parece que ha comenzado el sentimiento religioso. Quizá en presencia de la muerte ha sentido el hombre por primera vez la idea de lo sobrenatural y ha querido esperar en algo más allá de lo que veía. La muerte fue el primer misterio, y puso al hombre en el camino de los demás misterios. Le hizo elevar su pensamiento de lo visible o lo invisible, de lo transitorio a lo eterno, de lo humano a lo divino.

  
CONCLUSIÓN
  
El culto católico a los muertos nada tiene que ver con ofrendas de comidas, sino con sufragios u obras buenas que se procuren para la pronta liberación de las penas del Purgatorio, como misas, rosarios, oraciones, indulgencias parciales o plenarias, sacrificios y limosnas. No hay que caer en un sincretismo religioso (mezcla de catolicismo con paganismo) bajo apariencia de piedad religiosa.
  
Orizaba, 2 de noviembre de 2007.
Festividad de los Fieles Difuntos
Basilio Méramo Pbro.
   
NOTAS
[1] Sub terra censebat reliquam vitam agi mortuorum. Cicerón. Tusculanas, 1, 16. Era tan fuerte esta creencia, añade Cicerón, que, aun cuando se estableció el uso de quemar los cuerpos, se continuaba creyendo que los muertos vivían bajo tierra. -V. Eurípides, Alcestes, 163; Hécuba, passim.
[2] Virgilio, En., III, 67: animamque sepulcro condimus. Ovidio, Fastos, V, 451: tumulo fraternas condidit umbras. Plinio, Epístolas VII, 27: manes riti conditi. La descripción de Virgilio se refiere al uso de los cenotafios: admitíase que cuando no se podía encontrar el cuerpo de un pariente se le hiciera una ceremonia que reprodujese exactamente todos los ritos de la sepultura, creyendo así encerrar, a falta del cuerpo, el alma en la tumba. Eurípides, Helena, 1061, 1240. Escoliasta ad Píndaro, Píticas, IV, 284. Virgilio, VI, 505; XII, 214.
[3] Iliada, XXIII, 221. Eurípides, Alcestes. 479: Pausanias, II, 7, 2. -Ave atque vale. Cátulo, C. 10. Servio, ad Eneida, II, 640; III, 68; XI, 97. Ovidio, Fastos, IV, 852; Metamorfosis, X, 62. Sit tibi terra levis; tenuem et sine pondere terram; Juvenal VII, 207; Marcial, I, 89: V, 35; IX, 30.
[4] Eurípides, Alcestes, 637, 638; Orestes, 1416-1418. Virgilio, Eneida, VI, 221; XI, 191-196. La antigua costumbre de llevar dones a los muertos está atestiguada para Atenas por Tucídides, II, 34. La ley de Solón prohibía enterrar con el muerto más de tres trajes (Plutarco, Solón, 21). Luciano también habla de esta costumbre. “¡Cuántos vestidos y adornos no se han quemado o enterrado con los muertos como si hubiesen de servirles bajo tierra!”. También en los funerales de César, en época de gran superstición, se observó la antigua costumbre: se arrojó a la pira los munera, vestidos, armas, alhajas (Suetonio, César, 84). V. Tácito, Anales, III, 3.
[5] Eurípides, Ifigenia en Táuride, 163. Virgilio, Eneida, V, 76-80; VI, 225.
[6] Iliada, XXI. 27-28; XXIII, 164-176. Virgilio, Eneida, X, 519-520; XI, 80-84, 197. Idéntica costumbre en la Galia. César, Guerra de las Galias, V, 17.
[7] Eurípides, Hécuba, 40-41; 107-113; 637-638.
[8] Píndaro, Pitícas, IV. 284 edic. Heyne. V. el Escoliasta.
[9] Cicerón, Tusculanas, I, 16. Eurípides, Troyanas, 1085. Herodoto, V. 92. Virgilio, VI, 371, 379. Horacio, Odas, I, 23. Ovidio, Fastos, V, 483. Plinio, Epístolas, VII, 27. Suetonio, Calígula, 59. Servio, ad Ænéida, III, 68.
[10] Iliada, XXII, 358; Odisea, XI, 73.
[11] Plauto, Mostellaria, III, 2.
[12] Suetonio, Calígula, 59; Satis constat, priusquam id fieret, hortorum custodes umbris inquietatos... nullam noctem sine aliquo terrore transactam.
[13] Véase en la Iliada, XXII, 338-344. Héctor ruega a su vencedor que no le prive de la sepultura: “Yo te suplico por tus rodillas, por tu vida, por tus padres, que no entregues mi cuerpo a los perros que vagan cerca de los barcos griegos; acepta el oro que mi padre te ofrecerá en abundancia y devuélvele mi cuerpo para que los troyanos y troyanas me ofrezcan mi parte en los honores de la pira”. Lo mismo en Sófocles: Antígona afronta la muerte “para que su hermano no quede sin sepultura” (Sófocles, Antígona, 467). El mismo sentimiento está significado en Virgilio, IX, 213: Horacio, Odas, I, 18. v. 24-36. Ovidio, Heroidas, X, 119-123; Tristes, III, 3, 45.- Lo mismo en las imprecaciones: lo que se deseaba de más horrible para un enemigo era que muriese sin sepultura. (Virgilio, Eneida, IV, 620).
[14] Jenofonte, Helénicas, I, 7.
[15] Esquilo, Los Siete contra Tebas, 1013. Sófocles, Antígona, 198. Eurípides, Fenicias, 1627-1632. V. Lisias, Epitafios, 7-9. Todas las ciudades antiguas añadían al suplicio de los grandes criminales la privación de la sepultura.
[16] Esto se llamaba en latín inferias ferre, parentare, ferre solomnia. Cicerón, De legibus, II, 21: majores nostri mortuis parentari voluerunt. Lucrecio, III, 52: Parentant et nigras mactant pecudes et Manibus divis inferias mittunt. Virgilio, Eneida, VI, 380: tumulo solemnia mittent; IX, 214: Absenti ferat inferias decoretque sepulcro. Ovidio, Amor, I, 13, 3: annua solemni cæde parentat avis. Estas ofrendas, a que los muertos tenían derecho, se llamaban Manium jura. Cicerón, De legibus, II, 21. Cicerón hace alusión a ellas en el Pro Fracco, 38, y en la primera Filípica, 6. Estos usos aún se observaban en tiempo de Tácito (Historia, II, 95); Tertuliano los combate como si en su tiempo conservasen pleno vigor: Defunctis parentant, quos escam desiderate præsumant (De resurrectióne carnis, I): Defunctos vocas securos, si quando extra portam cum obsoniis et matteis parentans ad busta recedis (De testimónio ánimæ, 4).
[17] Solemnes tum forte dapes et tristia dona
Lilabat cineri Andromache manesque vocabat
Hectoreum ad tumulum.
(Virgilio, Eneida, III, 301-303).
-Hie duo rite mero libans carchesia Baccho,
Fundit humi, duo lacte novo, duo sanguine sacro
Purpureisque jacit flores ac talia fatur:
Salve, sancte parens, animæque umbræque paternæ
(Virgilio, Eneida, V, 77-81).
Est honor et tumulis animas placate paternas...
Et sparsæ fruges parcaque mica salis
inque mero mollita ceres violæque solutæ.
(Ovidio, Fastos, II, 535-542).
[18] Eurípides, Ifigenia en Táuride, 157-163.
[19] Eurípides, Hécuba, 536. Electra, 505 y sig.
[20] Esquilo, Coéforas, 162.
[21] Esquilo, Coéforas, 482-484.-En los Persas, Esquilo presta a Atosa las ideas de los griegos: “Llevo a mi esposo estos sustentos que regocijan a los muertos, leche, miel dorada, el fruto de la viña; evoquemos el alma de Darío y derramemos estos brebajes que la tierra beberá, y que llegarán hasta los dioses de lo profundo.” (Persas, 610-620). Cuando las víctimas se habían ofrecido a las divinidades del cielo, los mortales comían la carne; pero cuando se ofrecía a los muertos, se quemaba íntegramente (Pausanías, II, 10).
[22] Luciano, Carón, c. 22; Ovidio, Fastos, 566: possito pascitur umbra cibo.
[23] Luciano, Carón, c. 22: “Abren fosas cerca de las tumbas y en ellas cuecen la comida de los muertos”.
[24] Festo, V, culina: culina vocatur locus in quo epulæ in funere comburuntur.
[25] Plutarco, Arístides, 21.
[26] Luciano, De luctu, c. 9.
[27] Plutarco, Solón, 21.
[28] Aristóteles, citado por Plutarco, Cuestiones romanas, 52; Cuestiones griegas 5. Esquilo, Coéforas, 475.
[29] Eurípides, Fenicias, 1321. Esquilo, Coéforas, 475: “¡Oh bienaventurados que moráis bajo la tierra, escuchad mi invocación, venid en socorro de vuestros hijos y concededles la victoria!”. En virtud de esta idea, llama Eneas a su difunto padre Sancte Parens, divinus parens; Virgilio, Eneida, V, 80; V. 47. Plutarco, Cuestiones romanas 14.- Cornelio Nepote, fragmentos, XII: parentabis mihi et invocabis deum parentem.
[30] Cicerón, De legibus, II, 22.
[31] San Agustín, Ciudad de Dios, VIII, 26; IX, 11.
[32] Eurípides, Alcestes, 1015.
[33] Cicerón, De legibus, II, 9. Varrón, en San Agustín, Ciudad de Dios, VIII, 26.
[34] Virgilio, Eneida, IV, 34.
[35] Eurípides, Troyanas, 96; Electra, 505-510.- Virgilio, Eneida, VI, 177; Aramque sepulcri; III, 63: Stant Manibus aræ; III, 305: Et geminas cuasam lacrymis, sacraverat aras; V, 48: Divini ossa parentis condidimus terra mœtasque sacravimus aras. El gramático Nonio Marcelo dice que el sepulcro se llamaba templo entre los antiguos, y en efecto, Virgilio emplea la palabra templum para designar la tumba o cenotafio que Dido erigió a su esposo (Eneida, IV, 457). Plutarco, Cuestiones romanas, 14. Sigió llamándose ara la piedra erigida sobre la tumba (Suetonio, Nerón, 50). Esta palabra se emplea en las inscripciones funerarias. Orelli, núms. 4521, 4522, 4826.
[36] Varrón, De lingua latina, V, 74.
[37] Leyes de Manú, I, 95; III, 82. 122, 127, 146, 189, 274.
[38] Este culto tributado a los muertos se expresaba en griego por las palabras ἐναγίζω, ἐναγισμός.  Póllux, VIII, 91; Herodoto, I, 167; Plutarco, Arístides, 21; Catón, 15; Pausanias, IX, 13, 3. La palabra ἐναγίζω se decía de los sacrificios ofrecidos a los muertos, θύω de los que se ofrecían a los dioses del cielo; esta diferencia está bien indicada por Pausanias, II, 10, 1, y por el Escoliasta de Eurípides, Fenicias, 281. V. Plutarco, Cuestiones romanas, 34: χοάς καὶ έναγισμούς τοίς τεθνηκόσι… χοάς καὶ εναγισμὸν φέρουσιν ἐπὶ τὸν τάφον.
[39] Véase en Herodoto, I, 167, la historia de las almas de los focenses que trastornan una comarca entera hasta que se les consagra un aniversario; hay otras historias análogas en Herodoto y en Pausanias VI, 6, 7. Lo mismo en Esquilo: Clitemnestra, advertida de que los manes de Agamemnón están irritados contra ella, se apresura a depositar alimentos sobre su tumba. Véase también la leyenda romana que cuenta Ovidio, Fastos, II, 549-556: “Un día se olvidó del deber de los parentalia y las almas salieron entonces de las tumbas y se les oyó correr dando alaridos por las calles de la ciudad y por los campos del Lacio hasta que volvieron a ofrecérseles los sacrificios sobre las tumbas”. Véase también la historia que refiere Plinio el Joven, VII, 27.
[40] Ovidio, Fastos, II, 518: Animas placate paternas. Virgilio, Eneida, VI, 579: Ossa piabunt et statuent tumulum et tumulo solemnia mittent. Compárese el griego ἱλάσκομαι (Pausanias, VI, 6, 8). Tito Livio, I, 20: Justa funebria placandosque manes.
[41] Eurípides, Alcestes, 1004 (1016). “Créese que si no prestamos atención a estos muertos y si descuidamos su culto, nos hacen mal, y que, al contrario, nos hacen bien si nos los volvemos propicios con nuestras ofrendas”. Porfirio, De abstinéntia, II, 37. V. Horacio, Odas, II, 23; Platón, Leyes, IX, págs. 926, 927.
[42] Esquilo, Coéforas, 122-145.
[43] Es posible que el sentido primitivo de ἥρως haya sido el de hombre muerto. La lengua de las inscripciones, que es la vulgar y al mismo tiempo la que mejor conserva el sentido antiguo de las palabras, emplea a veces ἥρως con la simple significación que damos a la palabra difunto: ἥρως χρἥστε, χαίρε, Bœck, Corpus inscriptiónum græcárum, números 1629, 1723, 1781, 1782, 1784, 1786, 1789, 3398; Ph. Lebas, Monumento de Morea, pág 205. Véase Teognis, ed. Welcker, v. 513, y Pausanias, VI, 6, 9. Los tebanos poseían una antigua expresión para significar morir, ἥρωοα γίνεσθαι (Aristóteles, fragmentos, edic. Heitz, tomo IV, pág 260. Véase Plutarco, Proverb. quibus Alex. usi sunt, cap. 47). Los griegos daban también al alma de un muerto el nombre de δαίμων. Eurípides, Alcestes, 1140, y el Escoliasta. Esquilo, Persas, 620, δαίμονα Δαρεῖον. Pausanias, VI, 6, δαίμων ἀνθρώπων.
[44] Manes Virginiæ (Tito Livio, III, 58). Manes conjugis (Virgilio, VI, 119). Patris Anchisæ Manes (Id., X, 534). Manes Hectoris (Id. III, 303). Dis Manibus Martialis, Dis Manibus Acutiæ (Orelli, núms. 4440, 4441, 4447, 4459, etc.). Valerii deos manes (Tito Livio, III, 19).
[45] Apuleyo, De Deo Socratis. Servio, ad Æneida, III, 63.
[46] Censorino, De die Natali, 3.
[47] Cicerón, Timeo, 11. Dionisio de Halicarnaso tradujo Lar familiaris por ὁ κατ’ οἰκίαν ἥρως (Antigüedades romanas, IV, 2).

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