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domingo, 25 de diciembre de 2016

VATICANO II, EL CONCILIO ANTIESPAÑOL O LA VENGANZA DE LOS REPUBLIQUETOS

Se cumplen 55 años de la convocatoria de Roncalli/Juan XXIII bis al Vaticano II. Concilio concluido por Montini/Pablo VI el 8 de diciembre de 1965. Angelo Giuseppe Roncalli Marzolla, el antipapa Juan XXIII bis (ya hubo un Juan XXIII antes que él, Baltasare Cossa), tenía 77 años al ser electo el 28 de octubre de 1958. Tres meses después, convocó a un concilio único en la historia: borró de un plumazo el Syllabus del Bienaventurado Pío IX bajo la consigna del aggiornamento (puesta al día), y silenció con la Östpolitik el apelo de Nuestra Señora de Fátima a la condena del comunismo. Y aunque murió el 3 de junio de 1963 sin verlo desarrollado, Giovanni Battista Montini Alghisi, devenido Pablo VI, cabeza visible del sector progresista entre los obispos, asesorado por teólogos como el dominico Yves Congar, el jesuita Karl Rahner y los jovencísimos sacerdotes Joseph Ratzinger Tauber y Hans Küng, logró imponerse frente a las resistencias del cardenal Alfredo Ottaviani, prefecto del Santo Oficio, de un Cœtus Internationális Patrum con liderato de Marcel Lefebvre y Antônio de Castro-Mayer, y separando del aula conciliar a Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc, el desterrado arzobispo de Hue (Vietnam), al cual Montini hizo derrocar en favor de Philippe Nguyên-Kim-Diên, más acepto al modernismo.
   
Casi nadie sabe que el Concilio fue el acta de defunción del nacionalcatolicismo, es decir, la consideración de la Iglesia romana por el Caudillo como “sociedad perfecta” y única religión del Estado, definida así por el Concordato de 1953. En España, la convocatoria del Vaticano II causó disgusto entre la jerarquía nacionalcatólica, y con justa razón, pues se sabía que era la oportunidad de la izquierda republiqueta y separatista (de la cual muchos clérigos se inficionaron) para revanchas. Máxime si se tiene en cuenta que Roncalli (con ancestros en la mancomunidad navarra del valle del Roncal, que en años de la República fue socialista y peneuvista), cuando fue nombrado nuncio del Vaticano, se había relacionado con los republiquetos exiliados en París, y desdeñaba el término “Cruzada” para referirse a la Guerra Civil; y que Montini, hijo de una maestra judía y un diputado del democristiano Partido Popular italiano -que tuvo el descaro de albergar a terroristas socialistas perseguidos judicialmente por el Duce Mussolini-, odiaba personalmente a Francisco Franco (de ahí que el Gobierno les presentaba como peligrosos compañeros de viaje del comunismo, y en los diarios Pueblo -de la Organización Sindical- y Arriba -del Movimiento Nacional-, a Montini le calificaron de “Tontini”).
 
La cuota hispánica dentro del Vaticano II constaba de seis cardenales (entre ellos el Arzobispo Primado de Toledo, Enrique Plá y Deniel), un patriarca (Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá y último Patriarca de las Indias Occidentales), 10 arzobispos y 69 obispos, muchos por encima de los 80 años de edad, que tenían convicción de tener una misión nacional, como en Trento: defender la Inmaculada Iglesia Católica mediante la condena solemne del comunismo y la intensificación de la devoción a la Bienaventurada Virgen María. Pero debieron apurar el cáliz de amargura al encontrar el desprecio de muchos de sus colegas o, mínimo, la curiosidad infantil ante “la Rusia de Stalin pero con muchos curas”, como era tenida la España de postguerra a raíz del inusitado aumento de vocaciones sacerdotales que hubo en la nación luego de la represión antitea de Azaña, Negrín, Aguirre, Largo Caballero y Companys, entre otros. Yves Congar redactó en su diario que el odio al nacionalcatolicismo era tal que “cuando los obispos españoles intervenían en el aula conciliar, los padres conciliares aprovechaban para salir al baño”, porque a él le parecía execrable que “vendiesen la figura de un dictador como el gran salvador del Cristianismo” (así escribió Congar).
 
La mayoría de los obispos españoles execró los cambios modernistas del Concilio, lo que les valió de Rahner que los llamase “monofisistas papales que nos consideran a nosotros (los partidarios de una reforma) como nestorianos episcopalistas” porque “piensan que solo venimos a abolir el Vaticano I”. El arzobispo José María Cirarda, emérito de Pamplona, cuenta en sus memorias que el día antes de la clausura, cuando iba a votarse el Esquema XIII (que sería el documento Dignitátis Humánæ), el obispo de Canarias, Antonio Pildain y Zapiain, le confesó, pálido, que estaba rezando para que Dios interviniese a fin de impedir la aprobación de dicha declaración. Cirarda le inquirió ¿Cómo podrá hacer Dios tal cosa?, a lo cual Pildain contestó: «Útinam ruat cúppula Santi Petri super nos» (tan solo si la cúpula de San Pedro colapsase sobre nosotros). En unas anotaciones sobre el Esquema XIII (cuya traducción mandó pedir por medio de su embajador en la Santa Sede) advirtióles Franco, con apocalíptica lucidez, sobre las calamidades que ocasionaría a España la libertad religiosa y la concepción gnóstica de la dignidad humana, además del carácter inasumible de la separación Estado-Iglesia que Roncalli y Montini tanto querían. Memorable en este sentido es la intervención del Arzobispo Castrense, Mons. Luis Alonso Muñoyerro:
«España disfruta de la unidad católica desde el siglo VII, desde el rey Recaredo. Por la fuerza de esta unidad, la religión católica está en 22 repúblicas de América y en Filipinas. A ella es deben las victorias sobre los mahometanos en España y Lepanto. Y en nuestros tiempos, una gran victoria contra el comunismo».
Al ser votada la declaración (la votación individual de este texto el 19 de noviembre tuvo un resultado de 1.954 votos positivos contra 249 negativos y 13 nulos. La votación del 7 de diciembre a todos los textos fue de 2.308 “placet”, 70 “non placet” y ocho nulos), los obispos españoles escribieron a Montini diciendo: «Si éste prospera en el sentido en que ha sido hasta ahora orientado, al terminar las tareas conciliares los obispos españoles volveremos a nuestras sedes desautorizados por el concilio y con la autoridad mermada ante los fieles». Y si bien ellos prometían sumisión y defender al Vicario de Cristo (que identificaban como Pablo VI), no aseguraban lo mismo para los fieles:
«No podemos asegurar, en cambio, con tanta firmeza que esta misma sea la reacción de todos los católicos españoles, sobre todo de algunos de los que han dedicado sus mejores esfuerzos a los asuntos públicos. Estarán más o menos acertados en sus posturas acerca de problemas siempre contingentes, pero es indudable que en momentos en que la profesión de la fe católica exigía heroísmos, no vacilaron en mantener una actitud de constante defensa de la Iglesia. Ellos saben perfectamente que la orientación del Estado en lo relacionado con las materias que ahora se discuten fue exigencia de la Santa Sede; saben también que la fidelidad a esas directrices ha costado a España incomprensiones y animosidad internacionales y daños perceptibles incluso de orden material. El habérsele negado muchas ayudas económicas exteriores, precisamente en el momento en que su economía quebrantada por la guerra las necesitaba con urgencia, tuvo ésta como una de sus causas más decisivas... Mucho es de temer que si ven que se condena doctrinalmente por el Concilio una actitud y una norma de conducta que les fue impuesta por la Iglesia, se produzcan hondos sentimientos de desconfianza y hasta acaso de resentimiento contra la Sede Apostólica, que no superarán fácilmente en algunos sectores».
Pero como en todo buen trigo hay cizaña, ese rol lo tuvo Vicente Enrique y Tarancón, entonces obispo de Solsona, y protegido de un Montini que, por puro odio al Caudillo, le nombraría arzobispo de Toledo en 1969. Tarancón se alió con el bando modernista durante el Concilio, y logró imponerse a sus hermanos mitrados, piadosos y convencidos de la Verdad sí, pero mal organizados (tanto que les tocó defenderse como francotiradores, a falta de un liderazgo propio y fuerte –Pla y Deniel tenía 88 años, y Ejio y Garay murió en 1963–). Sumado a ello el impío y sedicioso obispo de Calahorra-La Calzada, Fidel García Martínez, al que le pareció indiferente la República atea, y vio en el Concilio la oportunidad de vengarse de quienes expusieron a la luz pública su mala conducta (García era amante de fiestas en los hoteles de lujo de Barcelona, cabarés y salas de fiestas; y que igual aparecía en la Feria de Sevilla que en París, siempre rodeado de bellas mujeres). La derrota para los obispos españoles, como para el Cœtus, era inevitable. Sólo había una explicación para la derrota: los hijos del Mundo son más astutos que los de la Luz, o más verídicamente: LA CONJURA JUDEOMASÓNICO-COMUNISTA INTERNACIONAL CONTRA LA IGLESIA CATÓLICA SE HABÍA ENTRONIZADO EN LA CÁTEDRA PETRINA. 
 
Y aún posteriormente, el odio de Montini contra la España Católica no cesó: Cuando en 1969 se aprobó la Nueva Misa, Jean Guitton, a pesar de su íntima amistad con Montini, nada más obtuvo un “Eso jamás” de éste cuando pidió conservar el Rito Romano Tradicional para la Francia. Pero a los españoles les fue peor: Mosén Joseph Bachs y Mosén Joseph Mariné, representantes de los cerca de 6000 sacerdotes integrantes de la Hermandad Sacerdotal Española de San Antonio María Claret (que tenían aún el recuerdo de las improvisaciones litúrgicas que se presentaron en las zonas controladas por el bando republicano durante la Guerra), que enviaron sendas cartas a Montini el 5 de noviembre y el 11 de diciembre, sin recibir contestación (la última carta era en respuesta a Aníbal Bugnini, que declaró groseramente que existía la posibilidad de una excepción, privilegio o indulto a favor de aquellos sacerdotes cuya edad o salud les privara de condiciones físicas necesarias para adaptarse a la nueva misa). Bachs y Mariné le replican que lo que le falta a los sacerdotes españoles es la capacidad moral, intelectual y espiritual para aceptar una Liturgia que al decir del hermano Max Thurian de Taizé, “hacía teológicamente posible que las comunidades no católicas pudieran celebrar la Santa Cena con las mismas plegarias que la Iglesia Católica. Y si con el Rito Romano era así, con el Rito Mozárabe (o de San Isidoro) la cosa pintaba peor: Muchos en la Primada Toledana querían abolirlo, y actualmente solo se celebra en ella y otros lugares de España una versión que al mismo Cardenal Cisneros le causaría sumo desagrado de puro modernizada que está.
 
Es dable asegurar que los republiquetos anarco-comunistas masonazos anticlericales, los mismos que asesinaron curas, monjas y seglares con métodos de tortura que ni a Nerón se le hubieran ocurrido, quemaron iglesias, profanaron tumbas, fusilaron Cristos y Vírgenes en plaza pública, etc. (crímenes tan evidentes que el que quiera negarlos no es más que un maldito y estúpido demonio), se revistieron de sotana en el execrable deuterovaticano concilio para vengarse del hombre providencial que un 18 de Noviembre declaró la Cruzada por Dios y por la Patria. Y así mismo, es lamentable presenciar a unos individuos que se beneficiaron del respiro que dio la Cruzada para perseguir a la Iglesia. Que Dios NO LOS PERDONE. Y con más razón debemos rechazar el Vaticano II, no sólo porque es una demolición contra la Fe Católica, sino también porque representa una afrenta al orgullo nacional.

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