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domingo, 30 de abril de 2017

CONTRA LA OBSESIÓN APARICIONISTA

Tomado de RADIO CRISTIANDAD.
  
BRUMAS DEL “REVELACIONISMO” Y LUZ DE LA FE
(Revista Itinéraires, N° 181 - marzo de 1974)
 
Rvdo. Padre Roger-Thomas Calmel, O.P.
 
Llamo “revelacionismo” a una confianza desordenada en las revelaciones privadas; confianza que no está suficientemente aclarada y rectificada por la razón y por la fe.
   
La experiencia muestra que los cristianos afectados sea de “aparicionismo” sea de “revelacionismo” son gente difícil de curar.
   
Me gustaría, por lo menos, que su enfermedad no fuese demasiado contagiosa, y por eso escribo esta nota.
   
Ciertamente no censuro a estos hermanos en la fe por creer en lo maravilloso en el ámbito privado, ni a su papel indispensable en la Iglesia, pero sí por ponerlo prácticamente por encima de la Escritura y de la Tradición; además, por equiparar los hechos maravillosos más diferentes; por fin, por dejar desorbitar su propia vida interior por lo maravilloso, en lugar de colocarla bajo el imperio de las virtudes teologales, que son el verdadero centro de toda vida en Jesucristo.
   
Encontramos, pues, ciertos cristianos que atribuyen a revelaciones pueriles y extrañas, recibidas supuestamente por almas privilegiadas, exactamente el mismo crédito que a los mensajes de Lourdes, tan límpidos, tan sobrios, tan acordes con el dogma católico.
  
Y ¿qué decir de estos cristianos que, valiéndose de las visiones de esas famosas almas privilegiadas, están mejor informados sobre la Pasión del Señor de lo que lo están los mismos Evangelistas? Un autor [Michel Servant, N. del E.] nos colmaba hace poco de volantes de devoción sobre los dolores secretos de Nuestro Señor.
  
Esos volantes demuestran en la visionaria, por otra parte imposible de identificar, una imaginación perturbada, malsana, en una palabra desequilibrada. Además, el mismo autor se pone ahora a difundir una copiosa compilación, que se nos presenta alternativamente como una “enciclopedia del profetismo cristiano” y como “el libro del siglo”.
   
Apresuraos, dice el anuncio desplegable de seis páginas, apresuraos a adquirirlo en Saint-Germain-en-Laye, Francia”.
  
Apresuraos, tanto más cuanto que faltan cinco minutos para el medio día. Faltan cinco minutos para el medio día, tal es el título de la obra profética y enciclopédica que nos anuncia que “París pronto arderá como Sodoma y Gomorra, que las calamidades anunciadas culminarán con tres días de tinieblas y que, después de catástrofes de todo tipo, no quedará sino un cuarto de la humanidad e incluso, tal vez, menos”.
  
Esos castigos nada tienen de imposible, pero sería deseable que profetas y profetisas aportasen títulos suficientes para darles credibilidad. Para dar crédito a su propio mensaje, Santas tan eminentes como Juana o Bernadette no se dispensaron de hacerlo.
  
Y además, ¿será realmente conveniente mezclar en un prospecto los intereses comerciales y el sentido religioso; hacer un llamado al temor de Dios y al mismo tiempo poner en práctica las astucias de la publicidad?; pues se dice desconsideradamente que este libro es el “el libro del siglo… es necesario tenerlo a mano en todo momento… él ejerce en el lector una influencia calmante”. Todo esto no parece muy serio.
  
Pero combatir a los mercaderes de revelaciones no me apasiona ni siquiera un poco. Apartar los alimentos estropeados no es suficiente para alimentar a las almas. Busquemos más bien el alimento vivificante de las divinas Escrituras.
  
Y, dado que los revelacionistas nos hablan tanto de los juicios del Señor sobre la historia de los hombres, recordemos las enseñanzas de la Revelación tal como nos las relatan los textos inspirados. Recordemos también, sobre el mismo tema, la doctrina sólida de los Padres y de los doctores.
  
Creemos en el regreso del Señor: “Credo… in unum Dóminum Jesum Christum… et íterum ventúrus est cum glória judicáre vivos et mórtuos, cujus regni non erit finis”. Sin embargo, no nos quedamos petrificados sobre el día y la hora, pues no es misión del Señor dárnoslos a conocer (Mt. XXIV, 36).
  
Sabemos no solamente que vendrá, al final, un supremo anticristo sino también que, en el curso de la historia, habrá prefiguraciones del anticristo.
   
No solamente se dará la última apostasía general predicha en la segunda epístola a los Tesalonicenses (II Thess, II, 3-12), sino que, antes de eso, serán conocidas prefiguraciones de la apostasía.
  
No solamente en el fin de los fines la fe estará casi extinta y la caridad no estará viva salvo en un pequeño número, hasta tal punto la frialdad y el egoísmo habrán diseminado la muerte en el alma de los hombres, no solamente, pues, en el fin de la historia, la humanidad estará casi entera sin fe y sin amor, sino que también habrá en el curso de la historia prefiguraciones de ese oscurecimiento y de esta especie de extinción de la vida espiritual.
  
Sabemos, los cristianos siempre lo supieron, particularmente el Apóstol San Juan y desde San Agustín, que vendrá un último anticristo, pero que él tuvo precursores desde los tiempos apostólicos (I Jo. II, 18).
   
Sabemos que el Apocalipsis no es una cronología anticipada, sino una teología de la historia bajo la forma de símbolos que se repiten, se recapitulan, se explicitan mutuamente.
   
Sabemos que el capítulo XXIV de San Mateo, los capítulos XVII (última parte) y XXI de San Lucas no se refieren sólo y exclusivamente a dos generaciones: la generación contemporánea de la primera venida del Señor, aquella que vio la ruina del templo, y la última generación, aquella que verá el retorno glorioso de Jesucristo; sino que estos capítulos se dirigen también, bajo muchísimos aspectos, a las generaciones que se encuentran entre las dos.
   
El Señor juzgó dignas de su enseñanza infalible, acerca de los juicios que dicta sobre el desarrollo de la historia, las numerosas generaciones intermedias que llegarían a ser, con mucho, las que contarían con el mayor número de fieles, las que formarían la parte más importante de su Iglesia.
   
Hay un signo del fin que no tendrá repetición antecedente: es la conversión del pueblo judío a título de pueblo. Pero incluso ese signo nadie está en condiciones de decir en qué lugar exactamente hay que situarlo antes del fin del mundo.
   
En cuanto a los otros signos: apostasía, anticristo, expansión del Evangelio, muerte espiritual, guerras y cataclismos, sabemos que, si bien se van desarrollando según una especie de progreso lineal, proceden también por repeticiones como cíclicas. Rumbo a cuál de las repeticiones estamos yendo: sólo Dios lo sabe.
   
Así pues, a las generaciones intermedias entre la que conoció la ruina de Jerusalén y la que verá el fin del mundo, el Señor hizo una doble revelación: al mismo tiempo que anunciaba los desbordes de la iniquidad y los castigos prodigiosos, nos garantizaba la permanencia de las fuentes del coraje y del consuelo.
  
Cualesquiera que sean, en efecto, los perfeccionamientos históricos de la iniquidad, sin embargo, esos días de prueba, por más peligrosos que sean, serán abreviados por causa de los escogidos (Mt. XXIV, 22); por otro lado, nadie podrá arrebatar las ovejas de la mano del Buen Pastor (Jo. X, 28-29); en tercer lugar, la Redención no cesará de estar próxima y será preciso levantar la cabeza, leváte cápita vestra (Lc. XXI, 34) hacia Aquél cuyo Corazón está abierto para nosotros (Jo. XIX, 37); en cuarto lugar, el Espíritu Santo no cesará de dar testimonio de Cristo (Jo. XVI, 1-15), incluso cuando la apostasía llegue a parecer sumergirlo todo.
  
Resumiendo: las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia (Mt. XVI, 18), contra Pedro ni contra la fe; contra la Misa ni contra los Sacramentos, incluso cuando el hombre de iniquidad se asiente en el lugar santo (II Thess. II, 4 y Mt, XXIV, 15).
  
Se trata, pues, de una doble revelación acerca de los juicios y de los castigos divinos. Los aspectos contrapuestos no deben ser aislados y separados.
   
Cuando las revelaciones privadas se refieren a las intervenciones de la justicia divina, deben inscribirse fielmente en esta perspectiva de la revelación canónica.
   
Ahora bien, no es esto lo que se encuentra en las diversas publicaciones de los revelacionistas.
   
Esos escritos contienen a medida todo lo necesario para infundir pánico en las almas y para aterrorizarlas. No solamente pretenden señalar el día y la hora en que estamos en cuanto a las preparaciones y prefiguraciones del fin, lo que no carece ya de audacia; sino que, en su retención simplista de pronosticar el día y la hora, acostumbran a aquellos que les prestan oído a vivir en lo irracional, y a preferir cuentos sin garantía a las luces del buen sentido y de la reflexión sabiamente conducida.
   
No tienen la solicitud verdadera y realista por precisar los remedios que siempre podemos aplicar, sea cual fuere el estado en el cual nos encontramos de la repetición del fin.
   
Por lo demás, están mucho más preocupados en indagar con curiosidad qué lapso nos separa del fin que en afirmarse en la fe, la fe en la gracia de la Redención, que es siempre suficiente, sean cuales fuesen el alejamiento o la proximidad de la Parusía.
  
Faltan cinco minutos para el mediodía, nos cotorrean los fabricantes de la enciclopedia profética; pero no sabrán decirnos esto: que sean las doce menos cinco o las diez y media, de todos modos es hora de hacer aquello que está a nuestro alcance para asistir a la buena Misa con buenas disposiciones; es hora de meditar y de recitar el Rosario; es hora de servir a nuestro prójimo sin complicidad con sus flaquezas, así como sin exasperarse por sus miserias; es hora de hacer sacrificios excepcionales, para preservar a los hijos de la corrupción y para asegurar la existencia de verdaderas escuelas cristianas; es hora, en fin, para los clérigos, de vivir aún más conformes con la dignidad del propio estado y de profundizar en las ciencias eclesiásticas, en lugar de perder el tiempo descifrando las patrañas con las que nos inunda la publicidad indiscreta de los aparicionistas de toda clase.
  
Evidentemente no rechazamos las profecías privadas bajo el pretexto de que anuncian los castigos divinos: la peste, el fuego, la guerra, el hambre, y catástrofes de todo tipo. Mucho menos las rechazaremos por tal pretexto, dado que las predicciones tremendas forman parte integrante del Evangelio de Jesucristo.
   
Nuestro misericordioso Salvador se presentó como rey y como juez; juez no solamente al fin del mundo, sino también juez en el curso de la historia. Ípsius sunt témpora et sǽcula.
   
Las predicciones sobre la ruina de Jerusalén, sobre el terrible fin del mundo, sobre las persecuciones, no pueden ser removidas de los Evangelios y de las Epístolas. En reiteradas ocasiones Jesús habló como profeta de desgracias. Pero es profeta de desgracias en un clima de Evangelio, y es éso lo que cambia todo, lo que hace de su profecía un alimento para vivir de la gracia divina, una fuente de paz interior y de bienaventuranza. Beáti qui lugent quóniam ipsi consolábuntur.
   
Repárese en la Suma Teológica, ad Secundam en IIa-IIæ, q. 174, art. 1: “Dios está más inclinado a apartar los flagelos con los que nos amenaza que a retirar los beneficios que nos promete”.
  
De este modo, nos cuidaremos de no menospreciar las profecías privadas cuando sean profecías de desgracias y precisamente por esta razón; pero pedimos dos cosas: primero, títulos suficientes para admitir que el mensajero o la visionaria nos habla de parte de Dios, en nombre de Dios, y no de su propia cosecha o caletre; lo que supone esta segunda condición: que su profecía se sitúe en esta línea de paz, de conversión, de equilibrio sobrenatural, que es la línea del Evangelio.
   
En una palabra, que las profecías privadas, incluso las conminatorias, se mantengan en este nivel de elevación, de sobriedad, de pureza que es el del Evangelio.
  
El Gran Monarca y el gran Papa: es uno de los capítulos de la famosa enciclopedia. Es muy hermoso, pero de todos modos si el Señor, en su misericordia, quisiese una vez más dar a Francia un jefe que sea sabio y santo, dócil a la Sede de Pedro y exento de todo papismo, si el Señor se dignase conceder a nuestra patria esa misericordia totalmente extraordinaria, ¡y bien!, es indispensable una preparación. Ahora bien, esta preparación no se hará, si muchos cristianos se dejan arrastrar por la epidemia del revelacionismo.
  
Puede ser bueno recordar a veces “la profecía de San Pío X”:
“¿Qué os diré ahora, a vosotros, hijos de Francia, que gemís bajo el peso de la persecución? El pueblo que hizo la alianza con Dios en las fuentes bautismales de Reims se arrepentirá y volverá a su primera vocación… Las faltas no permanecerán impunes, pero la hija de tantos méritos, de tantos suspiros y de tantas lágrimas, no perecerá jamás. Un día vendrá, y esperamos que no esté lejos, en que Francia, como Saulo en el camino de Damasco, será envuelta por una luz celeste y oirá una Voz que le repetirá: «Hija mía, ¿por qué me persigues?» Y a su respuesta: «¿Quién sois Vos, Señor?», la Voz responderá: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón, pues en tu obstinación te arruinas a ti misma». Y ella, temblando y atónita, dirá: «Señor, ¿qué queréis que haga?» Y Él: «Levántate, lávate de las manchas que te han desfigurado, despierta en tu seno los sentimientos medio adormecidos y el pacto de nuestra alianza, y ve, Hija primogénita de la Iglesia, nación predestinada, vaso de elección, ve, como en el pasado, a llevar mi Nombre ante todos los pueblos y todos los reyes de la tierra».” (*).
  
El recuerdo de tal profecía puede ser útil. Pero habría que hacerlo con lógica y honestidad, pues es deshonesto, así como ilógico, ponerse a esperar la misericordia de Dios para el futuro de la patria y no hacer lo poco que está a nuestro alcance en la hora presente.
   
La hora presente es ésta en que, estando la celebración de la Misa terriblemente amenazada, es aún más necesario conservarla, por lo tanto decirla y asistir a ellas con las disposiciones exigidas.
  
Es la hora en que, siendo difícil asegurar el verdadero catecismo, hay una razón más para dedicarse a él.
  
Es la hora en que la legislación familiar (si es que puede ser llamada así) se vuelve criminal y monstruosa, es necesario, por tanto, combatirla con todas nuestras fuerzas.
  
Es la hora en que las innovaciones de Pablo VI están sujetas a la sospecha más legítima, como lo prueba la lista aplastante establecida por el Libéllus Acusatórius del Padre de Nantes; tengamos, pues, el coraje de admitir que no estamos ligados por las novedades de este pontífice.
  
Es la hora en que los obispos constreñidos y manipulados por la colegialidad intentan hacer prevalecer un sincretismo religioso simultáneamente masónico, comunista y cristiano; no tenemos que seguir a semejantes obispos.
  
Es la hora, en fin, en que debemos testimoniar la fe de siempre con las disposiciones de fortaleza y de humildad que deben ser renovadas incesantemente, puesto que nuestro testimonio no se enfrenta a una persecución violenta, lo que precipitaría y simplificaría muchas cosas, sino que está enfrente de una revolución modernista inspirada por los demonios de lo más embrollantes.
   
Tal es la hora presente. Ahora bien, ese diagnóstico, incluso incompleto, no es lo que encontramos en las habladurías confusas e irracionales de los revelacionistas; es el diagnóstico que hacemos, sirviéndonos de la razón que Dios nos dio, esclarecida por las luces de la fe y de la reflexión teológica.
   
Es, por tanto, en la hora presente, tal como es, donde tenemos que santificarnos y dar testimonio; y esto mucho más que pedimos a Dios, para los próximos años, que se realice de algún modo la profecía de San Pío X.
  
El período presente, tanto y aún más que los períodos anteriores, requiere del cristiano una actitud espiritual de lucidez, de realismo, de fe, de caridad, de esperanza.
   
Ahora bien, no son estas las actitudes razonables y teologales que favorecen en las almas de buena voluntad los productores y los distribuidores de los papeles revelacionistas.
  
Los revelacionistas nos saturan los oídos con mensajes nebulosos, afiebrados, sentimentales, pero no se interesan verdaderamente por los mensajes de santidad de los místicos más autorizados: el autor de La Imitación de Cristo, San Juan de la Cruz, Santa Teresita…
   
No parecen conocer sino un único aspecto de la profecía privada en el seno de la Iglesia: el anuncio de los castigos divinos.
   
Ahora bien, hay otros aspectos: no opuestos al primero, sin duda, pero muy superiores: son los carismas de orden doctrinal, como la enseñanza de la sabiduría, el sermo sciéntiæ que es concedido a algunos grandes santos para la edificación de las almas.
   
Ese sermo sapiéntiæ no es, hablando propiamente, un carisma concedido a las mujeres [Ver, a este respecto, la Suma Teológica, parte IIa-IIæ, en el tratado sobre los estados (como se le llama), la cuestión 177. El final de la IIa IIæ contiene, en realidad, tres tratados mayores: el de los estados de perfección, que concluye todo, viene después del tratado de los carismas (gracias gratis datæ) y del de las formas de vida (activa o contemplativa)].
   
Debe decirse, sin embargo, que un mensaje como el del camino de infancia, de Santa Teresita, depende de un verdadero carisma.
   
Es restringir demasiado los favores que el Espíritu de Cristo otorga a la Iglesia no admitir carismas si no es en los mensajes conminatorios dados en apariciones, incluso si el mensaje es ortodoxo y el vidente digno de crédito.
   
Una de las flaquezas más graves de los revelacionistas es esta: no han meditado seriamente sobre la vida y la muerte de los Santos y Santas que han llegado más lejos en la profecía privada, en las apariciones, en lo maravilloso y en el milagro: una Juana de Arco, una Margarita María, una Catalina Labouré, una Bernadette, los niños de Fátima.
   
En la vida y en la muerte de esos privilegiados auténticos no hay nada que no sea sencillo, sereno, límpido; ni pánico, ni exaltación. Su mensaje fue lo menos enredado, lo menos complicado que hay. Por este mensaje, estaban dispuestos a dar la vida y, de hecho, Santa Juan de Arco fue mártir.
   
Sin embargo, Juana y los demás no habían puesto y fijado sus almas en algo maravilloso apartado y como exorbitado; sino que, como todos los cristianos, como todos los Santos, lo habían hecho en la fe, la esperanza, la caridad. Sólo se ocupaban de su mensaje porque formaba parte del deber excepcional que Dios les ordenaba cumplir, así como ordena a la mayoría un deber ordinario; deber ordinario que es preciso cumplir con amor perfecto.
   
Esos mensajeros se aferraban a su mensaje únicamente porque esta fidelidad primera era, para ellos, condición para vivir de las virtudes teologales y de los dones del Espíritu Santo; aquí se situaba el alma de su vida espiritual. Su vida no se concibe sin la intervención de lo maravilloso, así como tampoco sin la fidelidad en dar testimonio de ese maravilloso; pero el alma de su vida es la caridad, y no lo maravilloso.
    
Lo maravilloso, revelaciones y profecías, de lo que fueron mensajeros fieles, es indispensable para la existencia y santidad de la Iglesia, para la conversión y la supervivencia de Francia. El Cuerpo Místico no prescinde aquí abajo de las gracias gratis datæ. Pero es la gracia gratum fáciens, la gracia de las virtudes y de los dones, la que es su alma viva.
  
Juana, Margarita María, Catalina Labouré, Bernadette, los niños de Fátima, esos mensajeros de lo maravilloso más excepcional no dejaron, al comunicar y defender su mensaje, de afirmarse en la gracia santificante, en el amor más humilde y más realista.
  
Se comprende entonces que su mensaje, no solamente por el equilibrio de su contenido sino por la forma de transmitirlo, no fue enloquecedor, sino pacificador, tanto para su prójimo como para ellos mismos.
  
La Iglesia no rechaza ni puede rechazar lo maravilloso, las revelaciones y los milagros; pero la Iglesia pone por encima de esto, y sin comparación, la vida teologal y la santidad.
  
Fieles a esta doctrina, precaviéndonos debidamente de despreciar por principio las manifestaciones de lo maravilloso, pero sin ser tontamente crédulos o vanamente alocados, habiendo situado en su debido lugar las revelaciones privadas que merecen confianza (sobre todo, las revelaciones privadas de alcance universal), nosotros las utilizaremos lo mejor posible a la luz de la fe, la fe que es operante por la caridad (Gál. V,6).
   
Para vivir rectamente en la Iglesia, no basta al cristiano decirse: la enseñanza del Magisterio jerárquico basta; si hay otra cosa, no quiero saberla. Pues ese mismo Magisterio está obligado a saber que hay otra cosa; claro que no se trata de otra enseñanza que no sea aquella de la que la jerarquía tiene el depósito y la guarda vigilante, pero sí que hay otras voces milagrosas de mensajeros fieles, que tienen la misión de hablar para atraer la atención sobre esta misma enseñanza que el Magisterio dispensa.
  
No hay otro magisterio que no sea el de la jerarquía, algún magisterio inspirado que sea superior al suyo y ante el cual el suyo estuviese obligado a rendirse; pero hay otros mensajes además de los de la jerarquía, mensajeros inspirados, milagrosos, que los dignatarios jerárquicos deben aceptar oír, si bien sea a la jerarquía a quien cabe sacar las últimas conclusiones y decidir.
  
La noción católica de Iglesia ciertamente no excluye los carismas [volver a leer Rom. XII; 1Cor. XII; Ef. IV; I Thess. V, 16-22], pero los subordina a la jerarquía. Ella no excluye las revelaciones privadas, requiere solamente que no sean ilusiones privadas y, a renglón seguido, que esas revelaciones estén de acuerdo con la Revelación.
  
En momento alguno de la historia de la Iglesia la voz de la auténtica jerarquía, no las insinuaciones de la jerarquía modernista, en momento alguno la auténtica jerarquía que garantiza de modo ordinario y oficial el carisma de la verdad (San Ireneo) pretendió sofocar las voces inspiradas y milagrosas, pues esas voces, si vienen de Dios, lejos de contradecir la Revelación, la repiten, la hacen comprender, persuadiendo los corazones con una entonación más penetrante y como con un tono más apropiado a las nuevas situaciones.
  
Es así como las palabras del Magisterio jerárquico sobre el Sagrado Corazón de Jesús no fueron cambiadas por las revelaciones privadas de Santa Margarita María sino que, tras esas revelaciones, las mismas palabras fueron dichas con más vehemencia y se sintieron con mayor entusiasmo.
  
En 1854 había resonado la gran voz del romano Pontífice en la definición infalible de la Inmaculada Concepción, pero esa voz no puso en marcha las multitudes ni movilizó las naciones para la oración y la penitencia sino después de las apariciones de la Inmaculada a Santa Bernadette.
  
Haremos observaciones semejantes en lo que se refiere a la devoción del Rosario y en cuanto a la consagración al Corazón Inmaculado de María: sin la voz inspirada de los videntes de Fátima, la voz del Magisterio ordinario no se habría impuesto tan profundamente a las almas cristianas.
  
Y ¿qué decir de las revelaciones privadas conminatorias? Las advertencias del capítulo XXIV de San Mateo siguen siempre presentes, y la Iglesia siempre las hace oír el último domingo después de Pentecostés; solo una liturgia de inspiración y fabricación modernistas intenta hacerlas olvidar.
   
Por tanto, la Iglesia hace resonar siempre en los oídos de los fieles los oráculos del capítulo XXIV de San Mateo; pero, para que esas advertencias sean tomadas en serio por tantos cristianos modernos que quedan atrapados en sus pecados, con un embrutecimiento tan hondo como el de los contemporáneos de Noé en las vísperas del mismo diluvio, para despertar a los que duermen es necesario que, según las circunstancias históricas, la enseñanza del magisterio jerárquico sobre los juicios divinos sea, no modificada, ni torcida en sentido milenarista, pero sí hecha resonar fielmente por mensajeros con el encargo de transmitir revelaciones conminatorias.
 
Sólo se pide a estos mensajeros que se presenten con garantías suficientes, así como se espera del mensaje que sea congruente con el Evangelio.
 
Todo esto para decir que las revelaciones privadas y, de manera general, todos los carismas tienen un lugar en la vida de la Iglesia, un papel no despreciable, no supererogatorio sino necesario; es preciso, pues, atribuirles su debido lugar: subordinándolos a la autoridad del Magisterio verdadero (completamente diferente del falso magisterio modernista), situándolos en la línea de la Revelación divina, permitiendo que nos despierten, nos conmuevan, nos conviertan, nos edifiquen por el aliento milagroso con que nos repiten las palabra de vida eterna.
   
NOTA
* Consistorio de 29 de noviembre de 1911. [Nota de los DSB (Dosieres San Bernardo): el Padre Calmel escribe “la profecía de San Pío X” entre comillas, y hace bien, pues habría un cierto abuso en afirmar que San Pío X haya profetizado. San Pío X expresa ahí un anhelo, un deseo de su corazón paternal, y para eso tomó prestado ese texto de uno de sus maestros: el cardenal Pie. Pues ese texto “profético” es, en realidad, una cita de la Oración Fúnebre del General De Lamoricière pronunciada por Mons. Pie el 5 de diciembre de 1865 (Œuvres, V, 506-507). Siendo aún simple sacerdote, en 1846, ya había manifestado esa esperanza de conversión (Œuvres sacerdotales II, 332-333). El 28 de setiembre de 1879, en su Discurso del acto de posesión del título presbiteral de Nuestra Señora de la Victoria, el Cardenal Pie se expresará en los mismos términos (Œuvres X, 63-64)].

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