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viernes, 10 de noviembre de 2017

EL CONGRESO SIONISTA DE BASILEA, EL “CONCILIO VATICANO II” DEL JUDAÍSMO

Traducción del artículo publicado por Cesare Baronio en OPPORTUNE IMPORTUNE.

Saludo entre Teodoro Herzl y Max Nordau, presidente y vicepresidente respectivamente del Congreso Sionista de Basilea (detalle de una postal de Año Nuevo judío, circa 1906. Fuente: eBay.com)
 
La historia del pueblo de Israel y la de la Iglesia Católica presentan una analogía que me parece no haber sido profundizada suficientemente, especialmente porque no responde a la vulgáta que la sociedad contemporánea ha impuesto tanto a propósito de los judíos como de los católicos.
  
Esta analogía puede encontrarse entre el I Congreso Sionista, realizado en Basilea (Suiza) del 29 al 31 de Agosto de 1897, y el Concilio Vaticano II: uno y otro muestran similitudes que merecen ser analizadas.
 
Con motivo del Congreso Sionista, 204 miembros provenientes de países de Europa y de Asia se encontraron para darle inicio a una nueva era del judaísmo, que encontró la oposición del Rabinato occidental contra la idea de separar la pertenencia religiosa del pueblo judío (Hebraísmo) de su empeño político encaminado a la reivindicación de un Estado propio (Sionismo). Si el hebraísmo reclamaba para sí la elección divina proclamándose pueblo de Dios, el sionismo abandonaba el aspecto religioso y se calificaba únicamente como pueblo, titular de derechos que la comunidad internacional habría debido reconocer, permitiéndoles constituir una nación -Sión- en Palestina.
   
También después de la destrucción del Templo de Jerusalén por obra de Tito en el año 70 de la era cristiana, los judíos continuaban creyendo que la reconstrucción de Sión sucedería milagrosamente por el Mesías enviado por Dios. Las Sagradas Escrituras y las Profecías señalaban claramente a Jesucristo nuestro Señor como el Salvador prometido a Abrahán y anunciado por Moisés, como han explicado con meridiana claridad los hermanos Agustín y José Lémann (1836 - 1909/1915), convertidos del judaísmo al Catolicismo y devenidos sacerdotes, teólogos y luego nombrados Prelados Romanos por San Pío X. Sus obras, entre las más doctas y completas, representan un compendio inigualable de clara exposición sobre la doctrina mesiánica y muestran el celo apostólico de la Iglesia frente al pueblo que fue electo, «para completamiento y corona, no para subversión, de la religión mosaica».
 
La doctrina mosaica del Mesías venidero se contraponía a la doctrina católica, que en cambio reconocía en Jesucristo el Salvador prometido, y en la Iglesia el nuevo Israel. Pero al menos el pueblo judío continuaba creyendo en un Mesías personal, enviado por Dios.
 
Para el judío, la reconstitución de la propia patria, aunque en una dimensión terrena y no en la visión espiritual preconizada por la Escritura, se realizaría por obra del Mesías: ello lo encontramos confirmado en los escritos del Gran Sanedrín de 1807, que recomendaba a sus fieles «Es un deber religioso de todo israelita nacido o crecido en un Estado o que sea ciudadano por residencia, considerar aquel Estado como su patria» y prescribía tener «por el Príncipe y sus Leyes el respeto, la obediencia y la fidelidad que todos los súbditos le deben reconocer».
  
Cuando Napoleón decidió regular la cuestión hebrea convocando, por primera vez después de la destrucción del Templo, el Gran Sanedrín, corte suprema judaica compuesta por 71 integrantes entre rabinos y laicos israelitas. Creado el 10 de Diciembre de 1806, el Gran Sanedrín inició sus sesiones el 31 de Enero de 1807 en París, en la desacrada iglesia de San Juan en Grève, detrás del Ayuntamiento.
  
El 5 de Febrero sucedió un hecho que la vulgáta moderna evita divulgar. Lo informa el historiador François Piètri (1882-1966):
«El rabino Isaac-Samuel Avigdor pronuncia un discurso que constituye un auténtico golpe de escena pero que, tras un primer movimiento de sorpresa, provocará el entusiasmo de todo el Sanedrín. Apoyándose sobre un rico y preciso aparato de citas históricas, su alocución le da las gracias a la Iglesia Católica por la protección que no ha cesado nunca de otorgar a los hebreos perseguidos. Avigdor da una larga lista de Padres y Papas que han tratado con humanidad y hospedado a los israelitas expulsados y atormentados por el poder civil en casi todos los Estados de Europa. Recuerda que el único lugar en el cual el pueblo elegido nunca fue asediado es aquél sobre el cual los Pontífices ejercieron su poder temporal. En Francia, las mejores condiciones para los judíos fueron absolutamente las de Aviñón y las del Condado Venasino, territorios sujetos a la autoridad papal. Al final de su excúrsus histórico, el rabino de Niza -entre los aplausos de los colegas que lo escuchaban de pie- demanda al Sanedrín de deliberar “un voto de gratitud a la Iglesia de Roma por los beneficios del Clero católico hacia los hebreos”».
 
La moción, testimonian las crónicas, fue votada enseguida y obtiene la unanimidad de los 71 sanedritas. Observa Piètri, quien por otro lado, es un estudioso rigurosamente laico:
«Un homenaje similar puede parecer sorprendente a algunos, pero en realidad, era justificado. Quien conoce la historia de las persecuciones antijudías sabe que éstas partían siempre del poder laico o del populacho, y no por las autoridades eclesiásticas que, en cambio, fueron un freno a estas explosiones de violencia».
 
Como se ve, el reconocimiento de los hebreos a la Iglesia no era cuestión de disputa en la época, así como para cada judío la fe en el Mesías tenía un carácter dogmático,
«que no es doctrina personal de este o aquel Rabino, sino que aparece en el número de los trece artículos de fe de la Sinagoga, enseñados en nuestros catecismos a nuestros niños» (Zadoc Kahn, Gran Rabino de Francia, 1889-1905).
 
Pero volvamos al Congreso de Basilea, gracias al cual la idea mesiánica sufre una mutación radical, y el Mesías se convirtió en símbolo del progreso, de la fraternidad humana por conseguirse, del triunfo de las grandes verdades morales y religiosas del judaísmo. En resúmen, entre los judíos, muchos fieles consideran al Mesías como una esperanza lejana, concebida por los profetas de Israel en beneficio de la humanidad entera. Para los escépticos, el dogma debía ser leído con el mismo enfoque con el cual, en el seno de la Iglesia, los Modernistas condenados por San Pío X consideraban los dogmas católicos: en contínua evolución, fruto de una mentalidad encuadrada en un determinado período histórico, y por tanto susceptibles de interpretación distinta con el paso del tiempo.
   
Fue el periodista vienés Théodore Herzl, junto a algunos notables hebreos, quien lanzó la idea del sionismo:
«¿No es ahora llegado el momento de reconstruir la nación judaica que, del fondo de las sinagogas y los guetos, Israel nunca ha dejado de desear?»
 
Esta propuesta, hecha propia por el Congreso, debía concretarse en cuatro puntos:
  1. El impulso de la colonización de la Palestina por los agricultores, artesanos e industriales judíos;
  2. El reagrupamiento y la concentración de todos los judíos por parte de organismos locales y generales;
  3. La promoción entre los judíos del sentimiento de dignidad de la persona y del ideal nacional;
  4. El cumplimiento de los pasos preparatorios para obtener el consenso de los poderes públicos necesarios para la realización de los objetivos del sionismo.
 
Tal resolución, que sonaba herética para los judíos ortodoxos, suscitó vehementes protestas en el seno del hebraísmo.
 
Nathan Marcus Adler (1845-1891), Gran Rabino de Inglaterra, definió al Congreso como «un colosal deslumbramiento» y calificó como «absolutamente funesta la idea de establecer el Estado judío en Palestina». El Times, recogiendo una de sus declaraciones, dice:
«El Gran Rabino Adler y los judíos ortodoxos del Imperio Británico quieren conservar la propia nacionalidad inglesa, aunque conservando la religión de sus padres. La idea de una Nación hebraica nació en la mente de los judíos que están oprimidos en sus países; mas en Inglaterra, en Francia, en Italia y en los Estados Unidos, donde los judíos son ciudadanos que aman la Patria, ningún israelita puede aprobar un sueño semejante».
 
Samuel Kohn (1841–1920), Gran Rabino de Hungría, dice:
«El Sionismo es un sinsentido para los judíos húngaros, porque los judíos en Hungría gozamos de todos los derechos civiles y no tenemos necesidad de constituir un nuevo Estado. La Hungría es una nación con 700.000 hebreos; en la capital Budapest viven 600.000 habitantes, entre los cuales hay 120.000 hebreos; nosotros tenemos, a Dios gracias, todos los derechos civiles; debemos sacrificar nuestra fortuna y nuestra vida por nuestro Emperador-Rey y por la Patria; no tenemos otro país que Hungría; permaneceremos en nuestra capital, porque Budapest es el corazón de la Hungría».
 
Viene ahora citada la declaración del Gran Rabino Moritz Güdemann de Viena y de los Rabinos de los Estados Unidos:
«Hemos declarado que el Rabinato de Alemania, de Inglaterra y, podemos agregar, de los Estados Unidos han tomado claramente una posición contra las doctrinas peligrosas de las cuales el congreso reunido en Basilea se ha hecho portavoz».
  
Incluso es más importante la intervención del Gran Rabino de París, Jacques-Henri Dreyfuss:
«¡Reconstituir el reino de Judá! ¿Pero qué quiere decir? Sin duda nosotros, los judíos ortodoxos, permanecemos fieles a la idea mesiánica; nosotros creemos en la venida del Mesías al cual se unirán los hombres de todas las religiones; del Mesías fundador del imperio universal en el cual se fundiran fraternalmente todas las naciones en el cual reinará la paz eterna. Podemos también admitir que el reino de Israel, devenido en centro espiritual del mundo pacificado, se reconstituya en este momento; pero, ¿cuál relación puede tener entre este ideal religioso y el proyecto del doctor Herzl y sus amigos? Nosotros aprobamos que la caridad judía asegure en Palestina o en la América del Sur vastos refugios destinados a acoger a los hebreos perseguidos o, en modo general, a todos aquellos que la ley (como en Rusia o en Rumanía) pone fuera del derecho común. ¿Pero qué razón tiene actualmente recrear una nacionalidad desaparecida, de rehacer una patria para los hombres que, luego de siglos -en Francia, en Inglaterra, en Alemania- tienen una patria, en la cual la ley los protege, en donde sus intereses más sagrados los retienen?». 
  
Es evidente que el sionismo se ha puesto como un abandono, basado en un racionalismo bíblico, de la fe en el Mesías personal, y de su sustitución con una idea de Estado-Mesías que repugna a la doctrina hebraica. Y que, si es permitido anotarlo, torna impracticable la conversión a la Iglesia, puesto que cancela la espera espiritual del Salvador prometido que aún persiste en la Sinagoga.
    
El año siguiente, se desarrolla el segundo Congreso Sionista (podremos llamarla la segunda sesión del mismo congreso, que propone nuevamente la cancelación de la doctrina de un Mesías personal.
 
El Gran Rabino de Viena, Güdemann, interviene para protestar:
«Intentar restaurar hoy la nacionalidad hebraica de Israel representa una infidelidad a las mismas doctrinas del judaísmo, la negación de las aspiraciones humanitarias de la religión hebraica y el desconocimiento de la misión de Israel de ser entre las naciones el apóstol de la fraternidad universal».
 
Y aún Adler, el Gran Rabino de Londres:
«Los Libros proféticos no afirman que nuestro retorno a Palestina será gracias a nuestra intervención directa y cuando lo decidamos nosotros. Nuestra redención se cumplirá por la intervención divina y cuando lo decida Dios».
 
La posición del Rabinato occidental considera que el futuro de Israel no consiste en una nacionalidad distinta fruto de un proyecto político, sino sobre todo en un  movimiento religioso que no reniegue las propias raíces espirituales.
    
Justamente se hacía observar que el sionismo, en cuanto movimiento ideológico, contradecía las promesas contenidas en las Sagradas Escrituras, y que habría sido absolutamente inútil si el pueblo judío se transfiriera a Jerusalén para profesar el escepticismo y el materialismo que estaba ya tomando pie en los países europeos. Tenemos por tanto un sionismo objeto de aversión por el Rabinato y por los fieles, como portavoz de un nacionalismo racionalista.
    
Es de tener presente que, mientras aún estaba en curso la discusión sobre el sionismo, en 1898 fue constituida la Compañía Colonial Judaica (Jüdische Kolonialbank), un banco dotado de un capital de 50 millones de francos [N. del T. Algo más de 195’943.379,63 euros actuales] con sede en Londres, cuyo objetivo declararo el de prestar apoyo financiero a la realización del Sionismo y al mismo tiempo desarrollar en todo el mundo la actividad bancaria.
   
En Agosto de 1899 se realizó el III Congreso Sionista (o, mejor, la tercera sesión). Se decide que el sujeto jurídico que deberá realizar las tratativas será la Banca colonial, que en esa época había reunido a 100.000 accionistas de todo el mundo. Será después creada una sociedad que adquiera los terrenos en Palestina (25.000 hectáreas de terrenos fueron adquiridas por Edmond James de Rothschild y transferidas a la Jewish Colonization Association).
    
Estas operaciones, que se acompañaban con una serie de iniciativas dirigidas a sondar el apoyo de las Naciones, suscitaron una preocupación siempre mayor entre los judíos observantes, al punto que se decidió confiar al líder sionista húngaro Max Simon Nordau (1849-1923) el deber de apaciguarlos con expresiones tranquilizadoras:
«El judaísmo no es solamente un culto; es una nación, pero una nación que tiene una base esencialmente religiosa, una teocracia, una cristocracia; sin el Mesías, la nacionalidad no es más que nada. Si Gedeón ha vencido con una élite de trescientas personas a la multitud de los madianitas, es por orden de Dios que los hérores de Israel se han limitado a este número insignificante; y es gracias a la intervención divina directa que se ha desbaratado al enemigo».
 
Una mentira que recuerda el mismo proceder del Concilio, visto que él agregaba poco después: «En el seno del Sionismo cualquiera puede seguir sus propias convicciones religiosas». Significativamente, el propio Nordau calificó como judíos asimilados o víctimas de la asimilación (hitbolélut, הִתְבּוֹלְלוּת) a los disidentes del Rabinato occidental, apuntando en cambio a convencer al Rabinato oriental.
   
Al  final del Tercer Congreso, un comentador subrayó que las muchas discusiones aún no llegaban a nada concreto, salvo poner las alarmas por el Gran Turco. Y concluyó:
«El judaísmo puede establecerse, practicarse y durar donde quiera, pero si se ata a un territorio particular, hará de nosotros un pueblo aparte, justificando así ataques de toda especie. Pero se pudo ser Católico lejos de Roma, protestante lejos de Ginebra, musulmán lejos de Constantinopla. La fe hoy no puede ser para ningún culto -ni lo será nunca más en el porvenir- congelada a los territorios privilegiados; las distintas religiones tienen en cambio todo el interés de propagarse sobre la faz de la tierra, a volver universal su residencia y a abdicar, gracias a esta difusión, a toda pretensión de monopolizar la acción política».
 
En esta óptica se puede quizá concebir el motivo por el cual muchas naciones protestantes, sin excluir las que hoy gozan de la fama de democracias, no fueron hostiles al confinamiento de los hebreos en un estado bien definido, y que el mismo Nazismo considerase esta eventualidad como un modo para alejar pacíficamente a los judíos. Fueron principalmente las naciones católicas las que no tuvieron interés particular en este éxodo.
  
No olvidemos que el Réich le concedió a la asociación juvenil sionista Bétar el uso de uniformes propios y banderas con el emblema del estado sionista, mientras se prohibían las asociaciones católicas. Sin mencionar los cientos de miles de judíos que fueron llevados por los alemanes a Palestina, no obstante la Inglaterra haber destacado sus propias naves de guerra con la amenaza de hundirles.

Manifestación del Bétar (en hebreo בֵּיתַ״ר/Fortaleza, acrónimo de בְּרִית יוֹסֵף טרוּמְפֶּלְדּוֹר/Pacto de Yosef Trumpeldor) en Alemania, año 1934.
  
Miembros uniformados del Bétar en Berlín, año 1936.
     
Dejemos la evolución del sionismo a los historiadores, y concentrémonos en cambio en el aspecto que más nos interesa: la significativa analogía entre las tres sesiones del Congreso de Basilea y el Concilio Vaticano II.
   
En uno y otro caso, una restringida élite intelectual, completamente separada de la jerarquía, impone su propia visión humana y política de la religión: el Sionismo contrapuesto al Hebraísmo por una parte, el Catolicismo contrapuesto al Modernismo por la otra. En ambos casos, el papel desarrollado por la prensa fue igualmente importante, para influenciar a las masas y dar la impresión de que podía haber una apertura hacia el mundo, una visión de la religión más moderna y menos influenciada por la doctrina, un enfoque pastoral que, aunque no negando abiertamente las bases teológicas que constituyen la esencia propia del judaísmo y del Catolicismo, abrieron la puerta a interpretaciones que inevitablemente despojarían a uno y otro de su propia esencia. En los dos casos, la fe de los custodios de la ortodoxia y del pueblo fue hecha objeto de escarnio y de compasión, en nombre del progreso y de la ineluctabilidad de un destino planificado por una minoría privada del sentido de lo sobrenatural y dedicada solamente a perseguir intereses de partido. En ambos casos, mientras se levantaban con mayor fuerza las críticas motivadas a las novedades introducidas en el seno de la religión, hubo quienes se preocuparon por tranquilizar los ánimos, simulando tener en su justa consideración las protestas de quienes querían mantenerse fieles al depósitum fidei.
   
Causa consternación el ver la evolución de la doctrina católica sobre la Sinagoga a partir de la declaración Nostra Ætáte, y en particular que en estos últimos años se han hecho propias las declaraciones heréticas del sionismo, más que defender con coraje aquellos elementos que en el seno del pueblo judío habían permitido en su día su conversión al verdadero Mesías, Jesucristo nuestro Señor.
   
Cabe preguntarse si a la pérdida de la fe judaica en la figura de un Mesías personal obrada por el Sionismo, no había correspondido también la pérdida en la iglesia conciliar de la fe católica en la Realeza de Cristo, suplantada por una visión democrática, horizontal, privada de anhelo apostólico y misionero, y en última instancia, otro tanto herética. La realización de una sociedad de matriz masónica, en suma, en la cual se refuta la intervención de la Providencia en los sucesos de la historia, no solo del otrora pueblo elegido, si no también de aquel que los ha sustituido en los planes de Dios para llevar la Luz de Cristo a las gentes. La Luz que, según nuestra santa Religión, verá la conversión de los judíos poco antes del fin del mundo.
  
¿Mas cuál conversión es posible para los judíos de hoy, si la iglesia conciliar apoya el sionismo, que niega no solamente el Mesías que llegó, sino también el que ellos esperan? La fe en las promesas de nuestro Salvador nos hace creer no sólo en la conversión de Israel, sino también en la necersaria desaparición tanto del Sionismo, como la del espíritu del Concilio.

2 comentarios:

  1. La tesis del artículo es muy, muy discutible. Una tesis que puede ser resumida así: existe un paralelismo entre el Vaticano II (que vuelve a la iglesia al mundo renunciando a su fe católica) y el Congreso Sionista de Basilea, en la que la secta judía renuncia a su mesías esperado, por un Estado (de Israel) mundano.
    La tesis es muy discutible. Pero más allá de la tesis están los hechos. Y estos loas plantea muy bien el artículo. Por ejemplo la aparentemente extraña tesis del sionismo que no cuadra muy bien con su historia. O el aparentemente borrada corriente cabalística en todo este montaje del sionismo; o el extraño (aparentemente) apoyo del nazismo al Estado sionista… En resumen, el articulo plantea un misterio sobre el papel que el Estado sionista tiene en el devenir histórico, y en los planes del judaísmo, de la Masonería y del Nuevo Orden Mundial… Un misterio, a mi parecer, que nadie acaba de explicar.

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    1. La tesis también se presta a discusión, pero personalmente sacamos en limpio de la exposición del señor Baronio es que, al igual que en el Vaticano II, en el Congreso Sionista de Basilea se impuso una minoría modernista mundanizada y experta en intrigas.

      El motivo por el que hicimos la traducción radica en seguir desmintiendo con hechos los argumentos de los holocaustófilos y nazionistas, en particular lo referente a la supuesta unanimidad en la creación de su Estado secular (de Israel).

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