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lunes, 1 de enero de 2018

MENSAJE DE PÍO XII

Mensaje Urbi et Orbi del Santo Padre Pío XII (Pascua de 1958) - Traducción y observación final, del ing. Patricio Shaw. Tomado de CATÓLICOS ALERTA.
  
Interior de la Basílica de San Pedro (Giovanni Panini)
  
Movidos por la sed ardiente de luz sobrehumana, amados hijos e hijas de Roma y del mundo, habéis venido, con la presencia o en espíritu, a este lugar, donde más vívido parece renovarse con la solemnidad de los ritos el fulgor de la Resurrección, para alcanzar de Cristo, Fuente de verdad y de vida, la onda restauradora de su luz y de su gracia. Cristo es Aquel que, erradicadas las tinieblas de muerte, resplandece como astro sereno sobre la entera humanidad:
«Ille, qui regréssus ab ínferis, humáno géneri serénus illúxit» — «Él, que regresado de los infiernos, brilla sereno para el linaje humano[1].
  
Dispensadora perenne de luz es la Pascua cristiana, desde aquel alba afortunada, vaticinada y esperada durante largos siglos, que vio la noche de la pasión convertirse en día refulgente de alegría, cuando Cristo, destruidos los vínculos de muerte, salió a relucir, cual Rey victorioso, del sepulcro a nueva y gloriosa vida, liberando la humana progenie de las tinieblas de los errores y de los cepos del pecado. Desde aquel día de gloria de Cristo, de liberación para los hombres, nunca más cesó el acudir de las almas y pueblos hacia Aquel que, resucitando, confirmó con el divino sello la verdad de su palabra: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue, no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida»[2]. De cada región a Él convergen, sedientos y confiados, todos los que aman y creen en la luz; aquellos que sienten pesar sobre sus espíritus la angustia de la duda y de la incertidumbre; aquellos que están cansados del eterno errar entre opuestas doctrinas, los extraviados en las vanas sombras del siglo, los mortificados de las culpas propias y ajenas. En todos aquellos que, como vosotros, han abierto la mente y el corazón a la divina luz de Cristo, se ha renovado el prodigio de la resurrección a nueva vida, en el gozo y en la íntima paz. El «aleluya», que hoy la Iglesia canta por doquier en la tierra, y al que vosotros, exultantes, os asociáis, es el vivo testimonio de que Cristo es todavía «Luz del mundo», y tal será hasta la consumación de los siglos: luz de verdad, de unidad, de vida para las humanas generaciones. Como al alba de la creación la luz, brotada por primera vez de las manos del todopoderoso Ordenador del cosmos, todavía informe, caótica y tenebrosa [3], fue puesta al umbral de todo ordenamiento y ornamentación, al origen de todo desarrollo y de toda vida; así en la obra de restauración, comparada por el Apóstol a una nueva creación[4], la luz de Cristo es el elemento primero, fecundo, indispensable del nuevo orden restablecido por el Hijo de Dios. Esto significa que el hombre sólo por Cristo y en Cristo, conseguirá su perfección personal; por Él sus obras serán vitales, las relaciones con sus semejantes y con las cosas estarán alineadas, sus dignas aspiraciones serán colmadas; en una palabra, por Cristo y a partir de Cristo el hombre tendrá plenitud y perfección de vida, aún antes de que surjan sobre los eternos horizontes un nuevo cielo y una nueva tierra[5]. El mismo Verbo de Dios, que presidió la creación de todas las cosas visibles e invisibles, se encarnó para llevar a cabo la obra iniciada al principio de los tiempos, de modo que, así como «sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas» y «En Él estaba la vida, y la vida era la luz»[6] , así no puede darse verdad, bondad, armonía ni vida, que no se inclinen a Cristo, maestro, apoyo y ejemplo de los hombres. ¡Oh, si estos reconocieran la realidad de la palabra de Cristo «Yo soy la luz del mundo», y aceptaran toda su amplitud, que no comporta límites ni recintos, exponiendo la mente y corazón a sus divinos rayos, cuánta vida, cuánta serenidad y esperanza florecerían en este nuestro valle! Al contrario, si internas tragedias dilaceran los espíritus, si el escepticismo y el vacío resecan tantos corazones, si la mentira se convierte en arma de lucha, si el odio estalla entre las clases y los pueblos, si guerras y revueltas se suceden de un meridiano a otro, si se perpetran crímenes, se oprime a débiles, se encadena a inocentes, si las leyes no bastan, si las vías de la paz son inaccesibles, —si, en una palabra, este nuestro valle está todavía surcado por ríos de lágrimas, no obstante las maravillas ejecutadas por el hombre moderno, sabedor y civil; es signo de que algo está sustraído a la luz de Dios que aclara y fecunda. El fulgor de la Resurrección sea entonces una invitación a los hombres a restituir a la luz vital de Cristo, a conformar a las enseñanzas y designios de Él el mundo y todo lo que éste abraza; cuerpos y almas, pueblos y civilizaciones, sus estructuras, sus leyes, sus proyectos. No prevalezcan en retenerlos ni el insensato orgullo, ni el vano temor de que el dejarse inspirar por Cristo menoscabe su libertad o la autonomía de sus obras. Dios, que desde los orígenes mandó al hombre someter la tierra y trabajar en ella[7], no retira su palabra, ni tiene intención de reemplazar al hombre, sino de conducirlo y sostenerlo, para que se cumplan a la perfección sus designios, ya que ni Dios ni el hombre estarían pagos con cualquier existencia del mundo, sino sólo de una vida suya en constante progreso hacia la plenitud de la verdad, la justicia, la paz.
  
¿Pero dónde encontrarán los hombres concretamente y con certeza la luz de Cristo? ¿Por qué visible medio ella se convierte en luz a los ojos mortales, norma práctica de acción y fecundidad inmediata de obras? Vosotros, dilectos hijos, lo sabéis: de la luz de Cristo es depositaria la Iglesia por Él fundada y asistida, por lo tanto en sentido verdadero «lumen de lumine» realidad visible y perenne, al mismo tiempo humana y divina, temporal y eterna. A esta «ciudad edificada sobre un monte» [8] Cristo ha confiado «el testimonio más firme que el nuestro que es el de los profetas, al cual hacéis bien en mirar atentamente, como a una antorcha que luce en lugar oscuro»[9]. Fijadas pues vuestras miradas en ella, con la sinceridad y el sabio discernimiento de los hijos de la luz, no ya con la malsano complacencia de los hijos de las tinieblas que prefieren, con daño propio, detenerse en las inevitables sombras que acompañan toda realidad en parte también humana. La sombra del hombre no apaga la luz de Dios, sino que la pone de resalto más claro. Es luz de Dios encendida en el mundo la atenta vigilancia de la Iglesia sobre las doctrinas, su asiduidad en difundir y defender la verdad, su no apresurada prudencia para con las novedades y cambios, la imparcialidad en las contiendas entre clases y naciones, la inflexibilidad en proteger los derechos de cada individuo, la intrepidez frente a los enemigos de Dios y de la sociedad. Pregúntese cada uno de vosotros: ¿qué se haría del mundo en la actualidad si faltara tanta luz? ¿Acaso él podría gloriarse de ese complejo de conquistas materiales y morales indicado con el nombre de «civilización»? ¿Estaría aún vivo en las conciencias el sentido, tan ampliamente difundido, de justicia, de verdadera libertad, de responsabilidad, que anima la mayoría de los pueblos y los gobernantes? ¿Que decir, pues, de la conciencia de unidad de la familia humana en consolador progreso en las mentes y en las concretas realizaciones? ¿Quién, si no Cristo, puede recoger y fusionar en un solo pálpito de fraternidad hombres tan distintos por estirpe, lengua, costumbres, cuales sois todos vosotros que Nos escucháis mientras os hablamos en su nombre y por su autoridad? Él es realmente Aquel que, erradicadas las tinieblas de muerte, resplandece como astro sereno sobre la entera humanidad. Empero, en un modo del todo particular, Cristo resplandece sobre la inmensa familia de los creyentes, sobre vosotros, que os gloriáis del nombre de Cristo hasta el punto de haceros partícipes de su divina prerrogativa. A las multitudes que lo rodeaban les dijo: «Vosotros sois la luz del mundo»[10]. Esta identidad de misión, derivada de Cristo a sus seguidores, mientras constituye en estos un título de excelso honor, impone graves responsabilidades de acción. «Brille así vuestra luz ante los hombres —añadió— de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»[11]. ¿Pero qué «buena obra» más útil al mundo puede hacerse al presente por la entera cristiandad, si no promover con todas las fuerzas el firme restablecimiento de la justa paz? Individuos y pueblos, naciones y Estados, institutos y grupos, están invitados por el Rey de la Paz a insistir con confianza en esta difícil y urgente obra de gloria divina. A ella se deberá dedicar toda la imponente reserva de inteligencia, prudencia, y si fuera necesario de sólida firmeza, de que dispone el mundo cristiano, coadyuvado por todos los demás que lealmente aman la paz. La sinceridad en querer la paz, la prontitud en realizar todas las razonables renuncias que ella exige, la honestidad en discutir sus problemas, deben naturalmente disipar las sombras de la desconfianza; pero, si —Dios no lo quiera— así no ocurriera, se sabría finalmente a quien atribuir las responsabilidades de las presentes disarmonías. ¡Sed, pues, luz de paz en este mundo entenebrecido, y Dios estará con vosotros en cada suceso! He aquí, queridos hijos e hijas de Roma, de Italia y del mundo, el mensaje que la presente Pascua os lleva: creed en la luz de Cristo y de la Iglesia, amad y defended infatigablemente estos sumos dones prodigados por Dios al mundo. Os repetimos tanto con los acentos de los siglos lejanos, pero con la urgencia requerida por un presente todavía incierto: «Hay, pues, una luz que ha hecho esta luz: amémosla, ansiemos entenderla, sintamos sed de ésa, para que, bajo su guía, alguna vez lleguemos a ella misma y vivamos en ella sin morir absolutamente jamás. […] Porque en ti, Señor, está la fuente de la vida, y en tu luz veremos el eterno esplendor»[12]. ¡Así sea!
  
OBSERVACIÓN FINAL PERTINENTE A LOS TIEMPOS PRESENTES, DEL TRADUCTOR
En este maravilloso mensaje que hecha intensos haces de luz sobre varias realidades, llama la atención que el último Vicario de Cristo, infalible, presenta como definición esencial y como propiedad inseparable de la Santa Iglesia Católica el ser «luz de luz», de manera análoga a lo que el Credo niceno-constantinopolitano predica de Dios Hijo respecto de Dios Padre. La Iglesia Católica es luz fluida de manera homogénea y en nada perturbada ni entrecortada, de Cristo, y además, de la misma luz que ella en tiempos anteriores tomó de Cristo por medio de los Papas Intérpretes del Depósito de la Fe, luz que ella no sólo tomó, sino que además fue, es y será.
 
Ahora bien, aún antes de la conclusión del conciliábulo roncalliano-montiniano, en su pseudoencíclica «Ecclésiam suam» del 6 de agosto de 1964, Pablo VI, afirmó:
«La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio».
 
El más elemental conocimiento objetivo de las cosas basta para comprender que ni la luz natural sensitiva, ni la natural intelectiva, ni la sobrenatural intelectiva, jamás se hacen coloquio, por cuanto la luz jamás recibe ni absorbe elemento alguno ajeno a ella: es un prerrequisito para ver y conocer, absolutamente independiente de lo visto y conocido, y del vidente y cognoscente.
 
Y esto aparece bien claro en estas palabras de Santo Tomás de Aquino sobre la luz tomada en sentido figurado, que es el sentido obvio de Su Santidad Pío XII para definir la Iglesia:
De un nombre cualquiera conviene tener presente dos aspectos: su sentido original y el sentido con el que se usa. Un ejemplo claro lo tenemos en la palabra visión, cuyo sentido original indicaba el sentido de la vista; pero por la dignidad y certeza de ese sentido, la palabra se ha extendido, con el uso, para indicar todo conocimiento que se tiene por los sentidos. (Así decimos: Mira cómo sabe, mira cómo huele, mira qué caliente está); y también para indicar el conocimiento intelectual. Dice Mt 5,8: Bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios. Algo parecido puede decirse de Luz. Pues, primero, dicho nombre fue instituido para indicar lo que permite que la vista vea; después se empleó para indicar todo aquello que permite cualquier tipo de conocimiento. Por lo tanto, si se toma el nombre Luz en el primer sentido, entonces, y tal como dice Ambrosio, se aplica metafóricamente a los seres espirituales. Si se toma en el segundo sentido, entonces se aplica con propiedad.[13]
 
Concluimos con este simplísimo polisilogismo:
PREMISA 1: La Santa Iglesia Católica es luz de Cristo y de la Tradición
PREMISA 1: Ninguna luz se hace coloquio
CONCLUSIÓN 1 y premisa mayor 2: La Santa Iglesia Católica no se hace coloquio
PREMISA MENOR 2: La iglesia montiniana se hace coloquio
CONCLUSIÓN 2 Y FINAL: La Santa Iglesia Católica no es la iglesia montiniana
  
NOTAS
[1] Pregón Pascual.
[2] Jn 8,12.
[3] Cf. Gen 1,2-3.
[4] Cf. Gal 6,15; 2Cor 5,17.
[5] Cf. Apoc 21,1.
[6] Jn 1, 3-4.
[7] Cf. Gen 1,28; 3,23.
[8] Cf. Mt 5,14.
[9] 2Pe 1,19.
[10] Mt 5,14.
[11] Mt 5,16.
[12] Cf. San Augustín, Tratado 34 sobre Juan, Nº 3-4
[13] Suma teológica, Parte I, qu. 67, art. 1, co. 

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