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viernes, 1 de febrero de 2019

DEL GUSANO DE LA CONCIENCIA O LOS REMORDIMIENTOS DE LOS CONDENADOS

PRIMER REMORDIMIENTO DEL CONDENADO: DE LO POCO QUE HAY QUE HACER PARA SALVARSE
1. Aparecióse un día un condenado a San Uberto, y le dijo: que dos eran los remordimientos que más le atormentaban en el Infierno: 1º Lo poco que tenía que haber hecho para salvarse. 2º Lo poco por lo que se había condenado. Lo mismo escribió Santo Tomás: Principaáliter dolébunt quod pro níhilo damnáti sunt, et facíllime vitam póterant cónsequi sempitérnam. Será lo que más sentirán, haberse condenado por tan poca cosa, y considerar cuán fácilmente podían haberse salvado. Contraigámonos ahora a considerar el primer remordimiento, a saber: cuan breves y efímeras fueron las satisfacciones o placeres por los cuales se condenaron los prescitos. Los desgraciados repetirán inútilmente: Si me hubiese abstenido de aquel deleite, si hubiese vencido aquel respeto humano, si hubiese huido de aquella ocasión o aquella mala compañía, no me hubiera condenado. Si hubiese frecuentado los sacramentos, si hubiese hecho confesión de mis culpas todos los meses, si hubiese recurrido a Dios en la tentación, no hubiera caído en ella. Mil veces hice propósito de hacerlo así; pero nunca lo cumplí, y por esta razón me he condenado.
   
2. Crecerá el tormento que le causará esta reflexión, con el recuerdo de los buenos ejemplos que viera en otros jóvenes sus contemporáneos, que llevaron una vida casta y ejemplar, en medio de los peligros del mundo. Crecerá espiritualmente la pena, con la memoria de todos los dones que el Señor le concedió para obtener la salvación como salud, bienes de fortuna, padres honrados, ingenio despejado, todo lo cual le concedió Dios, no para vivir entregado a los placeres de la tierra, sino para que los empleara en provecho de su alma. Recordará, además, las santas inspiraciones que tuvo para enmendarse, y la vida larga para llorar sus culpas. Pero el ángel del Señor que le hará saber, que pasó ya para él el tiempo de la salvación: Et ángelus quem vidi stantem… jurávit per vivéntem in sæcula sæculórum… quia tempus non erit ámplius (Apocal. x, 6).
   
3. ¡Oh, que espadas tan crueles serán todos estos beneficios recibidos, para el corazón del infeliz condenado, cuando se vea encerrado en la cárcel obscura del Infierno, y conozca que ya perdió la ocasión de evitar su eterna condenación! ¡Cómo, dirá llorando de desesperación en compañía de los otros, condenados del Infierno: Tránssiit messis, finíta est æstas, et nos salváti non sumus! Pasó el tiempo de recoger méritos para la vida eterna; pasó el estío en que pudimos haber asegurado nuestra salvación; pero no conseguimos salvarnos, y ha llegado nuestro invierno, un invierno eterno, en el que tenemos que vivir infelices para siempre, mientras Dios sea Dios.
   
4. El desgraciado dirá también: ¡Oh cuán necio he sido! Si las penas que he sufrido para satisfacer mis caprichos, las hubiese sufrido por Dios; si las fatigas toleradas para condenarme, las hubiese empleado en la consecución de mi salvación, ¡que contento me hallaría al presente! Más yo no hallo ahora sino remordimientos y penas, que me atormentan y me atormentarán por toda la eternidad. Finalmente, dirá: yo podía ser feliz para siempre, y tendré que ser eternamente desgraciado. ¡Oh cuanto más afligirá al condenado este pensamiento, que el fuego y todos los otros tormentos del Infierno!
   
SEGUNDO REMORDIMIENTO DEL CONDENADO: DE LO POCO PORQUE UNO SE PIERDE
5. Mandó el rey Saúl, estando acampado, que nadie, bajo la pena de la vida, tomase alimento alguno. Jonatás, su hijo, que era joven y tenía hambre, comió un poco de miel. Sabiéndolo el padre, quiso que se ejecutara la orden que había dado, y que fuese juzgado el hijo. Viéndose el infeliz condenado a muerte, lloraba, diciendo: Gustans gustávi paulúlum mellis, et ecce mórior (I. Reg. XVI, 43). He gustado un poquito de miel, y he aquí que voy a morir por eso. Empero, movido a compasión de Jonatás, todo el pueblo, medió con el padre y le libertó de la muerte. Mas para el pobre condenado no hay ni habrá jamás quien se mueva a compasión, ni se interponga con Dios para librarle de la muerte eterna del Infierno: todas las criaturas se gozarán en la justicia de su castigo, por haber él querido perder a Dios y el Paraíso por un placer pasajero.
  
6. La Escritura dice, que después de haberse alimentado Esaú de aquel plato de lentejas, por el que había vendido su primogenitura, se puso a gritar atormentado del dolor y del remordimiento por la pérdida que había experimentado: Irrúgiit clamóre magno (Gen. XXVII, 34) ¡Que rugidos y gritos tan desesperados dará el condenado, al pensar que por unos pocos, breves y emponzoñados placeres perdió el reino eterno del Paraíso, y se ve condenado para siempre a una muerte eterna!
  
7. Continuamente estará el desgraciado pensando el Infierno, en la causa de su triste perdición. A los que vivimos en este mundo, la vida pasada nos parece un momento, un sueño. ¿Qué parecerán, pues, al condenado los cincuenta o sesenta años de vida que habrá pasado en este mundo, cuando se halle en el abismo de la eternidad, y hayan pasado por él ciento, y mil millones de años de penas; y verá, no obstante, que el tiempo de su condena no ha hecho más que principiar, porque no ha de tener fin? Y aún aquellos pocos años que vivió en el mundo ¿estuvieron acaso llenos de placeres? ¿Acaso, cuando vivía en desgracia de Dios se gozaba en sus pecados? Unos breves momentos; y todo el tiempo restante no es más que angustia y dolor para quien vive lejos de Dios. ¿Qué parecerán, pues, al infeliz condenado, aquellos breves momentos de placer cuando se vea sepultado en aquel abismo de fuego?
  
8. ¿Quid prófuit supérbia, aut divitiárum jactántia? Transiérunt ómnia illa tamquam umbra (Sap. V, 8 y 9). ¡Ay de mí! dirá él: ¿de qué me ha servido la soberbia, o que provecho me ha traído la vana ostentación de mis riquezas? Pasaron como sombra todas aquellas cosas y de nada me han aprovechado. Sólo me duraron unos breves momentos, y me hicieron pasar una vida amarga sobre la tierra; y ahora ¡tengo que estar ardiendo en este horno para siempre, desesperado y abandonado de todos!
   
TERCER REMORDIMIENTO DEL CONDENADO: DEL GRAN BIEN QUE PERDIÓ POR SU CULPA
9. La infeliz princesa Isabel de Inglaterra, obcecada de la pasión de reinar, dijo cierto día: “Deme el Señor cuarenta años de reinado y renuncio al Paraíso”. Ya reinó los cuarenta años la desgraciada; más al presente, que está encarcelada en el Infierno, seguramente que no habrá de estar contenta de haber renunciado al Paraíso. ¡Oh cuán afligida estará al pensar, que por haber sido reina cuarenta años ha perdido el reino eterno de los Cielos! Los miserables condenados, dice San Pedro Crisólogo, sufren más por la pérdida que voluntariamente hicieron del Paraíso, que por las penas que experimentan en el abismo del infierno.
   
10. La principal pena que se siente en el Infierno es, las de haber perdido a Dios, aquel bien infinito que forma las delicias del Paraíso. San Bruno dice: Addántur torménta torméntis, et Deo non privéntur (Serm. de judic. final). Se contentarían los condenados si se añadiesen mil Infiernos al que están sufriendo con tal de que no se les privase de la vista de Dios: porque su Infierno principal consiste, en verse para siempre privados de la presencia de Dios por su culpa. Santa Teresa decía, que si uno pierde por culpa propia cualquier bagatela, por ejemplo una moneda o una sortija de poco valor, se aflige mucho, y no puede consolarse, pensando que ha perdido ésto por su culpa propia. ¿Cuál será pues, la pena del condenado al pensar, que ha perdido un bien infinito, un bien, que es Dios mismo, por su propia culpa?
  
11. Verá que Dios quería salvarle, y había puesto en su mano la elección de la vida o de la muerte eterna, como dice el Eclesiástico (XV, 18) Ante hóminem vita et mors… quod plácuerit ei, dábitur illi. Verá por tanto, haber dependido de él hacerse eternamente feliz, y que él se ha condenado por no haber querido salvarse. Hemos errado el camino de la salvación, dirá a sus infelices compañeros en el Infierno, puesto que nos separamos de él, perdiendo por nuestra culpa el Cielo y a Dios. Esta pena les hará decir: Non est pax óssibus meis a fácie peccatórum meórum (Ps. XXXXVII, 4). Se me estremecen los huesos cuando considero mis pecados. Por esto no verán objeto que les inspire más horror que ellos mismos; y probarán la pena con que amenaza el Señor a los pecadores: Stútuam te contra fáciem tuam (Ps. XLIX, 21).
   
12. Hermanos míos, si hasta aquí habéis incurrido en la necedad de querer perder a Dios por un gesto efímero y despreciable, no sigáis en esa necedad y procurad poner presto remedio, puesto que le hay. Temblad; porque ¿quién sabe si Dios os abandonará y os perderéis para siempre, si desde ahora no determináis mudar de vida? Cuando el demonio os tiente, acordaos del Infierno, y recurrid a Jesucristo y a María Santísima, implorando su ayuda, y ellos os librarán del pecado, que es el mayor de los males y la puerta del Infierno.
  
SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Sermón del Domingo III después de la Epifanía. En Sermones abreviados para todas las domínicas del año, tomo I. Pons. y Cª. Libreros y Editores, Madrid-Barcelona 1847, págs. 92-27. 

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