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lunes, 4 de febrero de 2019

SIN JURISDICCIÓN ORDINARIA NO SE PUEDE ELEGIR PAPA

Los Obispos sin jurisdicción no pueden elegir al Papa.
Hemos visto que en circunstancias anormales la elección del Papa –según el pensamiento de los teólogos que han tratado la cuestión– corresponde al Concilio general imperfecto, es decir, a los Obispos y prelados que gozan, en la Iglesia misma, de jurisdicción. El Papa es en efecto Obispo de la Iglesia universal: es entonces normal que excepcionalmente lo elijan los prelados de la Iglesia universal que, con él y por debajo de él, gobiernan una porción del rebaño. Hemos visto también que, por la naturaleza misma de las cosas, y en consecuencia de cuanto se ha dicho, están excluidos del número de los electores per accidens del Papa, los Obispos titulares, Obispos consagrados con mandato romano pero privados de jurisdicción en la Iglesia.
  
Con mayor razón están excluidos del número de los electores –precisamente por estar excluidos del Concilio general– los Obispos consagrados sin mandato romano en las condiciones excepcionales de actual vacancia (formal) de la Sede Apostólica. Tales Obispos han sido en efecto consagrados válidamente y también, en nuestra opinión –al menos en algunos casos– lícitamente; pero están sin embargo –en el modo más absoluto– privados de jurisdicción, puesto que el Obispo recibe de Dios la jurisdicción solamente por mediación del Papa, la cual queda excluida en nuestro caso (14). Estando privados de jurisdicción, ellos no pertenecen a la jerarquía de la Iglesia según la jurisdicción, por lo que no son miembros de derecho del Concilio y no están entonces habilitados para elegir válidamente al Papa, ni siquiera en casos extraordinarios.
   
Este punto de doctrina, ya establecido por sí mismo, es confirmado por la imposibilidad práctica de elegir a un Papa seguro y no dudoso siguiendo esta vía. ¿Quien podrá establecer de manera cierta, entre los numerosos Obispos que han sido y serán todavía consagrados de esta manera, quienes tienen el derecho de participar en la elección y quienes no lo tienen? ¿Quién tiene el derecho de convocar al Cónclave y quien no lo tiene? ¿Quién puede ser considerado como legítimamente consagrado y quien no? En ausencia de criterio de discernimiento (el mandato romano, la sede residencial) no hay límites en sí para estas consagraciones, ni por parte de quien las puede autorizar (el Papa) ni en lo que concierne a la porción de territorio a gobernar (la diócesis). El número de los electores puede entonces crecer desmesuradamente sin garantía alguna de su catolicidad, como concretamente ha sucedido. Y de hecho ya se ha procedido a diversas elecciones que no tuvieron mayor efecto, ni siquiera entre los partidarios del “conclavismo”, siempre listos para “dar el paso”, pero solamente en teoría.
  
Con mayor razón, los laicos no pueden elegir al Papa.
Si los Obispos titulares, aun nombrados por el Papa, no pueden elegir al Papa, si tampoco pueden los Obispos meramente consagrados sin mandato romano, menos podrán los simples sacerdotes. En cuanto a los laicos, están excluidos de manera todavía más radical de cualquier elección eclesiástica.
  
Esta conclusión es confirmada por el derecho positivo de la Iglesia, tanto en lo que concierne a toda elección eclesiástica en general como en lo que concierne a la elección del Papa.
   
A propósito de toda elección eclesiástica, el canon 166 estipula que “si los laicos, contra la libertad canónica, se inmiscuyeran de cualquier modo en una elección eclesiástica, la elección es inválida por el derecho mismo” (Si láici contra canónicam libertátem electióni ecclesiásticæ quóque modo sese immiscúerint, eléctio ipso jure inválida est).
   
A propósito de la elección papal, la autoridad la tiene la constitución Vacánte Sede Apostólica, promulgada por San Pío X el 25 de diciembre de 1904. El principio general es expresado en el nº 27: “El derecho de elegir al Romano Pontífice corresponde única y exclusivamente (privatíve) a los Cardenales de la Santa Romana Iglesia, estando absolutamente excluida y apartada la intervención de cualquier otra dignidad eclesiástica o potestad laica de cualquier grado u orden”. En el nº 81, San Pío X renueva la condenación del llamado derecho de Veto o de Exclusiva del poder laico ya sancionado por él mismo en la Constitución Commíssum nobis del 20 de enero de 1904, y concluye: “Esta prohibición queremos que sea extendida a cualquier intervención, intercesión u otro modo por el cual la autoridad laica de cualquier orden o grado quisiera inmiscuirse en la elección del Pontífice”. El Santo Papa hace alusión a lo sucedido durante el Cónclave que lo eligió al Sumo Pontificado, cuando el Emperador Francisco José, por intermedio del Cardenal Arzobispo de Cracovia, puso su veto a la elección del cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, antiguo secretario de Estado de León XIII. En la Constitución Commíssum, San Pío X afirma que ese presunto derecho de “Veto”, ya condenado por sus predecesores Pío IV (In eligéndis), Gregorio XV (Ætérni Patris), Clemente XII (Apostolátus offícium) y Pío IX (In hac sublími, Licet per Apostólicas y Consultúri), es contrario a la libertad de la Iglesia. Su oficio, escribe el Santo Pontífice, es el de procurar que “la vida de la Iglesia se desarrolle de manera absolutamente libre, alejada de toda intervención externa, como lo quiso su Divino Fundador, y como lo requiere absolutamente su excelsa misión. Ahora bien, si hay una función en la vida de la Iglesia que requiere más que cualquier otra de esta libertad, debe reconocerse sin duda alguna que es aquella que concierne a la elección del Romano Pontífice; en efecto ‘no se trata de un miembro, sino de todo el cuerpo, cuándo se trata de la cabeza’ (Gregorio XV, Æterni Patris)”. La exclusión de la intervención de las autoridades civiles incluye naturalmente la de cualquier otro miembro del laicado: “Establecemos que no es lícito a nadie, ni tampoco a los jefes de estado, bajo cualquier pretexto, interponerse o injerirse en la grave cuestión de la elección del Romano Pontífice”.
  
Como se ve, la exclusión de toda intervención laica es considerada por San Pío X no como una disposición transitoria, sino como absolutamente necesaria para que la Iglesia sea como la quiso su Fundador, Jesucristo.
   
Lo establecido por el Código de derecho canónico y por San Pío X es perfectamente conforme con toda la tradición. El Código mismo remite al Corpus juris canónici (el antiguo derecho eclesiástico), donde las decretales de Gregorio IX (libro I, título VI, de electióne et elécti potestáte) prevén la invalidez de la elección realizada por laicos: el capítulo 43 cita al IV Concilio de Letrán de 1215 (Constitución XXV: “Quienquiera consintiera a su propia elección hecha abusivamente por el poder secular, contra la libertad canónica, pierde la elección y se vuelve inelegible…”); el capítulo 56 cita un documento de Gregorio IX de 1226 por el cual se declara inválida la elección de un obispo hecha por laicos y por canónigos, según una costumbre mejor llamada “corrupción”.
   
Podríamos citar otros documentos eclesiásticos a este propósito, entre los cuales diversos Concilios ecuménicos: el segundo Concilio de Nicea del año 787 (DS 604), el segundo de Constantinopla del año 870 (DS 659), el primer Concilio de Letrán, de 1123, contra las investiduras de los laicos (DS 712) …
   
Si en el pasado la Iglesia debió defender su libertad de la influencia de los Príncipes en las elecciones, con la Revolución ella tuvo que defenderla de la pretensión democrática de hacer elegir a los Obispos por el pueblo. Es así que el Papa Pío VI, por el Breve Quod aliquántulum del 10 de marzo de 1791, condena la Constitución civil del clero votada por la Asamblea nacional. El Papa Braschi ligaba, no por casualidad, las decisiones en la materia de los revolucionarios franceses con los errores más antiguos de Wyclif, Marsilio de Padua, Jean de Jandun y Calvino (cfr. Insegnamenti Pontifici, La Chiesa, 81-82, y Pío VI, Écrits sur la Révolution française, Ed. Pamphiliennes, págs. 16-20).
  
¿Cuál es entonces el valor de la participación popular en ciertas antiguas elecciones? Lo recuerda nuevamente Journet:
“A través del tiempo tomaron parte en la elección, a diversos títulos: el clero romano (por un título que parece primero y directo), el pueblo (pero en cuanto daba su consentimiento y su aprobación a la elección hecha por el clero), los príncipes seculares (sea de manera lícita dando simplemente su consentimiento y su apoyo al elegido; sea de manera abusiva prohibiendo, como hizo Justiniano, que el elegido fuera consagrado antes de la aprobación del emperador), finalmente los cardenales, que son los primeros entre los clérigos romanos, de suerte que es al clero romano que hoy es de nuevo confiada la elección del Papa” (op. cit., pág. 977) (15).
  
Entonces, para el pueblo de los fieles, un voto solamente consultivo o aprobativo; y es así por una exigencia dogmática fundada en la distinción y la subordinación que existen en la Iglesia entre clero y fieles, distinción que es de derecho divino. Es lo que recuerda, entre otras cosas, un teólogo romano, el Cardenal Mazzella:
“En tercer lugar, de los mismos documentos se sigue, sea la distinción entre Clérigos y Laicos, sea el hecho de que la jerarquía constituida en el orden clerical es de derecho divino; y entonces que por el mismo derecho divino la forma democrática está excluida del gobierno de la Iglesia. Esta forma democrática subsiste cuando la autoridad suprema se halla en toda la multitud; no en cuanto que toda la multitud mande y gobierne en acto, lo que sería imposible; sino ‘en cuanto que, como dice Belarmino (de Rom. Pont., l. 1, c. 6), allí donde está en vigor el régimen popular, los magistrados son constituidos por el pueblo mismo, y reciben de éste su autoridad; no pudiendo legislar por sí mismo, el pueblo debe al menos instituir representantes que lo hagan en su nombre’. Pero, supuesta una jerarquía divinamente constituida en el orden clerical, es a esta y no a todo el pueblo que la autoridad ha sido comunicada por Cristo; y por consiguiente, es por institución de Cristo que el derecho de constituir a los gobernantes no reside en el pueblo, y que éstos no gobiernen la Iglesia en nombre del pueblo. Para una mejor comprensión de lo dicho, observamos:
1) como dice Belarmino (de mem. Eccles., l. 1, c. 2), ‘en la creación de los Obispos se contienen tres cosas: la elección, la ordenación y la vocación o misión; la elección no es otra cosa que la designación de una persona determinada a la prelatura eclesiástica; la ordenación es una ceremonia sagrada por la cual, mediante un rito determinado, el futuro Obispo es ungido y consagrado; la misión o vocación confiere la jurisdicción, y por el hecho mismo hace al pastor y al prelado’.
2) Así, el hecho de elegir, de pedir y de dar testimonio, son cosas muy diferentes. En efecto, quien da testimonio en favor de alguien o pide que el tal sea elegido, no le confiere un derecho a obtener una dignidad; sino que cumple solamente la función de una persona que alaba y pide. Aquel que elige, en cambio, llama canónicamente a la dignidad, y confiere un verdadero derecho a recibirla (…)” (16).
  
En resumen, en las elecciones eclesiásticas el pueblo puede dar testimonio de las cualidades de un sujeto (testimónium reddére) y pedir su elección (petére), pero no puede en absoluto votar en una elección canónica y elegir entonces a un candidato para un cargo eclesiástico dándole el derecho de recibir –en cuanto persona elegida– dicho cargo. Y esta conclusión se funda en un principio que pertenece a la fe y a la voluntad del Señor: es decir, el hecho de que la Iglesia no es una sociedad democrática sino jerárquica (e incluso monárquica) (17), fundada en la distinción –de derecho divino– entre Clérigos y Laicos. Los “tradicionalistas” que atribuyen a personas que no forman parte de la jerarquía de jurisdicción, e incluso a simples fieles, el poder de elegir hasta al Sumo Pontífice, están paradójicamente contaminados con la herejía de una Iglesia democrática tan difundida entre los “modernistas”, del estilo “comunidad de base” o “la Iglesia somos nosotros”.

Padre FRANCESCO RICOSSA, IMBC. La elección del Papa (fragmento). Revista Sodalitium, Nº 55 de la edición italiana (54 francesa).
  
NOTAS (del original)
[14] Como ya he probado en otra parte (F. RICOSSA, Le consacrazioni episcopali, C.L.S., Verrua Savoia, 1997), la Iglesia enseña que el Obispo no recibe la jurisdicción mediante la Consagración, sino sólo mediante el Papa, aunque el Vaticano II enseñe lo contrario. Contra esta doctrina, enseñada repetidamente por el magisterio ordinario, no sirve de nada objetar con ejemplos históricos de elecciones (y consagraciones) episcopales durante la sede vacante. Estas elecciones demuestran sólo la no ilicitud –en caso de sede vacante por ejemplo– de consagraciones episcopales, pero no demuestran que los elegidos gozaran de la jurisdicción episcopal, que sólo recibieron, con la confirmación de su elección canónica, del nuevo Papa. Esto no impide que hayan podido creer de buena fe tener jurisdicción ya antes de la confirmación papal, dado que la doctrina que defendemos (según la cual la jurisdicción episcopal viene del Papa y no de la consagración) ha sido precisada por el magisterio en períodos posteriores a estos hechos históricos, mientras que todavía era discutida en el Concilio de Trento. Señalo entre otras cosas que la doctrina de Cayetano a este propósito –también en esto fiel discípulo de Santo Tomás– es la que acabamos de recordar (cfr. no 267).
   
[15] Journet concluye remitiendo al Dictionnaire de théologie catholique, en la voz Election des papes, para “una exposición histórica de las diversas condiciones en las cuales los papas han sido elegidos”. Aprovecho para señalar cuan decepcionante es el DTC en la cuestión que estamos tratando (y no es el único caso). El redactor de la voz “elección de los papas” se limita en efecto a una exposición histórica, omitiendo en cambio los puntos de vista teológicos y dogmáticos que son mucho más importantes: un punto de vista que ha inducido a error –por omisión– a muchos lectores e investigadores.
   
[16] Camillo Card. MAZZELLA, De Religióne et Ecclésia, Prælectiónes Scholástico-Dogmáticæ, Roma, 1880. Agradezco a Mons. Sanborn que me señaló esta cita hace años (mientras que es a mí que pertenece toda falta por los errores de traducción).
   
[17] Cfr. SAN PÍO X, ep. Ex quo nono, 26/12/1910, DS 3555, donde se condena el error opuesto profesado por los cismáticos orientales. Recientemente, en cambio, Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha negado que la Iglesia sea monárquica.

1 comentario:

  1. Creo que le hablan a algunos que quieren hacer un Cónclave que lo llevan preparado desde hace años, jajajaja es inevitable la risa por ellos, mismos que me pidieron borrar mis comentarios aquí y como sigo siendo vigilado por sus fieles, será mejor pues, seguir de pie, excelente articulo. Le hablan señor Squetino

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