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viernes, 11 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA UNDÉCIMO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
     
LOS MISTERIOS DOLOROSOS
CAPÍTULO XV. MISTERIO PRIMERO: LA ORACIÓN Y AGONÍA DE JESUCRISTO EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS.
Entrados a la región dichosísima, por dolorosa que ella sea, de los recuerdos de la pasión de Jesucristo y de la Corredentora, entrados, del valle de los lirios y azucenas, al monte de las rosas y de la mirra, sea nuestro maestro San Bernardo, cuyos hermosos afectos todos de hijo fidelísimo de la Iglesia, ha consignado ésta en las páginas de su libro ritual del Breviario, para enardecer el ánimo de sus ministros, en las fiestas que más amorosos afectos reclaman para nuestro Redentor y su amable Madre: «Yo desde el principio de mi conversión, dice el amoroso Santo, en vez del cúmulo de méritos del cual carecía, cuidé de formarme un hacesito compuesto de todas las angustias y amarguras de mi Señor, y de colocarle en medio de mi pecho. De la abundancia de este recuerdo de suavidad brotarán siempre mis palabras; mientras viviere no olvidaré jamás estos sentimientos de compasión, porque son ellos los que me vivifican. Este hacesito de salud le conservaré siempre, ninguno me lo arrebatará, él morará siempre dentro de mi pecho. A la meditación de esto he llamado y llamaré siempre sabiduría; en ello hago yo consistir la perfección de la justicia, en ello la plenitud de la ciencia; en ello las riquezas de la salud, en ello la opulencia de los méritos. Esto es lo que levanta mi ánimo en la adversidad, lo que le reprime en la prosperidad. Esto es lo que me concilia con el Juez del mundo, cuando me presenta, al que es tan tremendo para los potentados, manso y humilde… Esta es mi sublime filosofía, saber a Jesús y éste crucificado».
  
Ahí está ya Jesús en lo más florido de su hermosa misión: «salí de mi Padre y vine a este mundo, y vuelvo de él a mi Padre»; «un bautismo tengo que recibir; cuán contrariado estoy mientras no le recibiere». La sed, el ansia del padecer, del sacrificio, de redimir al hombre, de obrar la prodigiosa maravilla del amor por el sacrificio, por el martirio, entre la humildad y la abnegación; para esto ha sido enviado nuestro prodigioso Cristo del seno de su Padre, y esto era lo que urgía a su Corazón magnánimo: padecer presto, padecer mucho, infinitamente.
  
Tan admirable sacrificio, admirable hasta lo inaudito, reclamaba tanta gloria en el mismo preámbulo de ser emprendido, que de ello salió el pensamiento y la obra estupenda de la Eucaristía, prodigio en que todo se resume: la Eucaristía, delicia de la tierra y gloria de los cielos, todo lo contiene, todo lo representa, todo lo reproduce antes y después de sucedido; es la misma Encarnación, es El mismo que encarnó, es la misma Pasión, es El mismo que padeció, es El mismo crucificado y muerto, es El mismo resucitado, ascendido y glorificado a la diestra del Padre.
  
Al inaugurar, pues, nuestro amable y sapientísimo Redentor, su pasión sagrada con su oración y agonía en el Huerto de los Olivos, viene ya de haber dado a comer y beber su verdadero cuerpo y sangre sacramentados a sus discípulos, y de haberles dicho: «siempre que de esto comiéreis y bebiéreis, representaréis la muerte mía sin cesar hasta que yo vuelva al fin del mundo».
   
Qué admirable es esta pasión del Señor, qué disposición de actos tan digna de un Dios hombre de dolores, qué majestad tan divina en los ordenados actos de ese voluntario padecer: ese Redentor divino que a su voluntad dispone de su dolor, para mejor reinar sobre su pueblo en las tres horas de suspensión en el patíbulo de la Cruz, traslada a la víspera de esas tres horas por la noche en el Huerto de los Olivos, la agonía que debía haber sufrido en el patíbulo de la Cruz; y así como se dijo, «se ha ofrecido o ha muerto por su propia voluntad», así, con tanta propiedad así, debe decirse: «ha agonizado voluntariamente antes de haber sido herido y crucificado»; porque su dolor es tan verdadero como libre; verdaderamente padece, pero también no padece sino porque lo quiere con verdadera libertad y por eso con infinito mérito; padece como verdadero Dios.
  
La oración del Señor y su agonía en el Huerto, son como todas las obras de su redención, prodigios de amor, de sabiduría, de enseñanzas de virtud, de esperanzas de fortaleza, de seguridades de salvación, de consuelos de gloria. Cuando la Santa Iglesia Católica, con un acierto y un buen sentido que pasma, ha tomado con tanta fe y tanto calor de caridad el defender y constituir para siempre, eso de que en la persona de Jesucristo está íntimamente unida la naturaleza divina y la naturaleza humana, tan perfecta una como otra, tan sin confusión a la vez que tan unidas, de suerte que nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y hombre en una sola persona que es la divina, no ha hecho más que asegurarnos en el goce de la legitimidad del mayor de nuestros tesoros. Nada puede acercarnos tanto y tan amorosamente a la majestad divina como Jesucristo pasible y padeciendo, como Jesucristo entregado a la oración de la angustia y de la agonía, como Jesucristo sudando Sangre. Si se nos pidieran pruebas de la verdadera religión, diríamos: la que nos presente a Dios en mayor altura de majestad y en la mayor abnegación de misericordia, esa es la verdadera. Tal es nuestro Jesucristo, tan glorioso y de tanta majestad, tan verdaderamente Dios en su resurrección y ascensión a los cielos, y a la vez tan verdaderamente hombre en su oración y agonía del Huerto. ¡Cuán verdadero es el amor que Dios nos tiene, que así se proporciona, hasta el punto de hacerse inteligible y amabilísimo hasta la ternura, el infinito Dios, El Incomprensible y Santo!
   
Pero no sólo misteriosas verdades que creer, que admirar y agradecer, sino enseñanzas de virtud y dones de consuelo, es lo que nuestro Redentor nos ofrece en ese Huerto de los Olivos. ¡Sí, Redentor nuestro, ya sabemos que en los temores y en la agonía de la vida, en las angustias y en la víspera de la muerte, estáis muy cerca de nosotros, si cerca os queremos tener. Padecer con Vos, padecer por amor vuestro, padecer alentados por el padecer vuestro, esa es la verdadera religión, esa es la verdadera ciencia, la verdadera dicha, la verdadera salud!
    
Pero sin la compañía de la Reina Correclentora, sin su enseñanza, sin su ejemplo, sin su auxilio, ¿podríamos acercarnos, aun siquiera acordarnos de vuestro auxilio, oh Jesús, verdadero hijo de esa Reina de todo lo criado y de todas las gracias? Muéstrenos esa Reina de las virtudes toda la intensidad del dolor de nuestro Jesús en su agonía, todo su mérito, todas sus enseñanzas, todos sus provechos; porque sin Ella, que es nuestra maestra después de ese mismo Jesús, nada podremos entender, ni estimar, ni aprender, ni aprovechar.
    
La necesidad de hacer oración, ya la había mostrado nuestro Jesús, de las dos maneras que consigna el Evangelio: la una fue orando él mismo antes de ejecutar grandes cosas, ya en oración sostenida o prolongada, como la noche que precedió a la elección confirmatoria de sus doce apóstoles, ya en las breves oraciones que precedieron a sus grandes milagros, como fueron el de la resurrección de Lázaro y el de la institución de la Santa Eucaristía; la otra manera fue redactando él mismo con sus divinos labios las palabras con que debíamos orar: «Padre nuestro, santificado sea tu nombre, etc.»; fórmula inaudita, bastante por sí sola para acreditar de Hijo verdadero de Dios al redactor de ella.
   
Pero la oración del Huerto tuvo de nuevo sobre esas otras, para nuestra enseñanza, el serla propia del lance supremo en que nos amenaza el peligro de un mal inminente, como es o el del pecado o el de la muerte, y en todo caso el de la tentación, la cual crece de punto en el trance de la muerte. Esos males tan pavorosos, nuestro divino Maestro nos enseñó a afrontarlos y superarlos con la oración, mediante la cual, primero que todo como fieles soldados, hiciésemos profesión de fidelidad a nuestro divino Jefe, en el combate, y luego recabásemos de él no sólo las armas defensivas y ofensivas, sino aun el valor para vencer, que es poderoso de concedernos.
 
Dura cosa es el padecer, dura es el agonizar, dura es el morir; pero sea bendito el Maestro divino que nos enseñó a superar esa dureza, a endulzar esa amargura, a hacerlas meritorias, a hacerlas deseables y gloriosas; sea bendito ese Redentor que nos alcanzó no sólo las armas del combate, sino el ser poderosos para empuñarlas y blandirlas, el ser valientes y el ser vencedores. ¡Cuánto no costó a nuestro Jesús el constituirse en ese estado, en ese trance en que le contemplamos en el Huerto! Mérito infinito es el suyo, como que es tan verdadero Dios como verdadero hombre; verdaderamente ha sufrido infinito dolor en su agonía, verdaderamente ha orado por sí y por nosotros; «verdaderamente, como Isaías lo dijo en profecía clarísima, ha tomado ese Mesías en sí mismo nuestros desfallecimientos y penalidades y ha soportado nuestros dolores».
   
Mas ¿qué motivos especiales de dolor, de apremiante angustia, de suprema agonía hasta sudar sangre, son los que ha tenido nuestro admirable y amabilísimo Salvador? ¿Quién no podrá conjeturarlos?
   
Fue el primero, como enseñan los intérpretes sagrados, la viva aprehensión de la pasión y muerte que ya instaban para el siguiente día. Ya preveía nuestro Jesús todos y cada uno de sus tormentos, los azotes, oprobios, bofetadas, risas, blasfemias, muerte y muerte de Cruz que iban a infligirle los judíos; viva aprehensión con la que parecía adelantarse a cada uno de esos padecimientos, aprehensión tan viva, que ya le hacía entre la tristeza y la angustia, dar gemidos, temblar, languidecer, palidecer, desfallecer y casi caer y aun sudar sangre, tormentos todos que el nuevo Adán oponía a la torpe alegría y deleite que el primer Adán aceptó al comer del fruto prohibido y que aceptamos los pecadores en nuestros delitos en medio de delicias, fausto y honores. Fue el segundo, la previsión de todos los dolores que habían de padecer los mártires en los potros, hogueras y toda clase de tormentos; los confesores en las persecuciones, las vírgenes en la guarda de su castidad, los casados en la educación de sus hijos y domésticos; en la pobreza, trabajos, etc; les prelados y pastores en su gobierno y todos los fieles en las tentaciones. Todos estes sufrimientos y uno por uno, los aceptó e hizo suyos Jesucristo en su mente, pues a todos sus fieles los ama como hijos y como a sí mismo, como lo tiene declarado en su Evangelio (San Mateo, cap. XXV, verso 35 y 40). Fue el tercero, la ingratitud de los hombres, principalmente la previsión de que muy pocos se aprovecharían de estos dolores y que pocos por esa ingratitud se salvarían. Fue la cuarta, la aflicción de su Madre, principalmente cuando asistiese al pie de la Cruz; pues si los dolores del Hijo, como espada traspasarían el alma de la Madre, y de ella se reflejarían sobre el mismo Cristo, sumo dolor le causaba que la Señora sufriese por Él tan grandes dolores. Y así éstas y todas las otras tristezas las reprimía y superaba nuestro Redentor, pero sólo en esta vez las dio a conocer a sus discípulos en el Huerto.
  
Esta oración angustiosa de Nuestro Dios Redentor, como todas las grandes obras que Él hizo, como todas las obras de su redención, ha sido de tan prodigiosos efectos, que sin cesar es recordada, meditada, agradecida, ensalzada, celebrada, imitada y aprovechada por miles de fieles en el universo mundo por donde se extiende la Santa Iglesia Católica, en la recitación y meditación del Rosario, a más de que en la Misa tiene consagrada su consideración especial en el Ofertorio.
   
Tiene también la Santa Iglesia instituida en años recientes la fiesta especial de ella en la feria tercera de la Dominica de Septuagésima, oficio en que resplandece, mediante la sabiduría y la santidad de la Iglesia, el triunfo definitivo y sempiterno de Jesucristo en todo cuanto hizo. «¡En memoria eterna será el Justo», escrito está de éste, pero más del Justo de los justos «su poder será exaltado con gloria!» (Versos 7 y 9, Salmo 111). La prodigiosa vitalidad y fecundidad de esa pasión del Señor Jesucristo como de todos sus actos, es tanta y tan florida, que no cesa de producir de tiempo en tiempo manifestaciones singulares brillantísimas, como han sido las llagas milagrosas de San Francisco de Asís, a imitación de las cinco llagas del Salvador, y estigmas semejantes en Santa Catalina de Siena, y Magdalena de Pazzi, en Sor Catalina Emerich; llagas como las de San Francisco en la estigmatizada Luisa Lateau, de Bélgica, nuestra contemporánea, de tan gloriosa autenticidad y, permítasenos la frase, de un gusto tan a la moderna, como la autenticidad de los milagros de Lourdes, que no puede ya mejores exigir el incrédulo. Y de esas manifestaciones las hay también tan gloriosas como las revelaciones de Santa Brígida, de la misma Catalina Emerich y de la venerable María de Ágreda, que a semejanza de la revelación evangélica guardan en páginas inmortales los hechos inmortales de nuestro inmortal Cristo y de su inmortal divina Madre.
   
No os olvidéis de nosotros, oh Redentor Jesús, concedednos la gracia de no olvidar los hechos todos de vuestra pasión adorable, de recordarlos cada hora y aprovecharnos de ellos sin intermitencia, porque si el entendimiento es débil para ocuparse en vos sin cesar, la voluntad es más fuerte para quererlo a lo menos.

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