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jueves, 17 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA DECIMOSÉPTIMO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXI. MISTERIO CUARTO: JESUCRISTO CONDUCIDO CON LA CRUZ EN SUS HOMBROS POR LAS CALLES DE JERUSALÉN AL SUPLICIO DEL CALVARIO
Henos aquí ya, no con el Rey de burlas de cetro de caña; pero ni con cetro de oro. Este Nazareno ha de ser no obstante Rey y verdadero Rey de dolor y su cetro la gran insignia de los suplicios, sin que por esto deje de ser hoy en lo invisible y al fin sea reconocido como Rey de toda gloria. Por eso Isaías le predice de extraña grandeza: «su imperio, dice, le portará sobre su hombro» y ese imperio, es decir, su símbolo, no será otro que el de la cruz. Y ahora es cuando se entiende eso que decía y quería el divino Maestro: «el que me ame tome su cruz y sígame», y se entiende también eso otro tan sublime, «cuando fuere levantado en alto lo atraeré todo a mí».
  
El gran espectáculo, pues, abre la marcha; del Pretorio procede, trasciende ya a las calles, espectáculo es ya para todos lugares y siglos. Aparece ya el Redentor cargando su cruz, y la Madre, no digamos ya más que la Madre, la dolorida Madre, le sigue y en torno de Ella las santas mujeres, con el Discípulo fiel.
  
El estandarte del Rey descúbrese ya («Vexílla Regis pródeunt»), revélase, todo es que aparece, que se desplega, y ya se observa como que triunfa. David tiene dicho: «grandes cosas preveo, al Rey se refiere mi anuncio, palabra buena, palabra de buena nueva. Mi lengua quiere desatarse en referirlo sin tardanza. Cíñete al lado tu espada, oh Rey potentísimo, avanza, adelántate, que todo te sea próspero y álzate ya con tu reino y con tu triunfo».
   
Todo este extraño aparecer, avanzar, reinar y triunfar, es algo más grande que lo de combates de Josué, de David, de Salomón, de hombres de espada y de conquista con gente de armas; todo no es más que el estandarte, el combate, el reinado y el triunfo de la pasión de Jesucristo, principalmente por la cruz de su suplicio. Por eso la Iglesia Santa tiene palabras de celeste unción cuando santamente poetiza todo esto; y en la procesión conmemorativa del Viernes Santo, sorpréndenos con este himno que ha siglos entona y cada siglo entonará con mayor número de voces de pueblos y naciones: «Las banderas del Rey se descubren, ved ya fulgurando el misterio de la cruz; de esa cruz en que la Vida misma, el Autor de la vida, sufrió la muerte y con esta muerte produjo nuestra vida». David lo predijo, David lo cantó mil veces en fiel profecía: «que el Señor había de reinar desde un madero».
  
Esto, pues, qu e tanto se ha debatido con intención contraria en cada bando, y que se ha querido a fuerza de cruentísimos azotes, de tumulto de combate entre el Cielo y el Infierno, ¡con razón! es el cetro del Rey, es la exaltación de su estandarte.
 
«¡Venga acá la cruz! ¡A nosotros la cruz, para clavar en ella a nuestro Enemigo!», dicen los demonios, dicen los fariseos ecos suyos. «¡Pues esa cruz es la que ansiamos!», dicen Jesús y sus ángeles. «¡Acá la cruz; ya, lo tengo dicho, clama el Nazareno, con ella y en ella determino reinar , mi bautismo es ese, eso es lo que ansío!».
  
«¡La cruz, dice también la Madre, la excelsaa Madre, acá la cruz; dolorosa y mucho y de muchos tormentos es ella para mí; pero después de mi Hijo, nadie ansía por ella tanto como yo!».
  
Qué misterio tan grande y amoroso es, pues, este, y por eso muy en breve ardiendo en fe y amor se dirá por uno de los apóstoles, a convertidos suyos que de esa fe y ese amor participaban como primicias del universal incendio: «¡lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo»… «Él se ha anonadado voluntariamente constituyéndose en obediencia hasta la muerte y muerte de cruz… y en el nombre de este Jesús, ¡dóblese toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos!».
  
«Grande espectáculo es este, dice San Agustín; si lo mira la impiedad, grande ludibrio; si la piedad, grande misterio; si la impiedad lo atiende, gran documento de ignominia; si la piedad, gran monumento de fe; si la impiedad lo considera, se ríe de un Rey que por cetro de su reino porta el madero de su suplicio; si la piedad, ve que ese cetro que lleva el Rey para ser él mismo clavado en él, habrá de fijarse más tarde en la frente de los reyes, y en eso que los impíos despreciarían con su desdeñosa mirada, habían luego de gloriarse los corazones de los santos»; y aquí aduce el insigne Doctor la gran palabra de San Pablo que antes citamos.
   
Pero no apartemos nuestra vista del avance de esa multitud inmensa que con el divino Reo a la cabeza y su santa familia no lejos de Él, procede del Pretorio y tomando por la vía dolorosa y la calle de la Amargura, nombres destinados ya luego a la inmortalidad, ha de instalarse finalmente en la cumbre del Calvario. Aquí cedemos nuestra humilde palabra a la hermosísima de la inspirada de la Reina del cielo, a la inspirada María de Ágreda:
«Por esta diligencia de los judíos corrió luego por toda Jerusalén la voz de la sentencia de muerte que se había pronunciado contra Jesús Nazareno, y de tropel concurrió todo el pueblo a la casa de Pílalos para verle sacar a justiciar. Estaba la ciudad llena de gente, porque a más de sus innumerables moradores habían concurrido de todas partes otros muchos a celebrar la Pascua, y todos acudieron a la novedad, y llenaron las calles hasta el palacio de Pilatos. Era viernes, día de Parasceve (San Juan XIX, 14), que en griego significa lo mismo que preparación o disposición; porque aquel día se prevenían y disponían los hebreos para el siguiente del sábado, que era su gran solemnidad, y en ella no hacían obras serviles, ni para prevenir la comida, y todo se hacía el viernes. A vista de todo este pueblo sacaron a nuestro Salvador con sus propias vestiduras, tan desfigurado y encubierto su divino rostro en las llagas, sangres y salivas, que nadie le reputara por el mismo que antes había visto y conocido. Apareció, como dijo Isaías, como leproso y herido del Señor (Isaías LIII, 4); porque la sangre seca y los cardenales le habían transfigurado en una llaga. De las inmundas salivas le habían limpiado algunas veces los santos ángeles, por mandárselo la afligida Madre, pero luego las volvían a repetir y renovar con tanto exceso, que esta ocasión apareció todo cubierto de aquellas asquerosas inmundicias. A la vista de tan doloroso espectáculo se levantó en el pueblo una tan confusa gritería y alboroto, que nada se entendía ni oía, más del bullicio y eco de las voces. Mas entre todas resonaban las de los Pontífices y fariseos, que con descompuesta alegría y escarnio hablaban con la gente para que se quitasen, y despejasen la calle por donde debían sacar al divino sentenciado, y para que oyeran su capital sentencia. Todo lo demás del pueblo estaba dividido en juicios y lleno de confusión, según los dictámenes de cada uno. Y las naciones diferentes que a el espectáculo asistían, los que habían sido beneficiados y socorridos de la piedad y milagros del Salvador, y los que habían oído y recibido su doctrina, y eran sus aliados y conocidos; unos lloraban con lastimosa amargura, otros preguntaban qué delitos había cometido aquel hombre para tales castigos, otros estaban turbados y enmudecidos, y todo era confusión y tumulto» (Mística Ciudad de Dios, núm. 1355).
  
La compasión que el Varón de dolores era digno de inspirar a cuantos le miraban, y con ella el amor todo entero, las santas mujeres se la ganan como primicias de los triunfos del amor del Verbo humanado, primicias que siempre supo ganarse la mujer, participe en esto de la dicha de aquella Mujer excelente, bendita entre todas y entre todos. Cuando en otros días los fariseos disputaban malignamente con el divino Maestro y le despreciaban a pesar de un elocuente milagro y con motivo de él, la curación de un poseído del demonio, es una mujer animosa quien alza la voz para desagraviar al hermoso despreciado Nazareno: «bienaventurado el vientre que te crió y los pechos que te alimentaron»; mujeres son las que le desagravian cuando la crueldad farisaica y la cobardía del Juez le han proclamado digno de ser conducido en afrentoso espectáculo a morir en cruz; palabras de alabanza habían sido las de aquella Mujer, llanto y plañidos son ahora, elocuente expresión con que, sin ofender, se reprueba la crueldad triunfante de los tiranos y se protesta en favor de la inocencia perseguida.
   
Mas así como el divino Maestro pagó dignamente con hermosísima enseñanza a aquella mujer, paga ahora a éstas: «No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque si esto hacen en el leño verde, qué será en el seco?».
   
«Con estas razones misteriosas, dice María de Agreda, acreditó el Señor las lágrimas derramadas por su pasión santísima, y en algún modo las aprobó, dándose por obligado de su compasión; para enseñarnos en aquellas mujeres el fin que deben tener nuestras lágrimas, para que vayan bien encaminadas. Esto ignoraban entonces aquellas compasivas discípulas de nuestro Maestro, que lloraban sus afrentas y dolores, y no la causa porque los padecía; de que merecieron ser enseñadas y advertidas. Fue como si les dijera el Señor: “Llorad sobre vuestros pecados, y de vuestros hijos, lo que yo padezco, y no por los míos, que no los tengo, ni es posible. Y si el compadeceros de mí es bueno y justo, más quiero que lloréis vuestras culpas que mis penas padecidas por ellas, y con este modo de llorar pasará sobre vosotras y sobre vuestros hijos el precio de mi Sangre y redención que este pueblo ciego ignora. Porque vendrán días (que serán los del juicio universal y del castigo) en que se juzgarán por dichosas las que no hubieren tenido generación de hijos, y los prescitos pedirán a los montes y a los collados que los cubran, para no ver mi indignación. Porque si en mí, que soy inocente, han hecho estos efectos sus culpas, de que yo me encargué, ¿qué harán en ellos, que estarán tan secos, sin fruto de gracia ni merecimientos?”. Para entender esta doctrina fueron ilustradas aquellas dichosas mujeres, en premio de sus lágrimas y compasión».
  
La dichosa participación de las hijas de Dios en su gran sacrificio de la vía dolorosa y calle de la Amargura, se dispensa también por nuestro Redentor divino a los varones de su pueblo. Dichoso mil veces el Cireneo, a quien tocó ser ocupado, obligado por mandato arbitrario de los Príncipes de los sacerdotes, a ponerse en contacto, a portar el dichoso madero del sacrificio del Mesías. Desde luego los nombres de sus hijos Alejandro y Rufo son consignados en el Evangelio de San Marcos. ¡Santa envidia nos causan esas predilecciones a todos cuantos en la Pasión de Jesús podemos tomar participio, al menos, entre los últimos y casi mecánicos adherentes de la grande escena! Mas, participios como el que ahora envidiamos son de importancia desmedida, pues es aproximarse demasiado a un sol tan esplendoroso como Jesucristo, para dejar de convertirse en importante luminar.
  
¡Qué mucho que los Santos Padres se vuelvan todos elocuencia cuando contemplan la fortuna de esos humildes predestinados; tanta razón así tenía David, cuando exclamaba: «determinado he ser el más abyecto en la familia de mi Señor, más bien que ser de los primeros en los tabernáculos de los pecadores!»
   
¡Qué mucho que de ese mismo par de forajidos que Jesús lleva uno a diestra y otro a siniestra en la afrentosa procesión, los Santos Padres demuestren y magnifiquen las grandezas de uno de ellos que se convertirá a última hora, que se convertirá en gran mártir, confesor y bienaventurado. Por su parte, el Cireneo fue santificado con sus dos hijos; la historia consagra la memoria de su dicha. Del Cireneo, se lee: «En la religión sigue Simón a sus hijos, para no ser defraudado de la merced debida de haber conducido la cruz de Cristo; porque después de muchas buenas obras, murió en gran paz en Jerusalén» (Lucio Dextro, en Cornelio Alápide).
  
Aparte de esta especial merced en bien del que presta un servicio al Redentor, que en manera alguna puede ser defraudado de su paga, de la paga magnífica, infinita de un rey que es Dios, que es agradecido y que recibió el servicio cuando todos se avergonzaban de Él, la gran enseñanza de la persona del Cireneo, es de profunda sabiduría, es la reproducción de la compasión, es decir, de la participación con nuestro Redentor en el padecer, y por eso en su amor y por eso en su gloria. Esta es palabra de San Pablo: «si compátimur et glorificábimur»; fórmula de esta otra más sencilla, de boca misma de nuestro amabilísimo Redentor: «si alguno quiere ser mi discípulo, tome su cruz y sígame». Enseñanzas son estas esencialmente católicas, profundamente evangélicas, diametralmente opuestas a la falsísima doctrina protestante sobre inutilidad de las buenas obras.
  
Son admirables en gran manera, oh Jesús nuestro, las industrias con que nos busca ese amor que nos tiene el Padre, e igual nos tenéis Vos; dispuesto lo habéis todo tan suave y fácilmente y con tanta fuerza a la vez, para que se consiga vuestro objeto a maravilla: ser azotado, despedazado, llagado, befado, escupido, escarnecido, hecho objeto de gran lástima; representar en todo esto los efectos y calidades del pecado en su malicia, y no menos los efectos y calidades de ese pecado en su tremendo castigo. Después de esa representación hacéis otra: os adaptáis un suplicio en que desde luego podíamos tomar alguna parte a más de la compasión: ayudaros con el peso de la cruz, que es ese suplicio, y para mayor habilidad vuestra, hacéis que os salgamos al paso; más todavía: hacéis que nos compelan a tomar esa cruz, no quedándonos ya entonces más trabajo que convertir en voluntario lo que de alguna manera es ya necesario: todos podemos hacer lo que ese dichoso compelido Simón.
  
Esto mismo consignan los Santos Padres. San Atanasio: «Llevó el Señor su cruz por sí propio y a su vez se la llevó un hombre, Simón. Ante todo la lleva Jesús como trofeo reportado sobre el Diablo; mas, por su voluntad libre llevaba su cruz para suplicio de su propia Majestad; pues no fue obligado por la necesidad a sufrir la muerte. A su vez también llevó esa cruz un hombre, Simón, para que fuese a todos manifiesto que el Señor moría, no con su propia muerte sino con la de los hombres».
  
San Ambrosio: «Esto sucedió para que primeramente Él erigiese el trofeo de su cruz, y en seguida lo entregase a sus mártires para que ellos también lo erigiesen. Pues conviene que su trofeo lo enarbole primero el caudillo vencedor».
  
Por su parte Orígenes: «Convenía que no sólo Jesús llevase su cruz, sino que nosotros se la llevásemos, cediendo a una necesidad de compulsión que nos era saludable. Él mismo nos lo dijo: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”» (En Cornelio Alápide).
  
Llega el Señor, por fin a ese Calvario, como en otro tiempo Isaac, con la leña de su propio sacrificio, sobre la cual instalado como en ara de altar santísimo, sería ofrecido a modo de ejemplar y prototipo eterno de todas las oblaciones y holocaustos, "rescatando —prosigue nuestra inspirada María de Ágreda— a todo el linaje humano de la potencia tiránica que ganó el demonio sobre los hijos de Adán (Colosenses II, 15). Llamó el mismo Isaías, yugo y cetro del cobrador y ejecutor, que con imperio y exacción cobraba el tributo de la primera culpa (Isaías IX, 4). Y para vencer a este tirano y destruir el cetro de su dominio y el yugo de nuestra servidumbre, puso Cristo Nuestro Señor la cruz en el mismo lugar que se lleva el yugo de la servidumbre y el cetro de la potencia real, como quien despoja de ella al demonio y le trasladaba a sus hombros, para que los cautivos hijos de Adán, desde aquella hora que tomó su cruz, le reconociesen por su legítimo Señor y verdadero Rey, a quien sigan por el camino de la cruz (San Mateo XVI, 24) por la cual redujo a todos los mortales a su imperio (San Juan XII, 32) y los hizo vasallos y esclavos suyos comprados con el precio de su misma Sangre y vida (I Corintios VI, 20)» (Mística Ciudad de Dios, 1365).
 
Habéis llegado, Jesús nuestro, al lance final de vuestro gran combate; habéis concluido vuestra carrera triunfal de Conquistador. Como salís de esa proeza inaudita, saldréis de esa otra en que todo lo atraeréis a Vos. Enseñadnos a andar triunfalmente contra satanas, la vía dolorosa de nuestra prueba en la tierra, para salir triunfantes en la hora final en que ofrezcamos sacrificio semejante en crucifixión que imite a la vuestra. Vos y vuestra Madre dignísima, asistidnos en el camino y en el término. ¡No se pierda lo que Vos y Ella hicieron por nosotros; no desprecíeis la obra devues tras manos!

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