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viernes, 25 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA VIGESIMOQUINTO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXIX. MISTERIO TERCERO: LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES
«¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!» «El Espíritu del Señor ha llenado el mundo universo… Aleluya. Levántese Dios y sean disipados sus enemigos, y huyan de su presencia los que le aborrecen».
 
«Oh Dios, que has iluminado con la luz del Espíritu Santo los corazones de los fieles, concédenos el sentir rectamente en ese mismo Espíritu y el gozar siempre de sus consuelos. Por Jesucristo Nuestro Señor».

«¡Cuán bueno y suave es, oh Señor, tu Espíritu en nosotros!».
 
Este es canto y oración de la Santa Iglesia en la gran fiesta del Pentecostés o cuando invoca en especial misa al Espíritu Santo.
  
Este misterio, objeto de la fe y del amor para incipientes y para perfectos, es, como todos los del símbolo católico, admirable. La economía de su manifestación, de su preparación, revelación y dispensación, toda es sabiduría, bondad, misericordia y caridad eterna.
 
«Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito», dice el Evangelio. También podemos decir: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Espíritu Santo». «Tanto amaron al mundo el Padre y el Unigénito, que le dieron a su Espíritu Santo».

El Padre nos crió, el Hijo Verbo de Dios nos redime, el Espíritu Santo nos santifica y glorifica. Las tres altísimas personas verdaderas y distintas, son una sola y misma divinidad, una misma esencia divina. En Jesucristo, mediador de ellas, Verbo hecho hombre, la Divinidad se ha hecho en cierta manera visible por la operación teándrica de su humanidad en beneficio de los mortales, que no entramos todavía por la muerte en el gozo del cielo. Pero si en las tres divinas personas hay distinción, no hay separación; y, así mismo, si en las obras suyas hay distinción no hay tampoco separación.
   
A semejanza de esta distinción y unidad, Dios quiere la cooperación nuestra en la adquisición de la salvación y recompensa. «Quien te crió sin ti no te salvará sin ti, decía San Agustín. Cooperación no sólo de fe, sino de obras; no sólo de fe para con el Legislador y Juez, para con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para con el bautismo, la remisión de los pecados y la vida eterna; no sólo de fe sino también de obras; porque, dice Jesucristo: “si me amáis guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y él os dará otro Consolador para que permanezca con vosotros por siempre” (San Juan XIV, 16)».
   
Y a la vez que quiere Dios de nosotros esa doble cooperación, quiere de parte de su alta Majestad, no menos, la gradual manifestación y dispensación de sus inmensos favores, gradación misteriosa y soberanamente razonable, porque resplandece en ella el prototipo del Ser divino, de las Relaciones divinas. El Padre es el principio, el Hijo el medio, el Espíritu Santo la consumación; el Padre obra por el Hijo con el Espíritu Santo; Dios o Dios Padre se difunde en el Hijo por el Espíritu Santo en su Iglesia, en sus escogidos. Y todo vuelve a la unidad de donde salió y en todo hay que exclamar con efusión de fe, de amor, de esperanza, de santo temor y de agradecimiento: «Digno es el Cordero, que ha sido sacrificado, de recibir alabanzas dignas de Dios… alabanzas de gloria y de bendición» (Apoc. V).
  
«Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo; alabémosle y ensalcémosle por todos los siglos»; gracias a ti, oh Dios, gracias oh verdadera y una Trinidad, una y suma Deidad, Santa y una Unidad.
   
Estos son los esplendores, estos los afectos de ese gran día, de esa gran obra de la Pentecostés. «No os separéis de Jerusalén, ha dicho en el último convite á sus discípulos el que va a ascender en triunfo a sentarse a la diestra de su Padre; esperad ahí el cumplimiento de la promesa, el bautismo del Espíritu Santo, para no muchos días después de ahora». Y esto ha sucedido al cabo de diez días, de diez días santamente ocupados en guardar los mandamientos, los diez mandamientos del Señor, como observa algún intérprete (Hesiquio), ocupados en la oración, en la concordia y caridad de Dios y del prójimo, presididos, gobernados por el humildísimo ascendiente de la discreta y animosa Madre del Verbo y Esposa del Paráclito.

Venían los días de las primicias del nuevo trigo, se contaban ya después de la muerte de Jesús, cincuenta días para la publicación de la ley de amor y de gracia, como se contaron cincuenta después de la Pascua de Egipto hasta el día del Sinaí. Perseveraban en oración esos dichosísimos fieles, y el ya invisible Jesucristo, envía en forma visible al otro Consolador. Oímosle ya en voz como de trueno o viento impetuoso y vémosle en forma como de lenguas de fuego. Las profecías de Isaías y de Joel se cumplen con admirable originalidad. El don de hablar todas las lenguas y el aliento para confesar a Jesucristo resucitado y glorioso, transforma a la pequeña grey. Jesucristo cumple y confirma cuanto tiene anunciado y solemnemente repetido: «Amadme, guardad mis mandamientos. Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que permanezca con vosotros para siempre, el Espíritu de Verdad que el mundo no puede recibir… No os dejaré huérfanos, vendré á vosotros… El que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me le manifestaré».

La gran promesa del Dios de los siglos y del Hijo de Dios, hoy se cumple en los apóstoles y en los ciento veinte fieles del Cenáculo; y ya luego en los tres mil que San Pedro inflama en el mismo fuego del Espíritu Santo, y así como incendio que cunde a todas partes, en muchos fieles de la Judea y de Samaria y de todas las naciones hasta el fin de los siglos.

Con qué efusión alzaría el canto esa nueva Iglesia, alentada por la magnánima Virgen Madre: «Alabad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Alabad al Señor todas las naciones, alabadle todos los pueblos».
  
El Dios de misericordia y paciencia, fuerte y suave en la dispensación de sus obras, con ese modo sapientísimo y reclamado por la naturaleza misma del hombre, todas las maravillas de la Pentecostés pudo haberlas hecho antes, en el mismo día de la muerte del Redentor, o en el de la Resurrección. Pero no es eso lo que la humana y tarda inteligencia nuestra entendería, contemplaría ni agradecería sin un milagro innecesario y discordante, con el orden general de sucesión de tiempo en el desarrollo de la Creación, de la Redención, Santificación y Glorificación.
  
Así, pues, como nuestro Jesús podía decir y dijo: «Las obras que hago no son mías, sino de mi Padre»; así también podía decirse del Espíritu Santo: la obra de la Pentecostés es hecha por Jesucristo en el Espíritu Santo. Por eso del Padre se pudo decir (usque modo operátur) que «no cesa de obrar», y del Espíritu Santo, que permanece en la Iglesia rigiéndola y vivificándola («Manébit apud vos». «Dóminum et vivificántem»); y del Verbo humanado se dijo por el contrario: que «pasó haciendo el bien».
  
Si Jesucristo por su santa humanidad se adapta tanto a hacernos más inteligible y por ende más amable la bondad infinita del Padre, no menos predisponemos para hacer más inteligible y amable al hermosísimo, amorosísimo y dichosísimo Espíritu Santo. Amar, pues, al Espíritu Santo, es amar á Jesucristo y al Padre. Y así como es debido y hermoso alegrarse y amar el santo día de la Resurrección, lo es entregarse á tan felices afectos con el gran día del Espíritu Santo, cual si fuese de otro Jesucristo y, mejor, del mismo Jesucristo en la persona de otro que con él es un solo y mismo Dios.
  
Con razón, pues, el Crisóstomo dice con su poderosa elocuencia, de ese gran día: «Hoy la tierra se nos ha hecho cielo, no porque de los cielos bajasen las estrellas a la tierra, sino por haber ascendido los apóstoles a los cielos; porque se ha derramado copiosa gracia del Espíritu Santo y a todo el Orbe lo ha hecho cielo, no mudando su naturaleza, sino enmendando su voluntad. Ha encontrado a un publicano y lo ha hecho evangelista; ha encontrado a un perseguidor y lo ha mudado en apóstol; ha encontradoaá un ladrón y lo ha introducido en el paraíso; encontró a una meretriz y la hizo igual a las vírgenes; encuentra magos y los cambia en evangelistas; ha puesto en fuga a la malicia, ha introducido la benignidad, ha exterminado la servidumbre, ha introducido la libertad, ha perdonado la deuda, ha derramado la gracia de Dios. Por eso la tierra se ha vuelto cielo y esto no dejaré de decirlo cuantas veces pudiere» (En Cornelio Alápide).

Obra del Padre es la misión de Jesucristo, obra del Hijo la infusión del Espíritu Santo, por la salvación de los hombres; y, todo, obra de Dios. Otro Jesucristo es, pues, el Espíritu Santo; oigámoslo de San Agustín: «Cuánta, dice, cuán inefable es la piedad del Redentor. Introdujo al hombre en el cielo y envió a Dios a la tierra. Cuán grande es el cuidado del Autor por la restauración de su hechura. Pues he aquí que de nuevo se nos envía de las alturas otra Medicina; he aquí que de nuevo la Majestad se digna visitar por sí misma a sus enfermos. He aquí que de nuevo las cosas divinas se nivelan con las humanas, esto es, el Vicario Sucesor del Redentor viene entre nosotros a consumar con la virtud peculiar de su Espíritu Santo, los beneficios comenzados por el Salvador; lo que uno redimió, el otro santificará; y lo que aquél adquirió, éste cuidará y conservará» (En Cornelio Alápide).

Es tan cierta esa hermosa verdad, que, como es de notarse en ese pasaje, San Agustín al Espíritu Santo le llama “Vicario”, esto es, Sucesor de Jesucristo; pues el Espíritu Santo quiso descender al mundo para imitar la venida del Verbo, esto es, de Jesucristo, y completar su empresa y sus hechos. Por lo que, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, fué semejante al descenso de Jesucristo al mundo, esto es, a su Encarnación:
  • «Primero. En cuanto a la substancia, porque así como la susbtancia del Verbo desciende a la carnc, así el Espíritu Santo desciende substancialmente a los apóstoles;
  • Segundo. En cuanto al modo, porque así como el modo de la Encarnación fue la unión hipostática, así la hipóstasis del Espíritu Santo se unió a los apóstoles de un modo semejante; el Verbo encarnado fue como el fuego en el carbón, el Espíritu fue como fuego que se posaba en los apóstoles;
  • Tercero. En cuanto a la causa, que fue el amor inmenso y divino por el que el Espíritu Santo, lo mismo que Cristo, descendieron para beneficio de los hombres, y esto, substancial y personalmente;
  • Cuarto. En cuanto a las propiedades, porque así como por la Encarnación del Verbo, Dios se hizo hombre y en cierta manera el hombre se hizo Dios, de una manera semejante con el Espíritu Santo hay una comunicación de idiomas entre Él y los apóstoles, por la cual, así como de los apóstoles se dice que quedaron hechos espirituales, santos, divinos por el Espíritu divino y santo que recibieron, así el Espíritu Santo se dice apóstolico, profético, doctor, predicador;
  • Quinto. Y finalmente en cuanto los frutos y efectos: el Verbo encarnado nos limpió de los pecados, nos iluminó, nos dio toda gracia, nos perfeccionó, nos hizo dichosos y nos condujo a la gloria eterna; así en todo, el Espíritu Santo» (En Cornelio Alápide).
Razón tenemos, pues, para gloriarnos en el Espíritu Santo por su dichosa infusión en los apóstoles; de esta Santa Persona tenemos que decir lo mismo que del divino Verbo: ha habitado entre nosotros, hemos visto su gloria, gloria digna del Paráclito, amor del Padre y del Hijo, lleno de gracia y de Verdad.
  
Así como la gloria del Padre no deja de ser proclamada: «Señor, Señor Dios Nuestro, ¡cuán admirable es tu nombre en toda la redondez de la tierra!». La gloria del Hijo lo es también solemnísimamente: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, hossana en las alturas!». Así igualmente la gloria del Paráclito: «el Espíritu del Señor ha llenado toda la tierra; hossana, alleluya»; Gloria al Padre, gloria al Verbo, gloria al Paráclito; «os alabamos, os bendecimos, os adoramos, os glorificamos; gracias os damos, Trinidad Santísima, por la dignación con que os habéis apiadado de nosotros y mostrádonos tanta gloria; Señor Dios Rey celestial, Dios Padre Omnipotente, Señor Jesucristo Hijo Unigénito; Señor Dios, Cordero ele Dios; Tú sólo eres altísimo, oh Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria del Padre».
   
Dichosa Creación de nuestro buen Padre celestial, dichosa Redención de nuestro buen Rey Jesucristo, dichosa venida, dichosa consolación, dichosa santificación de nuestro buen Espíritu de amor y de caridad eterna.
  
¡Oh Santísima Trinidad! y Tú, obra perfectísima suya, Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Paráclito, ruega por nosotros para que entendamos y amemos el gran dón del Espíritu Santo, que con el Hijo y el Padre es el amor y bien para el que hemos sido criados, redimidos y santificados.

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