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lunes, 28 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA VIGESIMOCTAVO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXXII. JESUCRISTO EN LA ASUNCIÓN DE SU AMADA MADRE.
Ahora es a la inversa; nuestras consideraciones vamos a ponerlas en los pensamientos y afectos de ese Hijo divino para con la asunción de su Santa Madre; así la entenderemos y amaremos mejor, y así de consiguiente entenderemos y amaremos mejor a nuestro Dios.

Comienza el Cántico de los cánticos, con que se celebran los galardones, los triunfos de la Madre de Dios. Todo lo que puede el amor decir de alabanza a la hermosura criada por ese amor; todo lo que puede Dios hacer, intentando lo supremo de los favores que Asuero quería hacer a su fiel subdito Mardoqueo, se hace en la asunción de la humilde María; todo lo que Salomón con la Madre suya, si Salomón hubiese sido Dios; todo lo que Asuero con la escogida Ester, si Asuero hubiese podido disponer de mejores dones, eso hace Jesucristo Dios, con la Madre de Dios, madre suya.
  
Tanto amó Dios al mundo, que le dió a su Hijo Unigénito; más que a ninguno del mundo, que a ninguno de los ángeles, amó Dios a la excelsa María; pues, ese Unigénito ciado al hombre y al ángel, se da principalmente a María.

«En mi Unigénito está todo mi amor», dice Dios Padre; pues, de una manera semejante dirá también: «todo mi amor está en esa humilde María, en esa Madre de mi Unigénito». El Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, dice, pues, a Ella y por Ella a todas las almas sus escogidas: «Ven del Líbano, Esposa mía; ven, serás coronada». «Hija de Sión, toda eres hermosa y suave, como la luna hermosa, como el Sol escogida». «Como cedro en el monte Líbano te levantas, como ciprés en Sión, como mirra selecta has dado olor de suavidad, como cinamomo y bálsamo de perfume». «¡Qué hermosa eres, amiga mía y cuán bella eres; son tus ojos de inocencia y mansedumbre como de paloma!». «Miradla: ¿quién es ésta que se levanta como el sol, hermosa como Jerusalén? Las hijas de Sión la contemplan y la llaman dichosa, las reinas prorrumpen admiradas en su alabanza». «De rosas va circundada como en días de primavera, de lirios de los valles». «El Señor le ha prestado su ayuda, la ha llenado de gracia, con todo el favor de su semblante, jamás vacilará porque el Señor está con Ella». «María es llevada a los cielos; los ángeles se regocijan y todo es en alabanza del Señor».
   
¿Qué es todo esto sino la voz difusa de una gran palabra, la luz difusa de un gran luminar? «La llena de gracia», «la bendita entre todas las mujeres», «la que todas las generaciones llamarán dichosa»; esos tres encomios todo lo compendian.
  
El buen Dios, el Omnipotente, el Omniciente, amó a sus criaturas, amó al hombre; gran verdad, bendita verdad. Pero en las obras del Bueno, del Omnipotente, del Sabio, se reclaman lo sencillo y lo profundo, lo uno y lo vario. Es tan verdadero que Dios ama a los humanos, que nada menos una criatura humana puede entender dicho a sólo Ella, y a sólo Ella con singularísima aplicación, cuanto es aplicable a cualquier otro humano, a quien Dios dispense su amor y sus favores. Por eso los amorosos afectos y deliquios de Dios misericordioso, con verdad aplicables a todas las almas buenas y a cualquiera buena, lo son singularísima y únicamente en toda su plenitud a la única, a la escogida, a la predilecta María.

Con ésto, discurramos y admiremos, no sólo si en verdad ha habido asunción de María a los cielos, sino en ella el mayor triunfo que a humana criatura haya podido concederse. Ese Hijo de Dios, ese Verbo divino que tanto amor ha tenido a la Inmaculada y humilde, a la Dolorosa, a la magnánima, ¡con qué dádivas de amor y omnipotencia no la habrá colmado al resucitarla y hacerla subir en cuerpo y alma a los cielos! Cómo no la diría: «¡Madre perfectísima, Madre ameritadísima; yo todo lo puedo, yo todo os lo debo; pedid, que puedo daros, no ya como el hombre que es sólo hombre, que no puede donar, si es rey, sino la mitad de su reino y un reino en que todo cede a cuenta, peso y medida, sino mucho más; yo os doy todo mi reino, todo mi gozo; entrad a él, Madre mía. Ya no os diré sólo “mujer”, como en Caná y en el Calvario; ya no os argüiré como el día que me hallastéis en el Templo, ya de perdido; ya puedo deciros ahora: “Paloma mía, Inmaculada mía. Hermana mía, Esposa mía, y, sobre todo, Madre mía; que eso sólo si apenas lo insinué en mi Cántico de los cánticos, que hoy plenamente comienza en toda su gloria, oh humilde Madre de este verdadero Dios hombre”!».
 
Pensemos, amables lectores, si en equivalentes expresiones que en la otra vida sabremos en su exactitud deliciosa, ¿no sería este el lenguaje de los conceptos y afectos de Jesucristo glorificado para con la Santísima Virgen, el día luminosísimo de su asunción a los cielos? Y siendo esto así, ¡cuán hermoso aparece Dios en su amor al hombre y al género humano, a las almas buenas, y, por excelencia, a la Bendita entre todos los humanos, a la Reina de todos los buenos!

«Siendo la recepción de María en el cielo por su divino Hijo —dice el sabio apologista de Ella en este siglo— en razón de la que Ella le dispensó en la tierra, debía superar a la de todos los elegidos. Como María le ha recibido la primera, y de un modo inefable, en la Encarnación; también la primera, y de un modo inefable, ha debido ser recibida en su Asunción. No sólo le ha recibido Ella, sino le ha atraído, atraído por la humildad, la fe, la pureza, la caridad de su alma; y esta es la razón de por qué María debió ser atraída por un misterio especial de gracia y de gloria; y ha debido ser atraída, elevada en su cuerpo y en su alma, porque Ella le atrajo por su alma y su cuerpo. Ha debido llevar al cielo el sello sensible de su maternidad, que es el título de su belleza, el cuerpo en que concibió a Dios por el mayor de los prodigios. Ha debido llevar a la gloria el seno que ha llevado a Jesús en su humillación, que le ha alimentado en su infancia, a fin de ser honrado por los bienaventurados en su prerrogativa de Madre de Dios, como Jesús ha querido serlo en su título de Hijo del Hombre» (Juan Santiago Augsto Nicolás, La Virgen María y el plan divino, parte III).

Ese Hijo agradecido que, cuando la prueba, que cuando niño, que cuando pobre y cuando huésped, fue objeto de la más santa y meritoria recepción de su humilde Esclava, ¡cómo no será hoy el objeto de los agradecimientos del que agradece y paga toda buena obra, cuando esa buena obra de María es la más buena y excelente que darse pudiera en humana criatura y en criatura alguna! Hoy se ve lo que es Dios-hombre obligado, agradecido y dispuesto a pagar lo que debe: esta es la gloria de la Asunción.

«Ven, hácele exclamar a ese Dios un piadoso discípulo de San Bernardo, ven ¡oh, mi muy amada! Pues nadie en mi humildad ha dádome tanto como tú, a nadie como a ti quiero colmar de los bienes de mi gloria. Me comunicaste en mi Encarnación la naturaleza del hombre, y quiero comunicarte en tu Asunción la grandeza de Dios. Admitiste al Dios Niño en tu seno; recibirás al Dios inmenso en su gloria. Fuiste morada de Dios en su peregrinación; serás palacio de Dios en su reino. Fuiste la tienda de Dios mientras combatía; serás el carro de triunfo de Dios Vencedor. Fuiste lecho del Esposo encarnado: serás trono del Rey coronado».

¡Cuánto de virtudes y de dones no ha inspirado el Hijo en la Madre! Si hubiera de suprimirse el cielo como goce, y quedase y pudiese verse en sí mismo y no en sus efectos de gloria el mérito de la virtud y de sus buenas obras, ¿no fuera ya un mar inmenso, un cielo de belleza la de esos dones con que el Hijo ha enriquecido a la Madre Santísima? ¡Esa humildad, esa prudencia, esa discreción, esc callar, esa palabra oportuna, esa constancia, esa firmeza, esa dulzura, esa fortaleza, esa abnegación, esa magnanimidad, esa paz, esa paciencia, esa contrición, ese contento, esa alegría, esa fe, esa esperanza, esa caridad la más ordenada de todas, esa misericordia, de la que es constituida la Madre y la Reina!

Eso ha dado el Hijo a la Madre; a eso ha correspondido con el céntuplo la Incomparable… ¿En dónde estás, admirador de lo bello y arguyente de lo verdadero, que no proclames en la Asunción de la Reina de las virtudes a la Reina de todas las glorias?
  
Sí, Jesús Dios Nuestro, te saludamos, te felicitamos, te amamos, te glorificamos, te damos gracias por ese gozo de tu corazón con que das lleno a los deseos de tu agradecimiento a la Reina de todas las madres, en ese gran día en que asombras a los cielos por tu ternura y tu magnificencia de Hijo de la Virgen Santísima. Ahora vemos una vez más y la mejor de las veces, que no hay Dios como el Señor Dios Nuestro, el que habita en la altura y atiende a los humildes tanto como en la tierra así en el cielo.
  
Fe, esperanza, amor: eso es, oh Cristo, lo que te pedimos por la intercesión de aquella que tanta fe, esperanza y amor abrigó para ti. Danos esas tres dádivas para conocer y amar cada día más y más, por ti a tu dulce Madre y por ella otra vez a ti.

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