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jueves, 3 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA TERCERO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).

CAPÍTULO VII. MISTERIO SEGUNDO: LA VISITACIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA A SANTA ISABEL, Y SANTIFICACIÓN DEL BAUTISTA.
Es un abismo que invoca otro abismo, cada maravilla del Evangelio. La ciencia y el amor del misterio de la anunciación del Verbo encarnado, viene a completarse, y más todavía a multiplicarse, con la ciencia y el amor del gran misterio de la visitación de María a Isabel. ¡Un abismo absorbido en otro abismo! Y todo, ¡con qué sencillez de sucesos, de asuntos y de personajes! Mas en el fondo, ¡qué profundidad, qué magnificencia! y siempre ¡qué prodigios de verdad y de amor!

En el anuncio del ángel entró la noticia de que Isabel la estéril y anciana había concebido hacía seis meses; así es que, si la modesta y retirada María emprende con festinación un viaje de tres y cuatro días a las montañas donde mora Isabel, bastante se descubre el por qué del impulso divino para que la modesta levante su frente y deje en ella brillar el santo celo de la gloria del Verbo; bastante se descubre el por qué del impulso divino para que la retraída se deje ver del mundo. El Dios que nos enseña a tener en oculto la oración, a la vez nos excita a que nuestra luz brille delante de los hombres para gloria de ese mismo Dios.
   
¿Para qué ese viaje de la modesta y de la retirada? Desde luego, ved ya la acción del Verbo que ansioso, como más tarde y por otros motivos lo diría, de poner fuego a la tierra, ante todo va a ponerlo en su futuro Precursor y en la madre de éste y en su padre y en todos los pacíficos habitadores de las montañas de Judea; digno es esto del verdadero Dios, cuyo carácter sorprendente resplandece como aurora inesperada y brillantísima allí nada menos donde no se creía que brotase sino pobre luz.
  
¡Sí, es tan verdadero que el Verbo mismo se ha encarnado en el seno de esa doncella, que, sin tardanza su actividad le denuncia, digamos así, le pone en evidencia; de boca de la amable viajera sale una salutación sencilla a su visitada: «la paz sea contigo», y con ella basta para obrar prodigios. Juan salta de gozo en el vientre de Isabel y ésta recibe al punto la luz clara de lo que se ha obrado en el seno de María, y en términos equivalentes y a grandes voces clama: «¿qué es ésto? ¡Tú has concebido nada menos que a Dios; tú eres madre no ya de un hombre sino de Dios mismo que en ti se ha hecho hombre! ¿De dónde a mí tanta dicha, que la Madre de mi Señor venga a visitarme?».
  
¡He ahí el pregón de la concepción del Verbo divino, de la concepción del Rey de los reyes; la voz no de un gran cortejo de potentes del siglo, sino de una humilde mujer de las montañas!

¿Qué es esto tan nuevo, tan sorprendente y original por su sencillez? Es esto nada menos que el obrar del verdadero Dios. Este Dios, todo lo hace así; ya lo iréis viendo. Esa humilde Isabel ya veréis cuánta gloria reportará de ese su encomio; esa humilde María, ya veréis cómo en todo está a la altura de las prodigiosas magnificencias que en tanta sencillez ocúltanse, y ese párvulo que ya de sólo ocho días de concebido, va desplegando sucesos que después serán el pábulo inextinguible de los pensamientos y afectos de millones de hombres, no obra tan sencillamente, sino porque en verdad es Dios.

Estas bellezas celestiales, bellezas dignas de la verdad, las han meditado los Santos Padres. Venid y ved cuán suaves no menos que sabios son los conceptos que aquellas les inspiraron.
   
Del viaje festinado de la modesta Virgen, dice San Ambrosio: «Va (la Santa Virgen) no llevada de incredulidad con la revelación divina, no por incertidumbre en el anuncio, no como dudosa de la prueba a que se le remite con Isabel, sino por la alegría de un santo propósito, por la piedad de un oficioso afecto a su prójimo, con la solicitud que su gozo despertaba».
  
De la acción del humanado Verbo, dice Orígenes: «Jesús que estaba ya en el seno de la Virgen, se apresuraba a santificar a Juan también oculto aún en el seno de su madre».
  
Y Alápide, en comentario de esto, añade citando al venerable Beda: «Ha ido (la Santa Virgen) para felicitar a Isabel su parienta por la milagrosa concepción de Juan y para prestar sus servicios a la que estaba en cinta y además anciana, y por eso ha permanecido con ella todo el tiempo restante de tres meses de embarazo hasta el nacimiento de Juan». «Y con esto daba a los futuros siglos un ejemplo insigne de humildad y de caridad, por cuanto la que ya era madre de Dios y Reina del Mundo, se digna visitar a Isabel, la cual debía servir y humillarse ante María; con esto también nos excitaba a visitar, saludar, servir y favorecer a los miserables, a los pobres y a otros inferiores de nosotros, y a que lo hiciésemos con ánimo espontáneo y contento».
  
Del gozo del Precursor a la presencia del Mesías, dice bellamente Orígenes: «Santa era el alma del bienaventurado Juan, y encerrada todavía en el vientre de su madre y todavía por venir al mundo, sabía, como si la experiencia del sentido se lo hubiese dado a conocer, lo que Isabel ignoraba. Por eso saltó en el vientre, no como quiera sino de gozo, pues había sentido la presencia de su ya venido Señor para santificar a su siervo antes de salir del vientre de su Madre». «Es entonces —había dicho antes Orígenes— cuando Jesús hizo de su Precursor un profeta». De una manera semejante, dice Eutimio: «El Niño que la Virgen llevaba en su vientre, confirió al punto el don de profecía al niño que también era llevado en el vientre de la estéril». Y, por fin, San León: «Aun no nacido Juan, se conmueve y salta de gozo (exsultávit), como si ya dentro de las entrañas de su madre, exclamase: he aquí el Cordero de Dios».
   
Nota nuestro expositor la hermosa y sublime concordancia de ese exsultávit, de ese movimiento de regocijo de San Juan, con el exsultávit, con el regocijo de la Santa Virgen de que ella hablará en su amabilísimo himno del «Magníficat».
   
Y del gozo y de las grandes voces de exclamación profética de Isabel, con cúanta verdad y belleza nos regalan los Santos Padres, entre ellos San Bernardo, sobre estas palabras: «Bendito el fruto de tu vientre»: «Singularmente es tuyo ese fruto de tu vientre, pero mediante tú, llega éste al alma de todos. De esta manera, en otro tiempo, todo el rocío estuvo en el vellón, todo en la era, pero en ninguna parte de la era estuvo todo como lo estuvo en el vellón. En ti sola ese Rey opulento y sobreopulento se anonadó, el Excelso se abajó, el Inmenso se apocó y se hizo menor que los ángeles. Por fin, el verdadero Dios e Hijo de Dios se encarnó, ¿y con qué fruto? Nada menos que con el de ser enriquecidos con su pobreza, levantados con su humillación, engrandecidos con su apocamiento y adheridos a Dios con su encarnación, de suerte que comencemos a ser un solo espíritu con él».
  
Y de esas otras palabras de Isabel dice admirablemente nuestro Alápide: «Palabras son estas (¿y de dónde a mí que la Madre de mi Señor se digne venir a visitarme?), palabras son éstas de humildad y reverencia suma, con que se reconoce deber el favor, no al propio mérito, sino al don divino, como dice San Ambrosio: A la madre imitó Juan (¡armonía gratísima!) cuando al acercársele Cristo para ser bautizado, “yo soy, le dice, quien debo ser bautizado por tí; ¿y tú te dignas venir a mí para que te bautice?” — “Deja por ahora, le contesta Cristo, así es como conviene que se cumpla toda justicia”. (Mat. 3-14)».
  
Pero sobre todo, como se ve en esta admirable escena de la Visitación la ley constante, el estilo sapientísimo de obrar del verdadero Dios, es a saber: siempre el propósito, siempre el designio de que los fieles se asocien, hagan coro, hagan cortejo a su Criador y Redentor, al Unigénito; que los que aman a Dios, se amen entre sí; que porque aman a Dios, mutuamente se amen, y porque entre sí se aman, amen al que es causa y razón de todo amor. Eso por una parte, y por otra, que a Jesucristo en sus humillaciones no falte nunca una compensación de alabanza, aún más excelente que aquella de la cual por su abnegación se priva.
  
Y así, ni un momento dejó el Altísimo de tener en acción a su Santa Iglesia visible, no bien comenzó a tomar posesión de sus escogidos una vez hecho carne. Asombra ver cómo ese Verbo, apenas concebido en el vientre de la incomparable Inmaculada, saca tan excelente fruto de alabanza, de elementos tan desapercibidos a la mirada humana: la humildísima y joven María, su prima la referida Isabel, Zacarías el esposo de ésta e insensiblemente los habitantes montañeses de la comarca.

El Verbo se había hecho carne, la promesa por cuyo cumplimiento se movían las naciones y los imperios sin saberlo, estaba ya cumplida; la esperanza de Israel por la que trabajó en tantos siglos, estaba ahí como inmenso tesoro escondido a las miradas; la gloria de Dios vivo moraba ya en la tierra; con estupor profundo contemplaban los ángeles tamaña dignación, ¿y todos los humanos habían de callar?...
  
Dios de gloria y de santidad, ¿por qué no acudes con tu sabiduría a los intereses de tu honor supremo?. . . .
   
¡Ah! no temáis por ello; sus intereses procurados están y vencedores en ese conflicto de la abnegación y de la gloria, y esto es admirable; la sabiduría divina ha obtenido un espléndido triunfo. Y de ese triunfo es el autor no sólo el Dios del cielo, sino su humilde Esclava. Solícita en extremo andará la Doncellita por procurar los intereses de su Dios y Esposo, de su Dios e Hijo, de su Dios y Padre, apenas sentido el impulso de su Espíritu Santo. Ha volado a las montañas a glorificar al Verbo, a glorificar al Padre, a glorificar al Espíritu Santo, a santificar a Juan Profeta y Precursor del Salvador, a congratularse con Isabel y con Zacarías, a celebrar las maravillas de la naciente aurora de salvación, a congregar en uno los corazones de los buenos israelitas para no dejar sin alabanza al Dios salvador suyo, mientras llegan los días de una alabanza de mayor número de fieles con la formación de la Iglesia grande.
  
«¿De donde a mí que la Madre de mi Señor se digne venir a visitarme? ¡Bendita tú entre las mujeres, bendito el fruto de tu vientre, dichosa tú la que has creído!», dice la inspirada Isabel. Sublime es sobre toda alabanza criada la contestación de la Doncellita: «¡Mi alma engrandece al Señor! ¡Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador!». Como quien contestase, según observa felicísimamente San Bernardo: «Tú, Isabel, engrandeces a la Madre del Señor; pero el alma mía no engrandece sino al Señor. A mi palabra atribuyes la gloria de haber saltado tu hijo de gozo; pero mi espíritu regocíjase y como que salta de gozo en el Dios Salvador suyo».
   
¡Oué alabanza tan cumplida la de esas dos santas mujeres ignoradas por entonces de los humanos, y sin embargo, Reina la una hasta de los más encumbrados ángeles, y Madre la otra del hombre más santo que entre los simples hombres haya nacido! He ahí al Verbo en plena acción, en plena sabiduría allí en donde los ojos del mundo y sus oídos nada veían ni escuchaban que valiese la pena.

Grande alabanza a Cristo y al Padre, grandes prestaciones de caridad fraterna en bienes inmensos eternos y temporales, tenemos ya en esa al parecer pequeña iglesia formada del oculto Jesús y del oculto Precursor, niños aún en el vientre materno, y de las dos santas familias. Esa es la obra del recien concebido Verbo, cuya palabra «ni estará ociosa ni volverá vacía».
  
Amable lector: no ceses de pensar en esas maravillas de la Visitación, y de alabar por ellas a nuestro buen Dios humanado y a la Doncellita incomparable, Madre de su divino Verbo.

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