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viernes, 4 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA CUARTO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).

CAPÍTULO VIII. LA VISITACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN: EL CÁNTICO DEL «MAGNÍFICAT».
Según antes dijimos, es ley constante en el obiar de Dios, que a Jesucristo en sus humillaciones no falte nunca una compensación de alabanza, aún más excelente que aquella de la cual por su abnegación se priva. Y así la gran palabra aquella, consignada en profecía en boca del real Profeta y aplicada después por el mismo Jesucristo, en la ocasión de su entrada triunfal en Jerusalén, el último domingo que precedió a su pasión y muerte, no deja un punto de cumplirse: «de boca de niños y de los que aún penden del pecho de su madre, has sacado perfecta alabanza contra tus enemigos».

El cumplimiento de esa ley vémoslo obtenido de un modo aún más excelente en esa escena de la Visitación, no sólo porque aún no nace el niño que da tan grande alabanza, sino porque ésta ha sido tan cumplida, tan perfecta, no bien ha sido motivada por ese niño aún no nacido, que no parece sino que toda la acción del divino drama de la visitación de María a Isabel, ha sido dispuesta por la Providencia Divina para producir ese gran fruto de eterna alabanza: el soberano cántico del Magníficat.
  
Es éste el compendio más acabado de la glorificación de Dios en boca de humana criatura, como que es la efusión del más perfecto amor que pudo abrigarse en esa alma prodigiosa, en cuya producción y santificación se agotaron, por decirlo así, los dones todos del Omnipotente y Misericordioso.
   
Hay que observar con San Bernardo, que en la producción de ese cántico se puso la Virgen Santísima a tanta altura de su destino, de su misión, de su vocación, que esta altura sólo puede medirse por la profundidad de su humildad; su humildad era el impulso de su amor; éste era tan grande como aquella; por eso de humildad tan profunda, se ha elevado por medio del amor al mayor grado de magnanimidad que puede concebirse. Y así, aunque humildísima, fue tan magnánima en la fe de la promesa recibida del ángel, que no dudó haber sido elegida para tan gran misterio, y sí creyó que luego tendría de ser la verdadera madre del Dios hombre. Esto es lo admirable de la gracia de Dios en sus escogidos, que ni la humildad los hace pusilánimes ni la magnanimidad arrogantes.

Ese excelente espíritu es el que anima el cántico del Magníficat todo íntegro: humildad profundísima, amor inmenso, magnanimidad altísima: «Mi alma glorifica al Señor Mi espíritu está transportado de gozo en el Dios Salvador mío Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava... Porque ha hecho en mí cosas grandes Aquél que es todopoderoso... Hizo alarde del poder de su brazo... Derribó del solio á los poderosos, y ensalzó a los humildes».
 
Es como quien dijese, conforme a lo antes indicado, según lo hace notar el sabio comentador: «tú, oh Isabel, me glorificas por cuanto me honras con el título magnífico de Madre de Dios, y celebras los grandes favores que Dios ha dispensádome; pero yo glorifico a Dios y le celebro, porque ha héchome grande al darme tan grande Hijo, que nada menos es Dios mismo, y se ha dignado obrar en mí tan gran misterio como la Encarnación de su Verbo».
   
En ese cántico, el más excelente de los que se registran en las Santas Escrituras, que el de Moisés, Débora, Ana, Ezequías, el de los tres Niños y el de Isaías, se alude a todos ellos y se les supera con mucho. Y así, la Santa Iglesia Católica Romana no cesa de recitarle y cantarle con rito solemne todos los días en el oficio de Vísperas, para celebrar y glorificar con él al Omnipotente y Misericordioso, como la mayor suma de alabanza que a Dios pudiera ofrecer en acción de gracias por la Encarnación del Verbo y por los otros dones recibidos, y como para beber e inundarse en esos afectos de devoción, de piedad, de amor, de regocijo en que al dictar ese cántico se engolfaba la Santísima Virgen, inspirada del cielo.
   
Es indudable que ese gozo supremo de la Santísima Virgen de que siempre estuvo poseída, si bien alternado con grandes dolores, y principalmente el gozo en la ocasión que prorrumpió en el cántico del Magníficat, debió haber acabado con su vida, a no haberla sostenido la gracia especial que reclamaba su gran destino. Después del gran milagro, del milagro infinito que la constituyó Madre de Dios, no es posible explicar la subsistencia de la vida terrena en María, sino mediante un orden permanente de milagros; en el destino soberano de esa incomparable Reina, lo natural es el milagro. Por eso la fe de los creyentes supera tanto en buen sentido a la razón de los incrédulos. Y son por eso dignos de lástima esos pérfidos jansenistas y esos contagiados católicos que tan poco dispuestos se muestran a aceptar las piadosas revelaciones de las almas santas, en que predomina ese altísimo buen sentido con que se afirma ese milagroso orden de vida de la Madre de Dios; milagroso debía ser en todas sus situaciones, en todos sus instantes, por más que a la vista del mundo, a semejanza de Jesucristo, la Bendita entre todas las mujeres, la Reina de los ángeles, la Primogénita de todas las criaturas, no haya pasado sino inadvertida y como una simple mujer.
   
Para que pueda columbrarse todo lo que significan esas palabras de transporte, de gozo; todo su alcance, toda su intención, que hacen de dicho cántico una maravilla, reflexiónese todo lo que importa esa expresión de «Salvador mío», que según los expositores bien podría traducirse: «Jesús, el Dios mío». «Mío» y muy propiamente podría decir la incomparable Madre: porque Jesús es mi hijo, porque es mi Salvador muy especialmente, como que me preservó de todo pecado y me enriqueció con toda gracia; como que también ha héchome la mediadora de la salvación de todos los hombres, de suerte que yo he venido a ser como la causa y la Madre de la salvación de todos los que han de salvarse.
 
Y si por las alabanzas que con tanta espontaneidad, verdad y justicia nos sentimos impulsados a elevar a la que es dueña, por decirlo así, como madre, de ese Jesús Salvador suyo; si por esas alabanzas hemos de inferir toda la gran razón, la inmensa razón del gozo de esa Reina y todo lo que vale su cántico, he aquí algo de tanto que en su honor pudiera decirse, con que nos desempeñará el dichoso San Efrén, quien así elogia a la Santísima Virgen: «Reina de todos, esperanza de nuestros padres, gloria de los Profetas, prez de los Apóstoles, honor de los Mártires, alegría de los Patriarcas, cabeza de todos los Santos, corona de las Vírgenes... Salve, vaso espléndido de Dios; Salve, estrella esplendorosa de la que salió Cristo; Salve, cántico de los Querubines e himno de los Ángeles; Salve, paz, gozo y salud del mundo; Salve, alegría del género humano; Salve, encomio de nuestros padres y ornamento de los Profetas; Salve, hermosura de los Mártires y corona de los Santos; Salve, gloria de los Piadosos; Salve, milagro insigne de toda la tierra; Salve, paraíso de delicias y de inmortalidad; Salve, árbol de la vida, contento y recreo; Salve, valle de los fieles y salud del mundo; Salve, resurrección del Progenitor Adán; Salve, madre de todos; Salve, fuente de gracia y de consuelo; Salve, refugio y amparo de los pecadores; Salve, propiciatorio de los atribulados».
   
Si esto es así y mucho que lo es, ¿no tiene inmensa razón la dichosa Virgen con ese transporte de gozo en el Dios su Jesús?
   
Y este gozo la hace convertir de nuevo la mirada a sí misma: «Porque ha puesto (Dios) los ojos en la bajeza de su esclava: por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes Aquél que es todopoderoso y cuyo nombre es santo».

¡Que acierto en este concepto: «la bajeza de su esclava», contrapuestas a la grandeza de Dios! ¡Qué insigne profecía esa: «ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones»: todo podrá negar el incrédulo, menos que esa profecía se ha cumplido espléndidamente! Con razón San Agustín comenta así con bella palabra el pasaje: «tú, oh Isabel, dices de mí: bienaventurada tú que creíste; pero yo digo: ya desde ahora (que he concebido al Hijo de Dios) me aclamarán bienaventurada todas las generaciones».
   
«¡Bienaventurada!» por muchos títulos que el piadoso Gersón reseña sabiamente: «bienaventurada, primero, "porque has creído," como esclama Isabel; bienaventurada, segundo, porque "eres llena de gracia," como Gabriel te saluda; bienaventurada, tercero, y bendita, porque es bendito el fruto de tu vientre; bienaventurada, cuarto, porque ha hecho en ti cosas grandes el que es todopoderoso; bienaventurada, quinto, porque eres la madre del Señor; bienaventurada, sexto, porque has sido fecundada conservando el honor de la virginidad; bienaventurada, séptimo, porque ni antes de ti hay alguna que te sea igual ni después de ti puede haberla».
   
Que todas las generaciones la llamarán bienaventurada, se ha cumplido en tal grado, que de siglo en siglo la aclamación crece, y a tal punto, que en el porvenir del tiempo en que esto escribimos no son de preverse sino nuevos aumentos en la grandeza de esa proclamación; bástenos hacer notar los grandes triunfos del culto de la Inmaculada Concepción en Lourdes, a la vez que ese movimiento de conversión de la protestante Inglaterra, entre otros sentidos en el de honrar a la imagen de la Virgen Santísima, que ha sido erigida y ceñida de aureola en la Catedral protestante de San Pablo de Londres últimamente.
  
«Ha hecho en mí grandes cosas el que es todopoderoso». Sí, y las reseña en breves conceptos el Cardenal Hugo: «primero, su santificación en el vientre de su madre; segundo, la salutación del ángel; tercero, la plenitud de gracia; cuarto, la concepción de su hijo; quinto, su fecunda virginidad; sexto, su virginal fecundidad; séptimo, su glorificada humildad; octavo, la prontitud de su obediencia; noveno, la devoción de su fe; décimo, su prudente pudor; undécimo, su pudorosa prudencia; duodécimo, el dominio del cielo». En su más sucinto lenguaje Santo Tomás de Aquino, escribe que «Dios puede hacer mejores cosas de las que ha hecho, excepto tres: la Encarnación del Verbo, la Maternidad de (para con) Dios, y la bienaventuranza del hombre en la visión de Dios».
  
Pero la excelsa Reina, atenta siempre a la gloria de su Dios, su Señor, su amor y su Hijo, no pierde de vista las glorias que a él pertenecen, ni tampoco el bien de sus semejantes, y por eso canta esa «misericordia que se derrama de generación en generación sobre los que le temen»; y canta no menos ese «alarde del poder del brazo divino, que ha deshecho las miras del corazón de los soberbios, derribado del solio a los podero sos, ensalzado a los humildes»; que «ha colmado de bienes a los hambrientos, y a los ricos los ha despedido sin nada».
  
La Reina de la misericordia, que obtuvo de su Dios cuanto en misericordia podía recibirse y que por eso fue más que todo constituida Reina de la misericordia, al agradecer a su Dios el mayor de sus dones, no podía olvidar a la multitud de los favorecidos mucho, pero en grados menores que ella, y, a la vez, la Mujer fuerte, la magnánima, tampoco podía olvidar sin dar gloria a su Dios, las ruidosas venganzas con que el Señor había herido en los pasados siglos y tendría de herir en los venideros a los malvados.
  
Ni menos podía olvidarse la excelsa Reina, de esos que habiendo hambre y sed de lo justo y de lo santo, han sido saciados. En ese su encomio no tanto alude a palabras semejantes de Ana la de Samuel, cuanto a sí misma cuya ansia de justicia y de santidad ha sido infinitamente saciada con la concepción del Verbo divino y con el perpetuo gozo de su divina maternidad; y alude no menos a la Santísima Eucaristía, a ese Pan del cielo, Pan de vida descendido del Cielo. Admire nuestro amado lector la concordancia de estas palabras de bienaventuranza para los pobres, los humildes y los sedientos de justicia, con esas otras que más tarde el Mesías, hijo hermosísimo de nuestra hermosa Profetisa, proferiría en más extensa proclamación: las ocho Bienaventuranzas.
  
Por fin, en ese cántico prodigioso, la gran Señora de todos los siglos pone por término y como epílogo de su entusiasmo, ese «acogió a Israel su siervo, según la promesa hecha a nuestros Padres, acordándose de su misericordia», palabras que expresan con vivísima elocuencia el objeto de la Encarnación del Verbo: la Redención del género humano, la salvación del amado pueblo israelita y de todos los verdaderos israelitas hijos de Abrahán por la fe que no por la carne, la liberación, de unos y otros, del pecado, de la muerte, de la condenación eterna, de los cuales males tristísimos, a fin de librarnos a todos, compadecido Dios, al fin nos enviaba a su Cristo.
  
¡Ese es tu cántico, Profetisa nuestra dichosísima! ¡Tú lo dictaste a Ella, Dios de misericordia, Espíritu divino procedente del Padre celestial y de ese Verbo ya hecho entonces Dios con nosotros, hermano y víctima futura nuestra! ¡Dadnos, Trinidad Santa, esa sabiduría con que mediante los conceptos de ese sapientísimo y amorosísimo cántico, en cuya meditación no cesemos, nunca de gozarnos, lleguemos a conocer al divino Jesús y a su Madre amabilísima, y lleguemos a amarlos tanto cuanto a los mejores os dignéis concederlo durante esta vida de aprendizaje y de merecimiento! Nada más queremos, mientras de esta vida se trate.

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