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martes, 8 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA OCTAVO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
   
CAPÍTULO XII. MARÍA Y JOSÉ EN LA PRESENTACIÓN DEL NIÑO DIOS EN EL TEMPLO.
Hemos de ver ahora la gran escena de la presentación del Niño Dios en el Templo, en lo que atañe principalmente a la Sacerdotisa de esa presentación y su feliz Consorte el muy santo José. Ya en el antecedente capítulo indicamos algo de lo que a este nuevo aspecto se refiere, y ahora nos gozaremos en espaciar nuestras miradas y nuestros afectos por ese campo florido de tantas grandezas y bellezas.
 
¡Todo es delicia y aprovechamiento en lo que nos ofrece la Madre amabilísima de nuestro Dios y su feliz y santo Consorte! Todo es motivo de admiración y de enseñanza, todo es un medio de acertar con el único camino que a Dios conduce; a Jesucristo no puede mejor encontrarse que por María, que acompañado de Ella y de José. No en vano el Padre celestial ha dispuesto que en todas las escenas de la redención que el Verbo divino vino a hacer del mundo, en las que se incluyen cuantas nos ofrecen algún pasaje de la vida de Jesucristo, a contar desde su mismo nacimiento en Belén, nunca dejen de acompañarlo o la Madre o ambos Consortes.

Mas, ante todo, a la vez que estos santos Esposos servían tan gloriosamente a la gloria de su Hijo, este mismo servicio era el medio de ejercitar sus virtudes y de consumarlos en toda perfección.

Ya en Belén la Señora y su admirable Esposo han tenido mucho en que hacer brillar su paciencia en la pobreza, su humildad en los abatimientos y no menos en las grandezas en que se vieron constituidos, o por el himno de ángeles a por el homenaje de Reyes y su gran cortejo.

Viene después la primera Sangre derramada en la Circuncisión; la Madre y su Esposo, ciertos como están, videntes como son de que ese su Hijo es Dios mismo, ¡qué tempestad de dolor no alcanzarán a descubrir en el horizonte sombrío de un más allá en la vida de ese Niño, cuando en la alta ciencia de esos videntes entra el saber que la Sangre de la circuncisión no es sino el símbolo de una inmolación en extremo sangrienta a que voluntariamente se entregará el Salvador de Israel y de las naciones! David cantaba: «no pediste holocausto ni víctima por el pecado; yo entonces dije: aquí estoy; yo vengo para cumplir tu voluntad ... . pero tú, Señor, no alejes de mí tus piedades ... . porque me hallo cercado de males sin número ... . multiplicáronse más que mis cabellos de mi cabeza, y mi corazón ha desmayado». (Salmo 39).

Los santos Esposos, conocedores profundos de las santas promesas, en menor grado José, y en manera altísima y sobre todas las inteligencias criadas María la incomparable, ya desde el día de la circuncisión del Niño, ¡qué abismo de dolor no sondearían con su inteligentísima mirada y qué amarguras no alcanzarían a probar ya, con el presentimiento de su caridad sobrehumana, delicadísima y a la vez heroica!
  
Por eso, al presentarse en el Templo a la celebración de un rito más solemne que el de la Circuncisión, los santos Esposos ya podían decir con intensísimo padecimiento en su corazón, cada uno para sí: «vamos al monte de la mirra y a la colina del incienso» (Cantar de los Cantares 4, 6). «Esto acabará en un dolorosísimo sacrificio», podrían decir la Señora y el justo José. «¡Qué cúmulo de dolor, de dolor infinito, no estará reservado para este Niño que es verdaderamente Dios, el espejo en que se miran los ángeles y el portento de amor con que el Misericordioso nos ha distinguido poniendo los ojos en la bajeza de su Esclava», diría la la Madre; y «concediendo a este su siervo—diría el humildísimo Artesano— lo que no fue concedido a tantos que de ello fueron dignos!». Pero no menos dirían: «mas esta redención tan dolorosa, esta amarga bebida del torrente, no será sino como un paso a la resurrección y a la gloria; beberá del torrente y por eso levantará su cabeza; así está escrito —dirían cada uno para sí los santos Esposos— tras de tantos dolores, cuánta será la gloria que espera a este Niño, la gloria nada menos que es debida al Hijo del Altísimo, al Unigénito del Padre. Que en todo se haga, Señor, tu voluntad».
   
El corazón magnánimo de los santos Consortes acompañaba de esa suerte ese grandioso homenaje que Jesucristo Niño se apresuraba ya a ofrecer a Aquél de cuyo seno había venido para hacerse hombre en el seno de la Virgen y redimir al mundo. Este acompañamiento, esta participación fue siempre del agrado de Dios, cláusula primordial, por decirlo así, del divino plan, de la sabiduría y bondad eterna: la gloria del Padre y para ella la gloria de su Cristo y para ellas la gloria de los santos Esposos y para todas ellas la gloria de todos los escogidos. Todos podemos tomar parte en el padecer, en el merecer, en el ser glorificados, cada uno en ascendente gradación.
  
A pesar, por eso, de las nubes de dolor que se interponen, ¡qué hermoso es, Santa Virgen, ese día que llaman de tu purificación, en que tú, la Inmaculada desde el primer instante, ofreciste tu Hijo, de edad de cuarenta días, a Aquél de quien era Unigénito, en homenaje de acción de gracias, a nombre de todos los siglos, de todos los hombres, de todos los ángeles! ¡Qué grandeza la de esa tu oblación; ninguno como tú puede medirla, estimarla, ponderarla; y sólo Dios puede abarcarla en toda su extensión, número y peso! ¡Qué día tan luminoso el de esa ofrenda, a pesar de aquellas nubes; si preludiaba al de la Parasceve, preludiaba no menos al dominical de la Resurrección!
  
Bellas son las palabras de San Bernardo a este respecto: «ésta oblación, hermanos míos, parece demasiado delicada, cuando no se hace más que presentarla delante del Señor; se redime por unas aves y vuelve a conducirse a poco de ofrecida. Día vendrá en que el ofrecimiento se haga, no en el Templo ni entre los brazos de Simeón, sino fuera de la ciudad entre los brazos de la Cruz; día vendrá en que no se redima esta ofrenda con otra ajena sangre, sino en que ella redima a otros con la propia Sangre, porque “para redención lo ha enviado Dios Padre a su pueblo”. Ese será el sacrificio de la tarde; éste el de la mañana; éste es hermoso, pero aquel será pleno».
   
Y tú, José dichoso, elegido como ibas para representar a todos los justos del Testamento Antiguo y a todos los futuros justos de la ley de gracia, ¡qué ciencia no recibirías y qué afectos, para entender, agradecer y alabar dignamente en nombre de todos esos santos las grandezas de esa oblación, y después de ellas las grandezas de la Oferente, de esa amabilísima Sacerdotisa, como en cierta manera pudiéramos llamarla!
  
Convenientísimo era que José fuese llamado a tomar parte en esa oblación, cuando era ya decreto del Altísimo, como el justo quizá presentiría, que no asistiese al sacrificio de la tarde, bastando a su misión asistir sólo al de la mañana. Otro José, tan dichoso como el de Nazaret, en cuanto a la futura obra que muerto éste le correspondería, estaba destinado para tomar de los brazos de la Cruz el cuerpo ensangrentado y muerto de Jesucristo, hecho ya varón de dolores, treinta, y tres años después.
  
Admira ver cómo Dios en sus obras todo lo provee a maravilla; grande maravilla es quien le alaba, cuando quiere ser alabado; grande maravilla es la alabanza del que lo alaba. Si todos los pasos que hubiese de dar el Niño Dios, debían ser objeto de alabanza, debido era proveerse de quien supiese alabarle dignamente, y de una alabanza digna del alabante. Y cuán a maravilla es digna la persona principal y las secundarias destinadas para dar esa alabanza, y cuán excelente es la alabanza suya. María y José son en sus personas, son en su virtud excelentísima una continua alabanza para el Niño Dios. Si nos representásemos en una parte siquiera de su total valor ese continuo hossana que se elevaba de los corazones de María y de José, iluminados sin cesar con la luz del Verbo de Dios hecho Niño, moriríamos. ¡Tan grande así es necesario suponer el homenaje constante de María y de José con ese incomparable Niño!
  
El dador de todos los dones, el munificentísimo Dios de todas las riquezas, de todas las gracias y de todas las glorias, ¿dejaría de proveer a sus dos Padres, de luces, de afectos, de alabanzas con que dignamente le viesen, dignamente le acariciasen, dignamente le glorificasen como un prodigio del cielo que con estupor de los ángeles se había hecho Niño y substentaba la condición de Niño como Hiio de los humildes artesanos, estimativo del Padre y verdadero de la Madre afortunadísima?
  
Por eso si el Evangelio nos dice de ese Padre y de esa Madre, que se admiraban de todo lo que Simeón y Ana decían de su Santo Hijo, no deja de ser exactísimo, como toda palabra bíblica, ya fuese porque aun a la misma Señora y más a su Esposo tomasen de nuevo las revelaciones de gozo y de dolor de aquellos dos Santos Profetas; ya fuese que si bien no ignoraban su contenido, les admirase ver asociados a esa ciencia a los dos santos ancianos; y ya, en fin, porque todas estas manifestaciones que el cielo iba haciendo a nuevos escogidos, de la gloria del Dios Salvador, renovando la memoria de los favores recibidos, excitase cada vez más y más la admiración y el reconocimiento de los santos Esposos.
  
Preparación tenían que ser las palabras de Simeón para afrontar pruebas dolorosas que apenas vueltos a Nazaret sobrevendrían: la degollación de los Niños de Belén, flores de martirio como les llama la Iglesia por boca de sus poetas; la fuga a Egipto y años de destierro en ese país de gentiles. Mas todo sucedería en alternativa, y el corazón de los santos Esposos, como ejemplo para todos los que han hambre de justicia, estaba dispuesto con el propósito de la paciencia para cuanto adverso viniese, y con la previsión de la confianza para el remedio y el consuelo.

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