PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los
que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y
verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus
esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta
alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La
esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación
de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al
benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que
se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes,
entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del
cristiano al amparo de San José.
Quienes
deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de
Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que
frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y
humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la
laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones,
es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se
ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o
implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh,
Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido
contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra
misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del
Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me
concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de
haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar
el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA VIGÉSIMOQUINTO — 25 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
33-¿Cuál fue el dolor de José por la pérdida de Jesús en Jerusalén?
Había una ley en la antigua alianza que obligaba a todos los judíos a comparecer tres veces al año delante del Señor en su Templo para celebrar las fiestas de Pascua, la de Pentecostés, y la de los Tabernáculos llevando al mismo tiempo una ofrenda.
Pero esta ley no obligaba sino a los hombres: las mujeres estaban exceptuadas de ella atendiendo a su debilidad. Luego que Jesús llegó a los doce años, sus padres resolvieron llevarle consigo a Jerusalén con motivo de la fiesta de Pascua. Cuando terminó el séptimo día, José y María se pusieron en camino para Nazaret, pero Jesús, en lugar de seguirlos, se quedó en Jerusalén. Hasta la tarde del primer día de viaje no le echaron de menos, le buscaron al instante entre sus parientes y amigos, pero no viéndole, se volvieron a Jerusalén, donde después de tres días de angustia y pesquisas infructuosas le hallaron en el Templo sentado en medio de los doctores a quienes escuchaba y les preguntaba. Pintar cual fue el dolor de José en estas circunstancias es imposible, porque José tenía a Jesús un amor de padre, superior a toda expresión. Orígenes llega a decir que José y María fueron en esta ocasión tentados hasta con rigor, y que su alma sufrió más que todos los mártires juntos. Pero lo que afligía el corazón de José y de María, según Orígenes afirma, es que en su humildad creían que Jesús los había abandonado como indignos de su presencia, de sus caricias y de su intimidad. ¡Ah! Cuantas veces, exclama un autor piadoso, conjeturar que el santo varón debió reprocharse a sí mismo el poco cuidado que había tenido del celeste depósito. ¿En qué aflicción de espíritu no debió caer? ¿En qué turbación? ¿En qué agitación?
34-¿Cuál fue la educación que José dio a Jesús?
33-¿Cuál fue el dolor de José por la pérdida de Jesús en Jerusalén?
Había una ley en la antigua alianza que obligaba a todos los judíos a comparecer tres veces al año delante del Señor en su Templo para celebrar las fiestas de Pascua, la de Pentecostés, y la de los Tabernáculos llevando al mismo tiempo una ofrenda.
Pero esta ley no obligaba sino a los hombres: las mujeres estaban exceptuadas de ella atendiendo a su debilidad. Luego que Jesús llegó a los doce años, sus padres resolvieron llevarle consigo a Jerusalén con motivo de la fiesta de Pascua. Cuando terminó el séptimo día, José y María se pusieron en camino para Nazaret, pero Jesús, en lugar de seguirlos, se quedó en Jerusalén. Hasta la tarde del primer día de viaje no le echaron de menos, le buscaron al instante entre sus parientes y amigos, pero no viéndole, se volvieron a Jerusalén, donde después de tres días de angustia y pesquisas infructuosas le hallaron en el Templo sentado en medio de los doctores a quienes escuchaba y les preguntaba. Pintar cual fue el dolor de José en estas circunstancias es imposible, porque José tenía a Jesús un amor de padre, superior a toda expresión. Orígenes llega a decir que José y María fueron en esta ocasión tentados hasta con rigor, y que su alma sufrió más que todos los mártires juntos. Pero lo que afligía el corazón de José y de María, según Orígenes afirma, es que en su humildad creían que Jesús los había abandonado como indignos de su presencia, de sus caricias y de su intimidad. ¡Ah! Cuantas veces, exclama un autor piadoso, conjeturar que el santo varón debió reprocharse a sí mismo el poco cuidado que había tenido del celeste depósito. ¿En qué aflicción de espíritu no debió caer? ¿En qué turbación? ¿En qué agitación?
34-¿Cuál fue la educación que José dio a Jesús?
Si José hubiese querido, hubiera podido sacar partido de la simpatía que Jesús se había adquirido entre los judíos, desde luego por sus cualidades exteriores, y además por las morales; pues que crecía en sabiduría a medida que adelantaba en edad, haciéndose más y más agradable a los hombres. Hubiérase a la par aprovechado de la admiración que su hijo había excitado entre los doctores de la ley, y por consecuencia destinarle a un honorífico empleo en el mundo. Pero no; José era sencillo como Jesús, y le educó con sencillez. Mientras que era joven, le hacía cumplir las obligaciones más ordinarias, más comunes, y las más conformes a su edad. No debemos admirarnos de esto; Jesús, en efecto, ha dicho de sí mismo: que había venido al mundo para servir, y no para ser servido. Por otra parte, no leemos en parte alguna que José y María hayan tenido criados; eran semejantes a los pobres, cuyos hijos son los que sirven. Esta era la creencia de San Buenaventura y del piadoso Juan Gersón, que nos enseñan al Salvador del mundo prestándose en la casa de Nazaret a los más bajos oficios, lo que reveló a Santa Brígida la santísima Virgen. Cuando Jesús fue mayor, José le aplicó a su profesión, haciéndole carpintero. Y es tan verdadero esto, que se citaban aún en los primeros tiempos de la Iglesia los yugos que había hecho; la tradición lo ha conservado esto en los más antiguos autores. ¿Y ahora dónde están, diremos con Bossuet, dónde están aquellos que se quejan cuando sus empleos no corresponden a su capacidad, o mejor aún, a su orgullo? Que vengan a la casa de José y de María y vean trabajar a Jesús en la profesión más humilde y más baja, según el mundo. ¿Dónde están, diremos con un piadoso autor, dónde están los padres que tanto trabajan para sacar a sus hijos del humilde estado o condición en que Dios les ha hecho nacer? Que vengan a la casa de Nazaret y que aprendan con el ejemplo de José cuán reprensible es su conducta; quieren educar a sus hijos fuera de su condición, y debieran más bien examinar antes si como cristianos, buscan a Dios en su vanidad.
SAN JOSÉ, MODELO DE ABNEGACIÓN.
Todos los verdaderos siervos de Dios han sido al mismo tiempo hombres de grande abnegación, porque se han dedicado exclusivamente a practicar lo que Dios les ha encomendado; pero también bajo este punto de vista merece nuestro glorioso Patriarca ocupar el primer puesto, porque su abnegación ha sido por excelencia, pura y santa en su principio, grande y admirada en sus efectos.
Decimos que la virtud de la abnegación de San José ha sido pura y santa en su principio, porque tuvo por causas los nobles sentimientos de su alma, su fidelidad a la gracia, el estado permanente de la virtud que veía resplandecer en María; y principalmente el de los abatimientos del Verbo hecho carne.
José ha poseído la abnegación porque tenía un corazón noble y generoso. Dotado desde su más tierna edad y en atención a su glorioso destino de las cualidades naturales más felices, se sentía como inclinado a sacrificar a Dios todo aquello de que podía disponer. No ha conocido, pues, esos fríos cálculos del egoísmo y del amor propio que paralizan los impulsos del alma, que detienen las generosas aspiraciones del corazón, que hacen no se quiera sinceramente el bien cuyo cumplimiento parece, sin embargo, desearse; no ha conocido tampoco esas reacciones que se operan en uno mismo y que no dejan libertad para obrar, sino cuando de ello se reporta algún beneficio personal en este mundo. Siempre reinó en su corazón el noble y ardiente deseo de hacer el bien, cualesquiera que fuesen los sacrificios que hubieran de emplearse.
José ha poseído la virtud de la abnegación llevado de un sentimiento de justicia y de gratitud, porque comprendía que habiendo recibido el hombre de Dios todo cuanto posee, debe también devolverlo todo a Dios, hacer todo lo que este Señor le pide, y esto únicamente por medios sobrenaturales.
José fue hombre de grande abnegación porque era fiel a la gracia. Las almas dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo procuran en efecto con la mayor generosidad, llevar a cabo el bien que la divina Providencia les proporciona cumplir en toda ocasión, y es cosa, fuera de toda duda, que de José poseía en alto grado esta virtud de la docilidad. Ha sido, pies, nuestro ro santo eminentemente generoso, y tanto como lo exigían de él en otro sentido el ministerio de sacrificios y de abnegación para que había sido destinado.
Pero la virtud de la abnegación resplandeció en José de un modo especial porque ha sido un fiel imitador de Jesús. ¡Ah! Cuáles serían sus deseos de sacrificarse por Dios al ver por sus ojos hasta qué grado llevaba el Verbo divino su sacrificio por el hombre; cuando consideraba al Todopoderoso reducido a la misma debilidad, al Eterno haciéndose hombre mortal, a la sabiduría, surcada que se confiaba a su prudencia y paternales cuidados. ¿No era, pues, de todo punto necesario que considerase como un imperioso deber el sacrificarse con Jesús y por Jesús, y muy especialmente cuando ilustrado por las profecías, divisaba en lontananza la grande inmolación del Calvario, el sangriento sacrificio con que el divino Redentor iba a reconciliar la tierra con el Cielo?
Recordemos el amor de José para con Jesús, amor que tenía su principio en el que profesa el Padre celestial a su Verbo eterno y que por lo tanto era ilimitado como él mismo; añadamos a esto que el que ama cifra todos sus deseos en hacerse en un todo conformé con la persona amada, y de este modo podremos comprender cuánta ha debido ser la abnegación de San José.
Pero si hemos considerado esta virtud de José en sus principios, considerémosla también en sí misma y en sus efectos.
José se ha sacrificado por la gloria de Dios y la salvación de los hombres, por la protección de María y la educación del niño Jesús, por los objetos más elevados, más excelentes, por los más nobles que sea posible imaginar: mirada, pues, en sus fines, no puede menos de convenirse en que la abnegación de San José es sublime; lo es, asimismo bajo el punto de vista de su carácter de universalidad, porque la poseyó toda su vida y en toda clase de circunstancias.
Desde los primeros albores de su razón ha dicho José: «Yo soy vuestro siervo, oh Dios mío, y estoy pronto a cumplir todas vuestras voluntades». En el curso de su vida se ha mantenido en estas disposiciones, o más bien las ha ido perfeccionando constantemente, porque cada vez han ido en aumento los motivos que tenía para sacrificarse por la gloria de Dios. ¿Y de qué otra cosa nos hablan todos los acontecimientos de su vida? Recordemos solamente a Nazaret, Belén y el Egipto: ¿no le vemos siempre sacrificándose por Jesús y María, sin que en ello intervenga para nada su propia conveniencia? Su abnegación, sin embargo, ha pasado por pruebas bastante fuertes, porque toda la vida de este santo Patriarca no ha sido, en efecto sino una serie de tribulaciones, una cadena de todo género de trabajos y como un camino lleno de toda clase de dificultades; pero este gran siervo de Dios permanece siempre el mismo sin que jamás haya penetrado en su corazón el más ligero síntoma de desaliento. Su abnegación era, pues, sincera, y manifestaba la eminente generosidad de su alma.
Digamos, por último, que estando velada para los ojos de los hombres la misión de José, nada contribuía a alentarle en su cumplimiento bajo el punto de vista natural; que ha continuado en estas disposiciones de sacrificarse todo por Dios, sostenido únicamente por las luces de la fe, y que de este modo es sublime bajo todos sus aspectos su profunda abnegación, digna de ser admirada por los Ángeles y por los hombres, y por lo tanto que ha sido para José causa de infinitos méritos a los ojos de Dios.
También nosotros, almas cristianas, debemos procurar adquirir esta virtud de la abnegación. Nosotros amamos a Jesús, nuestro Salvador y Redentor; hacemos grandes esfuerzos para marchar sobre sus huellas y seguir sus divinos ejemplos; pues imitémosle: ya que se sacrificó por nosotros, sacrifiquémonos nosotros por nuestros hermanos, hagámoslo unos por otros, pero sin olvidar que ha de ser solamente por agradará Dios, y de ningún modo para atraernos la estimación y las alabanzas de los hombres.
COLOQUIO
EL ALMA: ¡Oh glorioso San José!, quisiera recibir de vuestra bondad algunas palabras la sobre escrúpulo. Dignaos instruirme sobre este punto.
SAN JOSÉ: El escrúpulo no es otra cosa que un vano temor de pecar, que reconoce por causa aprensiones sin fundamento alguno. Estos escrúpulos son útiles a los principios de la conversión, porque un alma recién salida del pecado debe purificarse frecuentemente, y este es el efecto de los escrúpulos, los cuales la hacen humilde hasta el punto de que, desconfiando de sí misma, se entrega del todo en manos de su director. San Francisco de Sales ha dicho: «El temor que producen los escrúpulos en aquellas personas que acaban de abandonar el pecado, es presagio de una conciencia pura». Pero los escrúpulos son, por el contrario, nocivos a todo el que aspira a la perfección y que lleva ya largo tiempo de haberse entregado a Dios. «Estas almas, dice Santa Teresa, son locas, porque con sus escrúpulos acaban por no adelantar un paso en el camino de la perfección».
EL ALMA: Pero, ¡oh gran santo! ¿En qué podrá reconocerse a un alma escrupulosa?
SAN José: Las señales en que podemos reconocerá un alma escrupulosa son varias: Primera: estar siempre inquieta respecto de sus confesiones, sin que pueda conocer en las mismas un defecto notable. Segunda: el temor de pecar en las menores cosas, como formar interiormente un juicio temerario, o creer que ha consentido en malos pensamientos aunque no le sea posible afirmarlo. Tercera: ser inconstante en sus dudas, teniendo por lícita una acción que otras veces cree estar prohibida. Cuarta: no conformarse con las advertencias de su confesor, etc. Por lo demás, ¡oh hija mía!, al confesor es a quien pertenece decidir si una persona es o no escrupulosa, porque como estas nunca creen serlo, están en una oscuridad que les impide ver claro en su conciencia, y deben por lo tanto dar crédito a su confesor que las juzga con calma y claridad.
EL ALMA: ¡Oh mi querido Padre! Frecuentemente tengo dudas sobre la validez de mis confesiones, y aunque ya las he hecho generales bastantes veces, creo que no estaré tranquila hasta que haga otra que abrace todas.
SAN JOSÉ: La confesión general es ciertamente útil al que no la ha hecho, porque excita sentimientos de humildad al presentar a la vista las faltas de toda la vida; inspira también un vivo dolor de los pecados y hace que se tomen firmes resoluciones para el porvenir: da a conocer al confesor el estado de nuestra alma para que así pueda indicar los remedios más convenientes; pero esta confesión, que tanto bien produce en un gran número de cristianos, puede llegar a ser un verdadero peligro para el alma atormentada por los escrúpulos, porque la repetición de sus pasadas faltas podría serle nociva e inducirle quizás a la desesperación. Cuando llegue, pues, el caso de que hagas una confesión general, explica a tu director las razones que crees tener para ello, y sométete en un todo a su parecer, porque es el único medio de obrar con seguridad y de ser agradable a los ojos de Dios. Aun cuando te vieras próxima a la muerte, siempre estarías en la obligación de obedecer, si quieres evitar los lazos del demonio. Considera también, hija mía, con la mayor atención, que Dios quiere ser amado, y por lo tanto le disgusta mucho un temor servil; no es un tirano, sino un tierno y compasivo Padre que recibe con infinito amor a las almas que le buscan. Cierto día dijo a Santa María de Cortona: «Tú me buscas, Margarita: también yo te busco a ti, y con muchos deseos de encontrarte». ¿Crees tal vez que este Dios de infinita bondad se irritará contigo por la más pequeña falta si por otra parte le amas de todo corazón? Ten, pues, una intención recta, y una firme resolución de no ofenderle jamás, arrójate amorosamente en sus brazos, confíale el cuidado de tu salvación, y de este modo te verás libre de todas tus inquietudes.
EL ALMA: ¡Oh Padre mío! Siguiendo vuestro ejemplo obedeceré puntualmente a mi director; dignaos, pues, alcanzarme esta hermosa virtud de la sumisión, y pedid por mí a Jesús y a María.
RESOLUCIÓN: Obedecer puntualmente a su director. Pedir a Dios por la intercesión de María y San José la virtud de sumisión.
Todos los verdaderos siervos de Dios han sido al mismo tiempo hombres de grande abnegación, porque se han dedicado exclusivamente a practicar lo que Dios les ha encomendado; pero también bajo este punto de vista merece nuestro glorioso Patriarca ocupar el primer puesto, porque su abnegación ha sido por excelencia, pura y santa en su principio, grande y admirada en sus efectos.
Decimos que la virtud de la abnegación de San José ha sido pura y santa en su principio, porque tuvo por causas los nobles sentimientos de su alma, su fidelidad a la gracia, el estado permanente de la virtud que veía resplandecer en María; y principalmente el de los abatimientos del Verbo hecho carne.
José ha poseído la abnegación porque tenía un corazón noble y generoso. Dotado desde su más tierna edad y en atención a su glorioso destino de las cualidades naturales más felices, se sentía como inclinado a sacrificar a Dios todo aquello de que podía disponer. No ha conocido, pues, esos fríos cálculos del egoísmo y del amor propio que paralizan los impulsos del alma, que detienen las generosas aspiraciones del corazón, que hacen no se quiera sinceramente el bien cuyo cumplimiento parece, sin embargo, desearse; no ha conocido tampoco esas reacciones que se operan en uno mismo y que no dejan libertad para obrar, sino cuando de ello se reporta algún beneficio personal en este mundo. Siempre reinó en su corazón el noble y ardiente deseo de hacer el bien, cualesquiera que fuesen los sacrificios que hubieran de emplearse.
José ha poseído la virtud de la abnegación llevado de un sentimiento de justicia y de gratitud, porque comprendía que habiendo recibido el hombre de Dios todo cuanto posee, debe también devolverlo todo a Dios, hacer todo lo que este Señor le pide, y esto únicamente por medios sobrenaturales.
José fue hombre de grande abnegación porque era fiel a la gracia. Las almas dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo procuran en efecto con la mayor generosidad, llevar a cabo el bien que la divina Providencia les proporciona cumplir en toda ocasión, y es cosa, fuera de toda duda, que de José poseía en alto grado esta virtud de la docilidad. Ha sido, pies, nuestro ro santo eminentemente generoso, y tanto como lo exigían de él en otro sentido el ministerio de sacrificios y de abnegación para que había sido destinado.
Pero la virtud de la abnegación resplandeció en José de un modo especial porque ha sido un fiel imitador de Jesús. ¡Ah! Cuáles serían sus deseos de sacrificarse por Dios al ver por sus ojos hasta qué grado llevaba el Verbo divino su sacrificio por el hombre; cuando consideraba al Todopoderoso reducido a la misma debilidad, al Eterno haciéndose hombre mortal, a la sabiduría, surcada que se confiaba a su prudencia y paternales cuidados. ¿No era, pues, de todo punto necesario que considerase como un imperioso deber el sacrificarse con Jesús y por Jesús, y muy especialmente cuando ilustrado por las profecías, divisaba en lontananza la grande inmolación del Calvario, el sangriento sacrificio con que el divino Redentor iba a reconciliar la tierra con el Cielo?
Recordemos el amor de José para con Jesús, amor que tenía su principio en el que profesa el Padre celestial a su Verbo eterno y que por lo tanto era ilimitado como él mismo; añadamos a esto que el que ama cifra todos sus deseos en hacerse en un todo conformé con la persona amada, y de este modo podremos comprender cuánta ha debido ser la abnegación de San José.
Pero si hemos considerado esta virtud de José en sus principios, considerémosla también en sí misma y en sus efectos.
José se ha sacrificado por la gloria de Dios y la salvación de los hombres, por la protección de María y la educación del niño Jesús, por los objetos más elevados, más excelentes, por los más nobles que sea posible imaginar: mirada, pues, en sus fines, no puede menos de convenirse en que la abnegación de San José es sublime; lo es, asimismo bajo el punto de vista de su carácter de universalidad, porque la poseyó toda su vida y en toda clase de circunstancias.
Desde los primeros albores de su razón ha dicho José: «Yo soy vuestro siervo, oh Dios mío, y estoy pronto a cumplir todas vuestras voluntades». En el curso de su vida se ha mantenido en estas disposiciones, o más bien las ha ido perfeccionando constantemente, porque cada vez han ido en aumento los motivos que tenía para sacrificarse por la gloria de Dios. ¿Y de qué otra cosa nos hablan todos los acontecimientos de su vida? Recordemos solamente a Nazaret, Belén y el Egipto: ¿no le vemos siempre sacrificándose por Jesús y María, sin que en ello intervenga para nada su propia conveniencia? Su abnegación, sin embargo, ha pasado por pruebas bastante fuertes, porque toda la vida de este santo Patriarca no ha sido, en efecto sino una serie de tribulaciones, una cadena de todo género de trabajos y como un camino lleno de toda clase de dificultades; pero este gran siervo de Dios permanece siempre el mismo sin que jamás haya penetrado en su corazón el más ligero síntoma de desaliento. Su abnegación era, pues, sincera, y manifestaba la eminente generosidad de su alma.
Digamos, por último, que estando velada para los ojos de los hombres la misión de José, nada contribuía a alentarle en su cumplimiento bajo el punto de vista natural; que ha continuado en estas disposiciones de sacrificarse todo por Dios, sostenido únicamente por las luces de la fe, y que de este modo es sublime bajo todos sus aspectos su profunda abnegación, digna de ser admirada por los Ángeles y por los hombres, y por lo tanto que ha sido para José causa de infinitos méritos a los ojos de Dios.
También nosotros, almas cristianas, debemos procurar adquirir esta virtud de la abnegación. Nosotros amamos a Jesús, nuestro Salvador y Redentor; hacemos grandes esfuerzos para marchar sobre sus huellas y seguir sus divinos ejemplos; pues imitémosle: ya que se sacrificó por nosotros, sacrifiquémonos nosotros por nuestros hermanos, hagámoslo unos por otros, pero sin olvidar que ha de ser solamente por agradará Dios, y de ningún modo para atraernos la estimación y las alabanzas de los hombres.
COLOQUIO
EL ALMA: ¡Oh glorioso San José!, quisiera recibir de vuestra bondad algunas palabras la sobre escrúpulo. Dignaos instruirme sobre este punto.
SAN JOSÉ: El escrúpulo no es otra cosa que un vano temor de pecar, que reconoce por causa aprensiones sin fundamento alguno. Estos escrúpulos son útiles a los principios de la conversión, porque un alma recién salida del pecado debe purificarse frecuentemente, y este es el efecto de los escrúpulos, los cuales la hacen humilde hasta el punto de que, desconfiando de sí misma, se entrega del todo en manos de su director. San Francisco de Sales ha dicho: «El temor que producen los escrúpulos en aquellas personas que acaban de abandonar el pecado, es presagio de una conciencia pura». Pero los escrúpulos son, por el contrario, nocivos a todo el que aspira a la perfección y que lleva ya largo tiempo de haberse entregado a Dios. «Estas almas, dice Santa Teresa, son locas, porque con sus escrúpulos acaban por no adelantar un paso en el camino de la perfección».
EL ALMA: Pero, ¡oh gran santo! ¿En qué podrá reconocerse a un alma escrupulosa?
SAN José: Las señales en que podemos reconocerá un alma escrupulosa son varias: Primera: estar siempre inquieta respecto de sus confesiones, sin que pueda conocer en las mismas un defecto notable. Segunda: el temor de pecar en las menores cosas, como formar interiormente un juicio temerario, o creer que ha consentido en malos pensamientos aunque no le sea posible afirmarlo. Tercera: ser inconstante en sus dudas, teniendo por lícita una acción que otras veces cree estar prohibida. Cuarta: no conformarse con las advertencias de su confesor, etc. Por lo demás, ¡oh hija mía!, al confesor es a quien pertenece decidir si una persona es o no escrupulosa, porque como estas nunca creen serlo, están en una oscuridad que les impide ver claro en su conciencia, y deben por lo tanto dar crédito a su confesor que las juzga con calma y claridad.
EL ALMA: ¡Oh mi querido Padre! Frecuentemente tengo dudas sobre la validez de mis confesiones, y aunque ya las he hecho generales bastantes veces, creo que no estaré tranquila hasta que haga otra que abrace todas.
SAN JOSÉ: La confesión general es ciertamente útil al que no la ha hecho, porque excita sentimientos de humildad al presentar a la vista las faltas de toda la vida; inspira también un vivo dolor de los pecados y hace que se tomen firmes resoluciones para el porvenir: da a conocer al confesor el estado de nuestra alma para que así pueda indicar los remedios más convenientes; pero esta confesión, que tanto bien produce en un gran número de cristianos, puede llegar a ser un verdadero peligro para el alma atormentada por los escrúpulos, porque la repetición de sus pasadas faltas podría serle nociva e inducirle quizás a la desesperación. Cuando llegue, pues, el caso de que hagas una confesión general, explica a tu director las razones que crees tener para ello, y sométete en un todo a su parecer, porque es el único medio de obrar con seguridad y de ser agradable a los ojos de Dios. Aun cuando te vieras próxima a la muerte, siempre estarías en la obligación de obedecer, si quieres evitar los lazos del demonio. Considera también, hija mía, con la mayor atención, que Dios quiere ser amado, y por lo tanto le disgusta mucho un temor servil; no es un tirano, sino un tierno y compasivo Padre que recibe con infinito amor a las almas que le buscan. Cierto día dijo a Santa María de Cortona: «Tú me buscas, Margarita: también yo te busco a ti, y con muchos deseos de encontrarte». ¿Crees tal vez que este Dios de infinita bondad se irritará contigo por la más pequeña falta si por otra parte le amas de todo corazón? Ten, pues, una intención recta, y una firme resolución de no ofenderle jamás, arrójate amorosamente en sus brazos, confíale el cuidado de tu salvación, y de este modo te verás libre de todas tus inquietudes.
EL ALMA: ¡Oh Padre mío! Siguiendo vuestro ejemplo obedeceré puntualmente a mi director; dignaos, pues, alcanzarme esta hermosa virtud de la sumisión, y pedid por mí a Jesús y a María.
RESOLUCIÓN: Obedecer puntualmente a su director. Pedir a Dios por la intercesión de María y San José la virtud de sumisión.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos,
¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable
protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha
invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan
quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a
vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis
oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino
escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así
sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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