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sábado, 11 de abril de 2020

BERGOGLIO RESCATANDO AL COMPAÑERO JUDAS (Nihil novi sub sole)

Casi como es habitual en torno a los días santos, Bergoglio sigue entreteniendo a su (por las circunstancias de público conocimiento) reducida audiencia en la capilla Espíritu Santo de la Domus Sanctæ Marthæ y sus adoradores alrededor del orbe con su plática sobre Judas Iscariote:
«Una cosa que me llama la atención es que Jesús nunca le dice “traidor”; dice que será traicionado, pero no le dice a él “traidor”. Nunca dice: “Vete, traidor”. ¡Nunca! Es más, le dice: “Amigo”, y lo besa. El misterio de Judas… ¿Cómo es el misterio de Judas? No sé… Don Primo Mazzolari lo explicó mejor que yo… Sí, me consuela contemplar aquel capitel de Vézelay: ¿cómo terminó Judas? No lo sé. Jesús amenaza fuertemente, aquí; amenaza fuertemente: “¡Ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es traicionado: sería mejor para ese hombre si nunca hubiera nacido!”. ¿Pero eso significa que Judas está en el infierno? No lo sé. Yo miro el capitel. Y escucho la palabra de Jesús: “Amigo”». (ANTIPAPA FRANCISCO, Homilía para el 8 de Abril de 2020; traducida y provista por Zenit).
Más allá del hecho de la relación significante-significado entre “traidor” y “aquel que traiciona” (evidente en cualquier diccionario de cualesquiera de las lenguas conocidas)… señalamos:
  1. Que Bergoglio no hace sino sostener posiciones ya expresadas por sus predecesores inmediatos Wojtyła y Ratzinger;
  2. Que no existe ningún misterio sobre el destino eterno de Judas Iscariote: Jesús mismo lo revela condenado.
Al primero.
De Juan Pablo II podemos citar este pasaje: «cuando Jesús dice de Judas, el traidor, que “sería mejor para ese hombre no haber nacido” (Mateo 26, 24), la afirmación no puede ser entendida con seguridad en el sentido de una eterna condenación» (Cruzando el umbral de la esperanza, 1994, pág. 187 de la edición española). También Benedicto XVI expresa duda sobre la condenación del traidor, que desesperando de la misericordia de Dios se ahorcó, al decir: «Aunque luego se alejó para ahorcarse (cf. Mt 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo» (Audiencia general, 18 octubre de 2006). Luego esta duda es “doctrina común” post-conciliar: no puede ser vista sino como agnosticismo, una de las bases del modernismo; y Francisco, como elogiador de la duda (que le convenga, porque de resto, la callada por respuesta) y modernista, la hace suya y la “enseña”, casi tan “dogmáticamente” que el infame Mons. Paglia Cinelli no tuvo empacho alguno en afirmar que «para la Iglesia Católica, si uno afirma que Judas está en el infierno, es un hereje». Dan ganas de responderles: Médice cura teípsum!

Al segundo.
La condenación de Judas no es un misterio desconocido para nosotros: ella es mostrada claramente por las Escrituras.
  
Cristo llama a Judas “hijo de perdición” (Joann. XVII, 12) [fílius perditiónis / υιος της απωλειας / ܒ݁ܪܶܗ ܕ݁ܰܐܒ݂ܕ݁ܳܢܳܐ / בֶּן-הָאֲבַדּוֹן]. Esta expresión «es un hebraísmo que significa “el que se ha perdido”. Con este nombre se alude a Judas traidor. No es por incuria de Jesús que Judas se perdió, sino por su voluntad perversa. Dios, que lo había perdido, lo hizo preanunciar en la Escritura (Salm. XL, 10; CVIII, 8)» (Padre MARCO M. SALES OP, La Sacra Bibbia – Il Nuovo Testamento, Turín, 1925, Vol. I, pág. 429, n. 12. Traducción propia).
    
San Pedro, en su discurso a los hermanos para escoger al remplazo de Judas entre los Apóstoles, dice que él se fue «a ocupar su lugar» (Act. I, 25), «un eufemismo para indicar el infierno. Judas abandonó el lugar que ocupaba entre los Apóstoles para adquirir un lugar en el infierno, como convenía a la enormidad de su delito» (Ibid. pág. 463, n. 25. Traducción propia). He aquí por qué el Señor usó aquella frase tremenda: «Mejor le sería no haber nacido», refiriéndose al traidor.
  
Lapidario es el Catecismo del Concilio de Trento, eco del unánime (y por ende, infalible) consenso de los Padres: 
«Frecuentemente sucede precisamente que los hombres no se arrepienten de los pecados como deberían; que también hay unos, al decir de Salomón, que se alegran del mal cometido (Prov. 2,14); mientras que hay otros que se afligen tan amargamente, que desesperan de salvarse. Tal parece ser el caso de Caín que exclamó: “Mi pecado es más grande que el perdón de Dios” (Gén. 4, 13); y tal fue ciertamente el de Judas, el cual arrepentido, colgándose en el lazo, perdió al mismo tiempo la vida y el alma (Matth. 27, 3; Act. 1, 18)» (Catecismo del Concilio de Trento, n. 241 – La penitencia en cuanto virtud).
Como la oración sigue a la creencia, la liturgia romana tradicional, en la Misa del Jueves Santo y en la Misa de Presantificados del Viernes Santo, presenta la siguiente Oración:
«Deus, a quo et Judas reátus sui pœnam, et confessiónis suæ latro prǽmium sumpsit, concéde nobis tuæ propitiatiónis efféctum: ut, sicut in passióne sua Jesus Christus, Dóminus noster, divérsa utrísque íntulit stipéndia meritórum; ita nobis, abláto vetustátis erróre, resurrectiónis suæ grátiam largiátur: Qui tecum vivit et regnat in unitáte Spíritus Sancti, Deus, per ómnia sǽcula sæculórum» [Oh Dios, de quien Judas recibió el debido castigo de su pecado y el buen ladrón el premio de su confesión; haznos sentir el efecto de tu misericordia, para que, así como Jesucristo Nuestro Señor dio en su Pasión a entrambos su merecido, así también, destruido en nosostros el error del hombre viejo, nos conceda la gracia de resucitar gloriosamente con él. Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos]. Amén.
De ella se concluye a partir de la confrontación entre San Dimas, el Buen Ladrón (a quien Jesús “canonizó” justo antes de morir), y Judas Iscariote, el Apóstol traidor, que mientras el primero recibió “el premio de su confesión” (evidentemente la salvación), el segundo obtuvo “el debido castigo de su pecado” (evidentemente el castigo en el Infierno) por toda la eternidad.

Por tanto, si hay algo de oscuro en Judas Iscariote, no lo es precisamente su suerte eterna con los demonios y los réprobos en las llamas del Infierno, que debemos evitar. Para evitar tal destino, invitar a ciertos pastores calaveras que en cambio se ocupan de exonerar al Traidor, casi rehabilitarlo (tal vez queriendo absolverse a sí mismos y su traición contra Cristo y su Esposa, la Iglesia Católica).

Sobre la traición de Judas recomendamos leer los textos del padre Giuseppe Ricciotti:
«Llegó por tanto el penúltimo día antes de la Pascua, o sea el miércoles. El tiempo, para los sumos sacerdotes y los fariseos, apremiaba y era necesario actuar. No obstante las repetidas deliberaciones tomadas en los días previos, aún no habían hecho nada, porque Jesús estaba protegido por el favor popular y por tanto se permitía rodar impunemente por Jerusalén e incluso predicar en el Templo. ¿Pero no había método para hacerlo desaparecer ocultamemte, si  que el pueblo se agitase? Por eso no convenía perder más tiempo, y la cuestión debía resolverse en forma definitiva antes de la Pascua, para evitar consecuencias que podían ser gravísimas. Las fiestas en general, y sobre todo la Pascua, a causa de las enormes afluencias de multitudes excitadas, eran consideradas por el procurador romano como períodos de convulsión sísmica, y entonces más que nunca mantenía los ojos abiertos y redoblaba la vigilancia por temor que un don nadie hiciese saltar todo por los aires: por eso en tales ocasiones –como refería ocasionalmente Flavio Josefo (Guerra de los judíos, II, 224)– la cohorte romana acantonada en Jerusalén se desplegaba a lo largo del pórtico del Templo, ya que en las fiestas siempre hacían la guardia armados a fin de que la multitud reunida no hiciera sediciones. ¿Qué cosa por tanto no podía suceder con aquel Rabino galileo en torno por la ciudad y en el Templo, rodeado de grupos de entusiastas que lo creían Mesías?
 
A la primera agitación que hubiese sucedido, el caballero Poncio Pilato habría soltado sus soldados sobre las multitudes de peregrinos, comenzando ciertamente a destruir el lugar santo y la nación, como se temía.  No, no, absolutamente necesitaba desconjurar este peligro y hacerse que para la Pascua todo estuviese en su lugar. ¿Pero cómo? En aquel miércules se tiene un nuevo consejo para discutir tal cuestión. Entonces se reunieron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo en el palacio del sumo sacerdote llamado Caifás, y deliberaron capturar a Jesús con engaño y matar(lo). Todavía decían: “No en la fiesta, a fin que no haya tumulto en el pueblo” (Mateo, 26, 3-5). Era pues pacífico para todos los partícipes de la reunión que Jesús debía ser suprimido; todavía algunos más cautos acían notar el peligro que el arresto fuese ejecutado durante la fiesta pascual cuando muchos peregrinos, o galileos favorables a Jesús, podían levantarse para protegerlo; por otra parte tampoco sería oportuno realizar el arresto después de la fiesta, porque en el entretanto Jesús podía alejarse con los peregrinos que volvían a sus casas y así escapar de la capturan como había ya hecho después después de la resurrección de Lázaro: por eso necesitaban actuar enseguida, antes de la Pascua. Y en secreto. A esta solicitud y secreto miraba la observación de los cautos consejeros. Pero precisamente aquí estaba la dificultad. Para la Pascua faltaban sólo dos días, y Jesús pasaba toda su jornada en medio del pueblo; ¿cómo era posibleactuar en tan poco tiempo y en manera que el arresto se supiese solo por las cosas hechas? La ayuda viene de donde menos se esperaba. Entonces uno de los doce, aquel llamado Judas Iscariote, fue por los sumos sacerdotes y les dijo: “¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré?”. Y aquellos establecieron treinta (monedas) argénteas. Y desde entonces (Judas) buscaba una oportunidad para prenderlo. Esta es la información de Mateo (26, l4-l6), con la cual concuerdan los otros dos Sinópticos, los cuales no precisan la suma pactada pero agregan la muy comprensible noticia que los sumos sacerdotes se alegraron por la propuesta de Judas. Y ahora, con tal cooperador, arrestar solícita y secretamente a Jesús se tornaba empresa fácil.
 
¿Pero qué razón empujó a Judas a la traición? La primitiva catequesis no nos ha transmitido otra razón que el amo­r al lucro. Cando los evangelistas presentan a Judas como ladrón y administrador fraudulento de la caja común, preparaban en realidad la escena de Judas en que se acerca a los sumos sacerdotes para preguntar: ¿Qué me queréis dar…? Pero, también fuera de los evangelios, cuando Pedro habla del ladrón ahora suicida, no señala otro provecho de la traición sino la adquisición de un campo con la merced de la iniquidad (Hechos, 1, 16-19). La razón del lucro es por tanto segura; aunque junto a ella no se excluye que hayan otras de la cual la primitiva catequesis no se ocupó, y aquí el campo está abierto a razonables conjeturas. También abstrayendo por los vuelos fantásticos sobre este campo sumamente trágico por dramaturgos o por historiadores de inspiración novelista, queda siempre el inesperado comportamiento tenido por Judas solamente dos días después: visto que Jesús fue condenado, el traidor improvisamente se arrepiente de haber vendido la sangre de aquel justo, y devolviendo el precio a los sumos sacerdotes va a colgarse. Bueno, este no es el comportamiento de un simple avaro: un avaro típico, un hombre que no hubiese tenido otro amor que al dinero, habría quedado satisfecho por el lucro obtenido, cualquiera fuese la suerte sucesiva de Jesús, y nunca hubiese pensado ni en restituir el dinero ni en ahorcarse. Judas ciertamente era avaro y codicioso, pero más allá de eso hay otra cosa. Existen en él al menos dos amores: uno es el del oro, que lo empuja a traicionar a Jesús; pero al lado de este existe otro amor que tal vez también pudo también ser más fuerte, porque a la traición realizada prevalece sobre el mismo amor del oro y empuja al traidor a restituir el lucro, a renegar toda su traición, a llorar la víctima y finalmente a matarse por desesperación. ¿Cuál era el objeto de este amor contrastante con el del oro? Por cuanto podemos pensar, no se encuentra otro objeto posible si no Jesús. Si Judas no hubiese sentido por Jesús un amor tan grande que tal vez prevalecía sobre el del oro, no hubiera ni restituido el dinero ni renegado de su traición. Pero si él amaba a Jesús, ¿por qué lo traicionó?
 
Ciertamente porque su amor era grande pero no incontrastado, no era el amor generoso, confiado, luminoso de un Pedro y de un Juan, y contenía en su llama algo fumoso y tenebroso: en qué consistiese sin embargo este elemento oscuro no sabemos, y para nosotros permaneserá el misterio de la iniquidad suma. ¿Tal vez pensaba Judas haber sido denunciado por Jesús como defraudador de la bolsa común, y no toleró haber decaído de la estima de él? Pero también Pedro como negador de Jesús juzgó haber decaído de la estima de él, pero no desesperó. ¿Tal vez, más prudentemente que los otros Apóstoles, Judas comprende por las rectificaciones mesiánicas de Jesús que su reino no habría traído ni potencia mundanas a los futuros cortesanos, y en aquel previsto fracaso provisto de avaro como era a los propios intereses? Hipótesis posibilísima; la cual sin embargo no explica por sí sola por qué nunca Judas, después de haberse separado de Jesús mediante la traición, se sienta todavía ligado a él para arrepentirse y matarse. ¿Tal vez, aparejando el amor del lucro con el ansia de ver pronto a Jesús a la cabeza del reino mesiánico político, Judas lo traicionó con la seguridad de verlo realizar portentos sobre portentos frente a sus adversarios, y así obligarlo a inaugurar enseguida aquel reino que se hacía esperar demasiado? En tal caso, sin embargo, el traidor no hubiese debido matarse antes de la muerte de Jesús, sino mucho más tarde, porque él no sabía cuándo el Mesías habría recurrido a sus máximos portentos, tanto más que precisamente al inicio de su industria de traidor Judas había asistido en Getsemaní al portento de los guardias aterrados. Y las hipótesis se podrían fácilmente multiplicar, sin que por ello se hubiese aclarado con seguridad el misterio de la iniquidad suma. Además, tal iniquidad no consistió solamente en vender a Jesús, sino más y sobre todo en desesperar de su perdón. Judas había visto a Jesús perdonar a usureros y prostitutas, había oído de su boca las parábolas de la misericordia incluida la del hijo pródigo, lo había oído mandar a Pedro el perdonar setenta veces siete: pero después de todo esto él desespera de su perdón y se cuelga, mientras que Pedro después de su negación no desesperará sino que estallará en llanto.
   
También esta desesperación del perdón demuestra que Judas tenía por el justo traicionado por él una altísima estima, la cual le hacía medir la abisal nefandez del delito cometido: pero era también una estima incompleta y por tanto injuriosa, porque ante la responsabilidad de la traición se detenía a mitad de camino e injuriosamente consideraba a Jesús incapaz de perdonar al traidor. Mucho más que por la traición de Judas, Jesús fue injuriado por su desesperación del perdón: aquí fue el ultraje sumo recibido por Jesús y la iniquidad suma cometida por Judas. La merced establecida por los sumos sacerdotes para la traición fue de treinta (monedas) argénteas. Solo Mateo comunica esta cifra porque, solícito como es de señalar que en Jesús se han cumplido las antiguas profecías mesiánicas, divisa que se cumple una profecía de Zacarías; todavía Mateo, ni en este punto ni en el siguiente (27, 3-10), dirá el nombre individual de las monedas y hablará siempre de treinta argénteos. No hay dudas que la innominada moneda fuese el siclo o sea el estátero, el cual valía cuatro dracmas o sea cuatro denarios; no era pues el denario romano (§ 514); sino una moneda de valor cuatro veces mayor: por eso, hablando técnicamente, la expresión usual de “treinta denarios de Judas” es falsa porque la suma entera de 30 siclos era constituida de 120 “denarios”. En el valor hodierno esta correspondería a casi 128 liras en oro. Era norma de la ley hebrea (Éxodo, 21, 32) que cuando un buey hubiese matado a cornadas a un esclavo, el dueño del buey debía pagar al dueño del esclavo en resacimiento del daño sufrido 30 siclos de plata: por tanto en la práctica el valor medio de un esclavo debía computarse en cerca de 30 siclos. Puede darse que los sumos sacerdotes se inspirasen en esta norma de la Ley para establecer la paga a Judas, porque así obtenían el doble fin objetivo de mostrarse observadores de la ley también en aquel caso y además el de tratar a Jesús como un esclavo cualquiera.
 
Lucas, el cual ha terminado el relato de las tentaciones de Jesús diciendo que el diablo se alejó de Él hasta un tiempo (oportuno) (IV, 13), inicia aquí el relato de la traición diciendo que entró satanás en Judas, el llamado Iscariote, el cual fue a acordarse para su delito con los sumos sacerdotes (Lucas, 22, 3 ss.). Así que para el evangelista discípulo de Pablo la pasión de Jesús es el tiempo (oportuno) antedicho, y representa en alguna forma una continuación de las tentaciones a las cuales Jesús fue sometido por satanás al inicio de su vida pública: terminando ahora Jesús su vida entera, satanás le mueve el último y más potente asalto y lo sumete a la suprema prueba, después de la cual él entrará en su gloria. ¡Oh necios y lentos de corazón…! ¿No debía padecer estas cosas el Cristo (Mesías) y (así) entrar en su gloria? (Lucas, 24, 25-26).
 
[…] Cuando la sesión matinal del Sanedrín fue terminada, se sabe pronto y fácilmente afuera que Jesús fue condenado: quizá antes que cualquier otro extraño lo supo un hombre que tenía sumo interés en esta sentencia, Judas Iscariote. El último resultado de su traición produjo en su espíritu el efecto trastornador que ya habíamos señalado. El maestro, al que él amaba a su manera, fue condenado a muerte. Y ahora, ¿habría podido él liberarse? ¿Habría él recurrido a su potencia taumatúrgica para rom­per aquella red dentro de la cual lo habían metido sus enemigos? El traidor dudó. Tal vez entonces por primera vez se dio cuenta que las últimas consecuencias de su traición diferían de las previstas por él: ciertamente entonces por primera vez entrevé la abismal injusticia por él cometida. En aquel hombre entonces el amor por Jesús habría prevalecido sobre cualquier otro amor suyo, incluso sobre aquel potentísimo sobre el oro: pero de aquel amor turbio e impuro como era no puede subir a la esperanza de perdón. Los 30 siclos, que él entre tanto había recibido y en los cuales su codicia había esperado una plena alegría de espíritu, le devineron en cambio en fuente de insorportable amargura. Parecía que fuesen candentes: él no podía más tenerlas consigo, pareciéndole confirmar y ratificar todavía su traición. Corrió pues a los sumos sacerdotes y ante ellos gritó: ¡He pecado, entregando sangre inocente! Y además arrojó ante ellos la bolsa de los siclos en acto de entrega. Los miembros del Sanedrín, fríos, seguros de sí, ligeramente irónico, respondieron a su grito: ¿A nosotros qué (importa)? ¡Tú (te la) verás! La respuesta de los pagadores resonó en el alma del pagado como befa sarcástica, la cual mostraba que él más que otra cosa era considerado engañado en la traición y él solo era la verdadera víctima. Para los sanedritas la traición debía permanecer y subsistir para siempre, no podía en manera alguna negarse; todo el peso de la traición recayó sobre el traidor, y pensó él en librarse del apuro: en cuanto a ellos, habiendo pagado regularmente los 30 siclos pactados, estaban fuera del asunto y no querían saber más de él. Un furor rabioso se apoderó enseguida del traidor. Viendo precluidas todas las salidas, sintiéndose presionado bajo el peso de los siclos, él corre al Templo cercano, se dirigió cuanto era posible hasta el edificio del “santuario”, y allá comenzó frenéticamente comenzó a arrojar manotadas de siclos hacia el lugar santo como para liberarse de una maraña de víboras que le mordía el corazón.
 
Las monedas sonaron sobre el piso con un tintinar que parecía una risotada, se esparcieron un poco por todas partes ante el “santuario” yacieron allá como en espera. Pero también cuando aquella risotada se calló, el traidor no se sintió aliviado; si su codicia era disipada y desaparecida, en trágica compensación su amor a Jesús creía vislumbrar ante sí una roca infranqueable para llegar a la persona siempre amada. Por todas partes el traidor veía en torno a sí el vacío. Una negrísima tiniebl envolvía entonces su mente, y él huyendo del Templo fue sin más a ahorcarse.
  
Del fin de Judas tenemos una doble relación con interesantes divergencias, las cuales son de particular valor al confirmar la identidad sustancial del hecho. Mateo habla solamente del ahorcamiento. Lucas en cambio, reportando un discurso de Pedro en los Hechos (1, 16-19), ha conservado la tradición según la cual Judas cabeza abajo cayó en medio derramando sus vísceras. Las dos relaciones parecen referirse a dos momentos diferentes del mismo hecho: primero Judas se ahorcó, luego la rama del árbol o la cuerda a la cual se había colgado se reventó, quizá por los movimientos convulsivos, y entonces el suicida se precipitó abajo; es legítimo imaginar que el árbol estuviese sobre el borde de algún barranco, así que la caída produjo en el cuerpo del suicida las consecuencias de las que habla la relación de Lucas. Una tradición identificaría el lugar del colgamiento de Judas con el campo Acéldama comprado con los siclos de él y situado en la Gehena, el valle al mediodía de Jerusalén designada casi desde tiempos antiguos como lugar maldito. La leyenda a su vez casi de tiempos más antiguos se apoderó del hecho, recamándolo alrededor o transformándolo en mil maneras: ya en el siglo IV se afirmaba que el árbol en el cual Judas se ahorcó era un higo (el árbol de cuyas hojas se revistieron los protoparentes pecadores; Génesis, 3, 7), y este higo, después de haber migrado en varios puntos a lo largo de los siglos, se mostraba todavía supérstite pocos años atrás en Jerusalén.
  
Quedaban entre tanto los siclos tirados por el traidor en el Templo. Los puntualísimos sanedritas se consultaron sobre la suerte destinada al dinero en forma que la Ley no fuese violada. De hecho la Ley (Deuteronomio, 23, 19 ebr.) no permitía que fuese aceptado como ofrenda sagrada dinero proveniente de ganancias indecorosas, como el meretricio, homicidio y similares; por eso los sanedritas, recogidos los siclos, observaron: No es lícito ponerlas en el “qorban” (tesoro sagrado), ya que es precio de sangre. Por otra parte 30 siclos eran una suma considerable, a la cual no sería sabio renunciar; y entonces aquellos apropiados casuistas una vía media para conciliar los dos opuestos. En ocasión de grandes fiestas judías afluían a Jerusalén muchísimos peregrinos de las distintas regiones de la Diáspora, y sucediendo que algunos de ellos muriesen durante su permanencia en la ciudad santa las autoridades locales debían proveer a su sepultura. Pero hasta aquel tiempo no había un cementerio reservado a tal fin: los sanedritas pues deliberaron que con los 30 siclos se comprase un lugar llamado comúnmente “Campo del alfarer”, tal vez porque era arcilloso y sede de un taller de alfarería, y se destinase a cementerio de los peregrinos». (GIUSEPPE RICCIOTTI, Vida de Jesucristo, nros. 532-534, 574-575).

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