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domingo, 12 de abril de 2020

LA HOMILÍA MUNDIALISTA “In Passióne Dómini” DE CANTALAMESSA

Traducción del artículo publicado por Cesare Baronio en OPPORTUNE IMPORTUNE.
   
OBŒ́DIENS USQUE AD MORTEM: LA APOSTASÍA MUNDIALISTA EN LA HOMILÍA “In Passióne et Morte Dómini” DEL PADRE RANIERO CANTALAMESSA
  
   
Leer los escritos de Raniero Cantalamessa Giovannini es como meter la mano en una teca de serpientes y escorpiones. Cada palabra, cada cita –aun la más aparentemente inocua– esconde una mordedura venenosa. No podía ser de otra manera: está en la naturaleza del escorpión usar el aguijón y en la de la sierpe morder con sus dientes envenenados. Son decenios que el Predicador de la Casa Pontificia siembra herejías, más o menos disimuladas detrás de una prosa meliflua y seductora; sus errores se propagan en los libros y en las conferencias, en las homilías y en las lecciones universitarias y a su vez derivan de la elaboración de las doctrinas de herejes notorios, de ultraprogresistas hoy llevados en óptima consideración por los cortesanos de Santa Marta, por sectarios de toda especie. Todos aunados por un diseño bien preciso, que ahora involucra la esfera civil y la religiosa en la apostasía y en el servilismo más descarado al pensamiento único.
   
El incauto que en la función papal in Passióne et Morte Dómini (aquí) escucha a Cantalamessa por primera vez es distraido desde el íncipit de la homilía (aquí). Una cita de San Gregorio Magno –por otra parte deliberadamente imprecisa– parece garantizar la ortodoxia del contenido: «Scriptúra áliquo modo cum legéntibus crescit», dice San Gregorio, en un contexto que no da espacio a malentendido alguno; no se puede decir otro tanto de la misma cita, si se comprende que ella constituye uno de los miles de guiños no al Padre de la Iglesia, sino a la obra de Antonio Marangon y de Michele Marcato, conocidos biblistas contemporáneos de otros tantos famosos Institutos de Ciencias Religiosas italianos (cfr. Michele Marcato, Scriptúra sacra cum legéntibus crescit, Scritti in onore di Antonio Marangon, Ed. Messaggero Padua, 2012). No quiero aburrir al Lector, mucho más que hacer comprender la sutil y perversa habilidad del Predicador en lanzar mensajes crípticos a los suyos, oyendo con malicia temas y conceptos ideológicamente connotados.
  
Las palabras de San Gregorio deberían en manera alguna legitimar la interpretación de la perícopa evangélica de la Pasión de Nuestro Señor, permitiendo intepretarla a la luz de las calamidades que golpean a la humanidad durante la pandemia. «Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta –más aún, con un grito– en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la palabra de Dios le da».
  
Detengámonos un momento a analizar la grosera tergiversación de las causas y de los efectos de la Pasión, con la cual Cantalamessa niega el sentido mismo del Sacrificio de Cristo. «La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas», afirma. Pero los efectos no pueden ser comprendidos sino sobre la base de las causas primeras, o sea el Pecado Original, que en cambio el padre Raniero calla, desviando la atención sobre las causas segundas: la condena a muerte pronunciada por el Sanedrín y ratificada por Pilato. Sabemos que el motivo por el cual Nuestro Señor ha aceptado encarnarSe y morir en la Cruz recide en la reparación que solo Él podía ofrecer al Padre: la gravedad de la caída de Adán –infinita respecto a la ofensa a Dios– viene expiada por el nuevo Adán gracias a una reparación infinita dada por Su ser Dios, en nombre de la humanidad pecadora que Él representa en cuanto hombre. Esta es la causa de la Redención, que es realizada secundariamente por medio de la infidelidad de la Sinagoga, enceguecida no obstante las clarísimas profecías de las cuales era custodia.
   
Este pilar de nuestra Fe es negado por Cantalamessa: «¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres».
  
La reprobación de esto blasfemo despropósito nos viene del responsorio que la liturgia nos hace entonar durante el Triduo Sacro: «Christus factus est pro nobis obœ́diens usque ad mortem, mortem autem crucis: Propter quod et Deus exaltávit illum, et dedit illi nomen quod est super omne nomen» (Fil 2, 8-9). Obediente hasta la muerte, dice la Escritura, y aquella obediencia fue el motivo –«propter quod»– de la exaltación de Cristo en la Resurrección. La libertad humana –o mejor: el libre arbitrio– ha permitido a Adán y permite hoy a cada uno de nosotros el conformarnos a la voluntad de Dios o violarla, mereciendo el premio por nuestra fidelidad o la pena por el querernos sustituir a Él en decidir qué es justo y qué no lo es. No hay ninguna libertad en esto, en el sentido que hoy se quiere dar a esta palabra: el hombre no es moralmente libre para pecar, porque las consecuencias de su elección fueron establecidas por el sumo Legislador (cfr. León XIII, Enc. Libértas præstantíssimum). La caída de Adán ha hecho necesaria la Redención casi desde la eternidad, y en este acto de amor supremo Nuestro Señor a respondido al Padre: «Ecce, vénio», heme aquí. Inútil recordar que los errores de Cantalamessa revelan también otra herejía, o sea, la negación de la divinidad de Jesucristo, porque la oblación del Hijo al Padre en el Espíritu Santo es íntima en la Santísima Trinidad, y solo quien no acepta con fe este misterio puede considerar a Nuestro Señor como la víctima de una divinidad sanguinaria, y por ende considerar imposible la sola idea del Sacrificio.
  
En la base del pensamiento del padre Raniero está el negarse a reconocer la culpa del Progenitor, y con ella la ofensa a la Majestad divina. El non sérviam de Lucifer, sobre la boca del Predicador de la Casa Pontificia, proclamado con orgullo durante la celebración de la Pasión del Señor. Y si no hay culpa, no hay castigo, ni para Adán y su descendencia, ni para el hombre que peca aún hoy: «Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros? ¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad».
  
La perfidia de Cantalamessa llega a insinuar como legítima la objeción del impío: las guerras, las pestilencias, la carestía y todos los males que afligen al mundo golpean también a los inocentes, por tanto o Dios es injusto, o estos flagelos no son un castigo, porque no hay nada que castigar. Ninguna culpa para Adán y todos los hombres; ninguna expiación del nuevo Adán y muchos menos para los pecadores, en unión con el Salvador, en el único Bautismo para remisión de los pecados.
   
Según el padre Raniero, «el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de “sacramento universal de salvación” para el género humano», sin que sea necesario, de parte del hombre, el acto de Fe y la observancia de la Ley de Dios en el vínculo de la Caridad. «Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los suscita [sic]. Él ha dado también a la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama “sabiduría de Dios”». La intervención de la Providencia es barrida en nombre de aquella peligrosísima personalización de la Naturaleza que alude cómplice a la Madre Tierra, siempre acechando en los discursos de este: «Él ha dado también a la naturaleza una especie de libertad». Y por esto comprendemos las palabras de Bergoglio de algunos días ha: «Incendios, terremotos… la naturaleza está mostrando su cólera de manera que nosotros tenemos cuidado de ella».
  
La conclusión de la homilía de Cantalamessa es la apoteosis del humanismo más abyecto, del pacifismo sin Cristo y sin Iglesia, promulgado del Nuevo Orden Mundial y bendecido por la neo-iglesia: «El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor? […] Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de riqueza, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado». E incluso, en un delirio paroxístico: «Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en humanidad».
   
Un mundo que el diario de la Conferencia Episcopal Italiana, Avvenire, precisamente ayer (aquí) pregonaba: «Es el momento de poner las bases para un nuevo orden mundial», bajo la égida de la más criminal organización masónica internacional, la ONU, y de su profeta Bergoglio.
  
Que Dios nos salve de esta conjura infernal.

2 comentarios:

  1. Aunque hay pocas declaraciones papales sobre el tema de Dios que no deja el pecado sin castigo, las hay y muy explícitas, para que los Cantalamessas laicos y de sotana no aleguen ignorancia de ellas:
    BENEDICTO XV. Encíclica “In præclára summórum” sobre el VI centenario de la muerte de Dante Alighieri (30 de abril de 1921): «La providencia de Dios, que gobierna el mundo en el tiempo y en la eternidad, premia y castiga a los hombres, tanto individualmente como en comunidad, de acuerdo con su responsabilidad».
    PÍO XII. Encílica “Datis nupérrime”, sobre la invasión soviética a Hungría (5 de noviembre de 1956): «El Señor, como justo juez que es, si a menudo castiga los pecados de los particulares solamente después de la muerte, a veces castiga también en esta vida a los gobernantes y a las naciones por sus injusticias, como la historia nos enseña».

    También estas dos “joyas” de cuando el modernismo institucionalizado en y después del Vaticano II no se había manifestado TAN descaradamente:
    JUAN XXIII. Radiomensaje a la población de Messina por el 50º aniversario del terremoto de 1908 (28 de diciembre de 1958): «Jesús os dice que huyáis del pecado, causa principal de los grandes castigos, que améis a Dios sobre todas las cosas, que pongáis en Él solo vuestra esperanza y vuestra defensa contra las calamidades, porque “nisi Dóminus ædificáverit domum, in vanum laboravérunt qui ædíficant eam; nisi Dóminus custodíerit civitátem, frustra vígilat qui custódit eam” (Ps. 126, 1-2)».
    PABLO VI. Constitución Apostólica “Indulgentiárum doctrína”, sobre la revisión de las Indulgencias (1 de enero de 1967): «Según nos enseña la divina revelación, las penas son consecuencia de los pecados, infligidas por la santidad y justicia divinas, y han de ser purgadas bien en este mundo, con los dolores, miserias y tristezas de esta vida y especialmente con la muerte, o bien por medio del fuego, los tormentos y las penas cathartérias en la vida futura. Por ello, los fieles siempre estuvieron persuadidos de que el mal camino tenía muchas dificultades y que era áspero, espinoso y nocivo para los que andaban por él. Estas penas se imponen por justo y misericordioso juicio de Dios para purificar las almas y defender la santidad del orden moral, y restituir la gloria de Dios en su plena majestad».

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