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sábado, 30 de mayo de 2020

LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS, SEGÚN EL CARDENAL SCHUSTER

Tomado de RADIO SPADA.
  
Pentecostés (Miniatura de Estêvão Gonçalves Neto, ‹Misal –Pontifical– de la Academia de Ciencias›, comisionado por João Manuel de Ataíde, obispo de Viséu, c.1616-1622. Lisboa, Academia de Ciencias).
   
LA VIGILIA NOCTURNA DE PENTECOSTÉS
Estación en San Juan Lateranense.
   
Si bien el sacramento del bautismo es totalmente distinto de aquel de la crismación, aunque esta se llama Confirmátio, en cuanto el descendimiento del Espíritu Santo en el alma del fiel integra la obra de su regeneración sobrenatural. Mediante el carácter sacramental se confiere al neófito una semejanza más perfecta Jesucristo, imprimiendo el último sello o ratifica su unión con el divino Redentor. La palabra confirmátio era usada también en España para indicar la prez invocatoria del Espíritu Santo en la misa Confirmátio Sacraménti; donde la analogía que corre entre la epíclesis –que en la Misa impetra del Paráclito la plenitud de sus dones sobre cuantos se acercan a la santa Comunión– y la Confirmación –que los antiguos administraban inmediatamente después del bautismo– ilustra muy bien el significado teológico tan profundo que se oculta bajo esta palabra Confirmátio dada al sacramento del Crisma.
   
El nexo que une los dos sacramentos da por esto cuenta del motivo por el cual las antiguas liturgias, y la romana en particular, casi desde el tiempo de Tertuliano tenían reservada para su solemne administración las vigilias nocturnas de Pascua y de Pentecostés.
  
Antiguamente esta noche se desarrollaba este santo rito en San Juan Lateranense, precisamente como en la vigilia pascual; todavía en el siglo XII, cuando ya la ceremonia solía anticiparse al medio día del sábado, a cuyo regreso el Papa se dirigía a celebrar las vísperas y las maitines solemnes en San Pedro.
   
En las misas privadas se omiten las lecciones, la letanía, etc., y se recita el introito como el miércoles después de la IV domínica de Cuaresma, en ocasión de los grandes escrutinios bautismales. El texto es de Ezequiel, donde claramente se anuncia el bautismo cristiano y la efusión del Espíritu Santo sobre los creyentes. Literalmente el vaticinio concierne a la futura suerte de Israel, destinado también él a entrar comi parte del reino mesiánico: ubi plenitúdo géntium tunc Ísraël salvus fiet, pero también puede aplicarse a cada alma creyente, a aquella es que el Apóstol, para distinguirla del Israel carnal, llama Ísraël Dei.
  
Como la efusión del Espíritu Santo es el acto supremo de amor de Dios a los hombres, así el alejamiento supremo y definitivo del alma por Dios es especialmente llamado pecado contra el Espíritu Santo. El divino Paráclito es aquel que determina en nosotros el desarrollo de nuestra vida sobrenatural, ajusta el divino ejemplar Jesús; cada vez que se impide este desarrollo se resiste al Espíritu Santo, donde el Apóstol advertía en este sentido a los primeros fieles que no contristaran al divino Espíritu que habita en el alma, también en la misma vida sobrenatural.

LA SAGRADA VIGILIA DE PENTECOSTÉS
El rito vigiliar de Pentecostés, según el tipo originario romano, constaba, como en la noche pascual, de doce lecciones escriturales. Estas eran repetidas tanto en griego como en latín, y eran intercaladas por el canto de las Odas proféticas y las colectas pontificales. San Gregorio sin embargo redujo las lecturas solamente a seis, cuyo número fue conservado intacto, también cuando, en el siglo VIII, siguiendo las influencias del Sacramentario Gelasiano regresado honrosamente a Roma con durante el período franco, las lecciones de la gran vigilia de Pascua fueron nuevamente retornadas al primitivo número simbólico de doce.
   
La primera lección de esta noche corresponde pues a la tercera de la vigilia pascual y nos describe el sacrificio de Abrahán. Isaac se ofreció en holocausto, mas no perdió la vida sobre las aras, porque el Señor fue satisfecho de su piadoso propósito y lo constituyó padre de un pueblo interminable. Así Jesús no permanece víctima de la muerte en el sepulcro, porque el Padre lo reclamó a vida gloriosa el tercer día, y lo constituyó primogénito de los redimidos y cabeza de la inmensa familia de los elegidos.
   
Las colectas que siguen a las lecturad son las mismas del Sacramentario Gregoriano: solo que la última está fuera de lugar, ya que originariamente era recitada después del salmo 42, el cual también ponía término a la vigilia propiamente dicha. En cambio la colecta que seguía inicialmente a la lección sexta de Ezequiel, fue en desuso, por negligencia de los amanuenses.
   
Luego de la primera lectura el sacerdote toma la palabra, y recita la colecta siguiente: «Oh Señor, que en el acto de fe enérgica practicado por Abrahán, has ofrecido un ejemplo al género humano; concédenos igualmente disipar la malicia de nuestra voluntad, y de cumplir siempre rectamente tus preceptos. Por nuestro Señor Jesucristo, etc.».
   
La segunda lección corresponde a la lección cuarta de la vigilia de Pascua. Su significado nos viene declarado por esta espléndida colecta: «Oh Dios, que mediante los fulgores del nuevo pacto develaste el misterio que se ocultaba en los prodigios realizados en los comienzos de la creación; así como el Mar Rojo expresa el tipo de la fuente sagrada, y el pueblo liberado de la esclavitud de Egipto preanuncia el sacro misterio del pueblo cristiano; haz que todas las naciones admitidas a participar de los privilegios concedidos ya a Israel por el mérito de su fe, sean igualmente regenerados en la dignidad de tus hijos, gracias a la participación de tu divino Espíritu. Por nuestro Señor Jesucristo, etc.».
  
La tercera lección corresponde a la undécima de la vigilia pascual y hace de introducción a la gran Oda del Deuteronomio, que en la Sinagoga hacía precisamente parte del oficio sabático. Sigue después esta bella oración: «Oh Dios, gloria de tus fieles y vida de los justos, tú que por medio de tu siervo Moisés mediante el canto del sagrado Himno te propusiste por objetivo nuestra instrucción: cumple ahora la obra de tu misericordia hacia todos los pueblos; concédenos la vida bienaventurada, aleja de nosotros el terror, a fin que lo que fue amenazado en sentido de condena, redunde ahora en remedio para conseguir la eternidad. Por nuestro Señor Jesucristo, etc.».
   
La cuarta lección con su cántico de Isaías corresponde a la octava de la vigilia pascual.
   
La siguiente oración ilustra maravillosamente el sentido devoto: «Oh Dios eterno y omnipotente, que por medio de tu Hijo unigénito demostraste ser tú mismo el cultivador de tu Iglesia; mientras que en tu bondad, tomas cuidado solícito de toda rama que da fruto en tu Cristo, el cual es la verdadera vid, para que fructifique copiosamente, no permitas que las espinas de los pecados recubran a tus fieles, a los que, cual viñedo, transferiste de Egipto en virtud de la fuente bautismal, a fin que, santificados y fortalecidos por tu Espíritu, den fruto abundante de buenas obras. Por el mismo Jesucristo nuestro Señor, etc.».
   
La quinta lección corresponde a la sexta de Pascua. Le sigue esta colecta: «Oh Dios, que por boca de los Profetas nos has ordenado despreciar las cosas transitorias y de buscar las eternas; concédenos la fuerza de cumplir cuanto sabemos que tú nos has prescrito».
   
La lección sexta corresponde a la séptima de Pascua. Sigue esta graciosa colecta: «Oh Señor, Dios de fortaleza, que levantas lo que está caído, y después de haberlo levantado lo conservas, aumenta el número de los pueblos que deben ser regenerados en tu santo nombre, para que cuantos vengan ahora purificados por el sagrado bautismo, sean siempre dirigidos al bien de tus inspiraciones. Por nuestro Señor Jesucristo, etc.».
   
Esta oración, que tiene un marcado caráctet bautismal, desde el principio precedía inmediatamente el canto de las letanías que se seguía «descendiendo» en procesión al baptisterio. Decimos descendiendo, ya que tal es la terminología de la rúbrica conservada todavía en el misal. En cuanto a su origen primitivo, cabe recordarlo: ya que el baptisterio lateranense y el vaticano estaban más o menos al mismo nivel de las dos basílicas, es posible que este descender deba tal vez originariamente referirae a algún baptisterio cementerial, por ejemplo, en el cementerio de Priscila, donde realmente se hallaron varios baptisterios subterráneos.

En la procesión hacia el baptisterio.
Descendiendo a la fuente Bautismal, se canta como en la vigilia pascual, el salmo 41: «Como el ciervo, etc.». Descendiendo a la fuente, se procede a su bendición.

℣. El Señor sea con vosotros.
℟. Y con tu espíritu.
Oremos:
ORACIÓN – «Haz, oh Señor Omnipotente, que celebrando nosotros ahora la solemnidad en la cual nos fue concedido en don el Espíritu Santo, inflamados por deseos celestiales, acudamos sedientos a la fuente de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, etc.».

La anáfora consagratoria de las aguas bautismales, las ceremonias, los ritos de la iniciación cristiana, todo conforme a la vigilia pascual.
   
Después del bautismo se regresa a la basílica para celebrar la misa vigiliar.
  
Ella carece de introito. El antiguo himno de maitines: Glória in excélsis sigue inmediatamente a la letanía, la cual termina esta noche el oficio nocturno, y llega a ser reconducida a su función primitiva, que era precisamente la de servir como canto de transición entre la Vigilia nocturna y el divino Sacrificio.
   
La oración es de carácter bautismal: «Resplandezca sobre nosotros, oh Dios omnipotente, tu claridad, y el Espíritu Santo ilumine con el rayo de tu luz los corazones de aquellos que que han renacido por tu gracia».
  
Esta luz es la fe, son los carismas interiores del Espíritu Santo, el cual prácticamente nos da el sentido de las cosas de Dios.
  
Sigue la narración (Act. XIX, 1-8) del bautismo y de la crismación administrad por el Apóstol en Éfeso a doce de los antiguos discípulos de Juan Bautista.
   
Es de notarse, según los mejores exégetas, que el bautismo administrado en el nombre de Jesús, como expresa a veces San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, no indica necesariamente que los Apóstoles –en virtud de un privilegio personal, tal como ha pensado Santo Tomás– administrasen el Sacramento de la regeneración sin observar la fórmula trinitaria enseñada a ellos por el divino Maestro, sino el solo nombre de Jesús; sino que solamente quiere significar que en oposición al bautismo de Juan, el bautismo con la fórmula trinitaria es precisamente el instituido por Jesús, y que nos incorpora espiritualmente a Él.
   
Se invoca a la Santísima Trinidad en el Bautismo, para denotar que, en gracia de este Sacramento, el divino Padre nos eleva a la dignidad de sus hijos de adopción; Jesús nos une tan íntimamente a sí, que devenimos miembros místicos de su mismo cuerpo; el Espíritu Santo desciende en nosotros y nos comunica la vida divina como conviene a los hijos de Dios, a los hermanos de Jesús, y a los miembros de su cuerpo místico.
   
El culto perfecto de la Santísima Trinidad es por tanto la primera consecuencia de la iniciación cristiana, y he aquí por qué después de la octava de Pentecostés la sagrada liturgia celebra una fiesta solemne en honor de la Augustísima Tríada, el misterio central de toda la teología cristiana.
   
Sigue el salmo aleluyático 106, como para la vigilia pascual. Al Evangelio no se usan los acostumbrados candelabros, porque la ceremonia se desarrollaba de noche, cuando el ambón era todavía iluminado por el gran cirio (Eucharistía lucernáris), bendecido y encendido por el diácono al ocultarse del sol del sábado precedente, luego que comenzaba el oficio vigiliar. El uso deriva de la Sinagoga, y fue descrito en otro lugar. Aparte de los Griegos, también los Ambrosianos y el clero mozárabe de Toledo conservan todavía el oficio del lucernario, el cual precede cotidianamente al canto de las vísperas.
   
El Evangelio (Juan XIV, 15-21) es todo sobre la venida del Espíritu Santo, y sobre su oficio de consolador y maestro de las almas en el camino de la Verdad. Jesús llama al Paráclito Espíritu de Verdad, para indicar que Él no solo procede del Padre, sino que procede también del Verbo, la verdad del Padre, el cual dice perfectamente el Padre; tanto que San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, simplemente lo llama Espíritu de Jesús.
  
Es sabido que los Griegos cismáticos niegan esta procesión de amor del Paráclito del Padre y del Hijo, como por un único principio espirante, lo que es contrario a la enseñanza manifiesta del Evangelio –Él recibirá de lo mío– y de los Santos Padres tanto orientales como occidentales. Por muchos siglos la Iglesia puso en obra todos los medios, concilios ecuménicos, apologistas, legaciones, para llamar a los Griegos a la unidad católica, pero todo fue en vano. Cuando el pecado contra el Espíritu Santo llegó a su último límite, la justicia de Dios no tardó en golpear a la Iglesia y al imperio bizantino. El día de Pentecostés del 1453, el ejército de Mehmed II penetró en Constantinopla, y masacró al emperador, al patriarca, al clero y gran número de pueblo congregado en Santa Sofía. Repleta de estragos aquella espléndida basílica justiniana, que por casi nueve siglos fue testigo de tantas perfidias contra la fe católica, fue convertida en una mezquita turca.
  
En la anáfora, según el uso tradicional romano, se inserta la conmemoración de la hodierna fiesta, que se repite pure durante toda la octava de Pentecostés: «Jesús, ascendido que fue a lo más alto de los cielos y sentado a tu diestra, en este día difundió sobre tus hijos de adopción aquel Espíritu divino que Él les había prometido. Por lo cual exulta y se regocija la humanidad entera, esparcida por toda la faz del orbe».
   
Y la tierra se jubila, y con buena razón. Es precisamente el Espíritu Santo el que transmuta intrínsecamente y eleva al Cristiano a la dignidad de Hijo de Dios. Él, el fiel, es tal, no por una imputación jurídica y externa, como es la adopción entre los hombres, sino porque Dios le participa su propia vida y su propia santidad por medio de su mismo divino espíritu.
  
También al inicio de los dípticos Apostólicos se hace mención del misterio del Pentecostés: «Celebrando nosotros el día sacratísimo de Pentecostés, en el cual el Espíritu Santo apareció sobre los Apóstoles en forma de innumerables llamas…».
  
En la oración sacerdotal que recomienda a Dios los oferentes y pone fin a la primera parte de los dípticos, –prius ergo oblatiónes commendándæ sunt, escribe el papa Inocencio I en la famosa carta a Decencio de Gubbio– se hace memoria de los neófitos admitidos esta noche al bautismo y a la confirmación, y que consecuentemente deberán participar por primera vez de la Sagrada Eucaristía: «Te ofrecemos ahora esta oblación de nuestro sacerdocio en nombre de tu pueblo santo, y particularmente de aquellos que te has dignado regenerar en el agua bautismal y en el Espíritu Santo, concediéndoles el perdón de todos los pecados…».
   
El verso ofertorial deriva del salmo 103: «Envía tu Espíritu, y todo será creado, y renovarás la faz de la tierra. Sea la gloria al Señor por todos los siglos».
  
La creación, no menos que la redención, es un acto de amor de parte de Dio, y en este sentido se atribuye al Espíritu Santo, que precisamente el Génesis describe volando sobre las aguas caóticas. Era Dios, que amando fecundaba esta materia primordial, y traía los distintos grados de las criaturas. Después en el Nuevo Testamento la venida del Espíritu Santo ha dado aoma al cuerpo de la Iglesia, la cual así ha podido iniciar su misión en continuación de aquella de Jesís.
   
En la colecta sobre la oblación suplicamos al Señor que le sea grata, y por los méritos del Sacrificio le suplicamos que purifique con el fuego del Paráclito nuestro corazón de todas las manchas del vicio. El Paráclito es amor, y en el fuego del amor todo se destruye; de ahí Jesús dice a María Magdalena: «Como amó mucho, mucho le es perdonado».
  
La antífona de la Comunión es también apropiada a la circunstancia.

El grito de Jesús en el último día de la solemnidad de los Tabernáculos, cuando los sacerdotes iban a buscar agua a la fuente de Siloé,  es repetido hoy que se llega a la fiesta extrema del ciclo pascual. El agua de la gracia, de la que Jesús habla aquí, simboliza el Espíritu Santo, y más particularmente las aguas bautismales por él fecundadas. Esta es la ocasión por la cual la Iglesia latina administra solemnemente el bautismo también en la Vigilia de Pentecostés.
  
En la colecta después de la Comunión, suplicamos al Señor que su Espíritu venga a purificar con sus ardores de amor, de penitrncia y fervoroso celo nuestras manchas. No nos deben espantar estas llamas destinadas a corroer el vicio y a purificar el espíritu.

El Paráclito nos las hace dulces, porque al mismo tiempo nos da el dulce refrigerio del rocío de sus consolaciones. Aquel rocío interior che fecunda las flores y los frutos santos.

(Card. ALFREDO ILDEFONSO SCHUSTER OSB, Liber Sacramentórum. Notas históricas y litúrgicas sobre el Misal Romano. Vol. IV. El Bautismo en el Espíritu y en el fuego (La Sagrada Liturgia durante el ciclo Pascual), Turín-Roma, 1930, págs. 147-152). Traducción propia.

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