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jueves, 11 de junio de 2020

ARQUEOLOGIDAD LITÚRGICA, SACRILEGIO GALOPANTE (Desmontando el pretexto para la “Comunión en la mano”)

Artículo publicado por el padre Giuseppe Pace SDB en la revista Chiesa Viva, Enero de 1990, traducido por primera vez al Español.
  
ARQUEOLOGIDAD LITÚRGICA – SACRILEGIO GALOPANTE
San Cirilo de Jerusalén y la Comunión en la mano
    
     
La bellota es un roble en potencia; el roble es una bellota devenida perfecta. El volver a bellota por un roble, supuesto que pudiese hacerlo sin morir, sería un retroceso. Por eso en la Mediátor Dei (n. 51) Pío XII condenaba el arqueologismo litúrgico como antilitúrgico con estas palabras: «… no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las circunstancias. Tal manera de pensar y de obrar hace revivir, efectivamente, el excesivo e insano arqueologismo despertado por el ilegítimo concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar los múltiples errores que un día provocaron aquel conciliábulo y los que de él se siguieron, con gran daño de las almas, y que la Iglesia, guarda vigilante del Depósitum Fídei, que le ha sido confiado por su divino Fundador, justamente condenó».
  
De tal obsesión morbosa –de arqueologidad– toman ocasión aquellos pseudoliturgistas que están desolando la Iglesia en nombre del Concilio Vaticano II; pseudoliturgistas que tal vez llegan al punto de impulsar con la exhortación y con el ejemplo a sus súbditos a violar aquellas pocas leyes sanas que todavía sobreviven, y por ellos formalmente promulgadas o confirmadas.
 
Sintomático a este respecto es el caso del rito de la Santa Comunión. Algún obispo dehecho, después de haber proclamado que el rito tradicional de colocar las sagradas Especies en la boca del comulgando sigue en vigor, permite todavía que se distribuya la santa Comunión en canastillas que se pasan los fieles de mano en mano; o él mismo depone las sagradas Especies en las manos desnudas –¿y siempre limpias?– del comulgando. Si se quiere convencer a los fieles que la santísima Eucaristía no es sino pan común, aunque también bendito, para una refacción simbólica, precisamente se ha buscado el camino más directo: el del sacrilegio.
 
Los fautores de la Comunión en la mano apelan a aquel arqueologismo pseduolitúrgico condenado apértis verbis por Pío XII. De hecho dicen y repiten que en tal modo se la debe recibir, porque se hizo de tal manera en toda la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente desde sus orígenes por más de mil años.
  
Es verdadero y cierto que desde los orígenes y por casi dos mil años los comulgandos debían abstenerse de cualquier comida y bebida, desde la vigilia hasta el momento de la santa Comunión, en preparación a la misma. ¿Por qué aquellos arqueologitas no restauran tal ayuno eucarístico?, que ciertamente contribuiría no poco a mantener vivo en la mente de los comulgandos el pensamiento de la santa Comunión inminente, y para disponerlos mejor.
  
En cambio, es ciertamente falso que desde los orígenes y por mil años haya habido en toda la Iglesia, en Oriente y en Occidente, la costumbre de deponer las sagradas Especies en las manos del fiel.
  
El caballo de batalla de aquellos pesudoliturgistas es el siguiente fragmento de las Catequesis mistagógicas atribuidas a San Cirilo de Jerusalén: «Ádiens ígitur, ne expánsis mánuum volis, néque disjúnctis dígitis accéde; sed sinístram velut thronum subjíciens, utpote Regem susceptúræ: et cóncava manu súscipe corpus Christi, respóndens Amen» (No te acerques, pues [a la Comunión], con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino que, poniendo la mano izquierda bajo la derecha a modo de trono que ha de recibir al Rey, recibe en la concavidad de la mano el cuerpo de Cristo diciendo Amén).
  
Llegados a este Amén, se detienen; pero las Catequesis mistagógicas no se detienen allí, y agregan: «Póstquam áutem cáute óculos tuos sancti córporis contáctu santificáveris, illud pércipe… Tum vero post communiónem córporis Christi, accéde et ad sánguinis póculum: non exténdens manus; sed pronus [en griego: ἀλλά κύπτων, que San Roberto Belarmino traduce genu flexo], et adoratiónis ac veneratiónis in modum, dicens Amen, sanctificéris, ex sánguine Christi quóque sumens. Et cum adhuc lábiis tuis adhǽeret ex eo mador, mánibus attíngens, et óculos et frontem et relíquos sensus sanctífica… A communióne ne vos abscíndite; néque propter peccatórum inquinémentum sacris istis et spirituálibus defraudáte mystériis» (Súmelo a continuación con ojos de santidad cuidando de que nada se te pierda de él…, Y después de la comunión del cuerpo de Cristo, acércate también al cáliz de la sangre: sin extender las manos, sino inclinándote hacia adelante, expresando así adoración y veneración, mientras dices Amén, serás santificado al tomar también de la sangre de Cristo. Y cuando todavía tienes húmedos los labios, tocándolos con las manos, santifica tus ojos y tu frente y los demás sentidos… No os apartéis de la comunión ni mancilléis con vuestros pecados estos sagrados y espirituales misterios) (Patrología Græca, vol. XXXIII, cols. 1123-1126).
 
¿Quién podrá sostener que tal rito fuese por menos que mil años acostumbrado en la Iglesia universal? ¿Y cómo conciliar tal rito, según el cual es admitido a la santa Comunión también quien está manchado de pecados, con la costumbre ciertamente universal casi desde los orígenes que prohibía la santa Comunión a quien no era santo?: «Ítaque quicúmque manducáverit panem hunc vel bíberit cálicem Dómini indígne, reus erit córporis et sánguinis Dómini. Probet autem seípsum homo: et sic de pane illo edat et de calice bibat. Qui enim mandúcat et bibit indígne, judícium sibi mandúcat et bibit: non dijúdicans corpus Dómini» (De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte [hallando pura su conciencia] coma de aquel pan y beba de aquel Cáliz. Porque quien le come y bebe indignamente, se traga y bebe su propia condenación; no haciendo el debido discernimiento del cuerpo del Señor). (I Corintios 11, 27-29).
  
Tal extravagante rito de la Santa Comunión, cuya descripción se concluye con la exhortación de hacer la santa Comunión aunque se esté cargado de pecados, no fue predicado por San Cirilo en la Iglesia de Jerusalén, ni podía ser lícito en cualquiera otra Iglesia. De hecho se trata de un rito debido a la fantasía, oscilante entre el fanatismo y el sacrilegio, del autor de las Constituciones Apostólicas: un anónimo sirio, devorador de libros, escritor inagotable, que vierte en sus escritos, indigeridos y contaminados por partes de su fantasía, gram parte de aquellas sus mismas lecturas; que en el libro VIII de dichas Constituciones apostólicas, agrega, atribuyendo al Papa San Clemente I, 85 Cánones de los Apóstoles; cánones que el Papa San Gelasio I, en el Concilio de Roma del 494, declaró apócrifos: «Liber qui appellátur Cánones Apostolórum, apócryphus» (Patrología Latína, vol LIX, col. 163).
 
La descripción de aquel rito extravagante, si no necesariamente siempre sacrílego, entró en las Catequesis mistagógicas por obra de un sucesor de San Cirilo, que los más consideran sea el “obispo Juan”, criptoarriano, origenista y pelagiano; y precisamente contestado por San Epifanio, por San Jerónimo y San Agustín.
 
¿Cómo pudo dom Henri Leclercq afirmar que: «… debemos ver [en dicho rito extravagante] una exacta representación de la costumbre de las grandes Iglesias de Siria»? No lo puede afirmar sino contradiciéndose, dado que poco antes afirma tratarse de: «… una liturgia fantasiosa. Ella no procede ni está destinada sino a distraer su autor; no es una liturgia normal, oficial, perteneciente a una Iglesia determinada» (Dictionnaire d’archéologie chrétienne et de liturgie, vol. III, parte II, cols. 2749-2750).
 
Tenemos en cambio testimonios ciertos de la costumbre contraria, esto es, de la costumbre de deponer las sagradas Especies en la boca del comulgando, y de la prohibición a los laicos de tocar dichas sagradas Especies con sus propias manos. Solo en caso de necesidad y en tiempo de persecución, nos asegura San Basilio, se podía derogar dicha norma, y era concedido a los laicos comulgar con las propias manos (Patrología Græca, vol. XXXII, cols. 483-486).
  
Es claro que no intentamos traer todos los testimonios invocados para demostrar que en la antigüedad estaba vigente la costumbre de dar las sagradas Especies en la boca del comulgando laico; indicamos solo algunas relevantes, y por demás suficientes para desmentir a cuantos afirman que por mil años en la Iglesia universal, tanto de Oriente como de Occidente, se acostumbraba deponer las sagradas Especies en las manos de los laicos.
   
San Eutiquiano (Papa entre 275 y 283), para que no lleguen a tocarlas con las manos, prohíbe a los laicos llevar las sagradas Especies a los enfermos: «Nullus præsúmat trádere communiónem láico vel fœ́minæ ad deferéndum infírmo» (Ninguno pretenda entregar la comunión a un laico o a una mujer para llevarla a un enfermo) (Patrología Latína, vol. V, cols. 163-168).
   
San Gregorio Magno narra que San Agapito (Papa entre 535 y 536) durante los pocos meses de su pontificado, dirigiéndose a Constantinopla, curó a un sordomundo en el acto en el cual «ei Domínicum Corpus in os mítteret» (le metió en la boca el Cuerpo del Señor) (Diálogos, libro III, 3).
  
Esto para el Oriente; y para el Occidente, se sabe y es incuestionable que el mismo San Gregorio Magno administraba en tal modo la santa Comunión a los laicos.
 
Ya antes el Concilio de Zaragoza, en el 380, había fulminado en su canon III la excomunión contra aquellos que estuviesen permitidos de tratar la santísima Eucaristía como si se estuviese en tiempo de persecución, tiempo en el cual también los laicos podían hallarse en la necesidad de tocarla con sus propias manos (JOSÉ SÁENZ DE AGUIRRE OSB, Notítia Conciliórum Hispániæ, Salamanca, 1686, pág. 495).
 
Antiguamente no faltaban tampoco innovadores indisciplinados. Lo que induce a la autoridad eclesiástica a llamarlos a orden. Así hizo el Concilio de Ruan, hacia el año 650, prohibiendo al ministro de la Eucaristía deponer las sagradas Especies en la mano del comulgante laico: «[Presbýter] illud étiam atténdat ut eos [fidéles] própria manu commúnicet, nulli áutem láico aut fœ́minæ Eucharistíam in mánibus ponat, sed tantum in os ejus cum his verbis ponat: “Corpus Dómini et sánguis prosit tibi in remissiónem peccatórum et ad vitam ætérnam”. Si quis hæc transgréssus fuerit, quia Deum omnipoténtem comtémnit, et quántum in ipso est inhonórat, ab altári removeátur» ([El presbítero] cuide también para que [los fieles] comulguen de su propia mano; que a ningún laico o mujer deponga la Eucarstía en sus manos, sino en su boca, con estas palabras: “El Cuerpo y la sangre del Señor te aprovechen en remisión de pecados y para la vida eterna”. Si alguno transgrediere esto, despreciando por tanto a Dios omnipotente, y deshonrando cuanto está en Él, sea removido del altar). (Mansi, vol. X, cols. 1099-1100).
 
Por el contrario los arrianos, para demostrar que no creían en la divinidad de Jesús, y que consideraban a la Eucaristía como pan puramente simbólico, comulgaban estando de pie y tocando con sus propias manos las sagradas Especies. No por nada San Atanasio hablaba de la apostasía arriana (Patrología Græca, vol. XXIV, col. 9 y ss.).
 
No se niega que fue permitido a los laicos tocar a veces las sagradas Especies, en ciertos casos particulares, o también en algunas Iglesias particulares, por algún tiempo. Pero se niega que tal fuese la costumbre de la Iglesia tanto en Oriente como en Occidente por mil años; y más falso todavía afirmar que se debería hacer así actualmente. También en el culto debido a la santísima Eucaristía se ha dado un sabio progreso, análogo al tenido en el campo dogmático (con el cual no tiene nada que ver la teología modernista de la muerte de Dios).
  
Dicho progreso litúrgico volvió universal el uso de arrodillarse en acto de adoración, y luego el uso del reclinatorio; el uso de cubrir el cancel de cándida toalla, el uso de la patena, a veces también de una antorcha encendida; y después la práctica de hacer al menos un cuarto de hora de agradecimiento personal. Abolir todo esto no es incrementar el culto debido a Dios en la santísima Eucaristía, y la fe y la santificación de los fieles, sino que es servir al demonio.
  
Cuando Santo Tomás (Summa Theológica, III, q. 82, art. 3) expone los motivos que prohíben a los laicos tocar las sagradas Especies, no habla de un rito de invención reciente, sino de una costumbre litúrgica antigua como la Iglesia. Incluso, el Concilio de Trento (Sesión III, Decreto sobre la Santísima Eucaristía) no sólo pudo afirmar con razón que en la Iglesia de Dios fue costumbre constante que los laicos recibiesen de los sacerdotes la Comunión, mientras que los sacerdotes comulgaban por sí mismos; sino que precisamente tal costumbre es de origen apostólico (Denzinger, 881).
  
He aquí por qué todavía la hallamos prescrita en el Catecismo de San Pío X (Cuestiones 642-645). Ahora, tal norma no fue abrogada: en el Nuevo Misal Romano, en el artículo 117, se lee que el comulgando tenens paténam sub ore, sacraméntum áccipit (teniendo la patena debajo de la boca, reciba el sacramento).
 
Luego no se llega a entender cómo los mismos promulgadores de tan sabias normas, van dispensando de ellas a las diócesis una tras otra. Frente a tanta incoherencia, el simple fiel no puede sino concebir una gran indiferencia respecto de las leyes eclesiásticas litúrgicas y no litúrgicas.

1 comentario:

  1. El «“obispo Juan”, criptoarriano, origenista y pelagiano» era Juan II de Jerusalén († 417), sucesor de San Cirilo de Jerusalén y según los historiadores, el autor de las Catequesis Mistagógicas atribuidas erróneamente a este. En su tratado “Contra Juan de Jerusalén” y sus cartas 51, 82 y 86, San Jerónimo lo acusó de ser seguidor de las herejías de Orígenes Adamancio, que habían sido condenadas en el Sínodo de Dióspolis (actual Lod, Israel) del 415, en el Sínodo de Constantinopla del 543 y el II Concilio de Constantinopla del 553. También el Papa San Inocencio I le escribió en el 417 reprochándole no poner orden luego de los disturbios pelagianos (condenados en los concilios de Cartago y Milevi) contra el monasterio que San Jerónimo tenía en Belén.

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