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jueves, 3 de septiembre de 2020

ENCÍCLICA «E Suprémi Apostolátus», SOBRE RESTAURAR EN CRISTO TODAS LAS COSAS

A dos meses de su elección como Papa, San Pío X publica su Encíclica «E Suprémi Apostolátus» (Acta Apostólicæ Sedis, vol. XXXVI 1903-1904, págs. 129-139), que por decirlo, es la carta programática de su Pontificado.
  
San Pío X reconoce que su humildad le habría hecho declinar de la elección al Solio de San Pedro, si no fuera porque Dios le escogió para tal fin, y proclama que su pontificado propugnará por «INSTAURÁRE ÓMNIA IN CHRISTO», como único medio para restablecer la paz en las naciones. Al mismo tiempo, expresa que los Obispos deben velar por la formación y la disciplina de los Sacerdotes, combatiendo los errores que acechan la Iglesia.
 
ENCÍCLICA «E Suprémi Apostolátus», DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR PÍO, POR LA DIVINA PROVIDENCIA PAPA X, SOBRE LA RESTAURACIÓN DE TODAS LAS COSAS EN CRISTO
 
Papa San Pío X
  
A nuestros Veneables hermanos, los Patriarcas, Primados. Arzobispos, Obispos y demás ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica.
  
Venerables hermanos: Salud y Bendición Apostólica.
  
EL PESO DEL PONTIFICADO
Al dirigirnos por primera vez a vosotros desde la suprema cátedra apostólica a la que hemos sido elevados por el inescrutable designio de Dios, no es necesario recordar con cuántas lágrimas y ora­ciones hemos intentado rechazar esta enorme carga del Pontificado. Podríamos, aunque Nuestro mérito es absolutamente inferior, aplicar a Nuestra situación la queja de aquel gran santo, Anselmo, cuando a pesar de su oposición, incluso de su aversión, fue obligado a aceptar el honor del episco­pado. Porque Nos tenemos que recurrir a las mismas muestras de desconsuelo que él profirió para exponer con qué ánimo, con qué actitud hemos aceptado la pesadísima carga del oficio de apacen­tar la grey de Cristo. «Mis lágrimas son testimonio –esto dice–, así como mis quejas y los suspiros de lamento de mi corazón; cuales en ninguna oca­sión y por ningún dolor recuerdo haber derramado hasta el día en que cayó sobre mí la pesada suerte del arzobispado de Canterbury. No pudieron de­jar de advertirlo todos aquellos que en aquel día contemplaron mi rostro… Yo con un color más propio de un muerto que de una persona viva, pali­decía con doloroso estupor. A decir verdad, hasta ese momento hice todo lo posible por rechazar lejos de mí esa elección, o por mejor decir esa extorsión.
 
Pero ya, de grado o por fuerza, tengo que confesar que a diario los designios de Dios resisten más y más a mis planes, de modo que comprendo que es ab­solutamente imposible oponerme a ello. De ahí que, vencido por la fuerza no de los hombres sino de Dios, contra la que no hay defensa posible, entendí que mi deber era adoptar una única decisión: después de haber orado cuanto pude y haber inten­tado que, si era posible, ese cáliz pasara de mí sin beberlo… entreguéme por completo al sentir y a la voluntad de Dios, dejando de lado mi propio sentir y mi voluntad» [1].
   
LOS HOMBRES ESTÁN HOY APARTADOS DE DIOS
Y efectivamente no Nos faltaron múltiples y gra­ves motivos para rehusar el Pontificado. Ante todo el que de ningún modo, por nuestra insignificancia, nos considerábamos dignos del honor del pontifica­do; ¿a quién no le conmovería ser designado suce­sor de aquel que gobernó la Iglesia con extrema prudencia durante casi veintiséis años, sobresalió en tanta agudeza de ingenio, tanto resplandor de virtudes que convirtió incluso a sus enemigos en admiradores y consagró la memoria de su nombre con hechos extraordinarios? Luego, dejando aparte otros motivos, Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación en que se encuentra la huma­nidad. ¿Quién ignora, efectivamente, que la socie­dad actual, más que en épocas anteriores, está afligi­da por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muer­te? Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el Profeta: «Pues he aquí que quienes se alejan de tí, perecerán» [2]. Detrás de la misión pontificia que se me ofrecía, Nos veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal: Nos parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: «Hoy te doy sobre pueblos y rei­nos poder de destruir y arrancar, de edificar y plan­tar» [3]; pero, conocedor de Nuestra propia debilidad, Nos espantaba tener que hacer frente a un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía mu­chas dificultades.
 
«¡INSTAURAR TODAS LAS COSAS EN CRISTO!»
Sin embargo, puesto que agradó a la divina vo­luntad elevar nuestra humildad a este supremo poder, descansamos el espíritu en aquel que Nos conforta y poniendo manos a la obra, apoyados en la fuerza de Dios, manifestamos que en la gestión de Nuestro pontificado tenemos un sólo propósito, instaurarlo todo en Cristo [4], para que efectivamente todo y en todos sea Cristo [5].
   
Habrá indudablemente quienes, porque miden a Dios con categorías humanas, intentarán escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes de parte.
 
Para salirles al paso, aseguramos con toda firme­za que Nos nada queremos ser, y con la gracia de Dios nada seremos ante la humanidad sino Minis­tro de Dios, de cuya autoridad somos instrumen­tos. Los intereses de Dios son Nuestros intereses; a ellos hemos decidido consagrar nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que si alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre le daremos sólo esta: ¡instaurar todas las cosas en Cristo!
   
LOS HOMBRES CONTRA DIOS
Ciertamente, al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extra­ordinaria alegría el hecho de tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para llevarla a cabo. Pues si lo dudáramos os califica­ríamos de ignorantes, cosa que ciertamente no sois, o de negligentes ante este funesto ataque que ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos [6]; parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: «Apártate de nos­otros» [7]. Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en pú­blico ni en privado: aún más, se lucha con denoda­do esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.
   
Es indudable que quien considere todo esto ten­drá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición [8] de quien habla el Apóstol. En verdad, con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario –esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol–, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que –aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene–, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. «Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios» [9].
 
Efectivamente, nadie en su sano juicio puede du­dar de cuál es la batalla que está librando la humani­dad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria siempre está de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la derrota, cuanto con mayor osadía se alza el hom­bre esperando el triunfo. Estas advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en efecto, los pecados de los hombres [10], como olvidado de su poder y majestad: pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un bo­rracho lleno de fuerza [11], romperá la cabeza a sus enemigos [12] para que todos reconozcan que el rey de toda la tierra es Dios [13] y sepan las gentes que no son más que hombres [14].
   
Todo esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo cual, sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su parte, también procure hacer madurar la obra de Dios: y eso, no sólo pidiendo con asiduidad: «Álzate, Señor, no prevalezca al hombre» [15], sino –lo que es más importante– con hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás criaturas, de modo que Su derecho a gobernar y su poder reciba culto y sea fielmente ob­servado por todos.
   
EL DESEO DE PAZ: DÓNDE ENCONTRARLA
Esto es no sólo una exigencia natural, sino un be­neficio para todo el género humano. ¿Cómo no van a sentirse los espíritus invadidos, Hermanos Vene­rables, por el temor y la tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo que se en­orgullece, con razón, de sus progresos, se hace la guerra tan atrozmente que es casi una lucha de to­dos contra todos? El deseo de paz conmueve sin duda el corazón de todos y no hay nadie que no la recla­me con vehemencia. Sin embargo, una vez rechazado Dios, se busca la paz inútilmente porque la jus­ticia está desterrada de allí donde Dios está ausente; y quitada la justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la justicia [16].
   
Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de tranquilidad y de orden, se unen en grupos y facciones que llaman «de orden». ¡Oh, esperanza y preocupaciones vanas! El partido del orden que realmente puede traer una situación de paz después del desorden es uno sólo: el de quienes están de parte de Dios. Así pues, éste es necesario promover y a él habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la paz.
 
Y verdaderamente, Venerables Hermanos, esta vuelta de todas las naciones del mundo a la majes­tad y al imperio de Dios, nunca se producirá, sean cuales fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesús el Cristo. Pues advierte el Apóstol: «Nadie puede po­ner otro fundamento, fuera del que está ya puesto, que es Cristo Jesús» [17]. Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y envió al mundo [18]; el es­plendor del Padre y la imagen de su sustancia [19], Dios verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como se debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo [20].
 
QUE LOS HOMBRES VUELVAN A DIOS, POR LA IGLESIA
De lo cual se concluye que instaurar todas las co­sas en Cristo y hacer que los hombres vuelvan a so­meterse a Dios es la misma cosa. Así, pues, es ahí a donde conviene dirigir nuestros cuidados para someter al género humano al poder de Cristo: con Él al frente, pronto volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios, que no es aquel despiadado, des­pectivo para los humanos que han imaginado en sus delirios los materialistas, sino el Dios vivo y verdadero, uno en naturaleza, trino en personas, creador del mundo, que todo lo prevé con suma sa­biduría, y también legislador justísimo que castiga a los pecadores y tiene dispuesto el premio a los vir­tuosos.
   
Por lo demás, tenemos ante los ojos el camino por el que llegar a Cristo: la Iglesia. Por eso, con razón, dice el Crisóstomo: «Tu esperanza la Iglesia, tu salvación la Iglesia, tu refugio la Iglesia» [21]. Pues para eso la ha fundado Cristo, y la ha conquistado al precio de su Sangre; y a ella encomendó su doctrina y los preceptos de sus leyes, al tiempo que la enriquecía con los generosísimos dones de su divina gracia para la santidad y la salvación de los hombres.
   
EL DEBER CONCRETO DE LOS PASTORES
Ya veis, Venerables Hermanos, cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto a Nos como a vosotros: que hagamos volver a la sociedad hu­mana, alejada de la sabiduría de Cristo, a la doctri­na de la Iglesia. Verdaderamente la Iglesia es de Cristo y Cristo es de Dios. Y si, con la ayuda de Dios, lo logramos, nos alegraremos porque la iniquidad habrá cedido ante la justicia y escuchare­mos gozosos una gran voz del cielo que dirá: «Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nues­tro Dios y la autoridad de su Cristo» [22].
   
Ahora bien, para que el éxito responda a los de­seos, es preciso intentar por todos los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese crimen cruel y detestable, característico de esta época: el afán que el hombre tiene por colocarse en el lugar de Dios; habrá que devolver su antigua dignidad a los pre­ceptos y consejos evangélicos; habrá que proclamar con más firmeza las verdades transmitidas por la Iglesia, toda su doctrina sobre la santidad del ma­trimonio, la educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su uso, los deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá restablecerse el equilibrio entre los distintos órde­nes de la sociedad, la ley y las costumbres cristianas.
   
LOS MEDIOS: FORMAR BUENOS SACERDOTES
Nos, por supuesto, secundando la voluntad de Dios, nos proponemos intentarlo en nuestro ponti­ficado y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas. A vosotros, Venerables Herma­nos, os corresponde secundar Nuestros afanes con vuestra santidad, vuestra ciencia, vuestras vidas y vuestros anhelos, ante todo por la gloria de Dios; sin esperar ningún otro premio sino el hecho de que en todos se forme Cristo [23].
   
Y ya apenas es necesario hablar de los medios que nos pueden ayudar en semejante empresa, puesto que están tomados de la doctrina común. De vuestras preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquellos que por razón de su oficio están destinados a formar a Cristo en los demás. Pienso en los sacerdotes, Venerables Hermanos. Que todos aquellos que se han iniciado en las órdenes sagra­das sean conscientes de que, en las gentes con quienes conviven, tienen asignada la provincia que Pablo declaró haber recibido con aquellas palabras llenas de cariño: «Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vos­otros» [24]. Pues, ¿quiénes serán capaces de cumplir su misión si antes no se han revestido de Cristo? Y revestido de tal manera que puedan hacer suyo lo que también decía el Apóstol: «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» [25]. «Para mí la vida es Cris­to» [26]. Por eso, si bien a todos los fieles se dirige la exhortación que lleguemos a varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo [27], sin embargo se refiere sobre todo a aquel que desempeña el sacer­docio; pues se le denomina otro Cristo no sólo por la participación de su potestad, sino porque imita sus hechos, y de este modo lleva impresa en sí mis­mo la imagen de Cristo.
   
En esta situación, ¡qué cuidado debéis poner, Ve­nerables Hermanos, en la formación del clero para que sean santos! Es necesario que todas las demás tareas que se os presentan, sean cuales fueren, cedan ante ésta. Por eso, la parte mejor de vuestro celo debe emplearse en la organización y el régimen de los seminarios sagrados de modo que florezcan por la integridad de su doctrina y por la santidad de sus costumbres. Cada uno de vosotros tenga en el Seminario las delicias de su corazón, sin omitir para su buena marcha nada de lo que estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.
   
Cuando llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las órdenes sagradas, por favor no olvidéis la prescripción de Pablo a Timoteo: «A nadie impongas las manos precipitadamente» [28]; con­siderad con atención que de ordinario los fieles se­rán tal cual sean aquellos a quienes destinéis al sa­cerdocio. Por tanto no tengáis la mira puesta en vuestra propia utilidad, mirad únicamente a Dios, a la Iglesia y la felicidad eterna de las almas, no sea que, como advierte el Apóstol, tengáis parte en los pecados de otros [29].
 
CUIDAR A LOS SACERDOTES JÓVENES
Otra cosa: que los sacerdotes principiantes y los recién salidos del seminario no echen de menos vuestros cuidados. A éstos –os lo pedimos con toda el alma–, atraedlos con frecuencia hasta vuestro co­razón, que debe alimentarse del fuego celestial, encendedlos, inflamadlos de manera que anhelen sólo a Dios y el bien de las almas. Nos ciertamente, Ve­nerables Hermanos, proveeremos con la mayor dili­gencia para que estos hombres sagrados no sean atrapados por las insidias de esta ciencia nueva y engañosa que no tiene el buen olor de Cristo y que, con falsos y astutos argumentos, pretende impulsar los errores del racionalismo y el semirracionalismo; contra esto ya el Apóstol precavía a Timoteo cuando le escribía: «Guarda el depósito que se te ha confiado, evitando las novedades profanas y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan extraviándose de la fe» [30]. Esto no impide que Nos estimemos dignos de alabanza los sacerdotes jóvenes que siguen estudios de ciencias útiles en cualquier campo de la sabiduría, para hacerse más instruidos en la guarda de la verdad y rechazar mejor las ca­lumnias de los odiadores de la fe. Sin embargo, no podemos ocultar, antes al contrario lo manifesta­mos abiertamente, que serán siempre Nuestros predilectos quienes, sin menospreciar las disciplinas sagradas y profanas, se dedican ante todo al bien de las almas buscando para sí los dones que convienen a un sacerdote celoso por la gloria de Dios. Nos tenemos una gran tristeza y un dolor continuo en el corazón [31], al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías: «Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo partiera» [32]. No faltan en el clero quienes, de acuer­do con sus propias cualidades, se afanan en cosas de una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no son tan numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: «El Espíritu me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista» [33].
   
LA FALTA DE DOCTRINA: ENSEÑAR CON CARIDAD
¿A quién se le oculta, Venerables Hermanos, aho­ra que los hombres se rigen sobre todo por la razón y la libertad, que la enseñanza de la religión es el camino más importante para replantar el reino de Dios en las almas de los hombres? ¡Cuántos son los que odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al Evangelio por ignorancia más que por maldad! De ellos podría decirse con razón: «Blasfeman de todo lo que desconocen» [34]. Y este hecho se da no sólo entre el pueblo o en la gente sin formación que, por eso, es arrastrada fácilmente al error, sino también en las clases más cultas, e incluso en quienes sobresalen en otros campos por su erudición. Precisamente de aquí procede la falta de fe de muchos. Pues no hay que atribuir la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta de ciencia; de ma­nera que donde mayor es la ignorancia, más eviden­te es la falta de fe. Por eso Cristo mandó a los Após­toles: «Id y enseñad a todas las gentes» [35].
   
Y ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en to­dos se forme Cristo, quede bien grabado en la me­moria, Venerables Hermanos, que nada es más efi­caz que la caridad. Pues el Señor no está en la agitación [36]. Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acri­tud los errores, reprender con vehemencia los vi­cios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: «Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia» [37].
 
También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que Él dijo, «venid a mí todos los que tra­bajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré» [38]. Entendía por los que trabajaban y estaban cargados no a otros sino a quienes están dominados por el pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados! Describió exactamente Su corazón Isaías con estas palabras: «Pondré mi espíritu sobre él; no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que todavía humea» [39].
   
Y es preciso que esta caridad, paciente y benig­na [40] se extienda hasta aquellos que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. «Somos maldecidos y bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, pade­cemos persecución y la soportamos; difamados, con­solamos» [41]. Quizá parecen peores de lo que son. Pues con el trato, con los prejuicios, con los consejos y ejemplos de los demás, y en fin con el mal conse­jero amor propio se han pasado al campo de los impíos: sin embargo, su voluntad no es tan depra­vada como incluso ellos pretenden parecer. ¿Cómo no vamos a esperar que el fuego de la caridad cris­tiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consi­go la luz y la paz de Dios? Quizás tarde algún tiem­po el fruto de nuestro trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha pro­metido el premio a los frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste se realiza.
 
EL DEBER INSUSTITUIBLE DE LOS OBISPOS
Pero, Venerables Hermanos, no es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo para restituir en Cristo a todas las gentes, no contéis vosotros y vuestro clero con ninguna ayuda. Sabemos que Dios ha dado mandatos a cada uno referentes al prójimo [42]. Así que trabajar por los intereses de Dios y de las almas es propio no sólo de quienes se han dedicado a las funciones sagradas, sino también de todos los fieles: y ciertamente cada uno no de acuerdo con su iniciativa y su talante, sino siempre bajo la guía y las indicaciones de los Obispos; pues presidir, enseñar, gobernar la Iglesia a nadie ha concedido sino a vosotros, a quienes el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios [43].
 
Que los católicos formen asociaciones, con diver­sos propósitos pero siempre para bien de la reli­gión. Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las aprobaron y las sancionaron dándoles gran im­pulso. Y Nos no dudamos de honrar esa egregia institución con nuestra alabanza y deseamos ar­dientemente que se difunda y florezca en las ciudades y en los medios rurales. Sin embargo, de seme­jantes asociaciones Nos esperamos ante todo y sobre todo que cuantos se unen a ellas vivan siem­pre cristianamente. De poco sirve discutir con su­tilezas acerca de muchas cuestiones y disertar con elocuencia sobre derechos y deberes, si todo eso se separa de la acción. Pues acción piden los tiempos; pero una acción que se apoye en la observancia san­ta e íntegra de las leyes divinas y los preceptos de la Iglesia, en la profesión libre y abierta de la re­ligión, en el ejercicio de toda clase de obras de caridad, sin apetencias de provecho propio o de ventajas terrenas. Muchos ejemplos luminosos de éstos por parte de los soldados de Cristo, ten­drán más valor para conmover y arrebatar las almas que las exquisitas disquisiciones verbales: y será fácil que, rechazado el miedo y libres de prejuicios y de dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por doquier su doctrina y su amor; todo esto es camino para una felicidad auténtica y sólida.
   
Por supuesto, si en las ciudades, si en cualquier aldea se observan fielmente los mandamientos de Dios, si se honran las cosas sagradas, si es frecuen­te el uso de los sacramentos, si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana, Venerables Hermanos, ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo se instaure en Cristo.
   
Y no se piense que con esto buscamos sólo la consecución de los bienes celestiales; también ayu­dará todo ello, y en grado máximo, a los intereses públicos de las naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próceres y los ricos asistirán a los más débiles con justicia y con caridad, y éstos a su vez llevarán en calma y pacientemente las an­gustias de su desigual fortuna; los ciudadanos no obedecerán a su ambición sino a las leyes; se acep­tará el respeto y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Estado, cuyo poder no procede, sino de Dios [44]. ¿Qué más? Entonces, finalmente, todos tendrán la persuasión de que la Iglesia, por cuanto fue fundada por Cristo, su creador, debe gozar de una libertad plena e íntegra y no estar sometida a un poder ajeno; y Nos al reivindicar esta misma li­bertad, no sólo defendemos los derechos sacrosan­tos de la religión, sino que velamos por el bien co­mún y la seguridad de los pueblos. Es evidente que la piedad es útil para todo [45]: con ella incólume y vi­gorosa el pueblo habitará en morada llena de paz [46].
 
EXHORTACIÓN FINAL
Que Dios, rico en misericordia [47], acelere benigno esta instauración de la humanidad en Cristo Jesús; porque ésta es una tarea no del que quiere ni del que corre sino de Dios que tiene misericordia [48]. Y nosotros, Venerables Hermanos, con espíritu hu­milde [49], con una oración continua y apremiante, pidámoslo por los méritos de Jesucristo. Utilicemos ante todo la intercesión poderosísima de la Madre de Dios: Nos queremos lograrla al fechar esta carta en el día establecido para conmemorar el Santo Rosario; todo lo que Nuestro Antecesor dispuso con la dedicación del mes de octubre a la Virgen augus­ta mediante el rezo público de Su rosario en todos los templos, Nos igualmente lo disponemos y lo confirmamos; y animamos también a tomar como intercesores al castísimo Esposo de la Madre de Dios, patrono de la Iglesia católica, y a San Pedro y San Pablo, príncipes de los apóstoles.
   
Para que todos estos propósitos se cumplan cabal­mente y todo salga según vuestros deseos, implora­mos la generosa ayuda de la divina gracia. Y en tes­timonio del muy tierno amor de que os hago objeto a vosotros y a todos los fieles que la providencia di­vina ha querido encomendarnos, os impartimos con todo cariño en el Señor la bendición apostólica a vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a vuestro pueblo.
 
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 4 de octubre de 1903, primer año de Nuestro Pontificado. PÍO PAPA X.
    
NOTAS 
[1] Epístolas, 1, III, epístola 1.
[2] Ps. LXXII, 27.
[3] Jerem. I, 10.
[4] Ephes. I, 10.
[5] Coloss. III, 11.
[6] Ps. II, 1.
[7] Job XXI, 14.
[8] II Thess. II, 3.
[9] II Thess. II, 2.
[10] Sap. XI, 24.
[11] Ps. LXXVII, 65.
[12] Ib. LXVII, 22.
[13] Ps. XLVI, 8.
[14] Ib. IX, 20.
[15] Ib. IX, 19.
[16] Is. XXXII, 17.
[17] I Cor. III, 11.
[18] Job X, 36.
[19] Hebr. I, 3.
[20] Matth. XI, 27.
[21] Homilía  “De Eutropio cautivo, y la vanidad de las riquezas”, nº. 6.
[22] Apoc. XII, 10.
[23] Gal. IV, 19.
[24] Ibid.
[25] Gal. II, 20.
[26] Philipp. I, 21.
[27] Ephes. IV, 3.
[28] I Tim. V, 22.
[29] Ibid.
[30] Ib., VI, 20 et seq.
[31] Rom. IX, 2.
[32] Thren. IV. 4.
[33] Luc. IV, 18-19.
[34] Jud. II, 10.
[35] Matth. XXVIII, 19.
[36] III Reg. XIX, 11.
[37] II Tim. IV, 2.
[38] Matth. XI, 28.
[39] Is. XLII, 1 et seq.
[40] I Cor. XIII, 4.
[41] Ibid., IV, 12.
[42] Eccli. XVII, 12.
[43] Act. XX, 28.
[44] Rom. XIII, 1.
[45] I Tim. IV, 8.
[46] Is. XXXII, 18.
[47] Ephes. II, 4.
[48] Rom. IX, 16.
[49] Dan. III, 39.

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