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jueves, 29 de abril de 2021

LA HERÉTICA “MARIOLOGÍA ECUMÉNICA”

Por Francesco Lamendola para ACCADEMIA NUOVA ITALIA. Traducción propia.
   
Tal vez, tú, querido lector, que eres un común mortal, si no un católico común, no lo sabías; nosotros, de cierto, no sabíamos nada, ni habíamos oído nunca hablar de él: pero existe una nueva y refinadísima palabra-trampa, una palabra capciosa, una palabra-engaño, para quitar de la Iglesia de Jesucristo lo que aún le queda de católico, y sustituirlo por una mescolanza de modernismo, protestantismo, agnosticismo, relativismo, historicismo y buenismo al por mayor: y esta palabra, más, esta expresión, es mariología ecuménica.
   
Eh, sí: hija legítima del ecumenismo conciliar y posconciliar, según el cual el objetivo de la unidad de los cristianos debe darse antes que cualquier otra consideración, Verdad incluida y fidelidad a Dios comprendida: era lógico que se llegase a esto, pero, ingenuamente, en tantos no nos habíamos –no nos habíamos– pensado. Habremos debido, sin embargo, conociendo la estrategia de los modernistas. Cuando hablamos de ecumenismo, lo que está en su corazón, en el inmediato, es la “reconciliación” con las iglesias protestantes, no con la ortodoxa. De hecho, las diferencias entre la Iglesia Católica y la ortodoxa son sobre todo de tipo litúrgico, organizativo y disciplinario, y en un tiempo también de tipo político –el cesaropapismo del Imperio bizantino, alérgico al primado del obispo de Roma sobre todos los cristianos; pero no hay diferencias insuperables de tipo dogmático y teológico, todo lo contrario.  Podemos decir incluso que los ortodoxos, en muchas cosas, permanecieron más fieles a lo que la Iglesia Católica fue por largos siglos, y lo era aún, no obstante todo, hasta la mitad del siglo XX: y  esta es precisamente la razón por la cual los ortodoxos gustan tan poco a los modernistas, los cuales, por algunas décadas, tiraron su peso en la Iglesia Católica, y han incluso creado, en su seno, de hecho sino de nombre, una contraiglesia toda suya, gnóstico-masónica, cuya finalidad es destruir lo que queda del catolicismo y esparcir los fragmentos supérstites en el gran calderón del sincretismo neomodernista. Las diferencias con los protestantes, en cambio, son profundas sobre todo en el plano teológico: pero son precisamente aquellas que los modernistas quisieran minimizar, naturalmente con la protestantización de la doctrina y de la Iglesia Católica, no ciertamente por una (aunque tímida) catolicización de la doctrina y de las iglesias protestantes. En resumen, para ellos, debe estar bien cómo hablan del reformador alemán –si así queremos llamarlo, o mejor, del herético y cismático alemán– todos estos pseudoteólogos y pseudopastores católicos, embebidos de modernismo desde la planta de los pies hasta la punta de sus cabellos; con cuál ternura, con cuál afecto, con cuál admiración, con cuál entusiasmo, con cuál transporte.
   
Bueno: entre las cosas que son más típicas del catolicismo y que, por tanto, deben ser, un poco a la vez, eliminadas, o al menos drásticamente redimensionadas, para dar gusto a los protestantes y para hacer posible el denominado ecumenismo, que entre otro no es, en la perspectiva de estos modernistas, que un permiso a discreción y un remate del Depósitum fídei por parte de la Iglesia Católica. es, sin sombra de duda, el culto a la Virgen María. Quien haya viajado un poco en aquellas partes del mundo donde el catolicismo ha afrontado, y continúa afrontando, la ofensiva de decenas de sectas e iglesias protestantes muy interdependientes y agresivas, financiadas por las multinacionales estadounidenses, por ejemplo, en la América latina, sabe cuán fastidioso es el culto a la Virgen María para los protestantes, y cómo este es considerado como uno de los primeros objetivos sobre los cuales concentrar el fuego, para despedazarlo y plegar más fácilmente la “resistencia” de los católicos a la conversión frente al protestantismo.
   
Bien, recorriendo una revista católica dedicada específicamente al culto mariano, y que, en el pasado, habíamos apreciado, La Madonna della Neve, publicada por el Santuario de la Virgen de las Nieves de Adro, en la provincia de Brescia (n. 3, marzo de 2017), nos llevamos una sorpresa desagradable: un artículo sin firma, que bajo la curiosa rúbrica de Mariología ecuménica, lleva el título, extremadamente significativo, y típicamente protestante: Solamente Cristo. No es claro si se deba interpretar como una tentativa declarada de protestantizar el culto a María bajo las narices de los fieles, vale decir reducirlo a los mínimos términos –no pudiendo, con dos pies, suprimirlo sin más– o como un clamoroso e involuntario, aunque sí paradójico, infortunio lingüístico, un verdadero y propio oxímoron, cuyo efecto no fue bien calculado. Porque es claro que adoptar el lema luterano solus Christus, que hace todo uno con el otro lema, sola Scriptúra, equivale a excluir el culto mariano, tanto como equivale a liquidar toda la Tradición Católica que, sobre el culto, basa una parte notabilísima de sí misma; así como es claro que ninguna mariología ecuménica es posible, excepto con los ortodoxos, porque los protestantes excluyen toda forma de mariología, ni quieren aun oír hablar de ella: para ellos es solo oscurantismo y superstición, o peor. Y por ende, ¿de cuál mariología ecuménica están hablando? Estamos hablando,  más bien, de una liquidación total, de una entrega sin condiciones.
   
Alguno pensará que, tal vez, estamos un poco calcando la mano; que estamos exagerando. Después de todo, el objetivo final del ecumenismo –la reconstrucción de la unidad de los cristianos– bien vale algún sacrificio, y, si es necesario, algún compromiso, aunque sea un poco doloroso. Respondemos: primero, que la doctrina católica no es cualquier doctrina política, filosófica, social, o de cualquier otro género profano: es la Verdad enseñada por el mismo Dios; por tanto, ¿quién se puede arrogar el derecho de obrar sobre ella por los cortes y por las mutilaciones, y sea con las mejores intenciones de este mundo? De este mundo, precisamente; pero cuando se habla de la Revelación, no conviene razonar según el mundo, porque sería una medida del todo inadecuada, sino esforzarse en pensar tal como Dios se espera de nosotros: esto es, rindiéndose totalmente a Su voluntad, y renunciando completamente a la nuestra. Segundo, respondemos que es inútil andarse en vueltas: para los protestantes, el culto a María es una forma idolátrica, tal como lo es, más en general, el culto a los Santos, y hasta a los Ángeles: basta entrar en una iglesia luterana para darse cuenta: Solamente Cristo, y ningún otro. Por tanto, no es cuestión de sacrificios; no se puede andar a media calle: ellos no aceptarán nunca a la Virgen María como Medianera entre su Hijo y los hombres, este es el punto; inútil hacerse la más mínima ilusión sobre esto.
   
Diremos más: desde su punto de vista, ellos tienen perfectamente razón. Si la salvación viene solo y exclusivamente por Cristo, ¿por qué debería hacerse una excepción por la Virgen, y admitir que Ella es Corredentora de la humanidad? Repetimos: desde su punto de vista, sería una cesión inadmisible; para ellos, sería casi como elevar a María al rango de una cuarta Persona de la Trinidad. Por esto se entiende cuáles son los verdaderos términos del problema: o los católicos renuncian al culto a María, o los protestantes, aceptándolo, se hacen católicos: tértium non datur. Pero, increíble decirlo, con una serie de contorsiones verbales y conceptuales verdaderamente espectaculares, he aquí que los voluntariosos católicos “dialogantes” y fautores del ecumenismo a toda costa, lejos de acobardarse, redoblan y triplican sus pasos: creen, benditos ellos, estar en buen punto de la obra: esto es, haber encontrado precisamente esta tercera posición, esta posición intermedia, que no descontente demasiado ni a los unos ni a los otros, porque, después de todo, París bien vale una Misa; y paciencia si se trata de una Misa blasfema, en cuanto profanada por doctrinas que de católico no tienen nada, sino la mera apariencia, el cascarón vacío, tanto para confundir un poco las ideas a los más ingenuos, o –según el punto de vista– a los más tontos.
   
Del resto, que los lectores juzguen según su buen sentido. Este es el párrafo central del artículo citado Solamente Cristo:
«Los protestantes reformados, con distintos grados de severidad, utilizaban su eslogan “solus Christus” para atacar lo que John Henry Newman habría después llamado el sistema de la “mediación creada” (Ensayo sobre el desarrollo de la Doctrina cristiana, págs. 138-139). Se trata del principio por el cual, bajo la soberanía de la única mediación increada de Cristo, existe toda una cadena de “poderes de mediación” –los Sacramentos, la Iglesia, los santos y María– que, aunque creados, transmitían a los creyentes la eficacia de la mediación increada de Cristo […]
   
Precisamente bajo el realce teológico del “solus Christus”, la crítica al culto medieval a María era la aplicación en su caso de la insistencia típica de la Reforma sobre el principio de la “sola Scriptúra”, esto es, la autoridad exclusiva de la Escritura sobre la tradición [y si se sabe que el extensor de este artículo escribe “tradición” con minúscula; olvidando que, para la doctrina católica, dos son las fuentes de la divina Revelación: Escritura y Tradición, de igual dignidad; y que la Tradición en mayúscula alude al origen no humano, sino divino, de esta, a diferencia de cualquiera otra tradición]: no simplemente la “suprema autoridad”, que también en el ámbito católico podía ser compartida [ya esta es una forzadura], sino la autoridad “exclusiva” de la Biblia. Así, los “Treinta y nueve artículos” de la Iglesia de Inglaterra reformada, del 1571, colocaban las “invocaciones a los santos” en el último lugar en una lista de “Doctrinas romanas”, definidas “una afición vanamente inventada, que no se basa en una garantía de las Escrituras sino que es más bien repugnante a la Palabra de Dios” (Artículo 22). Aún más radical era Calvino. En su “Institución de la religión cristiana” insiste: “¿Quién, sea ángel o demonio, les ha revelado jamás a ninguno de ellos, ni siquiera una sola palabra de esta intercesión de los santos, que ellos se forjan? Porque en la Escritura no se hace mención alguna. ¿Qué razón tuvieron, pues, para inventarla? Ciertamente cuando el ingenio del hombre busca socorros que no están conformes con la Palabra de Dios, bien a las claras descubre su desconfianza” (Libro tercero, cap. XX, 21).
     
La aplicación del principio exclusivo de la “sola Scriptúra” no era solo contra la doctrina de la intercesión de María y de los santos, sino también contra la proliferación medieval de historias sobre María y los santos privadas de cualquier fundamento bíblico. Desde el momento que estas historias contrastaban con la desnuda simplicidad del relato bíblico de Sara, Lutero, en sus “Lecturas sobre el Génesis”, afirmaba: “Las leyendas y las historias de los santos que teníamos bajo el papado no corresponden a los cánones de la sagrada Escritura” . Y en otro texto polémico, “Del abuso de la Misa”, insistía: “Quiera Dios que yo tenga el tiempo para purificar las leyendas y los ejemplos, o que algún otro con un espíritu más elevado tenga el coraje de hacerlo; están llenas de mentiras y engaños”. A su juicio, eran particularmente mentirosas las leyendas sobre los santos bíblicos, y sobre todo sobre María, en cuanto excluían el testimonio de la Escritura precisamente sobre las cualidades que los habían hecho santos. En esta polémica se han entrelazado elementos exquisitamente teológicos y aspectos culturales. Que en el medioevo se hubiese dado espacio a lo legendario y a la búsqueda de lo maravilloso a toda costa, respecto de María y de los santos, está fuera de duda. La “Legénda áurea” de Santiago de Varazze es el ejemplo más autorizado al cual se agregaron las leyendas ligadas a los orígenes de las órdenes mendicantes, como las “Florecillas” sobre Francisco de Asís, o la “Vitæ fratrum” de Gerardo de Fachet, dominico, o el “De Instuitutióne primórum monachórum” del carmelita Felipe Ribot. Todo esto ciertamente correspondía a la sensibilidad de la época, o sea, un modo con el que la fe era recibida y celebrada.
   
La época y el mundo de Lutero expresa otro tipo de atención y de énfasis, en proporción al cambio de la diferente percepción del evento cristiano. Y lo que no corresponde a esta es percibido como traición del espíritu originario custodiado por la “sola Scriptúra” a la cual se oponía la vida de la Iglesia en su desarrollo histórico…».
¿Pero qué quiere decir, en fin, el autor de estas líneas? ¿Que Lutero tenía razón al criticar ásperamente las Florecillas de San Francisco o la Leyenda Dorada de Santiago de Varazze? Pero esto es un falso problema, porque, aquellos textos –aunque bellísimos y profundamente espirituales– nunca han hecho parte del Canon, y mucho menos de la Tradición. La Tradición católica es otra cosa: las vidas de los santos no hacen parte; solo la acompañan solamente, si algo, representan el contorno. El núcleo de la Tradición son los sacramentos –siete, y no dos como para Lutero; y con el más importante de todos, la Eucaristía, que es es una y verdadera transubstanciación– y el culto de los Ángeles y de los Santos (nos permitimos escribirlos en mayúscula, aún si no lo hace), tan es verdadero que en el mismo Símbolo de los Apóstoles, antiquísimo, recitamos: «Creo en la comunión de los Santos»; y, sobre todo, el culto a María, que también es antiquísimo, atestiguado casi desde los orígenes de la Iglesia.
   
El pasaje clave del razonamiento del autor del párrafo informado arriba se encuentra hacia el final, allá donde afirma: «La época y el mundo de Lutero expresa otro tipo de atención y de énfasis, en proporción al cambio de la diferente percepción del evento cristiano». En homenaje al ecumenismo, no se dice quién se equivocaba, si Lutero o la Iglesia Católica: se dice, salomónicamente, que cada uno de los dos tenía su percepción del evento cristiano. Por tanto, no más la Verdad, sino un vago evento cristiano, que cada uno puede percibir como le parezca. Esto, si da el caso, es el principio luterano de la libre interpretación de las Escrituras. Ya por esto se comprende que la denominada mariología ecuménica es un engaño, y que ella oculta una voluntad de adecuar la Tradición Católica a los dictados del protestantismo, esto es, degradarla de Tradición a tradición: una cosa toda humana, que también puede ser falaz.
        
Pero hay más, y peor, si es posible. No solo se abre, más, se fuerza el camino a la protestantización del catolicismo; se crean los presupuestos para un desarrollo posterior, que se puede definir historicismo y relativismo. Es historicismo, de hecho, abajar cualquier contenido de verdad, aún sobrenatural, al nivel de la cultura históricamente dada en cierto momento temporal; y es relativismo arrojar el discurso sobre la Revelación del terreno de la Verdad al terreno, insidioso y subjetivo por su naturaleza, de la “percepción”. No solo cada uno tiene su percepción, pero también un mismo sujeto puede tener tres, cuatro, o ciento, según el humor y la jornada. En resumen, uno, ninguno y cien mil, como para Luigi Pirandello.

¿Y esto aún sería catolicismo? ¿Sería aún cristianismo? Ah, ya, estábamos olvidando. El papa Francisco ha dicho, claro y pelado, que la doctrina no debe devenirse una cosa rígida, que divide, que levanta muros, una cosa de fanáticos, que él llama, con sumo desprecio, “ideología”; sino que ella es una cosa buena si se demuestra capaz de unir, si sabe tender puentes, y luego… debe ser una doctrina líquida, evanescente, precisamente gaseosa. Pero esta última conclusión, nos asumimos la responsabilidad de tirarla nosotros.
   
Estamos asistiendo a un proceso de liquidación acelerada: liquidación de la fe católica, de la identidad católica, y, naturalmente, de la Iglesia Católica, vista ahora como la piedra de tropiezo sobre el maravilloso camino del ecumenismo y del diálogo con los no creyentes y con el mundo moderno. Justo: ¿qué tiene para hacer una Iglesia Católica, en un mundo sin muros, hecha de solos puentes, donde lo bello es que hay tantas verdades cuantos son los habitantes del planeta, y donde quien habla de la Verdad, con la mayúscula, es tachado de fanatismo y de fundamentalismo, mirando el caso precisamente por aquellos mismos que no hablan nunca del fanatismo y del fundamentalismo islámico, más, por orden del papa, no hablan ni mucho menos del terrorismo islámico, ni ante la sangre derramada a ríos en todas partes del mundo, como y más que en tiempos de las persecuciones desencadenadas por los emperadores de la Roma antigua?
   
En su tiempo habíamos desenmascarado las intenciones ocultas de aquel novísimo absurdo teológico y religioso que viene pomposamente llamado mariología ecuménica, una de las tantas aberraciones nacidas del deprecable Concilio Vaticano II (ver el artículo “Mariología ecuménica”, el último caballo de Troya de los modernistas para decatolicizar la Iglesia, publicado en el sitio de la Academia Nueva Italia el 15/07/17). Si después queremos resaltar al mayor artífice de esta nueva y monstruosa criatura parida de aquel falso catolicismo que es  en efecto, el neomodernismo conciliar, no tardaremos en individualizarlo en aquel que en los años del Concilio y del post-concilio era presentado por los medios masivos laicos y por la misma cultura “católica” como el máxmo filísofo católico viviente, junto a Jacques Maritain: Jean Marie Pierre Guitton Bertrand (San Esteban del Loira, 18 de agosto de 1901-París, 21 de marzo de 1999): el primer observador laico invitado a asistir a las sesiones del Concilio por Juan XXIII, al que había conocido personalmente cuando este era nuncio apostólico en París, desde 1944 a 1952; y el único en presencia hasta la clausura del mismo.

Es una verdadera tragedia que en el curso de estas décadas esté arraigada la errónea creencia que figuras como la de Jean Guitton, o también la de Jacques Maritain, representen la punta de diamante del pensamiento católico. Pero es la misma tragedia por la cual papas como Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI fueron santificados (los tres primeros, por ahora) o al menos elogiados más allá de toda medida (piénsese en el papa bueno por antonomasia y dl papa del Concilio; por no hablar del actual inquilino de Casa Santa Marta, el papa de la gente) fueron, en el imaginario colectivo, los mejores papas en la historia de la Iglesia, mientras la verdad es que, precisamente por haber querido aquel concilio y por haber aprobado y llevado adelante su desgraciada agenda, ellos pasarán a la historia, cuando finalmente la verdad sea afirmada sobre los escombros de las mentiras desarraigadas, como los peores papas en absoluto. Aquellos, esto es, que traicionaron el mandato de Jesucristo a San Petñdro, apacienta mis ovejas, llevando a la Iglesia a la herejía y a la apostasía y, lo que es aún peor, si fuese posible, haciéndolo con arte tan insidiosa y con tal consumada malicia que las ovejas engañadas y traicionadas no se hubiesen dado cuenta nunca.
    
Jean Marie Pierre Guitton Bertrand, maestro malvado de mariología ecuménica. Más que punta de diamante del pensamiento católico: ¡fue el artífice de aquella “criatura monstruosa” parida por aquel falso catolicismo, que es el “neomodernismo conciliar”!
   
Para convencerse de lo dicho hasta ahora, basta tomar el libro de Jean Guitton La Virgen María y leer, en particular, el capítulo titulado La Virgen y el ecumenismo: las páginas más chifladas, más incoherentes y más heréticas que un filósofo “católico” haya podido dedicar al misterio de la Santísima Madre de Dios (título original: La Vierge Marie, Aubier, Ed. Montaigne, París, 1949, 1954; traducción del francés por Lorenzo Fenoglio, Milán, Rusconi Editore, 1987, págs. 227-229):
«Quisiera afrontar como última la cuestión de la unidad de la Iglesia. Es indudable que la Virgen eterna sea la primera entre las criaturas ya en la gloria en interceder para que se realice la unidad de los cristianos en Cristo. La analogía con la maternidad es elocuente: toda madre quiere a sus propios hijos unidos y congregados con los vínculos de un único amor. Es por eso paradójico que la fe católica en la Virgen devenga para muchos otros cristianos un obstáculo para la reunión.
    
Digamos que en la Iglesia católica el desarrollo de la mariología, aunque legítimo como se quiera, habría podido también no verificarse de veras, quedando la fe de los cristianos en el estadio virtual en el cual se encontraba en la época apostólica. Así como por otra parte, esta misma mariología habría podido en los siglos asumir formas diferentes a las cuales se ha revestido; como diferentes habrían podido ser las las sombras del sentimiento. Imaginemos por ejemplo, que los apóstoles se hubiesen dirigido hacia las Indias o a la China en vez de dirigirse a la Hélade y el mundo romano: en esta eventualidad –lo afirma dom Pierre-Célestin (Lu Cheng-hsiang)– los dos milenios que están yendo a su fin habrían tenido un decurso histórico radicalmente distinto.
   
En esta hipótesis, es verosímil que la Virgen no fuese pensada y, especialmente, sentida en la misma manera. Tal vez fuera descubierta antes aquella “maternidad de gracia” sobre la cual se refleja hoy; o  tal vez, al contrario, la atención se hubiese llevado a otros aspectos hasta ahora inexplorados, como la colaboración de la Virgen en las operaciones del Espíritu Santo, o el paralelismo entre la Virgen y la Iglesia, o sobre aspectos de pasividad profundas, a los cuales más sensible es el alma oriental. Nosotros hemos sido golpeados por la grandeza de María; al contrario, se hubiera podido descubrir mayormente su humildad, el ocultamiento en la cual la mantiene Jesús; lo que desconcierta a nosotros los occidentales hubiese podido entusiasmar al Oriente. Habría podido ponerse a la luz ciertas facetas de su ser aún inexploradas, que mejor se concuerdan con el misticismo oriental consagrándolo y purificándolo: la novela de Pearl Buck sobre la madre, por ejemplo, podría sernos de ayuda para descubrir cuál sería un análisis del misterio mariano hecho por los chinos… Cada raza puede proyectar sobre María su propio ideal de feminidad. El ideal nórdico cual nos es revelado por las novelas de Sigrid Undset ciertamente corresponde poco al ideal que se tiene de la mujer en el Extremo Oriente.
   
Y mientras más se nos aleja del campo de la idea pura para entrar en el de los afectos, pueden emerger mayores diferencias en las representaciones. Es el sentimiento el que introduce las deformidades y las desemejanzas. Es importante subrayar que el Espíritu habría podido recorrer un camino distinto, aunque santificándolo en la misma medida.
   
Se revela pues fiel servidor del ecumenismo quien afirme que otros caminos y otros aspectos habrían podido ser igualmente legítimos y que imagine, junto al catolicismo como era, las otras formas que el catolicismo habría podido asumir».
Debemos agradecerle a Jean Guitton por habernos ofrecido, en un espacio tan breve, un concentrado tan claro y elocuente de qué es el modernismo, de cómo razonan los modernistas, de cómo engañan deliberadamente a los fieles haciéndoles creer que están todavía en el ámbito de pensamiento católico cuando de hecho están a mil millas de distancia de él. Por ende nosotros, con otro tanto de claridad y puntualidad, desmontaremos el mecanismo de este falso ecumenismo y de esta falsa mariología parte por parte, tomando en consideración, una frase a la vez, cada consideración de este párrafo.
   
«Quisiera afrontar como última la cuestión de la unidad de la Iglesia. Es indudable que la Virgen eterna sea la primera entre las criaturas ya en la gloria en interceder para que se realice la unidad de los cristianos en Cristo».
Cierto, la Virgen intercede ante su Hijo a fin que se realice la unidad de la Iglesia: sobre esto no hay la menor duda. Pero el punto es si la Virgen, Dios mismo y los cristianos desean cualquier unidad, lograda a precio de compromisos (por otra parte, desde el Vaticano II hasta hoy, cediendo para complacer al otro fueron siempre y solo fueron los católicos, nunca los hermanos separados), o si la única unidad deseable, y que sea verdaderamente el bien para la Iglesia, sea aquella que consiste en el reconocimiento de la Verdad: verdad de la cual los queridos hermanos separados se han alejado por una elección suya bien precisa y no por cualquier extraño accidente del destino. Ahora, no se trata del puntillo sobre quién deba ceder primero, sino del amor por la Verdad: si fuese solo una cuestión de cortesía y de humildad, nada impediría a los católicos dar el primer paso. El hecho es que un católico no puede ser generoso con lo que no le pertenece. La fe en Cristo, tal como la ha recibido por la Escritura y por la Tradición, y mediada por la Iglesia fundada por Él mismo, es una cosa que no pertenece a un tiempo y a un lugar más que al otro: es la Verdad eterna, intangible e inmutable, Ninguno tiene el derecho de vender así sea la milésima parte: jota unum. Por eso la imagen sentimental y un poco cursi de la Virgen que ruega por la unidad de la Iglesia es confusa y engañosa: cierto que ora, pero para que la Iglesia sea y permanezca unida en la Verdad. ¿De qué serviría estar unidos o encontrar la unidad, si se está fuera de la Verdad?

«La analogía con la maternidad es elocuente: toda madre quiere a sus propios hijos unidos y congregados con los vínculos de un único amor».
Cierto que toda madre quiere ver a sus propios hijos unidos y concordes. ¿Pero a cualquier precio? Concédasenos un símil rudo, pero claro en compensación: si uno de sus hijos, por ejemplo, tomase un mal camino, si se drogase, si cometiese delitos, ¿su madre debería desear con todas sus fuerzas que el otro hijo, para quedar unido al hermano, entre en el mismo camino y haga las mismas cosas?

«Es por eso paradójico que la fe católica en la Virgen devenga para muchos otros cristianos un obstáculo para la reunión».
No, no es paradójico: es lógico y es también, en el sentido bíblico de la palabra, providencial: esto es, contribuye a hacer claridad sobre la Verdad. Si fuese una paradoja, querría decir que el culto a María es un accidente, derivado de la casualidad o de las vicisitudes de la historia (como de hecho, algunas líneas más adelante, dirá sin rodeos el autor citado). Pero para un católico la Virgen María es parte integrante y esencial del plan divino de Salvación. Por eso es obvio que también su culto tenga un papel central y no casual, sino estructural, junto con la fe católica.

«Digamos que en la Iglesia católica el desarrollo de la mariología, aunque legítimo como se quiera, habría podido también no verificarse de veras, quedando la fe de los cristianos en el estadio virtual en el cual se encontraba en la época apostólica».
Aquí estamos en pleno relativismo y en pleno historicismo, o sea, en pleno modernismo: todo lo contrario al catolicismo. El catolicismo es lo contrario del relativismo, porque cree en una fe cierta, y es lo contrario del historicismo, porque cree en un Absoluto que, aunque siendo encarnado, está por su naturaleza está fuera y por encima del Tiempo y del Espacio, eterno y omnisciente. Si el desarrollo de la mariología hubiese podido no verificarse, o asumir otros contornos y otra dirección, esto quiere decir que no es algo eterno, absoluto o perfecto, que Dios ha predispuesto desde antes que el mundo existiese. Guitton razona en todo y por todo como relativista e historicista, no como creyente. Hasta un judío, un musulmán o un hinduista hallarían repelente su modo de razonar: si la circunstancias históricas fuesen diferentes, el culto de Yahveh, o de Alá, o de Brahma, serían diferentes… ¿pero cuándo? Ah, otra cosa: Guitton no solo razona como modernista, sino que usa un vocabulario que es típicamente modernista. Cuando dice que el desarrollo de la mariología es una cosa legítima, emplea un término que tiene poco o nada que ver con el lenguaje religioso. No es cuestión si el culto mariano sea legítimo o ilegítimo: es cuestión si es verdadero o falso. La legitimidad concierne a algo que es creado y establecido por los hombres; la verdad es algo que viene establecido por Dios.

«Así como por otra parte, esta misma mariología habría podido en los siglos asumir formas diferentes a las cuales se ha revestido; como diferentes habrían podido ser las las sombras del sentimiento. Imaginemos por ejemplo, que los apóstoles se hubiesen dirigido hacia las Indias o a la China en vez de dirigirse a la Hélade y el mundo romano: en esta eventualidad –lo afirma dom Pierre-Célestin (Lu Cheng-hsiang)– los dos milenios que están yendo a su fin habrían tenido un decurso histórico radicalmente distinto».
El razonamiento de Guitton es doblemente falso. Primero, porque el filósofo que razona con los “si” es un mal filosofo: la verdadera filosofía es razonar sobre lo que es, permaneciendo firmemente anclados en la realidad. Pero ya que Guitton hace un discurso de tipo histórico, diremos que para la historia vale, con mayor razón el mismo principio: que el estudio de la historia no es hipotetizar y calendarizar sobre lo que habría podido ser, sino buscar entender lo que fue. Segundo, los Apóstoles no se dirigieron solo hacia la Hélade y el mundo romano, sino también hacia las Indias y China, precisamente como plantea él: y esta, por su parte, es pura y simple ignorancia. ¿De veras Jean Guitton ignora que la primera difusión del cristianismo en India es muy anterior al arribo de los portugueses, a fines del siglo XV, y se remonta directamente a Santo Tomás Apóstol? ¿Y de veras ignora que pocos siglos después de Cristo existía una floreciente comunidad cristiana (nestoriana) en China y que las iglesias cristianas, junto con las mezquitas, las sinagogas y los templos taoístas y budistas, surgían numerosas en la capital del Gran Kan, Hangzhou, en tiempo de Marco Polo? Los apóstoles, siguiendo la orden de Jesús, fueron a predicar el Evangelio en todo el mundo y a todas las gentes, tanto hacia Occidente, como hacia Oriente: y si este floreció en forma duradera en Occidente, mientras que solo tuvo raíces débiles en Oriente, esto no depende del hecho que ellos olvidasen al Oriente, sino del misterio de la divina Providencia que así lo quiso, o así lo permitió.
  
Roncalli y Montini: los papas del Concilio Vaticano II
   
«En esta hipótesis, es verosímil que la Virgen no fuese pensada y, especialmente, sentida en la misma manera. Tal vez fuera descubierta antes aquella “maternidad de gracia” sobre la cual se refleja hoy; o  tal vez, al contrario, la atención se hubiese llevado a otros aspectos hasta ahora inexplorados, como la colaboración de la Virgen en las operaciones del Espíritu Santo, o el paralelismo entre la Virgen y la Iglesia, o sobre aspectos de pasividad profundas, a los cuales más sensible es el alma oriental».
Prosiguen las especulaciones relativistas y gratuitas sobre lo que habría podido ser. Por otra parte, los aspectos señalados del culto mariano no quedaron inexplorados: también esta se diría una carencia de conocimientos por parte del autor. Pero el vicio de fondo de Guitton es otro: para él el culto de la Virgen es el fruto de lo que piensan los hombres de Ella; no le roza la idea que tal impostación es completamente errónea y que todo, en la Revelación y en la Iglesia fundada sobre ella, por tanto, en la verdad por ella enseñada, tiene su origen en Dios. La diferencia es sustancial: lo que piensan los hombres es subjetivo; lo que piensa Dios es objetivo. La fe significa buscar la objetividad de la Presencia de Dios, no la subjetividad de un dios todo nuestro, fabricado en nuestra imaginación. Y esto vale obviamente también para María. Cuando dirigimos a Ella nuestra oración, como hacemos rezando el Santo Rosario, no le rezamos a una María creada por nuestra mente, sino a la María real, objetiva, verdadera y absoluta.
   
«Nosotros hemos sido golpeados por la grandeza de María; al contrario, se hubiera podido descubrir mayormente su humildad, el ocultamiento en la cual la mantiene Jesús; lo que desconcierta a nosotros los occidentales hubiese podido entusiasmar al Oriente. Habría podido ponerse a la luz ciertas facetas de su ser aún inexploradas, que mejor se concuerdan con el misticismo oriental consagrándolo y purificándolo: la novela de Pearl Buck sobre la madre, por ejemplo, podría sernos de ayuda para descubrir cuál sería un análisis del misterio mariano hecho por los chinos…».
¿Quién le ha dicho a Guitton que “nosotros los occidentales” (expresión discutible en sí misma: los europeos no son occidentales, son europeos y basta; los americanos, si algo, son occidentales) estamos golpeados por la grandeza de María y no por su humildad? En realidad, desde siempre, los católicos admiran la grandeza de María que se manifiesta a través de su extrema humildad, según la enseñanza de Jesús: quien se exalta será humillado, mas quien se humilla será exaltado. Recordemos, a título de ejemplo, los estupendos e inigualables versos del sumo Poeta: Virgen Madre, hija de tu Hijo, // humilde y alta más que criatura, // término fino de eterno consejo (Divina Comedia, Paraíso, canto XXXIII, 1-3).…

«Cada raza puede proyectar sobre María su propio ideal de feminidad. El ideal nórdico cual nos es revelado por las novelas de Sigrid Undset ciertamente corresponde poco al ideal que se tiene de la mujer en el Extremo Oriente».

Y esto no es solo relativismo, es también consumismo. Cada uno va al supermercado mariano y se lleva a casa la imagen de María que más se le ajuste. Muy fácil, muy banal. No es el creyente que proyecta en María su propio ideal particular: si así fuese, se trataría de una instrumentalización, incluso de un sacrilegio. Al contrario, es Ella quien proyecta sobre nosotros el rayo de la gracia, cuando la invocamos con corazón sincero; no adorándola como si fuese Dios, sino venerándola como la Madre de Jesús y por ende, en sentido no metafórico, como la Madre del Verbo encarnado. Quien la piensa como Guitton, por fuerza de cosas ve a María como una mujer que se adapta, vez tras vez, a nuestra mentalidad y a nuestras costumbres. Y luego tenemos a María solo mujer y para más migrante y mestiza de Bergoglio, y la María en bermuda (¿y por qué no en bikini?) del muy celebrado padre Antonio “Tonino” Bello Imperato (cfr. nuestro artículo: Don Tonino y la Virgen en bermuda, ¡santo súbito!, publicado en el sitio de la Academia Nueva Italia el 05/04/21).
    
Entre relativismo y consumismo: ¿cada uno va al supermercado mariano y se lleva a casa la imagen de María que más se le ajuste? ¡Muy fácil, muy banal!
   
«Y mientras más se nos aleja del campo de la idea pura para entrar en el de los afectos, pueden emerger mayores diferencias en las representaciones. Es el sentimiento el que introduce las deformidades y las desemejanzas. Es importante subrayar que el Espíritu habría podido recorrer un camino distinto, aunque santificándolo en la misma medida».
Procediendo con sapiente habilidad, vale decir con constante ambigüedad, Guitton dice que «el Espíritu habría podido recorrer un camino distinto, aunque santificándolo en la misma medida». Pero si María es parte esencial y centralísima en el plan de la Redención, es ilógico pensar que Dios habría podido señalarle un libreto diferente; y es no solo irrespetuoso, sino también algo fútil y ocioso, ponerse a fantasear en papeles alternativos de la Virgen, en igualdad de santificación. Y después ¿qué es esta petulancia, esta indiscreción y ese querer entrometerse en los designios de Dios, por la mísera satisfacción de decir que Dios ha hecho así, pero también podía hacer de otra forma? ¿No hay aquí tal vez un residuo de aquella soberbia intelectual por la cual los hombres, no pudiendo competir con la omnisciencia de Dios, quieren al menos tomarse la mísera satisfacción de decir que ninguno podría comprender aquellos designios, no porque son insondables, sino porque son imprevisibles, en el sentido puramente humano del término?

«Se revela pues fiel servidor del ecumenismo quien afirme que otros caminos y otros aspectos habrían podido ser igualmente legítimos y que imagine, junto al catolicismo como era, las otras formas que el catolicismo habría podido asumir».
Si no otro, esto es claro: no es el católico que debe adecuarse al Magisterio y a la Tradición, aceptándolos integralmente, sino es quien imagina un “catolicismo” diferente del que efectivamente se ha realizado, quien se muestra fiel servidor del ecumenismo, o sea, la nueva religión nacida del Concilio Vaticano II, que es el modernismo. La expresión «fiel servidor» se emplea para designar al seguidor de la fe, por tanto Guitton admite y declara abiertamente que el ecumenismo es un aspecto de una nueva religión, de la cual los católicos, o mejor, los ex católicos, deben convertirse en fieles servidores. Ya no fieles servidores de Cristo, sino fieles servidores del ecumenismo. No hay necesidad de más comentarios. Cualquier cosa que queramos agregar, no sería más elocuente que las palabras del mismo Jean Guitton.

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