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martes, 22 de junio de 2021

MONS. VIGANÒ SOBRE LA “REFORMA LITÚRGICA” Y LA FRATER

Entrevista concedida al sacerdote-presbítero Claude Barthe (ordenado en Écône por el Arzobispo Marcel Lefebvre en 1979, actualmente incardinado en la diócesis de Tolón en 2005; capellán de la Peregrinación “Summórum Pontíficum” y miembro del Grupo de Reflexión entre Católicos - GREC) para RES NOVÆ. Traducción por Bruno de la Inmaculada para ADELANTE LA FE.
   
Monseñor Carlo Maria Viganò, ex nuncio apostólico en los Estados Unidos, es conocido por sus enérgicas críticas al pontificado de Bergoglio, así como por desarrollar una crítica no menos enérgica del Concilio Vaticano II. Ha tenido la amabilidad de responder a nuestras preguntas sobre la nueva liturgia, de un modo bastante sorprendente (también para nosotros, porque ataca a un proceso de reforma de la reforma que apoyamos en Res Novæ). Tenemos el placer de ofrecer a nuestros lectores esta intervención con miras a animar el debate y la reflexión.
    
P. CLAUDE BARTHE: Vuestra Excelencia ha llegado al extremo de hablar de «actos revolucionarios» a propósito de la nueva liturgia introducida con posterioridad al Concilio. ¿Nos podría precisar más su opinión?
Mons. CARLO MARÍA VIGANÒ: Para empezar, hay que decir claro que el Concilio Vaticano II fue concebido como un acto revolucionario. Entiéndase, no me refiero a las buenas intenciones de quienes colaboraron en la redacción de los esquemas preparatorios, sino a los novadores que rechazaron tanto dichos esquemas como la condenación del comunismo que habría debido formular el Concilio, y que deseaba la mayor parte del episcopado mundial. Ahora bien, si el Concilio fue un acto revolucionario, ya sea por la manera en que se desarrolló o por los documentos que promulgó, es lógico y lícito pensar que su liturgia está afectada por ese sesgo ideológico, sobre todo si tenemos en cuenta que es el principal medio de catequesis para los fieles y el clero. No es casual que Lutero y otros herejes protestantes y anglicanos metieran mano en la liturgia por ser la mejor manera de difundir sus errores entre los fieles.
    
Una vez sentado esto, vemos confirmadas nuestras legítimas sospechas cuando observamos quiénes fueron los artífices de esa liturgia: prelados que en muchos casos fueron objeto de sospechas de pertenecer a la Masonería, destacados progresistas que con el movimiento litúrgico de los años veinte y treinta habían comenzado a insinuar ideas más que discutibles y a difundir prácticas influidas por el arqueologismo, que más tarde fue condenado por Pío XII en la encíclica Mediátor Dei. Situar la mesa del altar de cara al pueblo no fue invención del Concilio, sino de los liturgistas que lo hicieron poco menos que obligatorio en el Concilio después de haberlo introducido hacía algunas décadas a modo de excepción so pretexto de una supuesta vuelta a la Antigüedad. Dígase lo mismo de la casulla gótica en las formas que precedieron al Concilio, sobre todo en Francia; que se ha convertido en una especie de poncho y nos la han vendido como un regreso a la forma original y no es otra cosa que una falsedad histórica y litúrgica. Pongo estos ejemplos para que se vea que mucho antes del Concilio Vaticano II ya había elementos revolucionarios infiltrados en la Iglesia dispuestos a hacer definitivas estas innovaciones introducidas a modo de experimento y que sin embargo se han vuelto habituales, sobre todo en países históricamente menos inclinados a adaptarse a la románitas.
     
Una vez ha quedado claro que la liturgia es la expresión de una postura doctrinal concreta –y que con el Novus Ordo ha llegado a ser igualmente ideológica– y que los liturgistas que la idearon estaban impregnados de esa actitud, debemos analizar el corpus litúrgicum conciliar para descubrir la confirmación de su carácter revolucionario. Más allá de los textos y las rúbricas, lo que denota claramente el carácter revolucionario del rito reformado es que se ha vuelto maleable a gusto del celebrante y de la comunidad de fieles mediante una flexibilidad totalmente desconocida para el espíritu de la liturgia romana. El carácter arbitrario de las innovaciones es parte integral de la liturgia reformada, cuyos libros –empezando por el Misal Romano de Pablo VI– fueron concebidos como un batiburrillo en manos de actores más o menos talentosos en busca de la aprobación del público. Los aplausos de los fieles, introducidos abusivamente con el Novus Ordo, constituyen la expresión de un consenso que es un elemento esencial de un rito que se ha convertido en espectáculo. Por otra parte, en las sociedades antiguas el teatro siempre tuvo una connotación litúrgica, y resulta significativo que la Iglesia conciliar haya querido desenterrar esa visión pagana invirtiéndola, es decir, dando una connotación teatral a un rito litúrgico.
    
Quien crea que la edítio týpica en latín corresponde al rito que tendría que celebrar después del Concilio peca de ingenuidad y de ignorancia; no hay nada en ese libro litúrgico que no esté en realidad destinado al uso diario de los sacerdotes, empezando por la lamentable diagramación gráfica, obviamente descuidada precisamente porque se sabía que prácticamente nadie celebraría jamás el Novus Ordo en latín. Las ceremonias pontificias en las que se utilizó el Misal Romano de Pablo VI derogaban las rúbricas para introducir lecturas en lengua vernácula, ceremonias no previstas y funciones reservadas a los clérigos ejercidas por laicos, mujeres incluidas. En mi opinión, esos elementos confirman el espíritu revolucionario del Concilio y del rito que en él se inspira.
     
P. C. B.: La reforma litúrgica iniciada en 1964 y que dio lugar a un nuevo misal en 1969 puede parecer más radical de lo que era su programa, la constitución Sacrosánctum Concílium. ¿Cree que el Consílium de monseñor Bugnini traicionó al Concilio, como dicen algunos, o que se haya limitado a desarrollarla, como afirman otros?
Mons. C. M. V.: Monseñor Annibale Bugnini figuraba entre los que colaboraron en la elaboración del Ordo Hebdómadæ Sanctæ instaurátus que se promulgó durante el pontificado de Pío XII. Las graves de formaciones del nuevo misal se encuentran en germen en el rito de la Semana Santa, lo cual demuestra que ya se había emprendido el plan de destrucción. No hubo la menor traición en el Concilio; prueba de ello es que ninguno de sus artífices pensó jamás que la reforma litúrgica fuera incoherente con el espíritu de Sacrosánctum Concílium. Si se estudia atentamente la génesis del Ordo Hebdómadæ Sanctæ instaurátus se verá que las solicitudes de los novadores sólo fueron atendidas en parte pero se volvieron a proponer en el Novus Ordo de Pablo VI.
    
Conviene recalcar que, al contrario de todos los demás concilios ecuménicos, el último se sirvió a propósito de su autoridad para autorizar una traición sistemática de la fe y la moral llevada a cabo por las vías pastoral, disciplinar y litúrgica. Los misales de transición entre las rúbricas de 1962 y la Edítio týpica de 1970 y la inmediatamente posterior –la Edítio týpica áltera de 1975– revelan que se procedió gradualmente acostumbrando al clero y a los fieles al carácter provisional del rito, a la innovación continua y a la pérdida progresiva de elementos que al principio hacían al Novus Ordo más próximo al último Misal Romano de Juan XXIII. Pienso, entre otras cosas, en la recitación en voz baja del Canon en latín con su ofertorio propiciatorio y el Veni, Sanctifícator, que a lo largo de las adaptaciones llevó a la recitación en voz alta, el ofertorio talmúdico y la supresión de la invocación al Espíritu Santo.
    
Quienes prepararon los documentos conciliares para que los aprobaran los padres obraron con la misma premeditación que los autores de la reforma litúrgica, sabiendo que éstos interpretarían los textos equívocos de manera católica, mientras que quienes habrían de divulgarlos los interpretarían en cualquier otro sentido menos el católico.
    
La verdad es que ello se confirma en la práctica diaria. ¿Han visto ustedes a un sacerdote que celebre el Novus Ordo en un altar orientado al oriente, totalmente en latín, vistiendo casulla de guitarra, y que distribuya la Comunión a fieles arrodillados en un reclinatorio sin desatar las iras de su obispo y sus compañeros en el sacerdocio aunque en sentido estricto, esa manera de celebrar sea plenamente legítima? A quienes han intentado hacerlo –ciertamente de buena fe– los han tratado peor que a los que celebran habitualmente la Misa Tridentina. Eso demuestra que la supuesta continuidad auspiciada por la hermenéutica conciliar no existe, y que la ruptura con la Iglesia preconciliar es la norma a la que se deben acoplar mal que les pese a los conservadores.
    
Por último, me gustaría señalar que esa conciencia de incompatibilidad doctrinal entre el rito antiguo y la ideología vaticanosecondista es reivindicada por supuestos teólogos e intelectuales progresistas, según los cuales se puede llega a tolerar la forma extraordinaria del rito siempre y cuando no se adopte todo el aparataje teológico que esta supone. Por eso se tolera la liturgia de las comunidades Summórum Pontíficum en tanto que en la predicación y en la catequesis se cuiden de no criticar el Concilio o la nueva Misa.
     
P. C. B.: ¿Cual diría vuestra excelencia que es la crítica más importante de las que se hacen al Novus Ordo Missæ?
Mons. C. M. V.: La crítica más fundada es que han intentado crear una liturgia a su antojo al abandonar el rito bimilenario que nació con los Apóstoles y se ha ido desarrollando armoniosamente a lo largo de los siglos. La liturgia reformada, como sabe todo especialista en la materia, es fruto de un acuerdo ideológico entre la lex orándi católica y las exigencias heréticas de los luteranos y otros protestantes. Y como la Fe de la Iglesia se expresa en el culto público, era indispensable que la liturgia se adaptase a la nueva manera de creer debilitando o negando verdades que se consideraban incómodas para el diálogo ecuménico.
    
Si la reforma hubiera tenido por objeto simplemente eliminar ciertos ritos que la sensibilidad moderna ya no entendía, habría podido perfectamente evitar la repetición servil de lo que había hecho Lutero en tiempos de la pseudorreforma y Cranmer tras el cisma anglicano: el mero hecho de hacer suyas las innovaciones con las que los herejes rechazaron ciertos temas del dogma católico es una demostración indiscutible de la subordinación de los pastores al consenso de los que están fuera de la Iglesia en perjuicio de la grey que les ha sido confiada. ¿Qué dirían los mártires del calvinismo o de las iras del rey Jacobo al ver como papas, cardenales y obispos utilizan una mesa en lugar del altar que les costó la vida? ¿Qué respeto puede tener un hereje por su odiada babilonia romana al verla remedar torpemente lo que los reformadores hicieron hace cuatro siglos, de un modo quizás más decoroso? No olvidemos que las herejías litúrgicas de Lutero se divulgaron mediante corales de Bach, mientras que las celebraciones de la Iglesia conciliar tienen un acompañamiento musical de una fealdad inaudita. La decadencia litúrgica es síntoma de una decadencia doctrinal que humilla a la Santa Iglesia en su afán de halagar la mentalidad mundana.
     
P. C. B.: ¿Cómo se puede explicar el fracaso de Benedicto XVI, el cardenal Sarah y otros defensores de un retorno litúrgico gradual celebrando de cara al Señor, recuperando las oraciones del Ofertorio y dando la Comunión en la boca?
Mons. C. M. V.: Si un funcionario vaticano ordenase decorar la sala Nervi con estuco y frescos en sustitución de la horrenda estatua de la Resurrección que allí se alza, dándole un estilo barroco, lo tildarían de extravagante, y más teniendo en cuenta la proximidad de la Basílica de San Pedro. A mí me parece que se podría decir lo mismo de los intentos de adecentar la liturgia reformada con operaciones de maquillaje objetivamente inútiles. ¿Qué se gana con celebrar el Novus Ordo apud oriéntem, cambiar el Ofertorio y dar de comulgar en la boca cuando ya está prescrito hacerlo así en la Misa Tridentina?
     
Ese retorno litúrgico se basa en las mismas premisas erróneas que animaron la reforma conciliar: modificar la liturgia a su antojo, ya alterando el venerable rito tradicional al imprimirle un sentido moderno, ya maquillándolo para que parezca lo que no es ni tiene por objeto ser. En el primer caso, obligaríamos a una reina a calzar zuecos y vestir harapos, y en el segundo una campesina luciría una corona real sobre una cabellera despeinada, o sería como si se sentara en un trono tocada con un sombrero de paja.
     
Yo creo que tras esos intentos aparentemente animados de buenas intenciones se oculta algo que ninguno de esos prelados se atreve a reconocer: el fracaso de un concilio, y más aún de su liturgia. Volver al rito antiguo archivando definitivamente la miseria del Novus Ordo exigiría grandes dosis de humildad, porque quienes hoy quieren salvarla del naufragio eran ayer los más entusiastas artífices de la reforma litúrgica, y al mismo tiempo del Concilio.
     
Me pregunto: si a Pablo VI no le falló el pulso para derogar temerariamente de la noche a la mañana el rito tridentino para reemplazarlo con una chapucera mezcolanza de textos del Book of Common Prayer anglicano e imponer el nuevo rito a pesar de las protestas del clero y los laicos, ¿por qué no vamos a poner nosotros más empeño en restituir al honroso lugar que le corresponde el rito romano antiguo prohibiendo la celebración del Novus Ordo? ¿Por qué tanta delicadeza hoy y tanta furia iconoclasta despiadada ayer? ¿Y a qué viene esa operación de cirugía estética si no es para salvar la unidad del último oropel conciliar dándole el aspecto de lo que no tenía por objeto ser?
     
Al próximo papa le corresponderá restablecer todos los libros litúrgicos anteriores a la reforma conciliar y prohibir en los templos católicos la indecente parodia a la que han contribuido notorios modernistas y herejes.
     
P. C. B.: En la entrevista que concedió a las revistas jesuitas en 2013, el papa Francisco calificó la reforma litúrgica de fruto ejemplar del Concilio («El Concilio supuso una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea»). Sin embargo, el papa Bergoglio ha hecho concesiones a la Fraternidad San Pío X. ¿Es que le preocupa el problema litúrgico?
Mons. C. M. V.: No creo que Bergoglio tenga el menor interés en la liturgia en general, y menos aún en la tridentina, que le es ajena y le desagrada como todo lo que aunque sea de lejos tenga algo de católico. Su táctica es política: tolera las comunidades Ecclésia Dei porque mantienen a los conservadores alejados de las parroquias, y al mismo tiempo lleva las riendas obligándolas a limitar su disensión al plano meramente litúrgico mientras se encarga de que sean fieles a la ideología conciliar.
     
En cuanto a la FSSPX, asistimos a una operación más sutil: Bergoglio mantiene con ellas relaciones de buena vecindad otorgando por un lado a sus superiores prerrogativas que hacen ver que los considera miembros vivos de la Iglesia, mientras que por otro lado sería posible que quisiera otorgarles una regularización canónica total a cambio de que acepten el magisterio conciliar. Es evidente que se trata de una trampa astuta: una vez firmado un acuerdo con la Santa Sede, desaparecería la independencia de que goza la Fraternidad en virtud de su postura de legalidad incompleta, y con ello también su independencia económica. No olvidemos que la Fraternidad dispone de bienes y recursos que garantizan la subsistencia y la atención médica de sus miembros; en un momento de crisis financiera sumamente grave para el Vaticano, a muchos se les hace la boca agua pensando en esos bienes. Ya hemos visto lo que ha pasado en otros casos, como con los Franciscanos de la Inmaculada y con la persecución del P. Mannelli.
     
P. C. B.: ¿Cree que el estatuto de protección (dependencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe en vez de la de los institutos de vida consagrada) que quería Ratzinger antes y después de su ascensión al solio pontificio para las sociedades de vida apostólica que celebran la Misa Tradicional está hoy en peligro?
Mons. C. M. V.: La situación canónica de las comunidades Ecclésia Dei siempre ha sido precaria; su supervivencia está ligada, al menos implícitamente, a la aceptación de la doctrina conciliar y la reforma litúrgica. Quienes no se adaptan y critican al Concilio, o se niegan a celebrar o ayudar al rito reformado, se colocan automáticamente en riesgo de excomunión. Los superiores de esas sociedades de vida apostólica terminan por ser supervisores de sus sacerdotes, a los que aconsejan encarecidamente que se abstengan de críticas y den de vez en cuando claras señales de que no están en desacuerdo. Por ejemplo, participando en celebraciones del llamado rito ordinario. Paradójicamente, en el ámbito doctrinal, un sacerdote diocesano goza de más libertad de palabra que otro que pertenezca a uno de esos institutos.
   
Hay que decir que, para la mentalidad de los que actualmente mandan en el Vaticano, lejos de fomentar el redescubrimiento del rito tradicional, las excentricidades litúrgicas de ciertas comunidades les dan una imagen elitista y las confinan a una especie de reducto antiguo en el que les interesa mucho encerrarlas a los perpretradores de la Iglesia de Bergoglio. Normalizar la celebración de la Misa católica según prescribe el motu próprio Summórum Pontíficum sin relegarla a una especie de reducto litúrgico, o confinarla a unos espacios concretos, daría la impresión de que cualquier feligrés puede asistir a la Misa sin otro requisito que ser católico; y a la inversa, ese kafkiano castillo burocrático confina a los conservadores en un recinto que los obliga a observar las reglas sin aspirar a nada más que a aquello que la gracia soberana se digne concederles, casi siempre con la oposición apenas disimulada del obispo diocesano.
    
La maniobra de Bergoglio ya se ha hecho manifiesta: su última encíclica teoriza doctrinas heterodoxas y una sumisión escandalosa a la ideología dominante, que es profundamente anticatólica y antihumana. Desde esta perspectiva, las cuestiones relativas a la sensibilidad litúrgica de tal o cual instituto me parecen francamente irrisorias; no porque la liturgia carezca de importancia, sino porque cuando se está dispuesto a callar en el plano doctrinal, las complejas ceremonias del pontifical terminan por reducirse a una manifestación estética que no resulta peligrosa para el círculo mágico de Santa Marta.
     
P. C. B.: La prohibición de misas individuales en San Pedro, la inspección durante tres días de la Congregación para el Culto Divino por monseñor Maniago, y el hecho de que la constitución de reforma de la Curia Predicáte Evangélium vaya a llevar, según parece, a reforzar las competencias de vigilancia de Culto Divino, son motivo para temer una renovada virulencia de la reforma? ¿O es un problema que no le preocupa mucho a Bergoglio?
Mons. C. M. V.: La prohibición de celebrar misas privadas en San Pedro, a pesar de las unánimes protestas de numerosos fieles y de algunos prelados ante lo que es un verdadero abuso de autoridad por parte de la Secretaría de Estado, sigue vigente como un escándalo inusitado. Están tanteando el terreno para analizar la reacción de los prelados, el clero y los laicos, que por el momento se limitan a expresar de palabra su descontento, con mucha calma, y en algunos casos con peores modos. Como ya he tenido oportunidad de declarar (ver aquí), considero que dicha prohibición no es otra cosa que una nueva tentativa de dar visos de legalidad a una costumbre ya consolidada y universal que confirma el error doctrinal subyacente, es decir, el primado de la dimensión comunitaria de la Eucaristía, entendida como banquete en detrimento del Santo Sacrificio de la Misa celebrado en privado. Esto tiene que ver con el Concilio, y ninguno de los cardenales que se han pronunciado sobre la prohibición de las misas se ha atrevido en modo alguno a ponerlo en tela de juicio, aunque ahí esté claramente el origen de la ilegítima prohibición por parte de la Secretaría de Estado.
    
Por lo que respecta a las facultades supervisoras de la Congregación para el Culto Divino, en sí se podrían considerar en un sentido positivo, dado que las cuestiones litúrgicas son competencia directa de la Santa Sede. Pero pecaríamos de ingenuos e imprudentes si no tenemos en cuenta que toda norma promulgada por los novadores la utilizarían ellos mismos para perseguir objetivos inconfesables, en muchos casos contrarios a los declarados.

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