El tabernáculo y el púlpito son los
dos lugares augustos del templo de Dios; en uno se pide y desde el otro
se ordena; en uno se habla de Dios, en el otro es Dios el que habla; en
uno Jesucristo se hace adorar en la realidad de su Cuerpo, en el otro se
da a conocer en la verdad de su doctrina. Son los dos lugares desde
donde se distribuye el alimento celestial: en aquél se predica en
silencio y en éste se enseña de viva voz; en aquél el Espíritu Santo,
por medio de las palabras místicas, transforma el pan en el Cuerpo
divino, y aquí el mismo poder transforma a los fieles en miembros de
Cristo.
San
Agustín decía: “¿Qué les parece más importante, la palabra de Dios o el
Cuerpo de Cristo? Si quieren contestar con verdad, se verán obligados a
responder que la palabra de Jesucristo no es menos estimable que su
Cuerpo, y, por lo tanto, los mismos cuidados que guardamos para no dejar
caer al suelo el Cuerpo del Señor cuando nos lo entregan, debemos tomar
para que no caiga de nuestro corazón la palabra de Cristo que se nos
predica. Porque no es menos culpable el
que escucha negligentemente la palabra santa que quien, por su culpa,
deja caer el Cuerpo del Señor”.
Buscar la palabra de Cristo.
Los cristianos que no entienden de cruz
desean discursos placenteros; pero así como ningún hombre es lo
bastante insensato para buscar en el comulgatorio otra cosa que la
verdad del misterio, así tampoco ninguno deberá ser tan temerario que no
busque en el púlpito la pureza de la palabra.
El
Verbo Encarnado quiso mostrarse a los hombres de dos maneras: una, en
su carne visible, y la segunda, hasta el fin del mundo, en su palabra.
No crean que por haberlo perdido de vista no permanece entre nosotros,
porque ya Tertuliano en su libro sobre la resurrección decía: “Así,
instituyendo su predicación vivificadora, la llamó carne suya”.
La
predicación es como una nueva encarnación de Cristo. Deben saber
también que los predicadores no suben al púlpito para pronunciar
discursos vanos, sino con el mismo espíritu con que se acercan al altar.
El Cuerpo de Cristo está allí oculto bajo los signos eucarísticos, y
aquí bajo los signos de la palabra. El Apóstol dice que los predicadores
no deberían ocuparse de buscar nombre por la elocuencia, sino por
recomendarse a la conciencia de los hombres por la manifestación de la
verdad. A la conciencia, por la verdad.
Los oídos se complacen en la composición académica de la palabra.
La imaginación, en la delicadeza del pensamiento. Incluso el espíritu
es conquistado a veces por la verosimilitud del raciocinio. Mas la
conciencia quiere la verdad, y a ella es a la que hablan los
predicadores.
Y ¿cómo llegar a esa verdad y convertirla en relámpago que deslumbre,
trueno que espante y rayo que rompa los corazones, si no hacen hablar a
Cristo? Dios es el Señor de las tormentas y de las nubes.
La elocuencia y la predicación.
Si
quieren conocer qué parte tenga la elocuencia en los discursos
cristianos, San Agustín nos enseña: “La sabiduría ha de salir de su
casa, esto es, del pecho del sabio, y la elocuencia seguirla como una
sierva inseparable, aun cuando no sea llamada”. Este es el orden:
primero, la sabiduría, y después, aun sin ser llamada, espontáneamente
atraída por la grandeza de las cosas y para servir de intérprete a la
ciencia y santidad del que habla, la elocuencia. El predicador hace
hablar a Cristo, pero no puede hacerle hablar un lenguaje de hombre y
dar un cuerpo extraño a su verdad eterna. Beba, pues, en las Sagradas
Escrituras, pida prestados los términos sagrados; no sólo para
robustecer, sino para embellecer su discurso, recoja al paso, si los
encuentra, los adornos de la elocuencia, pero que broten espontáneamente
y no como buscados.
¿Desean oradores de esta clase? Pues les anuncio un misterio: los
oyentes hacen a los predicadores. La palabra divina no nace del genio
ni del trabajo asiduo; es un don de Dios, que sopla donde quiere. “La
palabra divina no obedece, es ella la que manda, y, por lo tanto, no
habla cuando se le ordena, sino cuando quiere”. Y Dios se complace en
hablar cuando los hombres están dispuestos a escuchar. Busquen la
verdadera doctrina, y Dios suscitará predicadores; preparen el campo, y
el sembrador no faltará. Mas si, por el contrario, buscan las fábulas
humanas, Dios prohibirá a las nubes la lluvia y retirará la doctrina
sana de los labios de sus predicadores. Entonces vendrán profetas que
dirán: Paz, paz, y no encontrarán la paz; que dirán: Señor, Señor, y el
Señor no les ha encomendado que prediquen. “El maestro recibe lo que el
oyente merece”
Oír internamente.
La
Eucaristía y la palabra divina llegan al corazón. Debemos oír
internamente, escuchar con atención; pues, además del sonido, que hiere
los oídos, hay una voz secreta, espiritual e interna, verdadera
predicación que habla en el interior y sin la cual la palabra del hombre
es ruido inútil. Todos debemos acudir a oírla allá dentro, porque en
realidad sólo Dios puede predicar, como decía San Agustín. Los ángeles y
los hombres no son capaces de hablar la verdad, sino a lo más de
mostrarla con el dedo, como aquel que señala las bellezas de una
catedral; pero ¿quién podrá verlas si el sol no esparce su resplandor?
La luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, luz invisible
que nos hace ver, es Cristo, que da su gracia. Es Él el que nos concede
un cierto sentido que se llama el sentido, el pensamiento de Cristo, por
el cual gustamos a Dios. La palabra resuena desde el púlpito, mas la
predicación se verifica en el corazón. Por eso el Señor decía: El que
tenga oídos para oír, que oiga, y ciertamente que no se refería a los
del cuerpo. El que enseña a los corazones, tiene su púlpito en el cielo.
Abran bien los oídos del alma.
No
aconsejo prescindir de la palabra externa, porque es ley del Nuevo
Testamento envolver la gracia en signos exteriores, como envuelve la del
bautismo en el agua, que lava. Asistan a la predicación externa y hagan
que caiga en vuestro corazón, y no sea el cuerpo de Cristo que cae al
suelo. La comparación no es extraña: Jesús, la Verdad misma, no ama
menos la verdad que su propio Cuerpo; por el contrario, sacrificó a éste
para sellar con su Sangre la verdad de su palabra; y si murió un solo
día, quiso, en cambio, que su verdad fuera inmortal y perenne entre
nosotros.
Hay que llegar a la voluntad.
Me
dirán que atienden sobradamente, y contestaré con el Crisóstomo: Ya sé
que incluso cotejan mi primer sermón con los siguientes, pero asemejan
este púlpito a un teatro. No, no es ése el modo de oír, porque “todo el
que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a Mí. Hay otro lugar más
recóndito donde escuchar, la escuela celestial”, donde el Padre enseña a
ir hacia su Hijo; escuela donde Dios es maestro. ¿Dónde está esa
escuela escondida? Aun cuando Dios mismo hablase directamente, habría
que profundizar más, porque, mientras su luz permanezca tan sólo en la
inteligencia, no se ha oído la lección de Dios.
En
efecto, para atender a la palabra del Evangelio no hay que ir allí
donde se emiten los juicios, sino donde se regulan las costumbres; no
donde se gustan los pensamientos bellos, sino donde nacen los buenos
deseos; no al lugar donde se forman los juicios exactos, sino donde se
forjan los santos propósitos: hay que llegar a la voluntad. Entren en sí
mismos, y verán cómo a veces luce una llama que atraviesa los
corazones, porque la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que
una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del
espíritu, hasta la coyuntura y la médula, y discierne los pensamientos y
las intenciones del corazón.
Dios
a veces da a los predicadores no sé qué fuerza aguda que, a través de
los caminos tortuosos de nuestras pasiones, llega a encontrar aquel
pecado que nosotros escondíamos y que duerme en el fondo del corazón. En
esos momentos hay que escuchar atentamente a Cristo, que contraría
nuestros deseos, que turba nuestros placeres y que hurga con su dedo en
nuestras heridas. Es el momento en que el hombre sabio oirá una palabra
discreta, la alabará y le añadirá algo más. Y si el golpe no ha sido
bastante, tomemos nosotros mismos la espada y clavémosla más fuerte.
¡Ojalá lleguemos a lo vivo, ojalá lleguemos al llanto, que San Agustín llama tan elegantemente la sangre del alma!
Vivir conforme a la palabra.
El
que come mi Carne y bebe mi Sangre, dice el Señor, está en Mí y Yo en
él; esto es, la buena comunión se manifiesta viviendo conforme a Cristo.
Y el haber oído la palabra del Señor se demuestra al vivir conforme a
ella. Ocurre a veces que al oír la predicación se levantan en nuestro
corazón ciertos sentimientos, imitación de los verdaderos, capaces de
engañarnos; ciertos fervores y deseos imperfectos; pero creamos en las
obras. Ellas dirán lo que haya de verdad. Decía antes el Crisóstomo que
lo escuchaban como en el teatro. En efecto, también allí los
espectadores se emocionan, se llenan de ira y derraman lágrimas, como en
otros espectáculos. Algo parecido puede ocurrir en nuestros sermones.
También
el Crisóstomo oía los gritos y aplausos de sus oyentes; sin embargo,
esperaba para regocijarse a ver corregidas las costumbres. Si no cambian
de vida, no han oído a Jesucristo, sino al hombre. La predicación no
tiene por fin ilustrar, sino suscitar el amor. Conclusión. Para escuchar
a Cristo hay que llevar a la práctica sus palabras, puesto que enseña
para formar nuestra conciencia, antes que para agradarnos.
Mons. SANTIAGO BENIGNO BOSSUET
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