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miércoles, 1 de septiembre de 2021

LA CONTRADICCIÓN DE JUAN PABLO II RESPECTO A LAS BIBLIAS PROTESTANTES

Tomado de “Credidimus Caritatis”, febrero de 1986. Rescatado de CATÓLICOS ALERTA (Primera época).
COMO OVEJAS SIN PASTOR (MATEO, IX, 36): SOBRE EL DISCURSO DE JUAN PABLO II A LOS REPRESENTANTES DE LAS SOCIEDADES BÍBLICAS UNIDAS Y DE LA FEDERACIÓN MUNDIAL PARA EL APOSTOLADO BÍBLICO, 19/1/1986 
   
En L’Osservatore Romano del 19 de enero de 1986, en su edición semanal en lengua española, en la pág. 8, col. 2 y 3, figura un discurso de Juan Pablo II a los representantes de las Sociedades Bíblicas que, junto con católicos, se encargan de la edición de Biblias ecuménicas o inter-confesionales. Dicho discurso nos ha parecido tan contrario al pensamiento tradicional de la Santa Iglesia Católica, referente a las llamadas “Sociedades Bíblicas”, y al parecer secular de la misma en cuanto a las traducciones indiscriminadas de la Sagrada Escritura, que, ante la incertidumbre y desconcierto del pueblo fiel, que quiere poder confiar en sus superiores eclesiásticos y que de ellos espera recibir el buen pan de la sana doctrina católica, pero que, desgraciadamente, se encuentra como un rebaño sin buenos pastores, a la deriva y sólo ante los ataques de los enemigos de Dios, nos hemos visto en la necesidad de escribir el presente artículo, para mostrar la contradicción de las palabras de Juan Pablo II con la enseñanza tradicional de la Iglesia.
   
Para ello debemos considerar dos presupuestos básicos:
(a) La doctrina ya definida por la Santa Iglesia y los errores ya condenados por ella no son susceptibles de cambio o modificación, lo cual crearía la incertidumbre en materia de Fe y el relativismo fluctuante de toda la enseñanza de los tiempos pasados. Si la verdad se define, ello indica que lo que la mente conoce corresponde a la realidad del ser de las cosas de las cuales se habla o juzga, por ello, una vez definida una verdad no se ha hecho sino definir el mismo ser, luego, si las verdades cambiaran las cosas también deberían hacerlo y esto en modo especial si la variante en su definición también fuera esencial. 
(b) El Concilio Vaticano I en su IV sesión capítulo IV ha definido: «Que el Espíritu Santo no ha sido prometido a los sucesores de Pedro para permitirles publicar según sus revelaciones, una doctrina nueva, sino para guardar santamente y exponer fielmente, con Su asistencia, las revelaciones transmitidas por los Apóstoles, es decir, el Depósito de la Fe».
   
En el discurso de Juan Pablo II que transcribimos completo, fotocopiado del citado número de “L’Osservatore Romano”, se observan dos contradicciones contra la Tradición:
  1. Respecto a las traducciones indiscriminadas de la Sagrada Escritura;
  2. Respecto al apoyo dado a las llamadas “Sociedades Bíblicas”.
   
Con referencia a la primera: Dice Juan Pablo II en el artículo citado:
«Os recibo con grande gozo, a vosotros responsables y representantes de las Sociedades Bíblicas Unidas y de la Federación Católica Mundial… Con ocasión de la publicación, por vez primera, del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento en edición revisada, en la versión interconfesional, en lengua popular… Ahora, gracias a Dios, también el Antiguo Testamento, se pone finalmente a disposición de creyentes y no creyentes… y éste aprecio se vuelve enseguida fraterna exhortación a proseguir con celo e inteligencia la tarea de las traducciones inter-confesionales de la Biblia, que según entiendo, se preparan actualmente en 160 lenguas…».
   
Dice en cambio Su Santidad León XII (1823-1829) hablando de las versiones de la Sagrada Escritura (Encíclica “Ubi Primum” del  5 de mayo de 1824):
«…La iniquidad de nuestros enemigos llega a tanto que, aparte del aluvión de libros perniciosos por sí mismo hostil a la religión, se esfuerzan también en convertir en detrimento de la religión las Sagradas Letras, que nos fueron divinamente dadas para edificación de la religión misma. No se os oculta, Venerables Hermanos, que cierta “Sociedad” vulgarmente llamada “Bíblica” recorre audazmente todo el orbe y, despreciadas las tradiciones de los Santos Padres, contra el conocidísimo decreto del Concilio Tridentino (Denzinger 786), juntando para ello sus fuerzas y medios todos, intenta que los Sagrados Libros se viertan o más bien se perviertan en las lenguas vulgares de todas las naciones…
   
Para alejar esta calamidad, nuestros predecesores publicaron varias constituciones (por ejemplo Pío VII Dz. 1602 y ss.) … Nosotros también, conforme a nuestro cargo apostólico os exhortamos, Venerables Hermanos, a que os esforcéis a todo trance por apartar a vuestra grey de estos mortíferos pastos. Argüíd, rogad, instad oportuna e importunamente, con toda paciencia y doctrina (II Tim. IV, 2) a fin de que vuestros fieles, adheridos al pie de la letra a las reglas de nuestra Congregación del Indice se persuadan que “si los Sagrados libros se permiten corrientemente y sin discernimiento en lengua vulgar, de ello ha de resultar por la temeridad de los hombres más daño que provecho”. Esta verdad la demuestra la experiencia y, aparte otros Padres, la declaró San Agustín por estas palabras: “Porque no han nacido las herejías sino porque las Escrituras buenas son entendidas mal, y lo que en ellas mal se entiende, se afirma también temeraria y audazmente” (San Agustín, Comentario al Evangelio de S. Juan, T, 18 cap. 1, Patrología Latina 35, 1536)» (Dz. 1607-8)
   
De igual manera afirma Su Santidad Pío VII (1800-1823), en la Carta “Magno et Acérbo” al Arzobispo de Mohilev, del 3 de septiembre de 1816:
«De grande y amargo dolor nos consumimos, apenas supimos el pernicioso designio, no hace mucho tomado, de divulgar corrientemente en cualquier lengua vernácula los libros sacratísimos de La Biblia, con interpretaciones nuevas y publicadas al margen de las salubérrimas reglas de la Iglesia, y ésas astutamente torcidas a sentidos depravados. Y, en efecto, por alguna de tales versiones que nos han sido traídas, advertimos que se prepara tal ruina contra la santidad de la más pura doctrina que fácilmente beberán los fieles un mortal veneno, de aquéllas fuentes de que debieran sacar aguas de saludable sabiduría (Eccli. XV, 3)…
   
Porque debieras haber tenido ante los ojos lo que constantemente avisaron tan bien nuestros predecesores, a saber: que si los sagrados Libros se permiten corrientemente y en lengua vulgar y sin discernimiento, de ello ha de resultar más daño que utilidad. Ahora bien, la Iglesia Romana que admite la sola edición Vulgata, por prescripción bien notoria del Concilio Tridentino (Dz. 785), rechaza las versiones de las otras lenguas y solo permite aquellas que se publican con anotaciones oportunamente tomadas de los escritos de los Padres y autores católicos, a fin de que tan grande tesoro no esté abierto a las corruptelas de las novedades y para que la Iglesia, difundida por todo el orbe, sea de un solo labio y de las mismas palabras (Gén. XI, 1).
   
A la verdad, como en el lenguaje vernáculo advertimos frecuentísimas vicisitudes, variedades y cambios, no hay duda que con la inmoderada licencia de las versiones bíblicas se destruiría aquélla inmutabilidad que dice con los testimonios divinos, y la misma Fe vacilaría, sobre todo cuando alguna vez se conoce la verdad de un dogma por razón de una sola sílaba. Por eso los herejes tuvieron por costumbre llevar sus malvadas y oscurísimas maquinaciones a ese campo, para meter violentamente por insidias cada uno sus errores, envueltos en el aparato más santo de la Divina Palabra, editando biblias vernáculas… Ahora bien, si nos dolemos que hombres muy conspicuos por su piedad y sabiduría han fallado no raras veces en la interpretación de las Escrituras, ¿qué no es de temer si estas son entregadas para ser libremente leídas, trasladadas a cualquier lengua vulgar, en manos del vulgo ignorante, que las más de las veces no juzga por discernimiento alguno, sino llevado por cierta temeridad?…
   
Y conocidísimas son las Constituciones: (De Inocencio II) … sino también de Pío IV, Clemente VIII y Benedicto XIV, en que se precavía que, de estar a todos patente y al descubierto la Escritura no se envileciera tal vez y estuviera expuesta al desprecio o, por ser mal entendida por los mediocres, indujera a error. En fin, cuál sea la mente de la Iglesia sobre la lectura e interpretación de la Escritura conózcalo clarísimamente su fraternidad por la preclara Constitución “Unigénitus” de otro predecesor nuestro, Clemente XI en que expresamente se reprueban aquellas doctrinas por las que se afirmaba que en todo tiempo, en todo lugar y para todo género de personas es útil y necesario conocer los misterios de la Sagrada Escritura, cuya lectura se afirmaba ser para todos y que es dañoso apartar de ella al pueblo cristiano, y más aún, cerrar para los fieles la boca de Cristo, arrebatar de sus manos el Nuevo Testamento (Proposiciones condenadas de Quesnell, 79-85, Dz. 1429 - 1435)» Dz.1602 - 1603 - 1604 -1606.
   
Afirma también Su Santidad Gregorio XVI (1831-1846), en la Encíclica “Inter Præcípuas”, del 16 de mayo de 1844:
«…Cosa averiguada es para nosotros que ya desde la edad primera del nombre cristiano, fue traza propia de los herejes, repudiada la palabra divina recibida y la autoridad de la Iglesia, interpolar por su propia mano las Escrituras o pervertir la interpretación de su sentido. Y no ignoráis, finalmente, cuanta diligencia y sabiduría son menester para trasladar fielmente a otra lengua las palabras del Señor; de suerte que nada por ello resulta más fácil que el que en esas versiones, multiplicadas por medio de las Sociedades Bíblicas se mezclen gravísimos errores por inadvertencia o mala fe de tantos intérpretes; errores, por cierto, que la misma, multitud y variedad de aquellas versiones ocultan durante largo tiempo para perdición de muchos. Poco o nada, en absoluto, sin embargo, les importa a tales sociedades bíblicas que los hombres que han de leer aquéllas biblias interpretadas en lengua vulgar caigan en éstos o aquellos errores, con tal de que poco a poco se acostumbren a reivindicar para sí mismos el libre juicio sobre el sentido de las Escrituras, a despreciar las tradiciones divinas que, tomadas de la doctrina de los Padres, son guardadas en la Iglesia Católica y a repudiar, en fin, el magisterio mismo de la Iglesia.
   
En las reglas que fueron escritas por los Padres designados por el Concilio tridentino, aprobadas por Pío IV y puestas al frente del Índice de los libros prohibidos, se lee por sanción general que no se permita la lectura de la Biblia publicada en lengua vulgar más que a aquellos para quienes se juzgue ha de servir para acrecentamiento de la fe y piedad. A esta misma regla, estrechada más adelante con nueva cautela a causa de los obstinados engaños de los herejes, se añadió finalmente, por autoridad de Benedicto XIV la declaración de que se tuviera en adelante por permitida la lectura de aquellas versiones vulgares que hubieran sido aprobadas por la Sede Apostólica o publicadas con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia o de varones doctos y católicos… Todas las antedichas Sociedades Bíblicas, ya de antiguo reprobadas por nuestros antecesores, las condenamos nuevamente por autoridad apostólica…» (Dz. 1630-1632).
   
Respecto a la segunda contradicción, dice Juan Pablo II en el citado discurso: 
«Os recibo hoy con grande gozo, a vosotros responsables y representantes de las Sociedades Bíblicas Unidas... Recibid, por tanto, la más sen tida expresión de mi aprecio agradecido por el resultado de vuestro esfuerzo… Con este deseo, invoco sobre todos vosotros y sobre vuestra labor la bendición del Señor, y quiero incluir en este propósito a cuantos colaboran de diversas maneras en vuestras preciosas iniciativas».
   
Dice en cambio Su Santidad Gregorio XVI en su Encíclica ya citada, hablando de las Sociedades Bíblicas:
«Por tanto, sepan todos que se harán reos de gravísimo crimen delante de Dios y de la Iglesia todos aquellos que osaren dar su nombre a alguna de dichas Sociedades o prestarles su trabajo o de cualquier modo favorecerlas» (Dz. 1633).
Sin considerar la condena de Su Santidad Pío IX en el Sýllabus referida, entre otras, a las dichas Sociedades, en donde llama a sus doctrinas “pestilenciales”. (Dz. 1718 a).
   
Quiera Dios Nuestro Señor que los Pastores recapaciten acerca de las malas hierbas de doctrinas novedosas, malas y confusas que brindan a sus ovejas, de las cuales son responsables ante el terrible juicio de Dios, en donde ya las palabras sobrarán para dejar lugar solo a su justicia eterna.
   
Ave María Purísima.
                               
R.P. Andrés Morello Peralta

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