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sábado, 18 de septiembre de 2021

LA DERROTA HUMILLANTE DE SAN JUAN DE ACRE

Por Manuel Pérez Villatoro para ABC (España).
   
  
   
El asedio de San Juan de Acre fue para los cristianos lo que, siglos después, sería para el Imperio español la defensa en Filipinas de la iglesia de Baler. A saber: un hecho heroico que no pudo evitar el descalabro y el fin de una era. En el caso de los hombres de la rojigualda, la desaparición de sus posesiones coloniales; en el de los cruzados, la destrucción del que era su último bastión de importancia en Tierra Santa. Lo que no se les puede negar a aquellos caballeros de 1291 es que, a pesar de estar rodeados por un gigantesco ejército musulmán, la mayoría prefirió resistir y caer en combate a salir por piernas. Y así lo hicieron, encabezados por los mejores soldados del Temple, durante seis semanas.
   
Quizá por ello escoció, todavía más, la carta que el sultán Al-Ashraf Jalil, a la cabeza de uno de los mayores ejércitos musulmanes vistos en Tierra Santa, envió al rey de Cilicia tras la victoria. Misiva en la que se jactaba de haber violado, matado y asesinado a los cristianos que defendían Acre y que recoge, de forma pormenorizada, el historiador Roger Crowley en su última obra: ‘La torre maldita. La última batalla de los cruzados por Tierra Santa’ (Ático de los libros, 2020). Un libro que se zambulle de lleno en el período más amargo para los cruzados: aquel en el que, poco a poco, sin prisa pero sin descanso, se vieron obligados a ceder terreno ante las fuerzas sarracenas.
   
Como es habitual en él, Crowley enarbola el relato a través de una infinidad de fuentes, primarias y secundarias. Algunas de ellas, no traducidas hasta ahora a nuestro idioma. El resultado es un texto ameno, pero no por ello menos concienzudo, en el que se explican desde las causas que provocaron la caída de Acre, hasta la batalla por la urbe. Esta última, jornada a jornada y haciendo especial hincapié en factores usualmente olvidados como las potentes máquinas de asedio sarracenas o las intrigas políticas que, también, provocaron la pérdida de la última perla de Tierra Santa.
   
Hacia Acre
Allá por 1273, cuando el mundo cristiano vivía momentos de cambio (entre los mismos, el nombramiento de Guillaume de Beaujeu como Gran Maestre de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo), la situación no podía ser peor para los hombres de la cruz afincados en Tierra Santa. Todo había comenzado en el año 1187 con la pérdida de la ciudad de Jerusalén -sagrada para los cristianos por ser en la que murió Cristo- a manos del popular Saladino. A partir de ese momento, y como bien señala Crowley en ‘La torre maldita’, las derrotas se generalizaron en su territorio a manos de los guerreros de la media luna.
  
Primero cayó la ciudad de Antioquía en 1268. Luego fueron las fortalezas de Chastel Blanc, el Krak y Monfort en 1272; todos ellos, importantes enclaves de los cruzados. Para terminar, 16 años después -en el marco de una nueva ofensiva musulmana- le tocó el turno a Trípoli. Poco podían hacer los cristianos para resistir aquella avalancha militar. Tan solo lograron llegar a un acuerdo, una tregua poco fiable, para evitar que los hombres de la media luna atacasen Acre; una ciudad ubicada a orillas del Mediterráneo en la que residían las principales órdenes religiosas y militares.
  
Dos décadas después, en 1290, los máxima de los cristianos consistía en no romper la tregua con los musulmanes. Y no porque no quisieran, sino porque sabían que enfrentarse al poderoso ejército del sultán significaría la destrucción total de su renqueante reino. Por desgracia para ellos, el destino quiso que ese mismo año desembarcara en Acre una partida de cruzados italianos que fueron definidos en las crónicas de la época como «bebedores, revoltosos y difíciles de mandar».
   
Asedio de San Juan de Acre (Bibloteca Municipal de Lyon, Manuscrito 828, fol. 33r, c. 1280)
   
Desesperados por no conseguir riquezas, los recién llegados faltaron a su honor robando y asesinando a multitud de mercaderes musulmanes en la ciudad. La situación fue aprovechada por el Sultán Qalawun, que armó un ejército de 160.000 infantes y 60.000 jinetes para tomar, de una vez por todas, Acre. El 5 de abril Al-Ashraf (nombrado líder tras la muerte de Qalawun) posicionó a sus tropas frente a la ciudad. La batalla iba a comenzar y los cristianos, al ver con tristeza el contingente que llegaba a sus puertas, eligieron a Guillaume de Beaujeu, Gran Maestre de la Orden del Temple, para dirigir las defensas.
  
El día 7 de mayo de 1291 comenzó el asedio musulmán, cuyo ejército se apoyó en sus máquinas de guerra para, en menos de un mes, atravesar la primera muralla y llegar hasta la Torre Maldita, una de las defensas más destacadas de la urbe. El 16 de mayo fue tomada la Torre del Rey, lo que dejó el paso franco a los hombres del sultán para lanzarse en tromba contra la muralla interior de la ciudad dos días después. Aquí empezó una verdadera matanza de cristianos por parte de unas tropas que, todavía, recordaban las barbaridades perpetradas por los hombres de la cruz contra sus ciudadanos en años anteriores.
  
Día horrible
El 18 de mayo el vendaval musulmán cayó sobre la ciudad e hizo tambalearse sus cimientos. «Sabed que ese día fue terrible», escribió angustiado uno de los cronistas, conocido como el Templario de Tiro. No hubo piedad para una urbe que no se había rendido. Al ver las puertas caer, la población, hasta ese momento convencida de la seguridad que ofrecía el acero de los caballeros cristianos, entró en pánico y se abalanzó, a todo correr, sobre el puerto, única forma de hacer una finta a la muerte. «Las damas, los burgueses las doncellas y otras gentes menores huyeron corriendo por las calles, con sus hijos en brazos, en un llanto desesperado», confirmó el mismo autor en sus textos.
   
La triste realidad es que había muy pocos barcos que pudieran evacuar a la población. Tan solo algunos de vela de diferentes nacionalidades. Como explica el autor en su nueva obra, la mayoría de los capitanes aprovecharon la coyuntura y exigieron a todos los refugiados que pagaran a cambio de un lugar en cubierta. Aquellos cuya bolsa estaba vacía no pudieron embarcar. Al final, el mercadeo provocó que se salvaron mayoritariamente los ricos y los notables. Hasta Roger de Flor, Templario a los mandos del gigantesco buque ‘Halcón’, fue acusado de exigir oro y joyas a las damiselas que pedían auxilio desde la costa. «Se llevó un gran tesoro y a mucha gente importante», explicó el Templario de Tiro.
   
Tropas musulmanas que asediaron la ciudad de Acre (Miniatura de Fleurs des histoires de la terre d’Orient, Biblioteca Nacional de Francia, Manuscrito NAF 886 fol. 31v, c.1300-1325)
   
Las diferentes crónicas analizadas por Crowley narran el desconcierto que se vivió con la entrada de los musulmanes en Acre. «Resonaban los alaridos aterrorizados de hombres, mujeres y niños que no escaparon, atrapados miserablemente o cercados en plazas, calles, casas y esquinas de la ciudad», escribió un superviviente. Otro dejó sobre blanco que «los vínculos de la piedad natural se rompieron» y que «el padre no pensaba en el hijo, ni el hermano en el hermano, ni el marido en la esposa». Nadie se molestaba en ayudar a su vecino o a su familiar.
  
La única máxima era escapar de las cimitarras al precio que fuese. En las calles, muchos civiles se asfixiaron cuando la turba, desconcertada, se los llevó por delante. El Templario de Tiro rememoró la «horrible visión de niños pequeños tirados por el suelo y que los caballos habían pisoteado hasta destriparlos» o la triste estampa que dejaron las madres que, con sus pequeños en brazos, intentaron nadar hasta los buques que se alejaban en dirección a Chipre. Mujeres, estas últimas, que dejaron este mundo ahogadas cuando la extenuación las venció.
   
Saqueo y violaciones
Por si aquel caos no fuera suficiente, el ejército musulmán, sus esclavos y los pillos de la ciudad se dieron al saqueo y a las violaciones. Crowley sentencia que mujeres y niños fueron trofeos y que la barbarie fue «febril y espectacular». A pesar de que los nobles cristianos habían hecho todo lo posible por llevarse las riquezas, tesoros como vasos de cristal e incrustaciones de oro, perlas, monedas y lingotes venecianos fueron sustraídos a sus dueños. Algo similar sucedió con otras tantas obras de arte, aquellas, eso sí, que no fueron destruidas a golpe de fuego o espadazos. Los textos clásicos lo contaron de esta guisa: 
«En un caso, dos sarracenos se enzarzaron en una pelea por una mujer y acabaron matándola, en otro caso, arrancaron el bebé que apretaba junto al pecho a una mujer que habían capturado; arrojaron al niño a al suelo y los caballos lo pisotearon, de modo que murió. También hubo un caso en el que el marido e hijo de una mujer estaban enfermos o heridos por una flecha en la casa y ella los abandonó y huyó. Los sarracenos los mataron a todos».
   
En mitad de ese caos, de aquella caída de un gigante cuyos pies de piedra habían ido, poco a poco, convirtiéndose en barro, algunos caballeros cristianos se arremolinaron en las bocacalles de Acre decididos a detener al enemigo. O a morir por Dios, más bien, pues poco podían hacer. En algunos casos obligaron a retroceder a los invasores, aunque, con el paso de las horas primero y los días después, el hambre, la sed y el agotamiento, fueron aniquilados. Crowley señala que todos recibieron la condición de mártires. El dominico Nicolás de Hanapes, último patriarca de Jerusalén, quiso dirigir a todos aquellos héroes, pero fue llevado a rastras hasta una barca mientras maldecía. Al final cumplió su deseo y no abandonó la urbe; se ahogó en extrañas circunstancias.
  
Carta dolorosa
Ante la imparable marea sarracena, Hospitalarios, Caballeros Teutónicos y Templarios respondieron encerrándose en sus torres y fortalezas junto a todos los civiles que pudiesen llegar hasta ellos. Las dos primeras órdenes capitularon, a cambio de amnistía, en las jornadas siguientes. Se desconoce que sucedió con los supervivientes, aunque el geógrafo del siglo XIV Abu al Fida sugiere que fueron pasados por la espada: «El sultán dio órdenes de decapitar hasta el último hombre en Acre». El castillo de los Pobres Caballeros de Cristo, bien defendido, de sólidos muros y cerca de puerto, se convirtió, así, en el último baluarte de la cruz en Tierra Santa.
  
Los Templarios mantuvieron a raya a los musulmanes durante nada menos que diez días de infernales combates. Una semana y media en la que, incluso, llegaron a aceptar una ofrenda de paz que, en realidad, resultó ser una trampa para acabar con ellos. Existen diferentes narraciones sobre lo que ocurrió después de que los enemigos derrumbasen los primeros muros de su fortaleza. Una de ellas afirma que los supervivientes se rindieron y fueron masacrados. Otra, la Crónica del monasterio de San Pedro de Erfurt, es mucho más épica:
«Cuando los Templarios y los demás que se habían unido hasta allí comprendieron que no les quedaban suministros y que no había esperanzas de recibirlos mediante ayuda de nadie, hicieron de la necesidad virtud. Tras rezas una devoción y confesarse, entregaron sus almas a Jesucristo y salieron a la carga contra los sarracenos. Abatieron a muchos de sus adversarios, pero, al final, los sarracenos mataron a todos». 
   
Asedio de Acre (Códice Cocharelli, Ms. inv. 2065, c. 1330-1340).
   
Así acabó la última resistencia de San Juan de Acre. La guinda a esta tragedia la puso Jalil-Al Ashraf, «sultán de Arabia, de los turcos y de Persia», con una carta a Haitón, rey de Cilicia, en la que se jactaba de la derrota y casi se burlaba de los cruzados. «Os hacemos saber que hemos conquistado la ciudad de Acre, que era la sede de la Vera Cruz. […] Batallamos y los rodeamos. No pudieron resistir nuestro ataque por los muchos de ellos que matábamos, a pesar de los numerosos nobles y caballeros que había entre ellos». Terminaba el escrito incidiendo en que «arrasamos sus iglesias hasta los cimientos, los masacramos en sus altares y el propio patriarca fue entregado a la tribulación». Además, insistió en la ingente cantidad de tesoro que habían robado.
«Que esta carta sirva de muestra de que hemos marchado con nuestras máquinas de asedio, quemado y reducido a polvo los cuerpos de los muertos. Y que los caballeros y barones que otrora los gobernaban han sido esposados, encadenados y encarcelados. Y vos, oh rey, si aprendéis la lección de lo que ha sucedido en Acre, estaréis a salvo. De lo contrario, lloraréis sangre como ellos. Y si comprendéis lo que ha sucedido, haréis bien en presentaros en persona con vuestros señores y dos años de tributo en nuestras majestuosas puertas, como un hombre que valora su seguridad personal y la de su reino y no intenta evadir nuestro gran poder».

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