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domingo, 12 de septiembre de 2021

UNA CRÓNICA DESCONOCIDA DEL VATICANO II

   
CONCILIO: LOS PARAGUAS DEL VATICANO
   
Conciliador Pablo VI: Realista - Conservador Ottaviani: Undécimo (Pie de foto del original)
  
«Es preciso ser realistas —acaba de advertirles a los obispos— porque mediante el Concilio Ecuménico no pretendemos ofrecer la solución única e inmediata de los graves problemas del sufrimiento, de la enfermedad, del hambre, de la guerra».
  
Las nostálgicas palabras de Pablo VI adquieren otra perspectiva cuando se las superpone al editorial que Raimondo Manzini, director del «Osservatore Romano», incluyó en su edición del 30 de agosto. Lamentando que el periodismo esté demasiado «sensibilizado» respecto de ciertos esquemas —como el 13, sobre la Iglesia y el Mundo Moderno— en tanto que otros serían «por lo menos tan importantes en vista de un aggiornamento católico», Manzini asegura que para las cuestiones que preocupan a la conciencia individual «el Concilio no tiene fórmulas mágicas que proponer ni remedios tan fáciles como decisivos».
     
Por ejemplo, el control de los nacimientos —según Manzini— no puede discutirse sin hablar de las relaciones entre los países desarrollados y los subdesarrollados. «Una justicia social que expresara la solidaridad entre los hombres, tornaría menos trágico el problema de la explosión demográfica».
   
Todo esto tenía lugar en forma extrañamente simultánea a dos congresos científicos europeos. En Ginebra, doscientos especialistas reunidos en la I Conferencia Internacional sobre Planificación de la Familia, coincidían con el presidente del Population Council, Frank Notestein, en que el crecimiento de la población sólo podría detenerse en las dos décadas próximas gracias al uso en masa de los métodos anticonceptivos. Y en Belgrado, un millar de expertos se encontraba estudiando los aspectos demográficos del desarrollo económico, de acuerdo con una recomendación del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas. En los últimos diez años —puntualizaron— el número de seres humanos aumentó en 480 millones, casi el equivalente a todos los habitantes de Europa juntos.
   
El principio de incertidumbre
A fines de la primera sesión del Concilio, uno de los sacerdotes periodistas que pululan por los corredores del Vaticano —el presbítero [Émile] Gabel, A. A.— aludiendo a la manera en que se estaba hablando sobre los medios masivos de comunicación, decía que le hacían acordar «al estilo sentimental y romántico que los ambientes eclesiásticos empleaban 75 ó 50 años atrás para ocuparse de la cuestión social: pretendían resolverla por la moralización de los pobres y la generosidad de los ricos. Fue después cuando vinieron los análisis científicos de los fenómenos económicos y sociales, a fin de emprender una acción eficaz sobre las instituciones y sobre las estructuras».
    
Los Padres Conciliares tuvieron ellos mismos un papel relevantísimo en esa toma de contacto con la realidad. Pero de pronto, la actitud de Manzini parecería retrotraer las cosas. ¿Cómo? ¿Puede verdaderamente solucionarse el boom de nacimientos con exhortaciones edificantes sobre la justicia? O yendo más lejos aún: las frases de Pablo VI, ¿indican que Roma no piensa presentarles a los católicos soluciones inequívocas para los conflictos morales que padecen, ante los desafíos máximos del presente?
     
Nada permite suponer que la alocución del Papa posea semejantes alcances. Muy al contrario, cuando recibió a la comisión especial que estudiaba el ‘birth control’, el Jefe de la Iglesia Católica en persona les exigió «con suma urgencia» materiales de juicio para ofrecer «indicaciones sin ambigüedad» porque —se inquietaba el Pontífice— «ya no es posible dejar la conciencia de los hombres expuesta a incertidumbres».
     
Sería absurdo reprocharle oscuridades o angelismos doctrinarios a Pablo VI: sus alusiones «a las guerrillas, a las discordias y a las oposiciones que amenazan la paz», a «crisis de la moral pública, al aumento de la delincuencia» y «al hambre que siempre reina en el mundo», su llamado concreto para que «al menos parte de lo que se gasta en armamentos se derive hacia fines humanitarios», fueron tan enérgicos que acaba de confirmarse que, en octubre, el Papa irá a Nueva York para repetirlos en pleno escenario de las Naciones Unidas.
    
No obstante —comentó uno de los asistentes latinoamericanos al Concilio—, la nueva modalidad cautelosa suena como si Roma deseara abrir el paraguas antes de la lluvia.
   
La esperanza en torno a las definiciones espectaculares ha ido creciendo como una bola de nieve, desde 1962, y más de un discurso de los Padres Conciliares bastó para alentarla, si no para justificarla. Cuando se hizo evidente que el Vaticano II no iba a innovar en materia de celibato sacerdotal, quedaron otros temas como vedettes periodísticas:
  • La libertad religiosa, cuyo esquema va a poner término a los recelos de la Contrarreforma y a los excesos de la reacción antiliberal del siglo pasado, ejemplificada por encíclicas como la Libértas de León XIII y el Sýllabus de Pío IX.
  • Los prejuicios antisemitas, por fin condenados oficialmente en un texto anexo al esquema sobre Ecumenismo: los azares de su redacción (el rechazo explícito del cargo de haber cometido «deicidio» figuraba en el escrito original; alguien lo borró de la segunda versión y los israelitas de todo el mundo se indignaron; entonces, la frase volvió a su sitio y allí quedó) dieron origen a una circunstancia feliz según el dominico Yves Congar: «Demuestra que el diálogo ha empezado a ser verdadero y que el Otro, el dialogante, pide que se le tome totalmente en serio y plantea sus exigencias de contrincante difícil, pero real y no simplemente literario».
  • El propio esquema ecuménico que en un comienzo se llamaba «Principios del Ecumenismo Católico» y a solicitud de los observadores protestantes y ortodoxos se denomina ahora «Principios Católicos del Ecumenismo», reconociendo que el movimiento de convergencia cristiana es uno solo, cualquiera sea la base desde que lo emprenda.
  • Y por supuesto, el zarandeadísimo Esquema 13 sobre las relaciones entre la Iglesia y el Mundo Moderno, con sus cuatro capítulos («La vocación integral del hombre», «La Iglesia al servicio de Dios y de los hombres», «El comportamiento de los cristianos en el mundo actual» y «Las principales tareas que se imponen a los cristianos de nuestro tiempo»). El último, de excitante sumario, se completa con cuatro anexos sobre la dignidad de la persona humana, el matrimonio, el progreso cultural, la economía política y la paz internacional.
    
Una nueva moral
Los debates alrededor del Esquema 13, mal que le pese a Raimondo Manzini, fueron escenario de las declaraciones más azarosas del aggiornamento.
    
Laboriosamente, siguiendo los pasos inaugurados por Juan XXIII, un equipo de dignísimos especialistas en la Ciencia sagrada han ido forjando una auténtica «teología del mundo». Entre citas infaltables del sabio Teilhard de Chardin, los Cardenales [Joseph] Frings, [Paul-Émile] Léger y [Albert Gregory] Meyer, el Patriarca [Pablo Pedro] Meouchi, los Monseñores [Denis] Hurley (Sudáfrica), [Pablo] Muñoz Vega (Ecuador), [Franziskus] Von Streng (Suiza) y [Louis] La Ravoire (India) han insistido en que todo el orden natural y sobrenatural está orientado hacia la mayor gloria de Dios. «Falta —se quejó el Patriarca Meouchi— el sentido de la recapitulación de todas las cosas en Cristo: la religión y la gracia aparecen como realidades extrañas al trabajo, a la acción del hombre en el mundo y a sus aspiraciones terrestres».
     
«En lugar de hacer de moralista —gritará Monseñor [Léon-Arthur] Elchinger (Francia)—, la Iglesia sería mejor sal de la Tierra y luz del Mundo haciendo remontar a sus genuinas fuentes los grandes valores de la vida». El Patriarca Máximos [IV Saigh] ha clamado por una revisión del enfoque ético que enfatice el amor antes que el legalismo represivo de raíz farisea. «Hoy día —reflexionó— hemos alcanzado una época de madurez. No impongamos ninguna ley sin dar su significado profundo… Estamos todavía demasiado marcados por el judaismo. Es Cristo quien debe ser centro de toda la moral… Los mandamientos de la Iglesia deben ser vías para alcanzar la salvación más que para la condenación. A una madre no le agrada pegar a menudo a sus hijos… Debemos crear una comisión que revise la enseñanza de la moral y de las leyes positivas».
    
En la misma línea, el mexicano [Sergio] Méndez Arceo dijo que la Iglesia «no debe aparecer solamente como una defensora de la libertad religiosa, sino también de la libertad a secas, ahí, donde se encuentre… Este espíritu de libertad convive difícilmente con la multiplicación de los preceptos de la Iglesia. Se habla con demasiada frecuencia de pecado mortal… Insistamos sobre la ley evangélica (‘amaos los unos a los otros’), pues parece que fuera para nosotros menos importante que el resto, y centremos todo en la alegría pascual».
    
El Cardenal canadiense Léger insistió en la necesidad de renovar la teología del matrimonio, al impacto triple de las actuales condiciones sociales, las nuevas corrientes teológicas y los descubrimientos de la ciencia. El amor físico es también un fin del matrimonio y si no se lo menciona, las relaciones entre los esposos no aparecerán en su verdadera luz.
    
El Cardenal [Bernardus] Alfrink se preguntaba si en los conflictos de la vida conyugal, la continencia es la única solución eficaz, bajo todos los aspectos, del punto de vista moral y cristiano. «La finalidad del matrimonio —dictaminó el Patriarca Máximos— no debe ser disecada en finalidades primarias y secundarias… ¿No influirán en ciertas posiciones oficiales, una concepción maniquea?».
    
El Cardenal [Leo Jozef] Suenens se lamentó de que quizá se subrayó demasiado un precepto del Génesis («Creced y multiplicaos») en desmedro de otras palabras de los Orígenes, citadas por San Pablo: «Serás dos en una sola carne». Y terminó: «Puede uno interrogarse si la enseñanza moral ha tenido lo suficientemente en cuenta los principios de la ciencia en lo que concierne a la unidad del hombre, alma y cuerpo… Entonces sabríamos mejor lo que significa según natura y lo que es contra natura. Evitemos un nuevo proceso de Galileo, uno solo basta».
    
No asombra, pues, que, en la apertura de la tercera sesión, el jesuita Jean Daniélou (uno de los peritos teológicos más escuchados de la corriente renovadora) se atrevió a declararle a un periodista: «La Iglesia se dispone a proclamar solemnemente que la regulación de los nacimientos, es decir, el caso del derecho para una pareja de tener el número de hijos que quiera, es mucho más digno de la persona humana que el hecho de dejar el nacimiento de los niños al azar de las leyes biológicas».
    
En cuanto al ecumenismo, los protestantes quedaron muy satisfechos por algunos saltos sorpresivos que no se deben exclusivamente a los Padres Conciliares, sino que están impulsados por el mismo Pablo VI, quien llegó a exclamar: «¡Oh Iglesias lejanas y tan próximas a nosotros! ¡Oh Iglesias de nuestra sincera solicitud! ¡Oh Iglesias de nuestras lágrimas y que quisiéramos poder honrar abrazándolas en el auténtico amor de Cristo…!». Lo revolucionario acá es que el Pontífice se refiriera a las denominaciones cristianas llamándolas a todas «iglesias», sin hacer la salvedad habitual (que ofende a los evangélicos) entre los cuerpos eclesiásticos cismáticos con sucesión apostólica —las Iglesias de Grecia, de Antioquía, de Armenia, etc.— y las «comunidades» que carecen de ella.
    
La conspiración masónica
Pero semejante euforia progresista oculta varios puntos fundamentales. Toda política, incluyendo la religiosa, es siempre el arte de lo posible. «Cuando en la Iglesia —murmuraba admonitoriamente el obispo de Arras, Monseñor Huyghe— se ha ignorado la existencia de la tensión o una de las posiciones ha triunfado brutalmente sobre la otra, siempre se desembocó en un cisma o en una herejía».
    
Hasta la más inocente de las reformas conciliares —la del decreto sobre liturgia— levantó una reacción tal que, en Inglaterra, Monseñor [John Carmel] Heenan y varios obispos tuvieron que calmar a sus feligresías con una pastoral colectiva rotulada «Don’t worry» («No se preocupen»).
    
En España hubo un fortísimo movimiento de opinión contra el estatuto para los no católicos, que permite convertir parcialmente en público el culto de las denominaciones protestantes, hasta entonces reducido a reuniones privadas. «¡Eso acaba con el confesionalismo del Estado!» —gemían— «¡Es incompatible con el Fuero (Constitución) nacional!». El Cardenal [Ernesto] Ruffini, Arzobispo de Palermo y uno de los miembros del sector de los «conservadores cerriles» del Concilio cuya cabeza visible es el Cardenal [Alfredo] Ottaviani, se horrorizó a causa del texto acerca de los judíos. No les exige que se conviertan, ¿cómo puede ser? Es preciso que ellos reconozcan que Jesús fue condenado injustamente, hay que instarlos a que no dañen a los cristianos. ¿Es que acaso alguien ignora —dijo— que la judería internacional sostiene a las sectas masónicas?
    
El Patriarca sirio expuso otras razones para rechazar el documento. «No tenemos oposición alguna —apuntó— contra la religión judía, ni discriminación respecto de ningún pueblo. Pero para evitar graves dificultades concernientes a nuestra actividad pastoral, con pleno conocimiento de causa y según nuestra conciencia, repetimos que esta declaración es inoportuna y pedimos que sea separada de los actos del Concilio».
    
En Portugal, el semanario Agora, muy leído por los curas rurales, denunció abiertamente la conspiración «judío-masónica» que estaba «saboteando» a la iglesia desde el Vaticano II. En México se publicaron solicitadas en los diarios denunciando a los obispos renovadores, a quienes se acusaba de estar vendidos al judaísmo y al marxismo. En Finlandia, la minoría católica inmersa dentro de aquel océano luterano sigue espantada las alternativas del cambio: teme que la Iglesia romana se parezca tanto a las protestantes que ellos pierdan su individualidad. Monseñor [Giovanni] Canestri, auxiliar del Cardenal vicario de Roma, se preguntó si también iban a reconocerle el derecho a la libertad religiosa a un sacerdote católico que se hiciera protestante. Quien cometiese una apostasía de ese calibre —pontificó— sólo podría realizarla de mala fe, obedeciendo a motivos interesados.
    
Los representantes de la Curia Romana se escandalizaron frente a la idea de alterar la teología del matrimonio. «Soy el undécimo hijo de una familia de doce —dijo el Cardenal Ottaviani—. Y a pesar de nuestra pobreza, la Providencia siempre vino en nuestra ayuda». El Cardenal [Michael] Browne expuso: «Lo cierto es que el fin primario del matrimonio es la procreación y la educación. El fin secundario es la ayuda, mutua de los esposos y el remedio de la concupiscencia. El amor que debe pasar a primer término es el amor de amistad; el otro no está prohibido, pero es necesario darse cuenta de que, si no se toman precauciones, puede llegar, en el curso normal de las cosas, a ir contra el primero y desembocar en el egoísmo». Cuando los renovadores lucían su optimismo teilhardiano, los conservadores les replicaban con una cuidadosa descripción del fuego del infierno. «Conviene mucho acordarse de él —pensaba el patriarca latino de Jerusalén, Monseñor [Alberto] Gori—, sobre todo hoy que reinan diversos sistemas materialistas y el culto del placer…».
    
Aunque el grupo «cerril» es muy pequeño (uno de cada cinco Padres Conciliares puede adscribírsele), posee una fuerza notable y están en sus manos resortes claves de la maquinaria vaticana. Su irritación ha alcanzado límites insospechados y se les atribuye los paradójicos noventa votos que se pronunciaron por «no» ante una declaración sobre la primacía del Papa (un periodista protestante con sentido del humor dijo que en Roma había noventa obispos católicos que no eran católicos). La clave: se trataría de una actitud que acordaron los ultraconservadores para dejar constancia de que se oponían a todo lo que salga de este Concilio.
    
Desafiar a una quinta columna tan próxima a la silla de Pedro no figura, por cierto, en los planes conciliadores de Pablo VI. «Así como el Concilio empezó su primera sesión en medio de la alegría y la confianza —manifestó la semana pasada—, deseamos que pueda terminar en la más fraternal de las concordias».
    
Prohibido para menores
La mesura es más importante que nunca. Apretar el acelerador sería, quizá, precipitar una catástrofe. Lo malo, como meditaba Monseñor Hurley, es que «se ha prometido un fuego de artificios» y es tarde para ofrecerles a los fieles «un petardo mojado». Ahora existe el riesgo de que un ritmo más moroso (o más realista, según el vocablo pontificio) provoque una ola de decepción en las filas progresistas. «El problema actual —confesaba hace seis meses el Arzobispo de Bolonia, Cardenal [Giacomo] Lercaro— es saber si nosotros estamos viviendo y aplicando la visión de Juan XXIII. Confrontando sus previsiones sobre el propósito del Concilio y los proyectos de los esquemas redactados por las comisiones, va a descubrirse que éstos fueron todos rebasados por el discurso de apertura que pronunció el Papa Juan».
    
No obstante, parece muy exagerado subestimar las conquistas que ya fueron obtenidas por el ala transformista. La cuarta sesión —esta vez, sí, la última— que se inicia en la presente semana, va a dar rápidamente su voto definitivo a las enmiendas del «Esquema sobre Ecumenismo» y otros cuatro textos (la carga episcopal, los religiosos, los seminarios y la educación cristiana). Están listos también para la votación los documentos de «la Revelación» y del «Apostolado de los Laicos».
    
Las discusiones que se anticipan versarán (a lo mejor) sobre el Esquema de la Libertad Religiosa y (seguro) sobre el Esquema 13. Falta considerar también los esquemas de las Misiones y de los Sacerdotes. El conjunto parece lo bastante «subversivo» como para satisfacer a los que en 1962 —siguiendo al enfant térrible de los dominicos, Padre Yves Congar— saludaron al Vaticano II llamándolo «un Concilio de Transición».
    
El Esquema 13 no va a contener probablemente ninguna alusión al control de nacimientos ni tampoco podrán hallarse en él las vías concretas para acabar con el hambre, la explotación de las personas y de los países, las amenazas contra la paz. Pero, Según observaba el consultor teológico del episcopado holandés, Padre [Edward] Schillebeeck, «Cristo no comisionó a la jerarquía para que construyese una ciudad temporal digna de los hombres. Esa tarea pertenece en forma inalienable a la humanidad íntegra, dentro de la que actúa el pueblo de los fieles…». El Concilio debe reducirse a proclamar los «principios generales, humanos y evangélicos» que necesiten los laicos «para ejercer por sí mismos su papel de hombres en este mundo».
   
Francis Mayor, el corresponsal de «Informations Catholiques Internationales» en el Concilio, expresó la misma idea con más claridad: «La Iglesia —dijo— no es una panadería que deba abastecer a la sociedad, sino una levadura entre los hombres que quieren ser adultos».
   
OSIRIS TROIANI. Revista “Primera Plana”, 12 de Septiembre de 1965.

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