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domingo, 20 de noviembre de 2022

ENCÍCLICA “Mediátor Dei”, SOBRE LA SAGRADA LITURGIA

La liturgia, como expresión del culto público que es debido a Dios, fue el tema al que Pío XII dedicó la encíclica “Mediátor Dei”.
    
Si bien cuando se menciona esta encíclica se enfatiza en una mayor participación de los fieles (que después sería la excusa para la reforma-demolición del Vaticano II) en las celebraciones, “Mediátor Dei” también condena los excesos en que había incurrido un ya degenerado Movimiento Litúrgico (representado entonces por Lambert Beauduin Lavigne OSB, Pius Parsch Handel CRSA, Romano Guardini Berardinelli, Odón Casel Runkel OSB, y Josef Andreas Jungmann Aschbacher SJ, entre otros), como por ejemplo el arqueologismo litúrgico, buscar separar el tabernáculo del altar, el “sacerdocio común de los fieles”, la “concelebración”, el rechazo de las devociones y prácticas piadosas, el uso de los “resurrexifijos”, nuevas iconografías y otras cosas que después se harán endémicas en los templos novusorditas por causa del Vaticano II.
  
ENCÍCLICA “Mediátor Dei”, SOBRE LA SAGRADA LITURGIA

PÍO PAPA XII
  
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica,
  
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.
   
INTRODUCCIÓN
  
I. Los fundamentos de nuestra liturgia
  
A). NOTA LITÚRGICA DE LA REDENCIÓN
«El mediador entre Dios y los, hombres» [I Tim. II, 5], el gran Pontífice que penetró en las cielos, Jesús, el Hijo de Dios [Hebr. IV, 14], al asumir la obra de Misericordia, mediante la cual enriquece al género humano con beneficios sobrenaturales, deseó sin duda restablecer entre las hombres y su Creador aquella relación de orden que el pecado había perturbado y conducir de nuevo la mísera descendencia de Adán, manchada por el pecado original, al Padre celestial, primer principio y último fin.
    
Y por esto durante su morada en la tierra, no sólo anunció el comienzo de la Redención y declaró inaugurado el Reino de Dios, sino que se dedicó de lleno a procurar la salvación de las almas con el continuo ejercicio de la oración y su propio sacrificio, hasta que en la cruz se ofreció Víctima Inmaculada a Dios para limpiar nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo [Hebr. IX, 14].
      
Así todos los hombres, felizmente rescatados del camino que los arrastraba a la ruina y a la perdición, fueron nuevamente encaminados a Dios a fin de que con su colaboración personal al logro de la propia santificación, fruto de la Sangre del Cordero inmaculado, diesen a Dios la gloria que le es debida.
  
B). CONTINUACIÓN EN LA IGLESIA
El divino Redentor quiso también que la vida sacerdotal iniciada por Él en su cuerpo mortal con sus plegarias y su sacrificio, no cesase en el transcurso de los siglos en su Cuerpo místico, que es la Iglesia; y por esto instituyó un sacerdocio visible, para ofrecer en todas partes la oblación pura [Mal. I, 11], a fin de que todos los hombres, del Oriente al Occidente, libres del pecado, sirviesen espontánea y voluntariamente a Dios, por deber de conciencia.
     
La Iglesia, pues, fiel al mandato recibido de su Fundador, continúa el oficio sacerdotal de Jesucristo, sobre todo por medio de la Sagrada Liturgia. Esto lo hace en primer lugar en el Altar, donde es perpetuamente representado y renovado el Sacrificio de la Cruz [1], con la sola diferencia del modo de ofrecer [2]; después con los Sacramentos, que son instrumentos especiales, por los cuales los hombres participan en la vida sobrenatural; y, por último, con el cotidiano tributo de alabanzas ofrecidas a Dios Optimo Máximo.
   
«¡Qué gozoso espectáculo! –decía Nuestro predecesor Pío XI, de feliz memoria– ofrece al cielo y a la tierra la Iglesia orante, cuando continuamente, durante todos los días y todas las noches, se cantan en la tierra los Salmos escritos por inspiración divina: no quedando hora alguna del día, que no esté consagrada con una Liturgia propia; ni edad de la vida humana, que no tenga su puesto en la acción de gracias, en las alabanzas, en las preces, en las aspiraciones de esta plegaria común del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia» [3].
 
II. Ocasión de la Encíclica
  
A) RENOVACIÓN LITÚRGICA
Bien sabéis, Venerables Hermanos, que hacia finales del siglo pasado y comienzos del actual se despertó un singular entusiasmo por los estudios litúrgicos, bien por el esfuerzo de algunos particulares, bien, sobre todo, por la celosa y asidua diligencia de varios monasterios de la ínclita Orden benedictina; y así, no sólo en muchas regiones de Europa, sino también al otro lado del mar, se desarrolló un apostolado útil, digno de toda alabanza. Las saludables consecuencias de este intenso apostolado fueron visibles tanto en el terreno de las ciencias sagradas, donde los ritos litúrgicos de la Iglesia occidental y oriental fueron más amplia y profundamente estudiados y conocidos, como en la vida espiritual y privada de muchos cristianos.
   
Las augustas ceremonias del Sacrificio del Altar fueron mejor conocidas, comprendidas y estimadas; la participación en los Sacramentos, mayor y más frecuente; las plegarias litúrgicas, más suavemente gustadas; y el culto de la Sagrada Eucaristía considerado –como es en realidad– fuente y centro de la verdadera piedad cristiana. También ha llegado a entenderse más y más cómo todos los fieles constituyen un único y compacto cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, así como el deber del pueblo cristiano de participar debidamente en los ritos litúrgicos.
  
A) ACTITUD DE LA SANTA SEDE FRENTE A LOS PROBLEMAS LITÚRGICOS
Sin duda conocéis muy bien cómo esta Sede Apostólica ha cuidado en todo tiempo diligentemente de que el pueblo a ella confiado se educase en un sentido litúrgico verdadero y práctico; y que con no menos celo ha procurado que los sagrados ritos resplandezcan también al exterior con la debida dignidad. Nos mismo, por esta razón, al dirigirnos, según costumbre, a los predicadores cuaresmales de esta Nuestra ciudad en el año 1943, les habíamos exhortado calurosamente a recomendar a sus oyentes que participasen con creciente fervor en el Sacrificio eucarístico; y así recientemente hemos hecho traducir de nuevo al latín, del texto original, el libro de los Salmos, que tanta parte ocupa en las preces litúrgicas de la Iglesia Católica, a fin de que estas preces fueren más exactamente comprendidas, y su verdad y suavidad más fácilmente percibidas [4].
   
No obstante, aunque el apostolado litúrgico Nos proporciona no poco consuelo por los saludables frutos que de él se derivan, Nuestro deber Nos obliga a seguir con atención esta renovación, a la manera en que algunos la conciben y de cuidar diligentemente que las iniciativas no sean ni excesivas ni defectuosas.
    
Ahora bien, si por una parte comprobamos con dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la Liturgia son escasos o casi nulos, por otra notamos, con temerosa preocupación, que algunos están demasiado ávidos de novedad y se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia, mezclando a la intención y al deseo de una renovación litúrgica, algunos principios que, en teoría o en práctica, comprometen esta santísima causa y a veces también la contaminan con errores que afectan a la Fe católica y a la doctrina ascética.
    
La pureza de la Fe y de la Moral debe ser la norma característica de esta sagrada disciplina, que debe conformarse absolutamente a las sapientísimas enseñanzas de la Iglesia. Es, por tanto, Nuestro deber alabar y aprobar todo aquello que está bien hecho y contener o reprobar todo lo que se desvía del camino justo y verdadero.
     
No crean, sin embargo, los pusilánimes que tienen nuestra aprobación porque reprendamos a los que yerran y pongamos freno a los audaces; ni los imprudentes se crean alabados cuando corregimos a los negligentes y perezosos.
  
C) LA ENCÍCLICA
14. Aunque en esta Nuestra Carta Encíclica tratemos sobre todo de la Liturgia latina, esto no es debido a menor estimación de las venerandas Liturgias de la Iglesia Oriental, cuyos ritos, transmitidos por nobles y antiguos documentos, Nos son igualmente queridísimos; sino que depende más que nada de las condiciones de la Iglesia occidental, que son tales que requieren la intervención de Nuestra autoridad.
   
Escuchen, pues, todos los cristianos con docilidad la voz del Padre común, que desea ardientemente que todos, unidos íntimamente a Él, se acerquen al Altar de Dios, profesando la misma Fe, obedeciendo a la misma Ley, participando en el mismo Sacrificio, con un solo entendimiento y una sola voluntad.
   
Lo requiere el honor debido a Dios, lo exigen las necesidades de los tiempos actuales. Ahora que una cruel y larga guerra acaba de dividir a los pueblos con sus rivalidades y ,estragos, los hombres de buena de la mejor manera posible en llevarlos de nuevo a la concordia.
   
Creemos, sin embargo, que ningún proyecto ni ninguna iniciativa será en este caso más eficaz que un fervoroso espíritu y celo religioso, de los que es necesario estén animados los cristianos y se guíen por ellos, de forma que aceptando con ánimo sincero las mismas verdades y obedeciendo dócilmente a los legítimos pastores en el ejercicio del culto debido a Dios, constituyan una fraternal comunidad, ya que «aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo todos los que participamos de un mismo pan» [I Cor. X, 17].
  
PRIMERA PARTE: NATURALEZA, ORIGEN Y PROGRESO DE LA LITURGIA
  
I. La Liturgia, culto público
  
A) DEBER DE RELIGIÓN EN LOS HOMBRES
El deber fundamental del hombre es, indudablemente, el de orientarse hacia Dios a sí mismo y a su propia vida. «A Él, en efecto, debemos principalmente unirnos como indefectible principio al que debe orientarse constantemente nuestra elección como a último fin, que por negligencia perdemos pecando y que debemos reconquistar por la fe y creyendo en Él» [5].
    
Ahora bien, el hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce su suprema majestad y su supremo magisterio, cuando acepta con sumisión las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente sus leyes, cuando hace converger en Él todas sus actividades, cuando –para decirlo brevemente– presta mediante la virtud de la religión el debido culto al único y verdadero Dios.
   
Este es un deber que obliga ante todo a cada uno de los hombres en singular, pero es también un deber colectivo de toda la comunidad humana, unida entre sí con vínculos sociales, porque también ella depende de la suprema autoridad de Dios.
    
B) RECONOCIMIENTO DE ESTE DEBER EN TODOS LOS TIEMPOS
   
1.º Razón de esta universalidad.
Hemos de advertir que los hombres se encuentran ligados por este deber, por haberlos Dios elevado a un orden sobrenatural.
  
2.º En el Antiguo Testamento.
Así, si consideramos a Dios como autor de la Antigua Ley, le vemos proclamar también preceptos rituales y determinar exactamente las normas que el pueblo debe observar al rendirle el legítimo culto. Estableció, pues, varios sacrificios y designó varias ceremonias, con arreglo a las cuales debían realizarse, y determinó claramente lo que se refería al Arca de la Alianza, al Templo y a los días festivos; designó la tribu sacerdotal y al Sumo Sacerdote, indicó y describió las ropas a usar por los ministros sagrados y cuantas cosas más tenían relación con el culto divino» [Cf. libro del Levítico].
   
Ahora bien, este culto no era otra cosa que la sombra [Hebreos X, 1] del que el Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento había de rendir al Padre celestial.
  
3.º En el Nuevo Testamento.
  
a) Jesús.
Y en verdad, apenas «el Verbo se hizo carne» [Joann. I, 14], se manifiesta al mundo en su oficio sacerdotal, haciendo un acto de sumisión al Padre eterno, acto de sumisión que había de durar toda su vida («entrando en este mundo, dice… Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad…») [Hebr. X, 5-7] y que había de ser consumado en el sacrificio cruento de la cruz: «En virtud de esta voluntad somos nosotros santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez» [Hebr. X, 10].
   
Toda su actividad entre los hombres no tiene otro fin. De niño, es presentado en el Templo al Señor; de adolescente, vuelve a él; más tarde, acude allí a menudo para instruir al pueblo y para orar. Antes de iniciar el ministerio público, ayuna durante cuarenta días, y con su consejo y su ejemplo exhorta a todos que oren, lo mismo de día que de noche. Como maestro de verdad «ilumina a todas los hombres» [Joann. I, 9] para que los mortales reconozcan debidamente al Dios inmortal y no «se oculten para perdición, sino que perseveren fieles para ganar el alma» [Hebr. X, 39]. Cómo pastor, pues, gobierna, a su grey, la conduce a los pastos de la vida y le da una Ley que observar para que ninguno se ­separe de El y del camino recto que El ha señalado; sino que todos vivan santamente bajo su influjo y su acción. En la última Cena, con rito y aparato solemnes, celebra la nueva Pascua y establece su continuación, mediante la ­institución divina de la Eucaristía; al día siguiente, levantado entre el cielo y la tierra, ofrece el Sacrificio de su vida; y de su pecho traspasado hace en cierto modo brotar los Sacramentos que repartan a las almas los tesoros de la Redención. Al hacer esto, tiene como único fin la gloria del Padre y la santificación cada vez mayor, del hombre.

b) Continuación en la Iglesia
  
1. Cristo e Iglesia
Entrando después en la sede de la santidad ­celestial, quiere que él culto por Él instituido y practicado durante su vida terrenal continúe ininterrumpidamente, ya que El no ha dejado huérfano al género humanó, sino qué; igual que lo asiste con su continuo y valioso patrocinio, haciéndose nuestro ­abogado en el cielo cerca del Padre [I Joann. II, 1], así lo ayuda, mediante su Iglesia, en la cual está indefectiblemente pre­sente en el curso de los siglos. Iglesia que Él ha constituido columna de la verdad [I Tim. III, 15] y dispensadora de la gracia y que, con el sacrificio de la Cruz, fundó, consagró y confirmó para toda la eternidad [6].
    
La Iglesia, pues, tiene en común con el Verbo encarnado, el fin; la tarea y la función de enseñar a todos la verdad, regir y gobernar a los hombres, ofrecer á Dios sacrificios aceptables y gratos, y así restablecer entré el Creador y las criaturas aquella unión y armo­nía que el Apóstol de los gentiles indica claramente con estas palabras: «Por tanto, ya no sois extranjeros u huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, en quien vosotros también sois edificados para morada de Dios en el Espíritu» [Efe. II, 19‑22]. Por esto la sociedad fundada por el divino Redentor no tiene otro fin, sea con su doctrina y su gobierno, sea con el sacrificio y los sacramentos por Él instituidos, sea, por fin, con el ministerio que Él le confió, con sus plegarias y su sangre, que el de crecer y dilatarse cada vez más; lo que sucede cuando Cristo es edificado y dilatado en las almas de los mortales y cuando inversamente las almas de los mortales son edificadas y dilatadas en Cristo, de manera que en este destierro terrenal prospere el templo en que la divina majestad recibe el culto grato y legítimo.
    
En toda acción litúrgica, por tanto, juntamente con la Iglesia, está presente su Divino Fundador. Cristo está presente en el Augusto Sacramento del Altar, bien en la persona de su ministro, bien, principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente en los Sacramentos con la virtud que en ellos transfunde para que sean instrumentos eficaces de santidad; está presente, por fin, en las alabanzas y en las súplicas dirigidas a Dios, cama está escrito: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» [Matth. XVIII, 20].
   
La Sagrada Liturgia es, por tanto, el culto público que nuestro Redentor rinde al Padre como Cabeza de la Iglesia, y es el culto que la sociedad de los fieles rinde a su Cabeza, y, por medio de ella, al Padre eterno; es, para decirlo en pocas palabras, el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo; esto es, de la Cabeza y de sus miembros.
 
2. Práctica de esta doctrina
La acción litúrgica se inicia con la misma fundación de la Iglesia. Los primeros cristianos, en efecto, «perseveran en oír la enseñanza de los Apóstoles, y en la unión en la fracción del pan y en la oración» [Act. II, 42]. En todas partes donde los pastores pueden reunir un grupo de fieles, erigen un altar, sobre el que ofrecen el sacrificio, y en torno de éste son establecidos otros ritos adecuados a la salvación de los hombres y a la glorificación de Dios. Entre estos ritos, están en primer lugar los Sacramentos, es decir, las siete fuentes principales de salvación; después las celebraciones de las alabanzas divinas, con las que los fieles, también reunidos, obedecen a 1a exhortación del Apóstol: «Enseñándoos y exhortándoos unos a otros con toda sabiduría, con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y dando gracias a Dios en vuestros corazones» [Col. III, 26]; después la lectura de la Ley, de los profetas; del Evangelio y de las Epístolas apostólicas, y; por fin, la homilía, con la cual el presidente de la asamblea recuerda y comenta útilmente los preceptos del Divino Maestro y los acontecimientos principales de su vida. y amonesta a todos los presentes con oportunas exhortaciones y ejemplos.
  
El culto se organiza y se desarrolla según las circunstancias y las necesidades de los cristianos, se enriquece con nuevos ritos, ceremonias y fórmulas, siempre con la misma intención, esto es, «a fin de que nos sintamos estimulados por estos signos…, nos sea conocido el progresó realizado y nos sintamos solicitados a aumentarlo con mayor vigor, ya que el efecto es tanto más digno cuánto más ardiente es él afectó que lo precede» [7].
   
Así el alma se eleva más y mejor hacia Dios; así el Sacerdocio de Jesucristo se mantiene activo en la sucesión de los tiempos, no siendo otra cosa la ­Liturgia qué el ejercicio de este Sacerdocio. Lo mismo que su Cabeza divina; también la Iglesia asiste continuamente a sus hijos, los ayuda, los exhorta a la santidad, para qué adornados con está dignidad sobrenatural, puedan un día retornar al Padre, que está en los cielos. Devuelve la vida celestial a los nacidos a la vida terrenal, los llena del Espíritu Santo para la lucha contra el enemigo implacable; congrega a los cristianos alrededor de los altares y con insistentes invitaciones los exhorta a celebrar y tomar parte en el Sacrificio Eucarístico, y los alimenta con el pan de los Ángeles para que estén cada vez más fuertes; purifica y consuela á aquellos a quienes el pecado hirió y manchó; consagra con legítimo rito a aquellos que por vocación se sienten llamados al ministerio sacerdotal; revigoriza con gracias y dones divinos el casto connubio de aquellos que están destinados a fundar y constituir la familia cristiana; después de haberlos, confortado y restaurado con el viático eucarístico y la santa, Unción, en sus últimas horas de vida terrena, acompaña al sepulcro con suma piedad los despojos de sus hijos, los compone religiosamente y los protege al amparo de la cruz, para que, puedan resucitar un día triunfantes sobre la muerte; bendice con particular solemnidad a cuantos dedican su vida al servicio divino, en el logro de la perfección religiosa, y extiende su mano auxiliadora a las almas que en las llamas de la purificación imploran oraciones y sacrificios para conducirlas finalmente a la eterna beatitud.
  
La Liturgia, culto interno y externo
   
A) EXTERNO
Todo el culto que la Iglesia rinde a Dios debe ser interno y externo. Es externo, porque así lo reclama la naturaleza del hombre, compuesto de alma y cuerpo; porque Dios ha dispuesto que «conociéndolo por medio de las cosas visibles, seamos atraídos al amor de las cosas invisibles» [8]. Además, todo lo que sale del alma es expresado naturalmente con los sentidos; y el culto divino pertenece no solamente al individuo, sino también a la colectividad humana, y por lo tanto, es necesario que sea social, lo que es imposible, incluso en el terreno religioso, sin vínculos y manifestaciones externas. Por último, es un medio que pone de relieve la unidad del Cuerpo místico, acrecienta sus santos entusiasmos, aumenta sus fuerzas e intensifica su acción, «si bien, en efecto, las ceremonias en sí mismas no contengan ninguna perfección o santidad, no obstante son actos externos de religión que, como signos, estimulan el alma a la veneración de las Cosas sagradas, elevan la mente a la realidad sobrenatural, nutren la piedad, fomentan la caridad, aumentan la fe, robustecen la devoción, instruyen aun a los más sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión y distinguen a los verdaderos de los falsos cristianos y de los heterodoxos» [9].
   
B) INTERNO
   
1) Es elemento esencial.
Pero el elemento esencial del culto debe ser el interno: es necesario, en efecto, vivir siempre en Cristo, dedicarse por entero a Él, a fin de que en Él y por Él se dé gloria al Padre.
    
2) Así lo exigen la Liturgia, Cristo y la Iglesia.
La Sagrada Liturgia exige que estos dos elementos estén íntimamente unidos, lo que no se cansa dé repetir cada vez que prescribe un acto externo del culto. Así, por ejemplo, a propósito del ayuno nos exhorta: «A fin de que lo que nuestra observancia profesa exteriormente se obre de hecho en nuestro interior» [10]. De otra forma la religión se convierte en un ritualismo sin fundamento y sin sentido.
   
Vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que el divino Maestro considera indignos del templo sagrado y expulsa de él a aquellos que creen honrar a Dios sólo con el sonido de frases bien construidas y con posturas teatrales, y están convencidos de poder proveer a su eterna salvación sin desarraigar de su alma sus inveterados vicios [Marc. VII, 6; Isa. XXIX, 13].
   
La Iglesia, por tanto, quiere que todos los fieles se postren a los pies del Redentor para profesarle su amor y su veneración; quiere que las multitudes, como los niños que salieron con gozosas aclamaciones al encuentro de Cristo cuando entraba en Jerusalén, saluden y acompañen, al Rey de reyes y al Sumo Autor de todas las cosas buenas con el canto de gloria y la acción de gracias; quiere que en sus labios haya plegarias, bien sean de súplica, bien de alegría y gratitud, con las cuales, lo mismo que los Apóstoles junto al lago de Tiberíades, puedan experimentar la ayuda de su misericordia y de su potencia, o como Pedro en el monte Tabor, se abandonen a Dios en los místicos transportes de la contemplación.
   
3) Falsedad y Verdad
No tienen por esto una exacta noción de la Sagrada Liturgia aquellos que la consideran como una parte exclusivamente externa y sensibles del culto divino o como un ceremonial decorativo; ni yerran menos aquellos que la consideran como una mera suma de leyes y de preceptos, con los cuales la Jerarquía eclesiástica ordena al cumplimiento de los ritos.
   
Por tanto, deben todos tener bien sabido que no se puede honrar dignamente a Dios si el alma no se dirige al logro de la perfección de la vida, y que el culto rendido a Dios por la Iglesia, en unión con su Cabeza divina, tiene la máxima eficacia de santificación.
  
Esta eficiencia, si se trata del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en sí misma («ex ópere, operáto»); sí después se considera también la actividad propia de la Esposa inmaculada de Jesucristo, con la que ésta adorna de plegarias y ceremonias sagradas el sacrificio eucarístico o los sacramentos; o si se :trata de los sacramentales, y otros ritos, instituidos por la jerarquía eclesiástica, entonces la eficacia se deriva, ante todo, de la acción de la Iglesia («ex ópere operántis Ecclésiæ»), en cuanto que ésta es santa, y obra siempre en íntima unión con su Cabeza.
  
4) Nueva teoría de la piedad “objetiva”
A este propósito, Venerables Hermanos, deseamos que dediquéis vuestra atención a las nuevas teorías sobre la piedad «objetiva», las cuales, al esforzarse en poner de manifiesto el misterio del Cuerpo místico, la realidad efectiva de la gracia santificante y la acción divina de los sacramentos y del sacrificio eucarístico, tratan de posponer o hacer desaparecer la piedad «subjetiva» o personal.
   
En las celebraciones litúrgicas, y en particular en el augusto sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra redención y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra salvación cada día en los sacramentos y en su sacrificio, y por medio de ellos continuamente purifica y consagra a Dios el género humano. Por tanto, esos sacramentos y ese sacrificio tienen una virtud «objetiva», con la cual hacen partícipes a nuestras almas de la vida divina de Jesucristo. Tienen, pues, no por nuestra virtud, sino por virtud divina, la eficacia de unir la piedad de los miembros con la piedad de la Cabeza, y de hacerla en cierto modo acción de toda la comunidad.
  
De estos profundos argumentos concluyen algunos, que toda la piedad cristiana debe consistir en el misterio del Cuerpo Místico de Cristo, sin ninguna consideración del elemento ‹personal› o ‹subjetivo›; y por esto creen que se deben abandonar todas las prácticas religiosas que no sean estrictamente litúrgicas y se realicen fuera del culto público.
  
Todos, sin embargo, podrán darse cuenta de que estas conclusiones acerca de las dos especies de piedad, aunque los principios arriba expuestos sean óptimos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.
   
5) Doctrina verdadera.
Es cierto que los sacramentos y el sacrificio del altar tienen una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo, que comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo místico; pero para tener la debida eficacia exigen una buena disposición de nuestra alma. Por esto advierte San Pablo, a propósito de la Eucaristía: «Examínese cada uno a sí mismo y después coma de este pan y beba de este cáliz» [I Cor. XI, 28]. Por esto la Iglesia define breve y claramente todos los ejercicios con que nuestra alma se purifica, especialmente durante la Cuaresma, como «el entrenamiento de la milicia cristiana» [11]. Son, pues, acciones de los miembros que con la ayuda de la gracia quieren adherirse a su Cabeza, a fin de que repitiendo las palabras de San Agustín «se nos manifieste en nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia» [12]. Pero hay que advertir que estos miembros están vivos, dotados de razón; y de voluntad propia, y por esto es necesario que acercando los, labios a la fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo lo que pueda impedir su eficacia. Hay pues, que afirmar, que la obra de la Redención, independiente en sí de nuestra voluntad requiere el último esfuerzo de nuestra alma para que podamos conseguir la eterna salvación.
  
Si la piedad privada e interna de los in­dividuos descuidase el augusto sacrificio del altar, y se sustrajese al influjo salvador que ema­na de la Cabeza a los miembros, esto sería, sin duda, reprochable y estéril; pero cuándo todos los consejos y actos de piedad que no son es­trictamente litúrgicos fijan la mirada del alma en los actos humanos, únicamente para dirigir­los a nuestro Padre, que está en los cielos; para estimular, saludablemente a los hombres á la penitencia y al temor de Dios y para; una vez arrancados de los atractivos del mundo y, de los vicios, conducirlas felizmente por el arduo camino a la cima de la santidad, entonces son no solamente loables, sino necesarios, porque des­cubren los peligros de la vida espiritual, nos mueven a la adquisición de la virtud y aumentan el fervor con que todos debemos, dedicarnos al servicio de Jesucristo.
   
6) Necesidad de meditación y prácticas espirituales.
La genuina y verdadera piedad, aquella que el Doctor Angélico llamo, «devoción» y que es el acto principal de la virtud de la religión, por la que los hombres se orientan debidamente, se dirigen conveniente a Dios y se dedican al culto divino [13], tiene necesidad de la meditación de las verdades sobrenaturales y de las prácticas espirituales, para alimentarse, estimularse y vigorizarse, y para animarnos a la perfección. Porque la religión Cristiana, debidamente practicada, requiere ante todo que la voluntad se consagre a Dios e influya sobre las demás facultades del alma. Pero todo acto de voluntad. supone el ejercicio de la inteligencia y antes de que se conciba el deseo y el propósito de darse a Dios por medio del sacrificio, es absolutamente necesario el conocimiento de los argumentos, y de los motivos que imponen la religión, como por ejemplo, el fin último del hombre y la grandeza de la divina Majestad, el deber de sujeción al Creador, los tesoros inagotables del. Amor con que El nos quiere enriquecer, la necesidad de la gracia para llegar a la meta señalada y el camino particular que la divina Providencia nos ha preparado, ya qué todos, como miembros de un cuerpo, hemos sido unidos con Jesucristo nuestra Cabeza. Y pues que no siempre los motivos del amor hacen mella en el alma agitada por las pasiones, es muy oportuno que nos impresione también la saludable consideración de la divina Justicia, para reducirnos a la humildad cristiana, a la penitencia y a la enmienda de las costumbres.
   
Todas estas consideraciones no deben ser una vacía y abstracta reminiscencia, sino que deben tender, efectivamente, a someter nuestros sentidos y facultades a la razón iluminada por la fe; a purificar nuestra alma, uniéndola cada día más íntimamente a Cristo, conformándola cada vez más a El, y sacando de El la inspiración y la fuerza divina de que tiene necesidad; a convertirse en estímulos cada vez más eficaces, que exciten a los hombres al bien, a la fidelidad al propio deber, a la práctica de la religión y al ferviente ejercicio de la virtud: «Vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» [I Cor. III, 23]. Sea, pues, todo orgánico y, por decirlo así, «teocéntrico», si verdaderamente queremos que todo se encamine a la gloria de Dios por la vida y la virtud que nos viene de nuestra Cabeza divina: «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la Sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Santuario, que El nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su Sangre; y teniendo un gran Sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón, con la fe perfecta, purificados los corazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura. Retengamos firme la confesión de la esperanza… Miremos los unos por los otros para excitarnos a la caridad y a las buenas obras» [Hebr. X, 19-24].
   
De aquí se deriva el armonioso equilibrio de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Con la enseñanza de la fe católica, con la exhortación a la observancia de los preceptos cristianos, la Iglesia prepara el camino a su acción propiamente sacerdotal y santificadora; nos dispone a una más íntima contemplación de la vida del Divino Redentor, y nos conduce a un conocimiento más profundo de los misterios de la fe, para que de ellos obtengamos el alimento sobrenatural, con el que, fortalecidos, podamos adelantar seguros hacia la perfección de la vida por Cristo. No sólo por obra de sus ministros, sino también por la de todos los fieles, de tal modo impregnados del espíritu de Jesucristo, la Iglesia se esfuerza en empapar de este mismo espíritu la vida y la actividad privada, conyugal, social y, por último, económica y política de los hombres, para que todos aquellos que se llaman hijos de Dios puedan más fácilmente conseguir su fin.
   
De esta manera, la acción privada y el esfuerzo ascético dirigido a la purificación del alma estimulan las energías de los fieles y les disponen a participar más aptamente en el Sacrificio augusto del Altar, a recibir los Sacramentos con más fruto, y a celebrar los ritos sagrados de modo que salgan de ellos más animados y formados en la oración y la abnegación cristiana; a cooperar activamente a las inspiraciones y a las llamadas de la gracia y a imitar cada día más las virtudes del Redentor, no sólo por su propio beneficio, sino también para el de todo el Cuerpo de la Iglesia, en el cual todo el bien que se realiza proviene de la virtud de la Cabeza y redunda en beneficio de los miembros.
   
C) NO HAY REPUGNANCIA
Por esto en la vida espiritual no puede haber ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en las almas, para continuar nuestra Redención, y la colaboración activa del hombre, que no debe hacer infructuoso el don de Dios [II Cor. VI, 1]; entre la eficacia del rito externo de los Sacramentos, que proviene del valor intrínseco de los mismos («ex opere operato») y el mérito del que los administra o recibe («ex opere operantis»); entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la ética y la contemplación de las verdades sobrenaturales; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de jurisdicción y de legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo ministerio sagrado.
   
Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros de los altares y a los religiosos que en los tiempos señalados atiendan a piadosa meditación, al diligente examen y enmienda de la conciencia y a los demás ejercicios espirituales [14], puesto que están destinados de manera particular a cumplir las funciones litúrgicas del sacrificio y de la alabanza divina.
   
Sin duda, la plegaria litúrgica, siendo como es oración pública de la Esposa Santa de Jesucristo, tiene mayor dignidad que las oraciones privadas; pero esta superioridad no quiere decir que entre los dos géneros de oración haya ningún contraste u oposición. Pues estando animadas de un mismo espíritu, las dos se funden y armonizan, según aquello: «porque Cristo lo es todo en todos» [Col. III, 11] y tienden al mismo fin: a formar a Cristo en nosotros [Gálatas IV, 19].

III. La Liturgia es regulada por la Jerarquía
   
A) La doctrina.
Para comprender mejor la Sagrada Liturgia es necesario considerar otro de sus caracteres, no de menor importancia.
  
La Iglesia es una sociedad y exige por esto una autoridad y jerarquía propias. Si bien todos los miembros del Cuerpo místico participan de los mismos bienes y tienden a los mismos fines, no todos gozan del mismo poder ni están capacitados para realizar las mismas acciones.
  
B) Los argumentos.
 
1) PRIMER ARGUMENTO: El Sacramento del Orden.
En efecto, el Divino Redentor ha establecido su Reino sobre los fundamentos del Orden sagrado, que es un reflejo de la Jerarquía celestial.

Sólo a los Apóstoles y a aquellos que, después de ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, les está conferida la potestad sacerdotal, en virtud de la cual, al mismo tiempo que representan a Cristo ante el pueblo que les ha sido confiado, representan también al pueblo ante Dios.
   
Este Sacerdocio no es transmitido ni por herencia ni por descendencia carnal, ni resulta por emanación de la comunidad cristiana o por diputación popular. Antes de representar al pueblo cerca de Dios, el Sacerdote representa al Divino Redentor, y como Jesucristo es la Cabeza de aquel cuerpo del que los cristianos son miembros, representa también a Dios cerca de su pueblo. La potestad que le ha sido conferida no tiene, por tanto, nada de humano en su naturaleza; es sobrenatural y viene de Dios: «Como me envió mi Padre, así os envío Yo…» [Joann. XX, 21]. «El que a vosotros oye, a Mí me oye…» [Luc. X, 16]. «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará» [Marc. XVI, 15-16].
   
Por esto el Sacerdocio externo y visible de Jesucristo se transmite a la Iglesia no de modo genérico, universal e indeterminado, sino que es conferido a individuos elegidos con la generación espiritual del Orden, uno de los siete Sacramentos, que no sólo confiere una gracia particular, propia de este estado y de este oficio, sino también un carácter indeleble que configura a los sagrados ministros a Jesucristo Sacerdote, demostrando que son aptos para realizar aquellos legítimos actos de religión, con los que los hombres se santifican y Dios es glorificado según las exigencias de la economía sobrenatural.
  
En efecto, así como el Bautismo distingue a los cristianos y los separa de aquellos que no han sido lavados en el agua purificadora y no son miembros de Cristo, así el Sacramento del Orden distingue a los Sacerdotes de todos los demás cristianos no consagrados, porque sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido introducidos al augusto ministerio que los destina a los sagrados altares, y los constituye en instrumentos divinos, por medio de los cuales se participa en la vida sobrenatural con el Cuerpo místico de Jesucristo. Además, como ya hemos dicho, sólo ellos están investidos del carácter indeleble que los configura al Sacerdocio de Cristo, y sólo sus manos son consagradas «para que sea bendito todo lo que bendigan, y todo lo que consagren sea consagrado y santificado en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» [15].
   
A los Sacerdotes, pues, deben recurrir todos los que quieran vivir en Cristo, para que de ellos reciban el consuelo y el alimento de la vida espiritual, la medicina saludable que los curará y los revigorizará para que puedan felizmente resurgir de la perdición y de la ruina de los vicios; de ellos finalmente recibirán la bendición que consagra a la familia, y por ellos el último suspiro de la vida mortal será dirigido al ingreso en la eterna beatitud.
  
Por tanto, puesto que la Sagrada Liturgia es ejercida sobre todo por los Sacerdotes en nombre de la Iglesia, su organización, su regulación y su forma no pueden depender más que de la autoridad de la Iglesia.
  
2) SEGUNDO ARGUMENTO: La Historia.
Esto es no sólo una consecuencia de la naturaleza misma del culto cristiano, sino que está también confirmado por el testimonio de la Historia.
     
3) TERCER ARGUMENTO: El Dogma.
a) Estrechas relaciones.
Este indiscutible derecho de la Jerarquía Eclesiástica es demostrado también por el hecho de que la Sagrada Liturgia tiene estrechas relaciones con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone como formando parte de verdades certísimas, y por consiguiente debe conformarse a los dictámenes de la Fe Católica, proclamados por la autoridad del Supremo Magisterio para tutelar la integridad de la Religión revelada por Dios.
  
b) Un error y la verdad.
A este propósito, Venerables Hermanos, queremos plantear en sus justos términos algo que creemos no os será desconocido: el error de aquellos que han pretendido que la Sagrada Liturgia era sólo un experimento del Dogma, en cuanto que si una de sus verdades producía los frutos de piedad y de santidad, a través de los ritos de la Sagrada Liturgia, la Iglesia debería aprobarla, y en caso contrario, reprobarla. De donde aquel principio: «La ley de la Oración, es le ley de la Fe» [16].
   
No es, sin embargo, esto lo que enseña y lo que manda la Iglesia. El culto que ésta rinde a Dios es, como breve y claramente dice San Agustín, una continua profesión de Fe católica y un ejercicio de la esperanza y de la caridad: «A Dios se le debe honrar con la fe, la esperanza y la caridad» [17]. En la Sagrada Liturgia hacemos explícita profesión de fe, no sólo con la celebración de los divinos misterios, con la consumación del Sacrificio y la administración de los Sacramentos, sino también recitando y cantando el Símbolo de la Fe, que es como el distintivo de los cristianos; con la lectura de los otros documentos y de las Sagradas Letras escritas bajo la inspiración del Espíritu Santo. Toda la Liturgia tiene, pues, un contenido de fe católica, en cuanto atestigua públicamente la fe de la Iglesia.
   
Por este motivo, siempre que se ha tratado de definir un dogma, los Sumos Pontífices y los Concilios, al documentarse en las llamadas fuentes teológicas, no pocas veces han extraído también argumentos de esta Sagrada Disciplina, como hizo, por ejemplo, Nuestro Predecesor de inmortal memoria Pío IX, cuando definió la Inmaculada Concepción de la Virgen María. De la misma forma, la Iglesia y los Santos Padres, cuando se discutía de una verdad controvertida o puesta en duda, no han dejado de recurrir también a los ritos venerables transmitidos desde la antigüedad. Así nació la conocida y veneranda sentencia: «Que la ley de la Oración establezca la ley de la Fe» [18].
   
La Liturgia, pues, no determina ni constituye en un sentido absoluto y por virtud propia la fe católica; pero siendo también una profesión de las verdaderas celestiales, profesión sometida al supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y testimonios de no escaso valor, para aclarar un punto particular de la doctrina cristiana. De aquí que ti queremos distinguir y determinar de manera absoluta y general las relaciones que existen entre la fe y la Liturgia, podemos afirmar con razón: «La Ley de la Fe, debe establecer la ley de la Oración». Lo mismo debe decirse también cuando se trata de las otras virtudes teologales: «En la fe, en la esperanza y en la caridad oramos siempre en continuo deseo» [19].
   
IV. Progreso y desarrollo de la Liturgia
  
A) OBJETO
La Jerarquía eclesiástica ha empleado siempre este su derecho en materia litúrgica, instruyendo y ordenando el culto divino y enriqueciéndole con esplendor y decoro siempre renovados para gloria de Dios y bien de los hombres. Tampoco ha dudado, por otra parte, salvo la substancia del Sacrificio Eucarístico y de los Sacramentos, en cambiar lo que no creía apropiado y añadir lo que mejor parecía contribuir al honor de Jesucristo y de la Santísima Trinidad y a la instrucción y saludable estímulo del pueblo cristiano [20].
   
La Sagrada Liturgia, en efecto, consta de elementos humanos y de elementos divinos: estos últimos, habiendo sido instituidos por el Divino Redentor, evidentemente no pueden ser alterados por los hombres; pero aquellos, en cambio, pueden sufrir varias modificaciones, aprobadas por la Sagrada Jerarquía, asistida del Espíritu Santo, según las exigencias de los tiempos, de las circunstancias y de las almas. De aquí nace la, estupenda variedad de los ritos orientales y occidentales, de aquí el desarrollo progresivo de particulares costumbres religiosas y prácticas de piedad, de las que apenas se tenía un leve conocimiento en tiempos anteriores; a esto se debe que con cierta frecuencia sean nuevamente empleadas y renovadas piadosas instituciones, borradas por el tiempo. Todo esto testimonia la vida de la Inmaculada Esposa de Jesucristo durante tantos siglos; expresa el lenguaje empleado por ella para manifestar a su Divino Esposo su fe y amor inagotables y los de los pueblos a ella encomendados; demuestra su sabia pedagogía para estimular y acrecentar de día en día en los creyentes el «sentido de Cristo».
   
B) CAUSAS
No pocas, en verdad, son las causas por las que se despliega y desenvuelve el progreso de la Sagrada Liturgia durante la larga y gloriosa historia de la Iglesia.

Así, por ejemplo, una más cierta y amplia exposición de la doctrina católica sobre la Encarnación del Verbo Divino, sobre el Sacramento y Sacrificio Eucarístico, sobre la Virgen María Madre de Dios, ha contribuido a la adopción de nuevos ritos, por medio de los cuales la luz más espléndidamente refulgente del magisterio eclesiástico se refleja mejor y con más claridad en las acciones litúrgicas para llegar más fácilmente a la inteligencia y al corazón del pueblo cristiano.
   
El ulterior desarrollo de la disciplina eclesiástica en la administración de los Sacramentos, por ejemplo, del Sacramento de la Penitencia; la institución y después la desaparición del catecumenado, la comunión eucarística bajo una sola especie en la Iglesia latina, han contribuido no poco a la modificación de los antiguos ritos y a la adopción gradual de otros nuevos y más adecuados para las nuevas disposiciones.
   
A esta evolución y a estos cambios contribuyeron notablemente las iniciativas y las prácticas piadosas no estrictamente litúrgicas, que, nacidas en épocas posteriores por admirable providencia de Dios, tanto se difundieron por el pueblo: como por ejemplo, el culto más extenso y fervoroso del Redentor, del Sacratísimo Corazón de Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su castísimo Esposo.
   
Entre las circunstancias exteriores tuvieron su parte las públicas peregrinaciones a los sepulcros de los Mártires, por devoción; las observancias de ayunos especiales instituidos con el mismo fin; las procesiones estacionales de penitencia que se celebraban en esta Ciudad Madre, y en las que no rara vez intervenía el Sumo Pontífice.
   
Es también fácilmente comprensible la forma en que el progreso de las bellas artes, en especial la arquitectura, la pintura y la música ha influido sobre la determinación y la varia conformación de los elementos exteriores de la Sagrada Liturgia.
   
De este mismo derecho se ha servido la Iglesia para defender la santidad del culto divino contra los abusos temerarios e imprudentes de individuos particulares y de iglesias determinadas. Y así, como esos abusos y costumbres crecían más y más en el siglo XVI, y las tentativas de los particulares ponían en situación estrecha la integridad de la fe y de la piedad, saliendo gananciosos dos herejes y propagándose sus errores y herejías, Nuestro Predecesor, de inmortal memoria, Sixto V, para defender como legítimos los ritos de la Iglesia y apartar de ellos cuantas impurezas se introdujesen, instituyó en el año 1588 una Sagrada Congregación para la vigilancia de los ritos [21]; a esta Congregación pertenece ahora también como oficio propio ordenar con sumo cuidado todo lo que pertenece a la Sagrada Liturgia [22].
   
C) ¿QUIEN DIRIGE ESTE PROGRESO?
Por esto, sólo el Sumo Pontífice tiene derecho de reconocer y establecer cualquier costumbre del culto, de introducir y aprobar nuevos ritos y de cambiar aquellos que estime deben ser cambiados [23]; los Obispos, después, tienen el derecho y el deber de vigilar diligentemente para que las prescripciones de los Sagrados Cánones relativos al Culto divino sean puntualmente observadas [24]. No es posible dejar al arbitrio de los particulares, aun cuando sean miembros del clero, las cosas santas y venerables que se refieren a la vida religiosa de la comunidad cristiana, al ejercicio del Sacerdocio de Jesucristo y al culto divino, al honor que se debe a la Santísima Trinidad, al Verbo Encarnado, a su augusta Madre y a los otros Santos y a la salvación de los hombres; por el mismo motivo a nadie le está permitido regular en este terreno acciones externas que tienen un íntimo nexo con la disciplina eclesiástica, con el orden, con la unidad y la concordia del Cuerpo Místico, y no pocas veces, con la misma integridad de la Fe Católica.
   
D) VERDADERA DOCTRINA
1) La Iglesia, organismo vivo.
Ciertamente, la Iglesia es un organismo vivo, y por esto crece y se desarrolla también en aquellas cosas que atañen a la Sagrada Liturgia, adaptándose y conformándose a las circunstancias y a las exigencias que se presentan en el transcurso del tiempo, dejando a salvo, sin embargo, la integridad de su doctrina.
   
2) Excesos.
No obstante lo cual hay que reprochar severamente la temeraria osadía de aquellos que de propósito introducen nuevas costumbres litúrgicas o hacen revivir ritos ya caídos en desuso y que no concuerdan con las leyes y rúbricas vigentes. No sin gran dolor sabemos que esto sucede en cosas no sólo de poca, sino también de gravísima importancia; no falta, en efecto, quien usa la lengua vulgar en las celebraciones del Sacrificio Eucarístico, quien transfiere a otras fechas fiestas fijadas ya por estimables razones, quien excluye de los libros legítimos de oraciones públicas las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, reputándolas poco apropiadas y oportunas para nuestros tiempos.
   
3) Doctrina sobre alguno de estos excesos.
  
a) La lengua latina y la lengua vulgar.
El empleo de la lengua latina, vigente en una gran parte de la Iglesia, es un claro y noble signo de unidad y un eficaz antídoto contra toda corrupción de la pura doctrina. Por otra parte, en muchos ritos el empleo de la lengua vulgar puede ser bastante útil para el pueblo, pero sólo la Sede Apostólica tiene facultades para autorizarlos, y por esto no es lícito hacer nada en este terreno sin su juicio y su aprobación, porque, ya lo hemos dicho, la ordenación de la Sagrada Liturgia es de su exclusiva competencia.
   
b) Ritos y ceremonias antiguos y nuevos.
Del mismo modo se deben juzgar los esfuerzos de algunos para resucitar ciertos antiguos ritos y ceremonias. La Liturgia de la época antigua es, sin duda, digna de veneración; pero una costumbre antigua no es, por el solo motivo de su antigüedad, la mejor, sea en sí misma, sea en su relación con los tiempos posteriores y las nuevas condiciones establecidas. También los ritos litúrgicos más recientes son respetables, porque han nacido bajo el influjo del Espíritu Santo, que está con la Iglesia hasta la consumación del mundo [Matth. XXVIII, 20], y son medios de los cuales se sirve la Esposa Santa de Jesucristo para estimular y procurar la santidad de los hombres.
   
Es ciertamente cosa santa y digna de toda alabanza recurrir con la mente y con el alma a las fuentes de la Sagrada Liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, ayuda no poco a comprender el significado de las fiestas y a indagar con mayor profundidad y exactitud el sentido de las ceremonias; pero, ciertamente, no es tan santo y loable el reducir todas las cosas a las antiguas.
   
Así, para poner un ejemplo, está fuera del recto camino el que quiere devolver al Altar su antigua forma de mesa; el que quiere excluir de los ornamentos el color negro; el que quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; el que quiere que las imágenes del Redentor crucificado se presenten de manera que su Cuerpo no manifieste los dolores acerbísimos que padeció; finalmente, el que reprueba e1 canto polifónico, aun cuando esté conforme con las normas emanadas de la Santa Sede.
   
Lo mismo que ningún católico de corazón puede refutar las sentencias de la doctrina cristiana, compuestas y decretadas con gran provecho en épocas recientes por la Iglesia, inspirada y asistida del Espíritu Santo, para volver a las fórmulas de los antiguos Concilios; ni puede rechazar las leyes vigentes para volver a las prescripciones de las antiguas fuentes del Derecho Canónico; así, cuando se trata de la Sagrada Liturgia, no estaría animado de un celo recto e inteligente el que quisiese volver a los antiguos ritos y usos, rechazando las nuevas normas introducidas, por disposición de la Divina Providencia, debido al cambio de las circunstancias.
   
En efecto, este modo de pensar y de obrar, hace revivir el excesivo e insano arqueologismo suscitado por el Concilio ilegítimo de Pistola, y se esfuerza en resucitar los múltiples errores que fueron las premisas de aquel conciliábulo y le siguieron con gran daño de las almas, y que la Iglesia, vigilante custodio del «depósito de la Fe», que le ha sido confiado por su divino Fundador, condenó con justo derecho [25]. En efecto, deplorables propósitos e iniciativas Venden a paralizar la acción santificadora, con la cual la Sagrada Liturgia dirige saludablemente al Padre a sus hijos de adopción.
   
E) RECAPITULACIÓN
Hágase, por tanto, todo en la necesaria unión con la Jerarquía eclesiástica. Nadie se arrogue el derecho de ser su propia ley y de imponerla a los otros por su voluntad. Sólo el Sumo Pontífice, en su calidad de sucesor de Pedro, a quien el Divino Redentor confió su rebaño universal [Joann XXI, 15-17] y los Obispos, que bajo la dependencia de la Sede Apostólica «han sido constituidos por el Espíritu Santo… para apacentar la Iglesia de Dios» [Act. XX, 28], tiene el derecho y el deber de gobernar al pueblo cristiano. Por esto, Venerables Hermanos, todas aquellas veces que defendéis Vuestra autoridad –en ocasiones también con saludable severidad–, no sólo cumplís Vuestro deber, sino que defendéis la voluntad del mismo Fundador de la Iglesia.

PARTE SEGUNDA: EL CULTO EUCARISTICO.
  
I. Naturaleza del Sacrificio Eucarístico
  
A) MOTIVO DE TRATAR ESTE TEMA
El Misterio de la Santísima Eucaristía, instituida por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y renovada constantemente por sus ministros, por obra de su voluntad, es como el compendio y el centro de la religión cristiana. Tratándose de lo más alto de la Sagrada Liturgia, creemos oportuno, Venerables Hermanos, detenernos un poco y atraer Vuestra atención a este gravísimo argumento.
   
B) EL SACRIFICIO EUCARISTICO
   
1.º Institución.
Cristo, Nuestro Señor, «Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec» [Ps. CIX, 4], que «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo» [Joann. XIII, 1], «en la última cena, en la noche en que era traicionado, para dejar a la Iglesia, su Esposa amada, un sacrificio visible –como lo exige la naturaleza de los hombres–, que representase el sacrificio cruento que había de llevarse a efecto en la Cruz, y para que su recuerdo permaneciese hasta el fin de los siglos y fuese aplicada su virtud salvadora a la remisión de nuestros pecados cotidianos… ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre, bajo las especies del pan y del vino, y las dió a los Apóstoles, entonces constituidos en Sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que bajo estas mismas especies lo recibiesen, mientras les mandaba a ellos y a sus sucesores en el Sacerdocio, el ofrecerlo» [26].
   
2.º Naturaleza.
  
a) No es simple conmemoración.
El Augusto Sacrificio del Altar no es; pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un Sacrificio propio y verdadero, en el cual, inmolándose incruentamente el Sumo Sacerdote, hace lo que hizo una vez en la Cruz, ofreciéndose todo Él al Padre, Víctima gratísima. «Una… y la misma, es la Víctima; lo mismo que ahora se ofrece por ministerio de los Sacerdotes, se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de hacer el ofrecimiento» [27].
   
b) Comparación con el de la Cruz.
  
1) Idéntico Sacerdote.
Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya Sagrada Persona está representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal recibida, se asimila al Sumo Sacerdote y tiene el poder de obrar en virtud y en la persona del mismo Cristo [28]; por esto, con su acción sacerdotal, en cierto modo; «presta a Cristo su lengua; le ofrece su mano» [29].
   
2) Idéntica Víctima.
Igualmente idéntica es la Víctima; esto es, el Divino­ Redentor; según su humana Naturaleza y en la realidad de su Cuerpo y de su Sangre.
   
3) Distinto modo.
Diferente, en cambio, es el modo en que Cristo es ofrecido. En efecto, en la Cruz, Él se ofreció a Dios todo entero, y le ofreció sus sufrimientos y la inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta voluntariamente sufrida; sobre el Altar, en cambio, a causa del estado glorioso de su humana Naturaleza, «la muerte no tiene ya dominio sobre Él» [Rom. VI, 9] y, por tanto, no es posible la efusión de la sangre; pero la divina Sabiduría han encontrado el medio admirable de hacer manifiesto el Sacrificio de Nuestro Redentor con signos exteriores, que son símbolos de muerte. Ya que por medio de la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, como se tiene realmente presente su Cuerpo, así se tiene su Sangre; así, pues, las especies eucarísticas, bajo las cuales está presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima.
  
4) Idénticos fines.
a) Primer fin: Glorificación de Dios.
Idénticos, finalmente, son los fines, de los que el primero es la glorificación de Dios. Desde su Nacimiento hasta su Muerte, Jesucristo estuvo encendido por el celo de la Gloria divina y, desde la Cruz, el ofrecimiento de su Sangre, llegó al cielo en olor de suavidad. Y para que el himno no tenga que acabar jamás en el Sacrificio Eucarístico, los miembros se unen a su Cabeza divina, y con Él, con los Ángeles y los Arcángeles, cantan a Dios perennes alabanzas, dando al Padre Omnipotente todo honor y gloria [30].
   
b) Segundo fin: Acción de gracias a DIOS.
El segundo fin es la Acción de gracias a Dios. Sólo el divino Redentor, como Hijo predilecto del Padre Eterno, de quien conocía el inmenso amor, pudo alzarle un digno himno de acción de gracias. A esto miró y esto quiso «dando gracias» [Marc. XIV, 23] en la última Cena, y no cesó de hacerlo en la Cruz ni cesa de hacerlo en el augusto Sacrificio del Altar, cuyo significado es precisamente la acción de gracias o eucarística; y esto, porque es «cosa verdaderamente digna, justa, equitativa y saludable»[31].
 
c) Tercer fin: Expiación y propiciación.
El tercer fin es la Expiación y la Propiciación. Ciertamente nadie, excepto Cristo, podía dar a Dios Omnipotente satisfacción adecuada por las culpas del género humano. Por esto, El quiso inmolarse en la Cruz como «propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» [I Joann. II, 2]. En los altares se ofrece igualmente todos los días por nuestra Redención, a fin de que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos en la grey de los elegidos. Y esto no sólo para nosotros, los que estamos en esta vida mortal, sino también «para todos aquellos que descansan en Cristo, los que nos han precedido por el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz» [32] «porque lo mismo vivos que muertos, no nos separamos del único Cristo» [33].
   
d) Cuarto fin: Impetración.
El cuarto fin es la Impetración. Hijo pródigo, el hombre ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre celestial, y por esto se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero desde la Cruz, Cristo «habiendo ofrecido oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas, fue escuchado por su reverencial temor» [Hebr. V, 7], y en los altares sagrados ejercita la misma eficaz mediación, a fin de que seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones.
  
c) Aplicación de la virtud salvadora de la Cruz.
 
1) Afirmación de Trento.
Por tanto, se comprende fácilmente la razón por qué el Sacrosanto Concilio de Trento afirma que con el Sacrificio Eucarístico nos es aplicada la virtud salvadora de la Cruz, para la remisión de nuestros pecados cotidianos [34].
   
2) Única oblación: La Cruz.
El Apóstol de los Gentiles, proclamando la superabundante plenitud y perfección del Sacrificio de la Cruz, ha declarado que Cristo, con una sola oblación, perfeccionó perpetua­mente a los santificados [Hebr. X, 14]. En efecto, los méri­tos de este Sacrificio, infinitos e inmensos, no tienen límites, y se extiendan a la universalidad de los hombres en todo lugar y tiempo porque en El el Sacerdote y la Víctima es el Dios Hom­bre; porque su inmolación, lo mismo que su obediencia a la voluntad del Padre eterno, fue perfectísima y porque quiso morir como Cabeza del género humano: «Mira cómo ha sido trata­do Nuestro Salvador: Cristo pende de la Cruz; mira a qué precio compró…, vertió su Sangre. Compró con su Sangre, con la Sangre del Cor­dero Inmaculado, con la Sangre del único Hijo de Dios… Quien compra es Cristo; el precio es la Sangre; la posesión todo el mundo» [35].
   
3) La aplicación.
Este rescate, sin embargo, no tuvo in­mediatamente su pleno efecto; es necesario que Cristo, después de haber rescatado al mundo con el preciosísimo precio de Sí mismo, entre en la posesión real y efectiva de las almas. De aquí que para que con el agrado de Dios se lleve a cabo la redención y salvación de todos los indi­viduos y las generaciones venideras hasta el fin de los siglos, es absolutamente necesario que todos establezcan contacto vital con el Sacrifi­cio de la Cruz, y de esta forma, los méritos que de él se derivan les serán transmitidos y apli­cados. Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario un estanque de purificación y salvación que llenó con la Sangre vertida por El; pero si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no pueden ciertamente ser purificados y salvados.
   
Por lo tanto, para que cada uno de los pecadores se lave con la Sangre del Cordero, es necesaria la colaboración de los fieles. Aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado con el Padre, por medio de su Muerte cruenta, a todo el género humano, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen conducidos a la Cruz por medio de los Sacramentos y por medio del Sacrificio de la Eucaristía, para poder conseguir los frutos de salvación, ganados por Él en la Cruz. Con esta participación actual y personal, de la misma manera que los miembros se configuran cada día más a la Cabeza divina, así afluye a los miembros, de forma que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» [Gál. II, 19‑20]. Como en otras ocasiones hemos dicho de propósito y concisamente, Jesucristo «al morir en la Cruz, dio a su Iglesia, sin ninguna cooperación por parte de Ella, el inmenso tesoro de la Redención; pero, en cambio, cuando se trata de distribuir este tesoro, no sólo participa con su Inmaculada Esposa de esta obra de santificación, sino que quiere que esta actividad proceda también, de cualquier forma, de las acciones de Ella» [36].
   
El augusto Sacramento del Altar es un insigne instrumento para la distribución a los creyentes de los méritos derivados de la Cruz del Divino Redentor: «Cada vez que se ofrece este Sacrificio, se renueva la obra de nuestra Redención» [37]. Y esto, antes que disminuir la dignidad del Sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el Concilio de Trento [38], su grandeza y proclama su necesidad. Renovado cada día, nos advierte que no hay salvación fuera de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo [Gál. VI, 14], que Dios quiere la continuación de este Sacrificio «desde la salida del sol hasta el ocaso» [Mal. I, 11], para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres deben al Creador desde el momento que tienen necesidad de su continua ayuda y de la Sangre del Redentor para compensar los pecados que ofenden a su Justicia.
   
II. Participación de los fieles en el Sacrificio Eucarístico
  
A) RESUMEN DE LA DOCTRINA
  
1.º La verdad.
Es necesario, pues, Venerables Hermanos, que todos los fieles consideren como el principal deber y mayor dignidad participar en el Sacrificio Eucarístico, no con una asistencia negligente, pasiva y distraída, sino con tal empeño y fervor que entren en íntimo contacto con el Sumo Sacerdote, como dice el Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» [Phil. II, 5], ofreciendo con Él y por Él, santificándose con Él.
  
Es muy cierto que Jesucristo es Sacerdote, pero no para Sí mismo, sino para nosotros, presentando al Padre Eterno los votos y los sentimientos religiosos de todo el género humano. Jesús es Víctima, pero para nosotros, sustituyendo al hombre pecador.
  
Por esto aquello del Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús», exige de todos los cristianos que reproduzcan en sí mismos, cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el mismo Redentor cuando hacia el Sacrificio de Sí mismo: la humilde sumisión del espíritu, la adoración, el honor y la alabanza, y la acción de gracias a la divina Majestad de Dios; exige además que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima: la abnegación de sí mismos, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los propios pecados. Exige, en una palabra, nuestra muerte mística en la Cruz con Cristo, de tal forma que podamos decir con San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo» [Gál. II, 19].
    
2.º El error.
Es necesario, Venerables Hermanos, explicar claramente a vuestro rebaño cómo el hecho de que los fieles tomen parte en el Sacrificio Eucarístico no significa, sin embargo, que gocen de poderes sacerdotales.
  
Hay en efecto, en nuestros días, algunos que, acercándose a errores ya condenados [39], enseñan que en el Nuevo Testamento, con el nombre de Sacerdocio, se entiende solamente algo común a todos los que han sido purificados en la fuente sagrada del Bautismo; y que el precepto dado por Jesús a los Apóstoles en la última Cena de que hiciesen lo que Él había hecho, se refiere directamente a toda la Iglesia de fieles; y que el Sacerdocio jerárquico no se introdujo hasta más tarde. Sostienen por esto que el pueblo goza de una verdadera potestad sacerdotal, mientras que el Sacerdote actúa únicamente por oficio delegado de la comunidad. Creen, en consecuencia, que el Sacrificio Eucarístico es una verdadera y propia «concelebración», y que es mejor que los sacerdotes «concelebren» juntamente con el pueblo presente, que el que ofrezcan privadamente el Sacrificio en ausencia de éstos.
  
Inútil es explicar hasta qué punto estos capciosos errores estén en contradicción con las verdades antes demostradas, cuando hemos hablado del puesto que corresponde al Sacerdote en el Cuerpo Místico de Jesús. Recordemos solamente que el Sacerdote hace las veces del pueblo, porque representa a la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, en cuanto Él es Cabeza de todos los miembros y se ofreció a Sí mismo por ellos: por esto va al altar, como Ministro de Cristo, siendo inferior a Él, pero superior al pueblo [40]. El pueblo, en cambio, no representando por ningún motivo a la Persona del Divino Redentor, y no siendo mediador entre sí mismo y Dios, no puede en ningún modo gozar de poderes sacerdotales.
   
B) LOS DOS PUNTOS DE ESTA PARTICIPACION
  
1.º Ofrecen con el Sacerdote.
Todo esto consta de fe cierta, pero hay que afirmar, además, que los fieles ofrecen la Víctima divina, aunque bajo un distinto aspecto.
  
a) Los argumentos.
Lo declararon ya abiertamente algunos de Nuestros Predecesores y Doctores de la Iglesia. «No sólo –dice Inocencio III, de inmortal memoria–, ofrecen los Sacerdotes, sino también todos los fieles; porque lo que en particular se cumple por ministerio del Sacerdote, se cumple universalmente por voto de los fieles» [41]. Y nos place citar, por lo menos, uno de los muchos textos de San Roberto Belarmino a este propósito: «El Sacrificio –dice– es ofrecido principalmente en la persona de Cristo. Por eso la oblación que sigue a la Consagración atestigua que toda la Iglesia consiente en la oblación hecha de Cristo y ofrece conjuntamente con Él» [42].
   
Con no menor claridad, los ritos y las oraciones del Sacrificio Eucarístico significan y demuestran que la oblación de la Víctima es hecha por los Sacerdotes en unión del pueblo. En efecto, no sólo el sagrado Ministro, después del ofrecimiento del pan y del vino, dice explícitamente vuelto al pueblo: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea aceptado cerca de Dios Omnipotente» [43], sino que las oraciones con que es ofrecida la Víctima divina, son dichas en plural, y en ellas se indica repetidas veces que e1 pueblo toma también parte como oferente en este augusto Sacrificio. Se dice, por ejemplo: «Por los cuales te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen… por eso Te rogamos, Señor, que aceptes aplacado esta oferta de tus siervos y de toda tu familia… Nosotros, siervos tuyos, y también tu pueblo santo, ofrecemos a tu Divina Majestad las cosas que Tú mismo nos has dado, esta Hostia pura, Hostia santa, Hostia inmaculada…» [44].
  
b) El carácter bautismal.
No es de maravillarse el que los fieles sean elevados a semejante dignidad. En efecto, con el lavado del Bautismo los fieles se convierten, a título común, en miembros del Cuerpo Místico de Cristo Sacerdote, y por medio del «carácter» que se imprime en sus almas, son delegados al culto divino, participando así, de acuerdo con su estado, en el Sacerdocio de Cristo.
   
c) Sentido en que ofrecen.
1. Introducción.
En la Iglesia Católica, la razón humana, iluminada por la Fe, se ha esforzado siempre por tener el mayor conocimiento posible de las cosas divinas; por eso es natural que también el pueblo cristiano pregunte piadosamente en qué sentido se dice en el Canon del Sacrificio que él mismo lo ofrece también. Para satisfacer este piadoso deseo, Nos place tratar aquí el tema con concisión y claridad.
   
2. Razones.
Hay, ante todo, razones más bien remotas: A veces, por ejemplo, sucede que los fieles que asisten a los ritos sagrados unen alternativamente sus plegarias a las oraciones sacerdotales; otras veces sucede de manera semejante –en la antigüedad esto ocurría con mayor frecuencia–, que ofrecen al ministro del Altar pan y vino para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y, finalmente, otras veces, con limosnas, hacen que el Sacerdote ofrezca por ellos la Víctima divina.
   
Pero hay también una razón, más profunda, para que se pueda decir que todos los cristianos, y especialmente aquellos que asisten al Altar, participan en la oferta.

Para no hacer nacer errores peligrosos en este importantísimo argumento, es necesario precisar con exactitud el significado del término oferta.
  
La inmolación incruenta, por medio de la cual, una vez pronunciadas las palabras de la Consagración, Cristo está presente en el Altar en estado de Víctima, es realizada solamente por el Sacerdote, en cuanto representa a la Persona de Cristo, y no en cuanto representa a las personas de los fieles.
   
Pero al poner sobre el Altar la Víctima divina, el Sacerdote la presenta al Padre como oblación a gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de todas las almas. En esta oblación propiamente dicha, los fieles participan en la forma que les está consentida y por un doble motivo: porque ofrecen el sacrificio, no sólo por las manos del Sacerdote, sino también, en cierto modo, conjuntamente con él y porque con esta participación también la oferta hecha por el pueblo cae dentro del culto litúrgico.
   
Que los fieles ofrecen el Sacrificio por medio del Sacerdote es claro, por el hecho de que el Ministro del Altar obra en persona de Cristo en cuanto Cabeza, que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo que con justo derecho se dice que toda la Iglesia, por medio de Cristo, realiza la oblación de la Víctima.
   
Cuando se dice que el pueblo ofrece conjuntamente con el Sacerdote, no se afirma que los miembros de la Iglesia, a semejanza del propio Sacerdote, realicen el rito litúrgico, visible –el cual pertenece solamente al Ministro de Dios, para ello designado–, sino que unen sus votos de alabanza, de impetración y de expiación, así como su acción de gracias a la intención del Sacerdote, ante el mismo Sumo Sacerdote, a fin de que sean presentadas a Dios Padre en la misma oblación de la Víctima, y con el rito externo del Sacerdote. Es necesario, en efecto, que el rito externo del Sacrificio manifieste por su naturaleza el culto interno; ahora bien, el Sacrificio de la Nueva Ley significa aquel obsequio supremo con el que el principal oferente, que es Cristo, y con Él y por Él todos sus miembros místicos, honran debidamente a Dios.
  
3. Conocimiento y exageraciones de esta doctrina.
Con gran alegría de Nuestro ánimo hemos sido informados de que esta doctrina, principalmente en los últimos tiempos, por él intenso estudio de la disciplina Litúrgica por parte de muchos, ha sido puesta en su justo lugar. Pero no podemos por menos de deplorar vivamente las exageraciones y las desviaciones de la verdad, que no concuerdan con los genuinos preceptos de la Iglesia.
   
Algunos, en efecto, reprueban por completo las Misas que se celebran en privado y sin la asistencia del pueblo, como ­si se desviasen de la forma primitiva del Sacrificio; no falta tampoco quien afirma que los Sacerdotes no pueden ofrecer la Víctima divina al mismo tiempo en varios altares, porque de esta forma disocian la comunidad y ponen en peligro su unidad; asimismo, tampoco faltan quienes llegan hasta el punto de creer necesaria la confirmación y ratificación del Sacrificio por parte del pueblo, para que pueda tener su fuerza y eficacia.
   
Erróneamente se apela en este caso a la índole social del Sacrificio Eucarístico. En efecto, cada vez que el Sacerdote repite lo que hizo el Divino Redentor en la última Cena, el Sacrificio es realmente consumado y tiene siempre y en cualquier lugar, necesariamente y por su intrínseca naturaleza, una función pública y social en cuanto el oferente obra en nombre de Cristo y de los cristianos, de los cuales el Divino Redentor es la Cabeza, y lo ofrece a Dios por la Santa Iglesia Católica, por los vivos y por los difuntos [45]. Y esto se verifica ciertamente lo mismo si asisten los fieles –que Nos deseamos y recomendamos que estén presentes, numerosísimos y fervorosísimos– como si no asisten, no siendo en forma alguna necesario que el pueblo ratifique lo que hace el Sagrado Ministro.
   
Si bien de lo que hemos dicho resulta claramente que el Santo Sacrificio de la Misa es ofrecido válidamente en nombre de Cristo y de la Iglesia, no está privado de sus frutos sociales, aun cuando se celebre sin asistencia dé ningún acólito, no obstante, y por la dignidad de este Ministerio, queremos e insistimos –como por otra parte siempre lo mandó la Santa Madre Iglesia– en que ningún Sacerdote se acerque al Altar si no hay quien le asista y le responda, como prescribe el canon 813.
   
2.º Se ofrecen a sí mismos como víctimas.
Para que la oblación, con la que en este Sacrificio ofrecen la Víctima divina al Padre celestial, tenga su pleno efecto, es necesaria todavía otra cosa, a saber: Que se inmolen a sí mismos como víctimas.
  
Esta inmolación no se limita solamente al Sacrificio litúrgico. Quiere, en efecto, el Príncipe de los Apóstoles, que por el mismo hecho de que hemos sido edificados como piedras vivas sobre Cristo, podamos como «Sacerdocio santo ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo» [I Pet. II, 5], y San Pablo Apóstol, sin ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con las siguientes palabras: «Yo os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional» [Rom. XII, 1].
   
Pero sobre todo cuando los fieles participan en la acción litúrgica con tanta piedad y atención, que se puede verdaderamente decir de ellos: «cuya fe y devoción Te son bien conocidas» [46], no puede ser por menos de que la fe de cada uno actúe más ardientemente por medio de la caridad, se revigorice e inflamé la piedad y se consagren todos a procurar la gloria divina, deseando con ardor hacerse íntimamente semejantes a Cristo, que padeció acerbos dolores, ofreciéndose con el mismo Sumo Sacerdote y por medio de Él, como víctima espiritual.
   
Esto enseñan también las exhortaciones que el Obispo dirige en nombre de la Iglesia a los Sagrados Ministros en el día de su Consagración: «Daos cuenta de lo que hacéis, imitad lo que tratáis cuando celebréis el Misterio de la Muerte del Señor, procurad bajo todos los aspectos mortificar vuestros miembros de los vicios y de las concupiscencias»[47]. Y casi del mismo modo en los libros litúrgicos son exhortados los cristianos que se acercan al Altar para que participen en los Sagrados Misterios: «Esté… sobre este Altar el culto de la inocencia, inmólese en él la soberbia, aniquílese la ira, mortifíquese la lujuria y todas las pasiones, ofrézcanse en lugar de las tórtolas el sacrificio de la castidad y en lugar de las palomas el sacrificio de la inocencia» [48]. Al asistir al Altar debemos, pues, transformar nuestra alma de forma, que se extinga radicalmente todo pecado que hoya en ella, que todo lo que por Cristo da la vida sobrenatural sea restaurado y reforzado con todo diligencia, y así nos convirtamos juntamente con la Hostia inmaculada, en una víctima agradable a Dios Padre.
   
La Iglesia se esfueza con los preceptos de la Sagrada Liturgia en llevar a efecto de la manera más apropiada este santísimo precepto. A esto tienden no sólo las lecturas, las homilías y las otras exhortaciones de los ministros sagrados y todo el ciclo de los misterios que nos son recordados durante el año, sino también las vestiduras, los ritos sagrados y su aparato externo, que tienen la misión de «hacer pensar en la majestad de tan grande sacrificio, excitar las mentes de los fieles por medio de los signos visibles de piedad y de religión, a la contemplación de las altísimas cosas ocultas en este Sacrificio» [49].
   
Todos los elementos de la Liturgia tienden, pues, a reproducir en nuestras almas la imagen del Divino Redentor, a través del misterio de la Cruz, según el dicho del Apóstol de los Gentiles: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» [Gál. II, 19‑20]. Por cuyo medio nos convertirnos en víctima juntamente con Cristo, para la mayor gloria del Padre.
   
A esto, pues, deben dirigir y elevar su alma los fieles que ofrecen la Víctima divina en el sacrificio eucarístico. Si, en efecto, como escribe San Agustín, en la mesa del Señor está puesto nuestro Misterio, esto es, el mismo Cristo Nuestro Señor [50], en cuanto es Cabeza y símbolo de aquella unión, en virtud de la cual nosotros somos el Cuerpo de Cristo [I Cor. XII, 27] y miembros de su Cuerpo [98]; si San Roberto Belarmino enseña, según el pensamiento del Doctor de Nipona, que en el Sacrificio del Altar está significado el sacrificio general con que todo el Cuerpo Místico de Cristo, esto es, toda la ciudad redimida es ofrecida a Dios por medio de Cristo Sumo Sacerdote [51], nada se puede encontrar más recto y más justo que el inmolarnos todos nosotros con Nuestra Cabeza, que por nosotros ha sufrido, al Padre Eterno. En el Sacramento del Altar, según el mismo San Agustín, se demuestra a la Iglesia que en el Sacrificio que ofrece es ofrecida también Ella [52].
   
3.º Recapitulación.
Consideren, pues, los fieles a qué dignidad los eleva el Sagrado Bautismo y no se contenten con participar en el Sacrificio Eucarístico con la intención general que conviene a los miembros de Cristo e hijos de la Iglesia, sino que libremente e íntimamente unidos al Sumo Sacerdote y a su Ministro en la tierra, según el espíritu de la Sagrada Liturgia, únanse a él de modo particular en el momento de la Consagración de la Hostia Divina y ofrézcanla conjuntamente con él cuando son pronunciadas aquellas solemnes palabras: «Por Él, en Él y con Él a Ti, Dios Padre Omnipotente, sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos» [53], a las que el pueblo responde: «Amén». Ni se olviden los cristianos de ofrecerse a sí mismos con la Divina Cabeza Crucificada, así como sus preocupaciones, dolores, angustias, miserias y necesidades.
  
C) MEDIOS PARA PROMOVER ESTA PARTICIPACIÓN
   
1.º Varios medios y maneras de participar.
Son, pues, dignos de alabanza aquellos que, a fin de hacer más factible y fructuosa para el pueblo cristiano la participación en el Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner oportunamente entre las manos del pueblo el «Misal Romano», de forma que los fieles, unidos con el Sacerdote, rueguen con él, con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia, y aquellos que tienden a hacer de la Liturgia, aun externamente, una acción sagrada en la que comuniquen de hecho todos los asistentes. Esto puede realizarse de varias formas, a saber: cuando todo el pueblo, según las normas rituales, o bien responde disciplinadamente a las palabras del Sacerdote, o sigue los cantos correspondientes a las distintas partes del Sacrificio, o hace las dos cosas, o, finalmente, cuando en las Misas solemnes responde alternativamente a las oraciones del Ministro de Jesucristo y se asocia al canto litúrgico.
   
2.º Sus condiciones e intención.
Estas maneras de participar en el Sacrificio son dignas de alabanza y aconsejables cuando obedecen escrupulosamente a los preceptos de la Iglesia. Están ordenadas sobre todo a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y a su íntima unión con Cristo y con su Ministro visible, y a estimular aquellos sentimientos y aquellas disposiciones de ánimo con las que es preciso que nuestra alma se configure al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento.
  
3.º Excesos.
Pero si bien demuestran de modo exterior que el Sacrificio, por su naturaleza, en cuanto es realizado por el Mediador entre Dios y los hombres [I Tim. II, 5], ha de considerarse obra de todo el Cuerpo Místico de Cristo, no son necesarias para constituir su carácter público y común.
   
Además la Misa «dialogada» no puede sustituir a la Misa solemne, la cual, aun cuando sea celebrada con la sola presencia de los Ministros, goza de una particular dignidad por la majestad de los ritos y el aparato de las ceremonias, aunque su esplendor y su solemnidad aumenten en grado máximo, si, como la Iglesia desea, asiste un pueblo numeroso y devoto.
   
Hay que advertir también. que están fuera de la verdad y del camino de la recta razón aquellos que, arrastrados por falsas opiniones, atribuyen a todas estas circunstancias tanto valor que no dudan en afirmar que, al omitirlas, la acción sagrada no puede alcanzar el fin prefijado.
   
No pocos fieles, en efecto, son incapaces de usar el «Misal Romano», aun cuando esté escrito en lengua vulgar, y no todos están en condiciones de comprender rectamente, como conviene, los ritos y las ceremonias litúrgicas. El ingenio, el carácter y la índole de los hombres son tan variados y diferentes, que no todos pueden ser igualmente impresionados y guiados por las oraciones, los cantos o las acciones sagradas realizadas en común. Además, las necesidades y las disposiciones de las almas no son iguales en todos ni son siempre las mismas en cada, persona. ¿Quién, pues, podrá decir, movido de tal prejuicio, que todos estos cristianos no pueden participar en el Sacrificio Eucarístico y gozar sus beneficios? Pueden ciertamente hacerlo de otras maneras, que a algunos les resultan fáciles, como por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo o realizando ejercicios de piedad y rezando otras oraciones, que, aunque diferentes en la forma de los sagrados ritos, corresponden a ellos por su naturaleza.
   
4.º Normas y exhortaciones.
Por cuya razón, os exhortamos, Venerables Hermanos, a que en Vuestra Diócesis o jurisdicción eclesiástica reguléis y ordenéis la manera más apropiada en que el pueblo pueda participar en la acción litúrgica, según las normas establecidas por el «Misal Romano» y según los preceptos de la Sagrada Congregación de Ritos y del Código de Derecho Canónico; de forma que todo se lleve a cabo con el necesario decoro y no se consienta a nadie, aun cuando sea Sacerdote, que emplee los Sagrados Sacrificios para arbitrarios experimentos.
   
A tal propósito, deseamos también que en las distintas Diócesis, lo mismo que ya existe una Comisión para el Arte y la Música Sagrada, se constituya también una Comisión para promover el Apostolado litúrgico, a fin de que bajo vuestro vigilante cuidado todo se realice diligentemente, según las prescripciones de la Sede Apostólica.
   
En las Comunidades religiosas también debe observarse exactamente todo lo que sus propias Constituciones han establecido en esta materia, y no deben introducirse novedades que no hayan sido previamente aprobadas por los Superiores.
    
En realidad, por varias que puedan ser las formas y las circunstancias externas de la participación del pueblo en el Sacrificio Eucarístico y en las otras acciones litúrgicas, se debe siempre procurar con todo cuidado que las almas de los asistentes se unan al Divino Redentor con los más estrechos vínculos posibles y que su vida se enriquezca con una santidad cada vez mayor y crezca cada día más la gloria del Padre celestial.
   
III. La Comunión Eucarística
  
A) LA COMUNIÓN. SUS RELACIONES CON EL SACRIFICIO
   
1.º Resumen de la Doctrina.
El augusto Sacrificio del Altar se completa con la Comunión del divino Convite. Pero, como todos saben, para obtener la integridad del mismo Sacrificio, sólo es necesario que el Sacerdote se nutra del alimento celestial, pero no que el pueblo (aunque esto sea por demás sumamente deseable) se acerque a la Santa Comunión.
   
2.º No es necesaria la de los fieles.
Nos place, a este propósito, recordar las consideraciones de Nuestro Predecesor Benedicto XIV sobre las definiciones del Concilio de Trento: «En primer lugar, debemos decir que a ningún fiel se le puede ocurrir que las Misas privadas, en las que sólo el Sacerdote toma la Eucaristía, pierdan por esto su valor de verdadero, perfecto e íntegro Sacrificio, instituido por Cristo Nuestro Señor, y hayan por ello de considerarse ilícitas. Tampoco ignoran los fieles (o al menos pueden ser fácilmente instruidos de ello) que el Sacrosanto Concilio de Trento, fundándose en la doctrina custodiada en la ininterrumpida Tradición de la Iglesia, condenó la nueva y falsa doctrina de Lutero, contraria a ella» [54]. «Quien diga que las Misas en las que sólo el Sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas y deben por ello derogarse, sean anatema» [55].
  
Se alejan, pues, del camino de la verdad aquellos que se niegan a celebrar si el pueblo cristiano no se acerca a la Mesa divina; y todavía más se alejan aquellos que, por sotener la absoluta necesidad de que los fieles se nutran del alimento eucarístico juntamente con el Sacerdote, afirman capciosamente que no se trata tan sólo de un Sacrificio, sino de un Sacrificio y de un convite de fraterna comunión y hacen de la santa Comunión, realizada en común casi el punto supremo de toda la celebración.
   
Hay que afirmar una vez más que el Sacrificio Eucarístico consiste esencialmente en la inmolación cruenta de la Víctima divina, inmolación que es místicamente manifestada por la separación de las sagradas Especies y por la oblación de las mismas hecha al Eterno Padre. La santa Comunión pertenece a la integridad del Sacrificio y a la participación en él por medio de la Comunión del augusto Sacramento, y aunque es absolutamente necesaria al Ministro sacrificante, en lo que toca a los fieles sólo es evidentemente recomendable.
   
3.º Pero es de consejo.
1. La Comunión.
Y así como la Iglesia, en cuanto Maestra de verdad, se esfuerza con todo cuidado en tutelar la integridad de la Fe católica, así, en cuanto Madre solicita de sus hijos, les exhorta a participar con frecuencia e interés en este máximo beneficio de nuestra Religión.
   
Desea ante todo que los cristianos (especialmente cuando no pueden con facilidad recibir de hecho el alimento eucarístico) lo reciban al menos con el deseo, de forma que, con viva fe, con ánimo reverentemente humilde y confiado en la voluntad del Redentor divino, con el amor más ardiente se unan a Él.
    
Pero no basta. Puesto que, como hemos dicha más arriba, podemos participar en el Sacrificio también con la Comunión Sacramental, por medio del Convite de los Ángeles, la Madre Iglesia, para que más eficazmente «apodamos sentir en nosotros de continuo el fruto de la Redención» [56], repite a todos sus hijos la invitación de Cristo Nuestro Señor: «Tomad y comed… Haced esto en mi memoria» [I Cor. XI, 24].
   
A cuyo propósito, el Concilio de Trento, haciéndose eco del deseo de Jesucristo y de su Esposa inmaculada, nos exhorta ardientemente «para que en todas las Misas los fieles presentes participen no sólo espiritualmente, sino también recibiendo sacramentalmente la Eucaristía, a fin de que reciban más abundantemente el fruto de este Sacrificio» [57].
   
También Nuestro inmortal predecesor Benedicto XIV, para que quedase mejor y más claramente manifiesta la participación de los fieles en el mismo Sacrificio divino por medio de la Comunión Eucarística, alaba la devoción de aquellos que no sólo desean nutrirse del alimento celestial, durante la asistencia al Sacrificio, sino que prefieren alimentarse de las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio, si bien, como él declara, se participa real y verdaderamente en el Sacrificio, aun cuando se trate de Pan eucarístico debidamente consagrado con anterioridad. Así escribe, en efecto: «Y aunque participen en el mismo sacrificio además de aquellos a quienes el Sacerdote celebrante da parte de la Víctima por él ofrecida en la Santa Misa, otras personas a las que el Sacerdote da la Eucaristía que se suele conservar, no por esto la Iglesia ha prohibido en el pasado ni prohíbe ahora que el Sacerdote satisfaga la devoción y la justa petición de aquellos que asisten a la Misa y solicitan participar en el mismo Sacrificio que ellos también ofrecen a la manera que les está asignada; antes bien, aprueba y desea que esto se haga y reprobaría a aquellos Sacerdotes por cuya culpa o negligencia se negase a los fieles esta participación» [58].
   
Quiera, pues, Dios que todos, espontánea y libremente, correspondan a esta solícita invitación de la Iglesia; quiera Dios que los fieles, incluso todos los días, participen no sólo espi­ritualmente en el Sacrificio divino, sino tam­bién con la Comunión del Augusto Sacramen­to, recibiendo el Cuerpo de Jesucristo, ofrecido por todos al Eterno Padre. Estimulad, Vene­rables Hermanos, en las almas confiadas a Vues­tro cuidado el hambre apasionada e insaciable de Jesucristo; que Vuestra enseñanza llene los Altares de niños y de jóvenes que ofrezcan al Redentor divino su inocencia y su entusiasmo; que los cónyuges se acerquen al Altar a menu­do, para que puedan educar la prole que les ha sido confiada en el sentido y en la caridad de Jesucristo; sean invitados los obreros para que puedan tomar el alimento eficaz e indefec­tible que restaura sus fuerzas y les prepara pa­ra sus fatigas la eterna misericordia en el cie­lo; reuníos, en fin, los hombres de todas las cla­ses y «apresuraos a entrar» [Luc. XIV, 23], porque éste es el Pan de la vida del que todos tienen necesidad. La Iglesia de Jesucristo sólo tiene este Pan para saciar las aspiraciones y los deseos de nuestras almas, para unirlas íntimamente a Jesucristo y, en fin, para que por su virtud se conviertan en «un solo Cuerpo» [I Cor. X, 17] y sean como hermanos to­dos los que se sientan a una misma Mesa para tomar el remedio de la inmortalidad [59] con la fracción de un único Pan.
   
2. Las circunstancias de la Comunión.
Es bastante oportuno también (lo que, por otra parte, está establecido por la Liturgia) que el pueblo acuda a la Santa Comunión des­pués que el Sacerdote haya tomado del Altar el alimento divino; y, como más arriba hemos dicho, son de alabar aquellos que, asistiendo a la Misa, reciben las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio, de forma que se cumpla en verdad que «todos los que participando de este Altar hayamos recibido el Sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda la gracia y bendición celestial» [60].
   
Sin embargo, no faltan a veces las cau­sas, ni son raras las ocasiones en que el Pan Eucarístico es distribuido antes o después del mismo Sacrificio y también que se comulgue, aunque la Comunión se distribuya inmediata­mente después de la del Sacerdote, con Hostias consagradas anteriormente. También en esos ca­sos, como por otra parte ya hemos advertido, el pueblo participa en verdad en el Sacrificio Eu­carístico y puede, a veces con mayor facilidad, acercarse a la Mesa de la Vida eterna.
   
Sin embargo, si la Iglesia, con mater­nal condescendencia, se esfuerza en salir al en­cuentro de las necesidades espirituales de sus hijos, éstos, por su parte, no deben desdeñar aquello que aconseja la Sagrada Liturgia, y siempre que no haya un motivo plausible para lo contrario, deben hacer todo aquello que más claramente manifiesta en el Altar la unidad viva del Cuerpo místico.
   
B) ACCION DE GRACIAS DESPUES DE LA COMUNION
      
1.º Su conveniencia.
La acción sagrada, que está regulada por particulares normas litúrgicas, no dispensa, después de haber sido realizada, de la acción de gracias, a aquel que ha gustado del alimento celestial; antes bien, es muy conveniente que, después de haber recibido el alimento eucarístico, y terminados los ritos públicos, se recoja íntimamente unido al Divino Maestro, se entretenga con Él en dulcísimo y saludable coloquio durante el tiempo que las circunstancias le permitan.
   
2.º El error.
Se alejan, por tanto, del recto camino de la verdad, aquellos que, aferrándose a las palabras más que al espíritu, afirman y enseñan que acabada la Misa no se debe prolongar la acción de gracias, no sólo porque el Sacrificio del Altar es ya por su naturaleza una Acción de Gracias, sino también porque esto es gestión de la piedad privada y personal y no del bien de la comunidad.
   
3.º Razones que la exigen.
Antes al contrario, la misma naturaleza del Sacramento exige que el cristiano que lo reciba obtenga de él abundantes frutos de santidad. Ciertamente, ya se ha disuelto la pública congregación de la comunidad, pero es necesario que cada uno, unido con Cristo, no interrumpa en su alma el cántico de alabanzas, «dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo» [Efe. V, 20].
   
A lo que también nos exhorta la Sagrada Liturgia del Sacrificio Eucarístico cuando nos manda rezar con estas palabras: «Señor… Te rogamos que siempre perseveremos en acción de gracias… [61] y que jamás cesemos de alabarte» [62]. Por tanto, si siempre se debe dar gracias a Dios y jamás se debe dejar de alabarlo, ¿quién se atrevería a reprender y desaprobar a la Iglesia, que aconseja a sus Sacerdotes [63] y a los fieles que se mantengan, al menos por un poco de tiempo, después de la Comunión, en coloquio con el Divino Redentor, y que han insertado en los libros litúrgicos las oportunas plegarias, enriquecidas con indulgencias, con las cuáles los Sagrados Ministros se pueden preparar convenientemente antes de celebrar y de comulgar y, acabada la Santa Misa, manifestar a Dios su agradecimiento?
   
La Sagrada Liturgia, lejos de sofocar los sentimientos íntimos de cada cristiano, los capacita y los estimula para que se asimilen a Jesucristo y, por medio de Él, sean dirigidos al Padre; de aquí que exija que quien se haya acercado a la Mesa Eucarística, dé gracias a Dios como es debido. Al divino Redentor le agrada escuchar nuestras plegarias, hablar con nosotros con el Corazón abierto y ofrecernos refugio en su Corazón inflamado de Amor.
   
Además, estos actos, propios de cada individuo, son absolutamente necesarios para gozar más abundantemente de todos los tesoros sobrenaturales de que tan rica es la Eucaristía y para transmitirlos a los otros, según nuestras posibilidades, a fin de que Cristo Nuestro Señor consiga en todas las almas la plenitud de su virtud.
   
4.º Alabanzas a quienes la hacen.
¿Por qué, pues, Venerables Hermanos, no hemos de alabar a aquellos que, aun después de haberse disuelto oficialmente la Asamblea cristiana, se mantienen en íntima familiaridad con el Redentor Divino, no sólo para entretenerse en dulce coloquio con Él, sino también para darle gracias y alabarle y especialmente para pedirle ayuda, a fin de quitar de su alma todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento y hacer de su parte todo lo que pueda favorecer la acción presente de Jesús? Les exhortamos también a hacerlo de forma particular, bien llevando a la práctica los propósitos concebidos y ejercitando las virtudes cristianas, bien adaptando a sus propias necesidades cuanto han recibido con munificencia.
   
5.º Palabras de “La Imitación de Cristo”.
Verdaderamente hablaba según los preceptos y el espíritu de la Liturgia, el autor del áureo librito de «La Imitación de Cristo», cuando aconsejaba a los que habían comulgado: «Recógete en secreto y goza a tu Dios, para poseer aquello que el mundo entero no podrá quitarte» [64].
  
6.º Unirnos a Cristo.
Todos nosotros, pues, íntimamente unidos a Cristo, debemos tratar de sumergirnos en su Alma Santísima y de unirnos con Él para participar así en los actos de Adoración con los que Él ofrece a la Trinidad Augusta el homenaje más grato y aceptable; en los actos de Alabanza y de Acción de gracias que Él ofrece al Padre Eterno y de que se hace unánime eco el cántico del cielo y la tierra, como está dicho: «Bendecid al Señor en todas sus criaturas» [Dan. III, 57]; en los actos, finalmente, con los que, unidos, imploramos la ayuda celestial en el momento más oportuno para pedir y obtener socorro en nombre de Cristo [Joann. XVI, 23], y sobre todo en aquellos con los que nos ofrecemos e inmolamos como víctimas, diciendo: «Haz de nosotros mismos un homenaje en tu honor» [65].
  
7.º Permanecer en Cristo.
El Divino Redentor repite incesantemente su apremiante invitación: «Permaneced en Mí» [Joann. XV, 4]. Por medio del Sacramento de la Eucaristía, Cristo habita en nosotros y nosotros habitamos en Cristo; y de la misma manera que Cristo, permaneciendo en nosotros, vive y obra, así es necesario que nosotros, permaneciendo en Cristo, por Él vivamos y obremos.
   
IV. La adoración de la Eucaristía
  
A) SUS FUNDAMENTOS
El alimento eucarístico contiene, como todos saben, «verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo» [66]; no es, por tanto, extraño que la Iglesia, desde sus orígenes, haya adorado el Cuerpo de Cristo bajo las especies eucarísticas, como se ve en los mismos ritos del augusto Sacrificio, en los que se prescribe a los Sagrados Ministros que adoren al Santísimo Sacramento con genuflexiones o con inclinaciones profundas.
   
Los Sagrados Concilios enseñan que desde el comienzo de su vida ha sido transmitido a la Iglesia, que se debe honrar «con una única adoración al Verbo Dios Encarnado y a su propia Carne» [67], y San Agustín afirma: «Ninguno coma de esta Carne sin haberla antes adorado», añadiendo que no sólo no pecamos adorando, sino que pecamos no adorando [68].
  
B) SU ORIGEN Y DESARROLLO
   
1. Origen histórico.
De estos principios doctrinales ha nacido y se ha venido poco a poco desarrollando el culto eucarístico de adoración, distinto del Santo Sacrificio. La conservación de las sagradas Especies para los enfermos y para todos aquellos que pudieran encontrarse en peligro de muerte, introdujo el loable uso de adorar este Pan celestial conservado en las Iglesias.
   
2. Motivo.
Este culto de adoración tiene un válido y sólido motivo. La Eucaristía, en efecto, es un Sacrificio y es también un Sacramento, y se distingue de los demás Sacramentos en que no sólo produce la gracia, sino que contiene de forma permanente al Autor mismo de la Gracia. Cuando por esto la Iglesia nos ordena adorar a Cristo escondido bajo los velos eucarísticos y pedirle a Él los bienes sobrenaturales y terrenos de que siempre tenemos necesidad, manifiesta la fe viva con la cual se cree presente bajo aquellos velos a su Esposo divino, le manifiesta su reconocimiento y goza su familiaridad íntima.
   
3. Desarrollo.
En el decurso de los tiempos, la Iglesia ha introducido en este culto varias formas, cada día ciertamente más bellas y saludables. Como, por ejemplo, las devotas visitas diarias a los Sagrarios del Señor; las bendiciones con el Santísimo Sacramento; las solemnes procesiones por campos y ciudades, especialmente con ocasión de los Congresos Eucarísticos, y adoración del Augusto Sacramento, públicamente expuesto. Adoraciones públicas que a veces duran un tiempo limitado y a veces, en cambio, son prolongadas durante horas enteras e incluso durante cuarenta horas; en algunos lugares son continuadas durante todo el año por turno en las distintas Iglesias; en otros se continúan tanto de día como de noche, por la vela de las Comunidades Religiosas, y a veces también los fieles toman parte en ellas.
   
Estos ejercicios de devoción contribuyeron de forma admirable a la Fe y a la Vida sobrenatural de la Iglesia militante en la tierra, la cual, al obrar así, se hace eco, en cierto modo, de la Iglesia triunfante, que eleva eternamente el himno de alabanza a Dios y al Cordero «que ha sido sacrificado» [Apoc. V. 12. Cfr. Ibid., VII, 10.]. Por esto la Iglesia no sólo ha aprobado, sino que ha hecho suyo y ha confirmado con su autoridad estos devotos ejercicios, propagados por doquier en el transcurso de los siglos [69]. Surgen del espíritu de la Sagrada Liturgia, y por esto, siempre que sean realizadas con el decoro, la fe y la devoción exigidos por los Sagrados Ritos y por las prescripciones de la Iglesia, ciertamente contribuyen en gran modo a vivir la vida litúrgica.
   
Tampoco se puede decir que este culto eucarístico provoca una errónea confusión entre el Cristo histórico, como algunos dicen, el que ha vivido en la tierra, y el Cristo presente en el Augusto Sacramento del Altar, y el Cristo triunfante en el Cielo y dispensador de gracias antes bien, se debe afirmar que con este culto los fieles testimonian solemnemente la fe de la Iglesia, con la cual se cree que uno e idéntico es el Verbo de Dios y el Hijo de María Virgen, que sufrió en la Cruz, que está presente oculto en la Eucaristía y que reina en el Cielo.
   
Así dice San Juan Crisóstomo: «Cuando lo veas ante ti (el Cuerpo de Cristo), di para ti mismo: Por este Cuerpo no soy ya tierra y cenizas, no soy ya esclavo, sino libre; por esto espero lograr el cielo y los bienes que en él se encuentran, la vida inmortal, la herencia de los Ángeles, la compañía de Cristo; este Cuerpo traspasado por los clavos, azotado por los látigos, no fue presa de la muerte… Este es aquel Cuerpo que fue ensangrentado, traspasado por la lanza, y del cual brotaron dos fuentes salvadoras: la una de Sangre, y la otra de agua… Este Cuerpo nos dio qué tener y qué comer, lo cual es consecuencia del intenso amor» [70].
   
De modo particular, pues, es muy de alabar la costumbre según la cual muchos ejercicios de piedad, incorporados a las costumbres del pueblo cristiano, concluyen con el rito de la Bendición Eucarística. Nada mejor ni más beneficioso que el gesto con que el Sacerdote, elevando al Cielo el Pan de los Ángeles, ante la multitud cristiana arrodillada, y moviéndolo en forma, de Cruz, invoca al Padre celestial para que se digne volver benignamente los ojos a su Hijo, crucificado por Amor nuestro, y que a causa de Él quiso ser Nuestro Redentor y hermano, y para que por su medio difunda sus dones celestiales sobre los redimidos por la Sangre inmaculada del Cordero [I Petr. I, 19].
   
4. Exhortación.
Procurad, pues, Venerables Hermanos, con Vuestra suma diligencia habitual, que los templos edificados por la fe y por la piedad de las generaciones cristianas en el transcurso de los siglos, como un perenne himno de gloria a Dios y, como digna morada de Nuestro Redentor oculto bajo las especies eucarísticas, estén abiertos lo más posible a los fieles, cada vez más numerosos, a fin de que, reunidos a los pies de su Salvador, escuchen su dulcísima invitación «Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré» [Matth. XI, 28]. Que los templos sean verdaderamente la Casa de Dios, en la cual el que entre para pedir favores se alegre al conseguirlo todo [71] y obtenga el consuelo celestial.
   
Sólo así se conseguirá que toda la familia humana se pacifique en el orden, y con mente y corazón concordes, cante el himno de la esperanza y del amor:
«Buen Pastor, Pan verdadero,
Jesús, ten misericordia de nosotros:
Apaciéntanos Tú, guárdanos:
Haz que veamos los bienes
en la tierra de los vivos» [72].

PARTE TERCERA: EL OFICIO DIVINO Y EL AÑO LITURGICO
  
I. El Oficio Divino
 
A) FUNDAMENTOS
El ideal de la vida cristiana consiste, en que cada uno se una íntima y continuamente a Dios. Por esto, el culto que la Iglesia rinde al Eterno, y que está recogido principalmente en el Sacrificio Eucarístico y en el uso de los Sacramentos, está ordenado y dispuesto de modo que por el Oficio Divino se extienda a todas las horas del día, a las semanas, a. todo el curso del año, a todos los tiempos y a todas las condiciones de la vida humana.
   
Habiendo ordenado el Divino Maestro: «Conviene orar perseverantemente y no desfallecer» [Luc. XVIII, 1], la Iglesia, obedeciendo fielmente esta advertencia, no cesa nunca de orar y nos exhorta con el Apóstol de los Gentiles: «Ofrezcamos, pues, a Dios sin cesar, por medio de Él (Jesús), un sacrificio de alabanza» [Hebr. XIII, 15].
   
B) HISTORIA
La Oración pública y colectiva, dirigida a Dios por todos conjuntamente, en la antigüedad sólo tenía lugar en ciertos días y a determinadas horas. Sin embargo, no sólo se oraba en las reuniones públicas, sino también en las casas privadas y a veces con los vecinos y amigos.
   
No obstante, pronto comenzó a tomar auge en las distintas partes de la cristiandad la costumbre de destinar a la Oración determinados momentos: por ejemplo, la última hora del día, cuando el sol se oculta y se encienden las luces; o la primera, cuando termina la noche, después del canto del gallo y al salir el sol. Otros momentos del día son indicados como más propios para la Oración por las Sagradas Escrituras, siguiendo las costumbres tradicionales hebreas y los usos cotidianos. Según los Hechos de los Apóstoles, los Discípulos de Jesucristo se reunían para orar en la hora tercera, cuando «fueron llenados todos del Espíritu Santo» [Act. II, 1‑15]; el Príncipe de los Apóstoles también, antes de tomar alimento, «subió a lo alto de la casa, cerca de la hora de sexta, a hacer oración» [Ibid., X, 9]; Pedro y Juan «subían al Templo a la oración de la hora nona» [Ibid., III, 1], y Pablo y Silas «a la media noche, puestos en oración, cantaban alabanzas a Dios» [Ibid., XVI, 25].
   
Estas distintas oraciones, especialmente por iniciativa y obra de los monjes y de los ascetas, se perfeccionan cada día más y poco a poco son introducidas en el uso de la Sagrada Liturgia por la autoridad de la Iglesia.
   
A) NATURALEZA
El Oficio Divino es, pues, la oración del Cuerpo Místico de Cristo, dirigida a Dios en nombre de todos los cristianos y en su beneficio, siendo hecha por Sacerdotes, por los otros ministros de la Iglesia y por las religiosos para ello delegados por la Iglesia misma.
   
Cuáles deban ser el carácter y valor de esta Alabanza divina se deduce de las palabras que la Iglesia aconseja decir antes de comenzar las oraciones del Oficio, prescribiendo que sean recitadas «digna, atenta y devotamente».
   
El Verbo de Dios, al tomar la Naturaleza humana, introdujo en el destierro terreno el himno que se canta en el cielo por toda la eternidad. Él une a Sí a toda la comunidad humana y se la asocia en el canto de este himno de alabanza. Debemos reconocer con humildad que «no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones ni cómo conviene hacerlo, el mismo espíritu (divino) hace o produce en nuestro interior nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables» [Rom. VIII, 26]. Y también Cristo, por medio de su espíritu, ruega en nosotros al Padre. «Dios no podría hacer a los hombres un don más grande… Ruega (Jesús) por nosotros como nuestro Sacerdote; ruega en nosotros como nuestra Cabeza; nosotros le rogamos a Él como a nuestro Dios… Reconozcamos, pues, tanto nuestras voces en Él como su voz en nosotros… Se le ruega a Él como Dios; ruega Él como siervo; allí es el Creador, aquí un Ser creado en cuanto asume la naturaleza de cambiar sin cambiarse, haciendo de nosotros un solo hombre con Él: Cabeza y Cuerpo» [73].
   
D) DEVOCION DE NUESTRA ALMA
A la excelsa dignidad de esta Oración de la Iglesia debe corresponder la intensa devoción de nuestra alma. Y puesto que la voz del orante repite los cánticos escritos por inspiración del Espíritu Santo, que proclaman y exaltan la perfectísima grandeza de Dios, es también necesario que a esta voz acompañe el movimiento interior de nuestro espíritu para hacer nuestros aquellos sentimientos con que nos elevamos al Cielo, adoramos a la Santísima Trinidad y le rendimos las alabanzas y acciones de gracias debidas. «Debemos cantar los Salmos de manera que nuestra mente concuerde con nuestra voz» [74]. No se trata, pues, de una simple recitación ni de un canto que, aunque perfectísimo según las leyes del arte musical y las normas de los Sagrados Ritos, llegue tan sólo al oído, sino que se trata sobre todo de una elevación de nuestra mente y de nuestra alma a Dios, a fin de que nos consagremos nosotros mismos y todas nuestras acciones a Él, unidos con Jesucristo.
   
De esto depende, y ciertamente no en pequeña parte, la eficacia de las oraciones. Las cuales, si no son dirigidas al mismo Verbo hecho Hombre, acaban con estas palabras: «Por Nuestro Señor Jesucristo», que, como Mediador ante Dios y los hombres, muestra al Padre celestial su intercesión gloriosa, «como que está siempre vivo para interceder por nosotros» [Hebr. VII, 25].
   
E) LOS SALMOS
Los Salmos, como todos saben, constituyen la parte principal del Oficio divino. Abrazan toda la extensión del día y le dan un carácter de santidad. Casiodoro dice bellamente a propósito de los Salmos distribuidos en el oficio divino de su tiempo: «Ellos… con el júbilo matutino, nos hacen favorable el día que va a comenzar, nos santifican la primera hora del día, nos consagran la tercera, nos alegran la sexta en la fracción del pan, nos señalan en la nona el fin del ayuno, concluyen el fin de la jornada impidiendo a nuestro espíritu entenebrecerse al acercarse la noche» [75].
   
Los Salmos repiten las verdades, reveladas por Dios al pueblo escogido, a veces terribles, a veces penetradas de suavísima dulzura; repiten y encienden la esperanza en el libertador prometido que en un tiempo era animada con cánticos en torno al hogar doméstico y en la misma majestad del Templo; ponen bajo una luz maravillosa la profetizada gloria de Jesucristo y su supremo y eterno Poder, su venida y su muerte en este destierro terrenal, su regia dignidad y su potestad sacerdotal, sus benéficas fatigas y su Sangre derramada por nuestra Redención. Expresan igualmente la alegría de nuestras almas, la tristeza, la esperanza, el temor, el intercambio de amor y el abandono en Dios, como la mística ascensión hacia los divinos Tabernáculos.

«El Salmo… es la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio del pueblo, el aplauso de todos, el lenguaje general, la voz de la Iglesia, la profesión de la fe con cantos, la plena devoción a la autoridad, la alegría de la libertad, el grito de júbilo, el eco del gozo» [76].
   
F) PRÁCTICA
En los tiempos antiguos, la asistencia de los fieles a estas oraciones del oficio era mayor, pero fue disminuyendo gradualmente, y como hemos dicho, su recitación está en la actualidad reservada al Clero y a los Religiosos. En rigor de derecho, pues, nada está prescrito a los seglares en esta materia; pero es sumamente de desear que también ellos tomen parte activa en el canto o en la recitación del oficio de Vísperas en los días festivos, en sus respectivas Parroquias.
  
Os recomendamos vivamente, Venerables Hermanos, a vosotros y a vuestros fieles, que no cese esta piadosa costumbre y que se le restituya en lo posible donde haya desaparecido.
   
Esto traerá ciertamente frutos saludables si las Vísperas son cantadas, no sólo digna y decorosamente, sino también de forma que regocijen suavemente en varias formas la piedad de los fieles.
   
Permanezca en su debido cumplimiento la observancia de los días festivos, que deben ser dedicados y consagrados a Dios de modo particular y, sobre todo, del Domingo, que los Apóstoles, instruidos por el Espíritu Santo, instituyeron en lugar del sábado. Si se mandó a los judíos: «Trabajaréis durante seis días; el séptimo es el sábado, de santo descanso para el Señor; cualquiera que trabaje en este día, será condenado a muerte» [Exod. XXXI, 15], ¿cómo no temerán la muerte espiritual aquellos cristianos que hacen trabajos serviles y que, en la duración del descanso festivo, no se dedican a la piedad y a la Religión, sino que se abandonan desorbitadamente a los atractivos del siglo? El domingo y los días festivos deben, por tanto, estar consagrados al culto divino, con el cual se adora a Dios y el alma se nutre del alimento celestial, y si bien la Iglesia prescribe solamente que los fieles deben abstenerse del trabajo servil y deben asistir al Sacrificio Eucarístico y no da ningún precepto para el culto vespertino, también es cierto que existen además de los preceptos sus insistentes recomendaciones y deseos, además de que esto es todavía más imperiosamente exigido por la necesidad que todos tienen de que el Señor se les muestre propicio para impetrarle sus beneficios.
   
Nuestro ánimo se entristece profundamente al ver cómo en nuestros tiempos pasa el pueblo cristiano las tardes de los días festivos los locales de espectáculos públicos y de juegos están llenos, mientras que las Iglesias se ven menos frecuentadas de lo que convendría.
   
Sin embargo, es indudablemente necesario que todos se acerquen a nuestro templo para ser instruidos en la verdad de la fe católica, para cantar las alabanzas de Dios y para ser enriquecidos por el Sacerdote con la bendición eucarística y proveerse de la ayuda celestial contra las adversidades de la vida presente.
   
Procuren todos aprender las fórmulas que se cantan en las Vísperas e intenten penetrar su intimo significado, y bajo el influjo de estas oraciones experimentarán aquello que San Agustín afirmaba de él: «¡Cuánto lloré entre himnos y cánticos, vivamente conmovido por el suave canto de tu Iglesia! Aquellas voces resonaban en mis oídos, destilaban la verdad en mi corazón y me inspiraban sentimientos de devoción, y las lágrimas corrían y me hacían bien» [77].
   
II. El año litúrgico
  
A) CICLO DE LOS MISTERIOS
  
1.º Se desenvuelve principalmente por Él
Durante todo el curso del año, la celebración del sacrificio eucarístico y el oficio divino se desenvuelve, sobre todo, en torno a la persona de Jesucristo, y se organiza de forma tan concorde y congruente que nos hace conocer a la perfección a nuestro Salvador en sus misterios de humillación, de redención y de triunfo.
  
2.º Intentos de la Sagrada Liturgia.
Revocando estos misterios de Jesucristo, la Sagrada Liturgia trata de hacer participar en ellos a todos los creyentes, de forma que la Divina Cabeza del Cuerpo Místico viva en la plenitud de su santidad en cada uno de los miembros. Sean las almas de los cristianos como altares en los que se repitan y se revivan las varias fases del sacrificio que inmola el Sumo Sacerdote; los dolores y las lágrimas que lavan y expían los pecados; la oración dirigida a Dios, que se eleva hasta el cielo; la propia inmolación hecha con ánimo pronto, generoso y solícito y, por fin; la íntima unión con la cual nos abandonamos a Dios nosotros y nuestras cosas, y descansamos en Él, «siendo el juego de la religión el imitar a aquél a quien adora» [78].
  
3.º Desarrollo de este ciclo.
Conforme con estos modos y motivos con que la Liturgia propone a nuestra meditación en tiempos fijos la vida de Jesucristo, la Iglesia nos muestra ejemplos que debemos imitar y los tesoros de santidad que hacemos nuestros, porque es necesario creer con el espíritu lo que se canta con la boca, y traducir en la práctica de las costumbres públicas y privadas lo que se cree con el espíritu.
  
a) Especial intención de la Iglesia en cada tiempo.
Así, en la época de Adviento, excita en nosotros la conciencia de los pecados miserablemente cometidos, y nos exhorta para que, frenando los deseos con la mortificación voluntaria del cuerpo, nos recojamos en piadosa meditación y nos sintamos impulsados por el deseo de volver a Dios, que es el único que puede liberarnos con su gracia de la mancha de los pecados y de los males que son su consecuencia.
  
Con la conmemoración del Nacimiento del Redentor, parece casi reconducirnos a la gruta de Belén, para que allí aprendamos que es absolutamente necesario nacer de nuevo y reformarnos radicalmente, lo que sólo es posible cuando nos unamos intima y vitalmente al Ver­bo de Dios, hecho hombre, y seamos partícipes de su divina naturaleza, a la que seamos ele­vados.
  
Con la solemnidad de la Epifanía, re­cordando la vocación de los gentiles a la fe cris­tiana, quiere que demos gracias todos los días al Señor por tan gran beneficio, que deseemos con gran fe al Dios vivo, que comprendamos con gran devoción y profundidad las cosas so­brenaturales y que practiquemos el silencio y la meditación para poder fácilmente entender y conseguir los dones celestiales.
  
En los días de la Septuagésima y de la Cuaresma, la Iglesia, nuestra Madre, multiplica sus cuidados para que cada uno de nosotros se percate diligentemente de sus miserias, sea ac­tivamente incitado a la enmienda de las cos­tumbres y deteste de forma particular los pe­cados, lavándolos con la oración y la peniten­cia, ya que la asidua oración y la penitencia de los pecados cometidos nos obtienen la ayuda divina, sin la cual son inútiles y estériles todas nuestras obras.
  
En el tiempo sagrado en que la Liturgia nos propone los atroces dolores de Jesucristo, la Iglesia nos invita al Calvario, para seguir las huellas sangrientas del Divino Redentor, a fin de que con gusto llevemos la cruz con Él, para que tengamos en nosotros los mismos senti­mientos de expiación y de propiciación y para que juntos muramos todos con Él
  
Con la solemnidad pascual, que conme­mora el triunfo de Cristo, nuestra alma es inva­dida por una íntima alegría, y debemos oportu­namente pensar que también nosotros debemos resucitar juntamente con el Redentor de una vida fría e inerte a una vida más santa y fer­vorosa, ofreciéndonos todos con generosidad a Dios y olvidándonos de esta miserable tierra para aspirar solamente al Cielo: «Si habéis re­sucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba…, saboread las cosas del cielo» [Col. III, 1‑2.].
  
En el tiempo de Pentecostés, finalmen­te, la Iglesia nos exhorta con sus preceptos y sus obras, a ofrecernos dócilmente a la acción del Espíritu Santo, el cual quiere inflamar nues­tros corazones de caridad divina para que pro­grese cada día en la virtud con mayor empeño y así nos santifiquemos, de la misma forma que Cristo Nuestro Señor y su Padre celestial son Santos.
  
b) Es, pues, un himno que requiere atención e interés.
Todo el año litúrgico puede, pues, considerarse como un magnífico himno de alabanza que la familia cristiana dirige al Padre Celestial, por medio de Jesús, eterno mediador; pero requiere también de nosotros un estudio diligente y bien ordenado para conocer y alabar cada vez más a nuestro Redentor; un esfuerzo intenso y eficaz y un adiestramiento continuo para imitar sus misterios, para entrar voluntariamente en el camino de sus dolores y para participar, finalmente, de su gloria y de su eterna bienaventuranza.
  
4.º Error.
De cuanto ha sido expuesto, aparece claramente, Venerables Hermanos, lo alejados que están del verdadero y genuino concepto de la liturgia aquellos escritores modernos que, engañados por una pretendida disciplina mística superior, se atreven a afirmar que no debemos concentrarnos sobre el Cristo histórico, sino sobre el Cristo «neumático y glorificado», y no vacilan en afirmar que en la piedad de los fieles se ha verificado un cambio, por el cual Cristo ha sido casi destronado con la ocultación del Cristo glorificado que vive y reina por los siglos de los siglos y está sentado a la diestra del Padre, mientras que en su lugar se ha introducido al Cristo de la vida terrenal. Por esto algunos llegan hasta el punto de querer retirar de las. Iglesias las imágenes del Divino Redentor que sufre en la Cruz.
   
Pero estas falsas opiniones son del todo contrarias a la sagrada doctrina tradicional. «Cree en Cristo nacido en carne –dice San Agustín– y llegarás al Cristo nacido de Dios, y Dios cerca de Dios» [79]. La sagrada Liturgia nos propone también a todo Cristo, en los varios aspectos de su vida; el Cristo que es Verbo del Padre Eterno, que nace de la Virgen Madre de Dios, que nos enseña la verdad, que sana a los enfermos, que consuela a los afligidos, que sufre, que muere y que, en fin, resucita triunfando sobre la muerte; que reinando en la gloria del cielo, nos envía al Espíritu Paráclito, y que vive siempre en su Iglesia: «Jesucristo, el mismo que ayer, es hoy, y lo será por los siglos de los siglos» [Hebr. XIII, 8]. Y además, no nos lo presenta sólo como un ejemplo que imitar, sino también como un maestro a quien escuchar y un pastor a quien seguir; como mediador de nuestra salvación, principio de nuestra santidad y Cabeza mística de la que somos miembros, vivos con su misma vida.
  
Y así como sus acerbos dolores consti­tuyen el misterio principal de que proviene nues­tra salvación, está conforme con las exigencias de la fe católica el destacar esto todo lo posible, porque esto es como el centro del culto divino, siendo el sacrificio eucarístico su cotidiana re­presentación y renovación y estando todos los sacramentos unidos con estrechísimos vínculos a la Cruz [80].
  
5.º Qué es, pues, el ciclo de misterios.
Por esto el año litúrgico, al que la pie­dad de la Iglesia alimenta y acompaña, no es una fría e inerte representación de hechos que pertenecen al pasado, o una simple y desnuda revocación de realidades de otros tiempos. Es más bien Cristo mismo, que vive en su Iglesia siempre y que prosigue el camino de inmensa misericordia por Él iniciado con piadoso conse­jo en esta vida mortal, cuando pasó derramando bienes [cf. Act. X, 38], a fin de poner a las almas humanas en contacto con sus misterios y hacerlas vivir por ellos, misterios que están perennemente pre­sentes y operantes, no en la forma incierta y ne­bulosa de que hablan algunos escritores recien­tes, sino porque, como enseña la doctrina ca­tólica y según la sentencia de los doctores de la Iglesia, son ejemplos ilustres de perfección cristiana y fuentes de gracia divina por los méritos y la intercesión del Redentor y porque per­duran en nosotros con su efecto, siendo cada uno de ellos, en la manera adecuada a su índole particular, la causa de nuestra salvación.
  
A esto se añade el que la piadosa Ma­dre Iglesia, mientras propone a nuestra contem­plación los misterios de Cristo, invoca con sus oraciones aquellos dones sobrenaturales, por me­dio de los cuales sus hijos se compenetran del espíritu de estos misterios por virtud de Cristo. Por influencia y virtud de Él, nosotros pode­mos, con la colaboración de nuestra voluntad, asimilar la fuerza vital como ramas del árbol, como miembros de la cabeza, y nos podemos, progresiva y laboriosamente, transformar «a la medida de la edad perfecta de Cristo» [Efe. IV, 13].
   
B) CICLO DE LOS SANTOS
En el curso del año litúrgico se cele­bran no sólo los misterios de Jesucristo, sino también las fiestas de los Santos, en los cuales, aunque se trata de un orden inferior y subor­dinado, la Iglesia tiene siempre la preocupación de proponer a los fieles ejemplos de santidad que los estimulen a adornarse de las mismas virtudes del Divino Redentor.
   
1.º Imitar a los Santos.
Es necesario, en efecto, que imitemos las virtudes de los Santos, en las cuales brilla, de modo vario, la virtud misma de Cristo, como que de Él fueron aquellos imitadores. Así, en algunos, refulgió el celo del apostolado; en otros, se demostró la fortaleza de nuestros héroes hasta la efusión de la sangre; en otros, brilló la constante vigilancia en la adoración del Redentor; en otros, refulgió el candor virginal del alma y la modesta dulzura de la humildad cristiana; en todos ardió una fervorosísima caridad hacia Dios y hacia el prójimo.
   
La Liturgia pone ante nuestros ojos todos estos adornos de santidad, a fin de que los contemplemos saludablemente y para que «a nosotros, a quienes alegran sus méritos, enfervoricen sus ejemplos» [81]. Es necesario, pues, conservar «la inocencia en la sencillez, la concordia en la caridad, la modestia en la humildad, la diligencia en el gobierno, la vigilancia en el auxiliar al que sufre, la misericordia en el cuidar a los pobres, la constancia en defender la verdad, la justicia en la severidad de la disciplina, para que no falte en nosotros ninguna de las virtudes que nos han sido propuestas como ejemplo. Estas son las huellas de los Santos, que nos dejaron en su retorno a la patria, para que, siguiendo su camino, podamos también seguirles en la santidad» [82].
   
Y para que también nuestros sentidos sean saludablemente impresionados, la Iglesia quiere que en nuestros templos sean expuestas las imágenes de los santos, pero siempre con el mismo fin, a saber: «Que imitemos las virtudes de aquellos cuyas imágenes veneramos» [83].
   
2.º Pedirles su ayuda.
Pero hay todavía otra razón para el culto de los Santos por el pueblo cristiano: la de implorar su ayuda y «ser sostenidos por el patrocinio de aquellos con cuyas alabanzas nos regocijamos»[84]. De esto se deduce fácilmente el por qué de las numerosas fórmulas de oraciones que la Iglesia nos propone para invocar el patrocinio de los Santos.
   
3.º Especial es el culto a la Santísima Virgen.
   
a) Culto preeminente.
Entre los santos tiene un culto preeminente la Virgen María, Madre de Dios. Su vida, por la misión que le fue confiada por Dios, está estrechamente unida a los misterios de Jesucristo y seguramente nadie ha seguido más de cerca y con mayor eficacia que ella el camino trazado por el Verbo Encarnado, ni nadie goza de mayor gracia y poder cerca del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios y a través del Hijo cerca del Padre.
   
Ella es más santa que los querubines y los serafines, y sin ningún parangón, más gloriosa que todos los demás santos, siendo «llena de gracia» [Luc. I, 28] y Madre de Dios, y habiéndonos dado con su feliz parto al Redentor. A Ella, que es «Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra», recurrimos todos nosotros, «gimiendo y llorando en este valle de lágrimas»[85] y encomendamos con confianza a nosotros mismos y todas nuestras cosas a su protección. Ella se convirtió en nuestra Madre al hacer el Divino Redentor el sacrificio de Sí mismo y, por esto, con este mismo título, nosotros somos hijos suyos. Ella nos enseña todas las virtudes, nos da a su Hijo y, con Él, todos los auxilios que nos son necesarios, porque Dios «ha querido que todo lo tuviéramos por medio de María» [86].
   
4.º Recapitulación.
Por este camino litúrgico que todos los años se nos abre de nuevo bajo la acción santificadora de la Iglesia, confortados por la ayuda y los ejemplos de los Santos y, sobre todo, de la Inmaculada Virgen María, «acerquémonos, con sincero corazón, con plena fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el agua limpia del Bautismo» [Hebr. X, 22], al «gran Sacerdote» [Ibid., X, 21] para vivir y sentir con Él y penetrar por medio de Él «por el velo» [Ibid. VI, 19] y allí honrar al Padre celestial por toda la eternidad.
  
Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; se refiere al sacrificio, a los Sacramentos y a la alabanza de Dios; la unión de nuestras almas con Cristo y su santificación por medio del Divino Redentor, a fin de que sea honrado Cristo y, por Él y en Él, la Santísima Trinidad: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».
  
Ahora bien, queremos que el pueblo cristiano no sea tampoco ajeno a estos ejercicios. Estos son, por hablar tan sólo de los principales, la meditación de temas espirituales, el examen de conciencia, los retiros espirituales, instituidos para reflexionar más intensamente sobre las verdades eternas, las visitas al Santísimo Sacramento y las oraciones particulares en honor de la bienaventurada Virgen María, entre las cuales sobresale, como todos saben, el rosario.
   
A estas múltiples formas de piedad no pueden ser extrañas la inspiración y la acción del Espíritu Santo; en efecto, ellas, aunque de manera distinta, tienden todas a convertir y dirigir a Dios nuestras almas, para que las purifique de los pecados, las anime a la consecución de la virtud y, por último, para que las estimule a la verdadera piedad, acostumbrándolas a la meditación de las verdades eternas y haciéndolas más adaptadas a la contemplación de los misterios de la naturaleza humana y divina de Cristo. Y además, infundiendo intensamente en los fieles la vida espiritual, los dispone a participar en las sagradas funciones con mayor fruto y evitan el peligro de que las oraciones litúrgicas se reduzcan a un vano ritualismo.
  
PARTE CUARTA: DIRECTIVAS PASTORALES
    
Para alejar de la Iglesia los errores y las exageraciones de la verdad, de que hemos hablado más arriba, y para que los fieles puedan, guiados por las normas más seguras, practicar el apostolado litúrgico, con frutos abundantes, creemos oportuno, Venerables Hermanos, añadir algo para deducir consecuencias prácticas de la doctrina expuesta.
   
I. Recomendación de otras formas de piedad
Al tratar de la verdadera piedad, hemos afirmado que entre la liturgia y los otros actos de piedad –siempre que estén rectamente ordenados y tiendan al justo fin– no puede haber verdadera oposición; antes al contrario, hay algunos ejercicios piadosos que la Iglesia recomienda grandemente al clero y a los religiosos.
   
Ahora bien, queremos que el pueblo cristiano no sea tampoco ajeno a estos ejercicios. Estos son, por hablar tan sólo de los principales, la meditación de temas espirituales, el examen de conciencia, los retiros espirituales, instituidos para reflexionar más intensamente sobre las verdades eternas, las visitas al Santísimo Sacramento y las oraciones particulares en honor de la bienaventurada Virgen María, entre las cuales sobresale, como todos saben, el rosario.
   
A estas múltiples formas de piedad no pueden ser extrañas la inspiración y la acción del Espíritu Santo; en efecto, ellas, aunque de manera distinta, tienden todas a convertir y dirigir a Dios nuestras almas, para que las purifique de los pecados, las anime a la consecución de la virtud y, por último, para que las estimule a la verdadera piedad, acostumbrándolas a la meditación de las verdades eternas y haciéndolas más adaptadas a la contemplación de los misterios de la naturaleza humana y divina de Cristo. Y además, infundiendo intensamente en los fieles la vida espiritual, los dispone a participar en las sagradas funciones con mayor fruto y evitan el peligro de que las oraciones litúrgicas se reduzcan a un vano ritualismo.
   
No os canséis, pues, Venerables Hermanos, en vuestro celo pastoral, de recomendar y fomentar estos ejercicios de piedad, de los que, sin duda, se derivarán saludables frutos al pueblo que os ha sido confiado. Sobre todo, no permitáis –como algunos pretenden, bien con la excusa de una renovación de la liturgia, bien hablando con ligereza de una eficacia y dignidad exclusiva de los ritos litúrgicos– que las Iglesias estén cerradas durante las horas no destinadas a las funciones públicas, como ya sucede en algunas regiones; que se descuiden la adoración y la visita al Santísimo Sacramento; que se aconseje en contra de la confesión de los pecados, hecha con la única finalidad de la devoción, o que se descuide, especialmente entre la juventud, hasta el punto de languidecer, el culto de la Virgen, Madre de Dios, que, como dicen los Santos, es señal de predestinación. Estos son frutos envenenados, sumamente nocivos a la piedad cristiana, que brotan de ramas infectadas de un árbol sano; por esto es necesario cortarlas, para que la savia del árbol sólo pueda surtir frutos agradables y óptimos.
   
Puesto que, por otra parte, las opiniones manifestadas por algunos a propósito de la confesión frecuente son del todo ajenas al espíritu de Cristo y de su Esposa inmaculada y verdaderamente funestas para la vida espiritual; recordamos lo que a este propósito hemos escrito con dolor en nuestra encíclica «Mýstici Córporis», e insistimos de nuevo para que propongáis a vuestros rebaños, y especialmente a los candidatos al sacerdocio y al clero joven, la seria meditación y el fiel cumplimiento de cuanto allí hemos dicho con graves palabras.
   
Orientad, pues, vuestra actividad de modo particular para que muchísimos fieles, no sólo del clero, sino también seglares, y especialmente los pertenecientes a las sociedades religiosas y a las ramas de Acción Católica, tomen parte en los retiros mensuales y en los ejercicios espirituales realizados en determinados días para fomentar la piedad. Como hemos dicho más arriba, estos ejercicios espirituales son utilísimos, e incluso necesarios para infiltrar en las almas la verdadera piedad y para formarlas en la santidad de tal modo que puedan obtener de la Sagrada Liturgia más eficaces y abundantes beneficios.
   
En cuanto a las varias formas en que se suelen practicar estos ejercicios, sea bien sabido y claro a todos que en la Iglesia terrena, como en la celestial, hay «muchas habitaciones» [Joann. XIV, 2], y que la ascética no puede ser monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu, que, sin embargo, «sopla donde quiere» [Joann. III, 8], y con diversos dones y por diversos caminos dirige a las almas por Él iluminadas a la consecución de la santidad. Su libertad y la acción sobrenatural del Espíritu Santo en ellas ha de ser una cosa Sacrosanta, que a ninguno debe estarle permitido, bajo ningún título, perturbar ni conculcar.
  
Es sabido que los ejercicios espirituales de San Ignacio fueron plenamente aprobados e insistentemente recomendados por Nuestros predecesores por su admirable eficacia, y Nos también, por la misma razón, los hemos aprobado y recomendado, como ahora con mucho gusto los aprobamos y recomendamos.
   
Es absolutamente necesario, sin embargo, que la inspiración para seguir y practicar determinados ejercicios de piedad venga del Padre de la luz, del que provienen todas las cosas buenas y todos los dones perfectos [Jac. I, 17] y de esto será índice la eficacia con que contribuirán a que el culto divino sea cada vez más amado y ampliamente fomentado, y con que los fieles se sientan animados de un deseo más intenso de participación en los sacramentos y en el honor y obsequio debidos a todas las cosas sagradas. Si, por el contrario, obstaculizasen o se revelasen contrarios a los principios o normas del culto divino, entonces, sin duda, se deberían considerar como no ordenados por rectos pensamientos ni guiados por un celo prudente.
    
Hay, además, otros ejercicios de piedad que si bien en rigor de derecho no pertenecen a la sagrada liturgia, revisten particular dignidad e importancia, de forma que pueden ser considerados como incluidos de alguna manera en el ordenamiento litúrgico y gozan de las repetidas aprobaciones y alabanzas de esta Sede Apostólica y de los Obispos. Entre ellos se deben citar las oraciones que se suelen rezar durante el mes de Mayo en honor de la Virgen María, Madre de Dios, o durante el mes de Junio en honor del Corazón Sacratísimo de Jesús, los triduos y las novenas, los víacrucis y otros semejantes.
   
Estas prácticas piadosas, al excitar al pueblo cristiano a una asidua frecuencia del sacramento de la Penitencia y a una devota participación en el sacrificio eucarístico y en la mesa divina, así como a la meditación de los misterios de nuestra redención y a la imitación de los grandes ejemplos de los santos, contribuyen con frutos saludables a nuestra participación en el culto litúrgico.
   
Por todo lo cual haría una cosa perniciosa y errónea quien osase temerariamente arrogarse la reforma de estos ejercicios de piedad para reducirlos a los solos esquemas litúrgicos. Es necesario, sin embargo, que el espíritu de la sagrada liturgia y sus preceptos influyan benéficamente sobre ellos para evitar que en ellos se introduzca algo inepto o indigno del decoro de la casa de Dios, o que vaya en detrimento de las sagradas funciones o sea contrario a la sana piedad.
   
Cuidad, pues, Venerables Hermanos, de que esta pura y genuina piedad prospere bajo vuestros ojos y florezca cada vez más. Sobre todo, no os canséis de inculcar a cada uno de los fieles que la vida cristiana no consiste en la multiplicidad o variedad de las oraciones y los ejercicios de piedad, sino que consiste, sobre todo, en que éstos y aquellos contribuyan realmente al progreso espiritual de los fieles y con ello al incremento de la Iglesia toda. Ya que el eterno Padre «nos escogió por Él mismo (Cristo) antes de la creación del mundo para ser santos y sin mácula en su presencia» [Efe. I, 4]. Todas nuestras oraciones, por tanto, y todas nuestras prácticas devotas deben tender y dirigir todos nuestros recursos espirituales a la consecución de este supremo y nobilísimo fin.
   
II. Espíritu y apostolado litúrgicos
   
A) NORMAS GENERALES
Os exhortamos, pues, con instancia, Venerables Hermano, para que eliminados los errores y las falsedades, y prohibido todo lo que caiga fuera de la verdad y del orden, promováis las iniciativas que dan al pueblo un conocimiento más profundo de la sagrada liturgia, a fin de que pueda participar más adecuada y fácilmente en los ritos divinos con disposición verdaderamente cristiana.
   
Es necesario, ante todo, esforzarse en que todos obedezcan con la fe y reverencia debidas los decretos publicados por el Concilio de Trento, por los Romanos Pontífices y la Congregación de Ritos y todas las disposiciones de los libros litúrgicos, en lo que se refiere a la acción del culto público.
   
En todas las cosas de la liturgia deben resplandecer, sobre todo, esos tres ornamentos de que nos habla nuestro predecesor Pío X, a saber: la santidad, que libra de toda influencia profana; la nobleza de las imágenes y de las formas, a la que sirven todas las artes verdaderas y mejores; y, por último, la universalidad, la cual, conservando las legítimas costumbres y los legítimos usos regionales, ex­presa la católica unidad de la Iglesia [87].
  
B) CONSEJOS PRÁCTICOS
  
1. Decoro.
Deseamos y recomendamos cálidamente una vez más, el decoro de los sacrificios y los altares sagrados. Que cada uno se sienta ani­mado por la palabra divina: «El celo de tu casa me tiene consumido» [Ps. LXVIII, 10; Joann. II, 17] y trabaje según sus fuerzas para que todas las cosas, sea en los edi­ficios sagrados, sea en las vestiduras y en los objetos litúrgicos, aun cuando no brillen por su excesiva riqueza y esplendor, sean, sin embar­go, apropiados y limpios, estando todo consagra­do a la Divina Majestad. Que si ya, más arriba, hemos condenado el erróneo modo de obrar de aquellos que con la excusa de revivir lo antiguo, quieren expulsar de los templos las imágenes sagradas, creemos que es nuestro deber aquí re­prender la piedad mal entendida de aquellos que en las iglesias y en los mismos altares pro­ponen a la veneración sin justo motivo múlti­ples simulacros y efigies; aquellos que exponen reliquias no reconocidas por la legitima auto­ridad y aquellos, en fin, que insisten en detalles particulares y de poca importancia, mientras descuidan las cosas principales y necesarias y ponen así en ridículo a la religión y envilecen la seriedad del culto.
  
2. Nueva forma de culto.
Recordamos también el decreto «sobre las nuevas formas de culto y devoción que no se deben introducir», cuya religiosa observan­cia recomendamos a Vuestra vigilancia [88].
   
3. Música.
En cuanto a la música obsérvense es­crupulosamente las determinadas y claras nor­mas emanadas de esta Sede Apostólica. El can­to gregoriano, que la Iglesia romana considera como cosa suya, porque lo ha recibido de an­tigua tradición y lo ha conservado en el trans­curso de los siglos bajo su diligente tutela, y que ella propone a los fieles como cosa también propia de ellos, y que prescribe de manera abso­luta en algunas partes de la liturgia [89], no sólo añade decoro y solemnidad a la celebración de los divinos Misterios, sino que contribuye en forma máxima a acrecer la fe y la piedad en los asistentes
   
A este efecto, Nuestro Predecesores de inmortal memoria Pío X y Pío XI establecieron –y Nos confirmamos con nuestra autoridad las disposiciones dadas por ellos– que en los Seminarios e Institutos religiosos sea cultivado con estudio y diligencia el canto gregoriano y que, al menos en las iglesias más importantes, sean restauradas las antiguas «Scholæ Cantórum», como ya ha sido hecho con feliz resultado en no pocos lugares [90].
  
Además, «para que los fieles participen más activamente en el culto divino, ha de ser resucitado el canto gregoriano también en el uso del pueblo y en la parte que al pueblo corresponde. Y urge verdaderamente que los fieles asistan a las ceremonias sagradas, no como espectadores mudos y ajenos, sino profundamente emocionados por la belleza de la liturgia… que alternen, según las normas prescritas, sus voces con la voz del sacerdote y del coro; si esto, gracias a Dios, se verifica, no sucederá más que el pueblo responda apenas con un leve y ligero murmullo a las oraciones comunes dichas en latín y en lengua vulgar» [91]. La multitud que asiste atentamente al sacrificio del altar, en el cual nuestro Salvador, juntamente con sus hijos redimidos con su sangre, canta el epitalamio de su inmensa caridad, ciertamente no podrá callar, porque «cantar es propio de quien ama» [92] y, como ya decía un antiguo proverbio «Quien bien canta reza dos veces». De esta manera, la Iglesia militante, clero y pueblos juntos, unirán su voz a los cantos de la Iglesia triunfante y a los coros angélicos y todos juntos cantarán un magnífico y eterno himno de alabanza a la Santísima Trinidad, como está escrito: «Con los cuales te rogamos que te dignes acoger también nuestras voces» [93].
   
No obstante, no se puede afirmar que la música y el canto modernos deban ser excluidos por completo del culto católico. Antes bien, si no tiene nada de profano o de inconveniente, para la santidad del lugar y de la acción sagrada, ni derivan de una vana búsqueda de efectos extraordinarios e insólitos, es necesario, ciertamente, abrirles la puerta de nuestras Iglesias, pudiendo el uno y la otra contribuir no poco al esplendor de los ritos sagrados, a la elevación de las mentes y, en general, a la verdadera devoción.
   
Os exhortamos también, Venerables Hermanos, a que procuréis fomentar el canto religioso popular y su exacta ejecución, hecha con la conveniente dignidad, pudiendo esto estimular y acrecentar la fe y la piedad de la muchedumbre cristiana. Ascienda al cielo el canto unísono y potente de nuestro pueblo, como el fragor de las olas del mar [94], expresión armoniosa y vibrante de un solo corazón y de una sola alma [Act. IV, 32], como conviene a hermanos e hijos de un mismo padre.
   
4. Artes.
Lo que hemos dicho de la música, dicho queda a propósito de las otras artes, y especialmente de la arquitectura, de la escultura y de la pintura. No se deben despreciar y repudiar genéricamente y como criterio fijo las formas e imágenes recientes más adaptadas a los nuevos materiales con los que hoy se confeccionan aquéllas, pero evitando con un prudente equilibrio el excesivo realismo, por una parte, y el exagerado simbolismo, por otra, y teniendo en cuenta las exigencias de la comunidad cristiana más bien que el juicio y gusto personal de los artistas, es absolutamente necesario dar libre campo al arte moderno siempre que sirva con la debida reverencia y el honor debido a los sagrados sacrificios y a los ritos sagrados; de forma que también ella pueda unir su voz al admirable cántico de gloria que los genios han cantado en los siglos pasados a la fe católica.
   
No podemos por menos, sin embargo, movidos por nuestro deber de conciencia, que deplorar y reprobar aquellas imágenes, recientemente introducidas por algunos, que parecen ser depravaciones y deformaciones del verdadero arte y que a veces repugnan abiertamente al decoro, a la modestia y a la piedad cristiana y ofenden miserablemente al genuino sentimiento religioso; estas imágenes deben mantenerse absolutamente alejadas de nuestras iglesias, como en general «todo aquello que no esté en armonía con la santidad del lugar» [95].
  
Ateniéndoos a las normas y a los decretos de los Pontífices, procurad diligentemente, Venerables Hermanos, iluminar y dirigir la mente y el alma de los artistas, a los cuales se confíe la misión de restaurar y reconstruir tantas iglesias arruinadas o destruidas por la violencia de la guerra; ojalá que puedan y quieran, inspirándose en la religión, encontrar los motivos más dignos y adecuados a las exigencias del culto; así sucederá que las artes humanas, casi venidas del cielo, resplandezcan con una luz serena, promuevan grandemente la civilización humana y contribuyan a la gloria de Dios y a la santificación de las almas. Porque las artes están verdaderamente conformes con la religión cuando sirven «como nobilísimas esclavas al culto divino» [96].
    
C) EL ESPÍRITU LITÚRGICO
Pero hay una cosa todavía más importante, Venerables Hermanos, que recomendamos de modo especial a vuestra solicitud y a vuestro celo apostólico. Todo lo que afecta al culto religioso externo tiene su importancia, pero urge, sobre todo, que los cristianos vivan la vida litúrgica y con ella alimenten e incrementen su espíritu sobrenatural.
   
Procurad, pues, diligentemente, que el clero joven sea formado en la inteligencia de las ceremonias sagradas y en la comprensión de su majestad y belleza y aprenda diligentemente las rúbricas en armonía con su formación ascética, teológica, jurídica y pastoral. Y esto no sólo por razones de cultura; no sólo para que el seminarista pueda un día realizar los ritos de la religión con el orden, el decoro y la dignidad necesarios, sino, sobre todo, para que sea educado en íntima unión con Cristo sacerdote y se convierta en un santo ministro de santidad.
   
Procurad también por todos los medios que con los procedimientos que vuestra prudencia estime más apropiados, el pueblo y el clero sean una sola mente y una sola alma y que así, el pueblo cristiano participe activamente en la liturgia, que entonces será verdaderamente la acción sagrada, en la cual el sacerdote que atiende a la cura de las almas en la parroquia que le ha sido confiada, unido con la asamblea del pueblo, rinda al Señor el culto debido.
   
Para obtener esto será ciertamente útil que se escojan jóvenes piadosos y bien instruidos entre toda clase de fieles, para que, con desinterés y buena voluntad, sirvan devota y asiduamente al altar, misión que debería ser tenida en gran consideración por los padres, aun los de alta condición social y cultural.
  
Si estos jóvenes son instruidos con el cuidado necesario y bajo la vigilancia de un sacerdote para que cumplan este cometido con constancia y reverencia y en las horas establecidas, se hará fácil el que surjan entre ellos nuevas vocaciones sacerdotales y el clero no se lamentará de no encontrar –como sucede a veces incluso en regiones catolicísimas– ­a nadie que en la celebración del augusto sacrificio les responda y les sirva.
   
Intentad, sobre todo, obtener con vuestro diligentísimo celo, que todos los fieles asistan al sacrificio eucarístico y saquen de él los más abundantes frutos de salvación; exhortadlos asiduamente a fin de que participen en él con devoción, de todas aquellas formas legítimas de que más arriba hemos hablado. El augusto sacrificio del altar es el acto fundamental del culto divino; es necesario, por tanto, que sea también la fuente y el centro de la piedad cristiana. No consideraría satisfecho vuestro celo apostólico hasta que no veáis a vuestros hijos acercarse en gran número al celeste convite que es «Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad» [97].
   
Para que el pueblo cristiano pueda conseguir estos dones sobrenaturales cada vez con mayor abundancia, instruidlo con cuidado por medio de oportunas predicaciones y especialmente con discursos y ciclos de conferencias, con semanas de estudio y con otras manifestaciones semejantes, sobre los tesoros de piedad contenidos en la sagrada liturgia. A este fin tendréis, ciertamente, a vuestra disposición a los miembros de la Acción Católica, siempre dispuestos a colaborar con la jerarquía para promover el reino de Jesucristo.
   
No obstante, es absolutamente necesario que en todo esto vigiléis atentamente para que en el campo del Señor no se introduzca el enemigo para sembrar la cizaña en medio del grano [Matth. XIII, 24‑25]; en otras palabras: para que no se infiltren en vuestro rebaño los perniciosos y sutiles errores de un falso «misticismo» y de un nocivo «quietismo» –errores, como sabéis, ya condenados por Nos [98]– y para que las almas no sean seducidas por un peligroso «humanismo» ni se introduzca una falsa doctrina que altere la noción misma de la fe, ni, por fin, un excesivo «arqueologismo» en materia litúrgica. Cuidad con igual diligencia para que no se difundan las falsas opiniones de aquellos que, sin razón, creen y enseñan que la naturaleza humana de Cristo glorificada habita realmente con su continua presencia en los «justificados» o que una sola e idéntica gracia une a Cristo con los miembros de su Cuerpo Místico.
   
No os dejéis desanimar por las dificultades que surjan, sino que éstas sirvan para estimular vuestro celo pastoral. «Tocad la trompa en Sión, convocad la asamblea, reunid al pueblo, santificad la Iglesia, congregad a los vecinos, recoged a los niños» [Joel II, 15‑16] y haced por todos los medios que se llenen por doquier las Iglesias y los altares de cristianos, que, como miembros vivos unidos a su Cabeza divina, sean restaurados por las gracias de los sacramentos, celebren el augusto sacrificio con Él y por Él, y den al Eterno Padre las alabanzas debidas.
   
CONCLUSIÓN
   
Todas estas cosas, Venerables Hermanos, teníamos intención de escribiros, y lo hacemos a fin de que nuestros y vuestros hijos comprendan mejor y estimen más el preciosísimo tesoro contenido en la sagrada Liturgia; es decir, el sacrificio eucarístico que represente y renueve el sacrificio que el cielo y la tierra elevan cada día a Dios.
  
Séanos permitido esperar que estas exhortaciones nuestras estimularán a los tímidos y a los recalcitrantes no sólo a un estudio más intenso e iluminado de la Liturgia, sino también a traducir en la práctica de la vida su espíritu sobrenatural, como dice el Apóstol: «No apaguéis el espíritu»[I Thes. V, 19].
   
A aquellos a quienes un celo excesivo les mueve a veces a decir y hacer cosas que nos duele no poder aprobar, les repetimos la advertencia de San Pablo: «Examinad, sí, todas las cosas y ateneos a lo bueno»[Ibid. V, 21], les amonestamos con ánimo paternal para que ajusten su modo de pensar y obrar en lo referente a la doctrina cristiana, conforme a los preceptos de la Inmaculada Esposa de Jesucristo y Madre de los Santos.
   
A todos, también, recordamos la necesidad de una generosa y fiel obediencia a los pastores a quienes compete el derecho e incumbe el deber de regular toda la vida y, ante todo, la espiritual de la Iglesia. «Obedeced a vuestros prelados y estadles sumisos, ya que ellos velan, como que han de dar cuenta de vuestras almas, para que lo hagan con alegría y no penando» [Hebr. XIII, 17].
   
Que el Dios que adoramos y que «no es Dios de discordia, sino de paz» [I Cor. XIV, 33], nos conceda benigno a todos el participar en este destierro terrenal con una sola mente y un solo corazón en la sagrada Liturgia; que sea como una preparación y auspicio de aquella liturgia celestial, con la cual, como confiamos, en compañía de la excelsa Madre de Dios, y dulcísima Madre nuestra, cantaremos: «Al que está sentado en el trono y al Cordero, bendición y honra, y gloria, y potestad por los siglos de los siglos» [Apoc. V, 13].
   
Con esta gozosísima esperanza, a todos y a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, a los fieles confiados a vuestra vigilancia como auspicio de los dones celestiales y testimonio de nuestra particular benevolencia, impartimos con gratísimo afecto la bendición apostólica.
  
Dado en Castelgandolfo, cerca de Roma, el 20 de Noviembre del año 1947, noveno de nuestro pontificado. PÍO PAPA XII.
  
NOTAS
[1] Concilio de Trento, sesión XXII, cap. I.
[2] Ibid., cap. II.
[3] Encíclica «Caritáte Christi», 3 de Mayo de 1932.
[4] Motu Proprio «In cotidiánis précibus», 24 de Marzo de 1945.
[5] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II‑IIæ, cuestión 81, art. 1.
[6] Cfr. Bonifacio IX, «Ab orígine mundi», 7 de Octubre de 1391. Calixto III, «Summus Póntifex», 1 de Enero de 1456. Pío II, «Tríum­phans Pastor», 12 de Abril de 1459. Inocencio XI, «Tríumphans Pastor», 3 de Octubre de 1678.
[7] San Agustín, Epístola 130 a Proba, 18.
[8] Misal Romano. Prefacio de Navidad.
[9] Card. Juan Bona, De divina Psalmodia, cap. 19, III, 1.
[10] Misal Romano, Miércoles de Ceniza, Oración después de la imposición de la Ceniza.
[11] De la predestinación de los Santos, 31.
[12] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II‑IIæ, cuestión 82, art. 1.
[13] Código de Derecho Canónico, cánones 123, 125, 565, 571, 595, 1357.
[14] Pontifical Romano, De la ordenación de un Sacerdote, en la unción de las manos.
[15] «Lex orándi, lex credéndi».
[16] «Enchiridion», cap. III.
[17] «Legem credéndi, lex státuat supplicándi». Indículo de la Gracia de Dios.
[18] San Agustín, Epístola 130 a Proba, 18.
[19] Constitución « Divíni Cultus», 20 de Diciembre de 1928.
[20] Constitución «Imménsa», 22 de Enero de 1588.
[21] Código de Derecho Canónico, canon 253.
[22] Código de Derecho Canónico, canon 1257.
[23] Código de Derecho Canónico, canon 1261.
[24] Pío VI, Constitución «Auctórem Fidei», 28 de Agosto de 1794, nros. 31‑34, 39, 62, 66, 69‑74.
[25] Concilio de Trento, sesión XXII, cap. I.
[26] Ibid., cap. II.
[27] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, cuestión 22, art. 4.
[28] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre el Evangelio de San Juan, 86:4.
[29] Misal Romano, Prefacio 
[30] Ibid., Canon de la Misa.
[31] Misal Romano, Prefacio.
[32] Misal Romano, Canon de la Misa.
[33] San Agustín, De la Trinidad, lib. XIII, cap. XIX.
[34] Sesión XXI, cap. I.
[35] San Agustín, Comentario sobre el salmo CXLVII, n.º 16.
[36] Encíclica «Mýstici Córporis», 29 de Junio de 1943.
[37] Misal Romano, Secreta de la Domínica IX después de Pentecostés.
[38] Sesión XXII, cap. II y can. 4.
[39] Concilio de Trento, sesión XXIII, cap. IV.
[40] San Roberto Belarmino, «De la Misa», II, cap. IV.
[41] «Del sagrado Misterio del Altar», II, 6.
[42] «De la Misa», I, cap. 27.
[43] Misal Romano, Ordinario de la Misa.
[44] Ibid. Canon de la Misa.
[45] Ibid. Canon de la Misa.
[46] Misal Romano, de la Misa.
[47] Pontifical Romano, De la ordenación de un Sacerdote.
[48] Ib. De la Consagración del Altar, Prefacio.
[49] Concilio de Trento, sesión XXII, cap. V.
[50] Sermón 272.
[51] San Roberto Belarmino, «De la Misa», II, cap. 8.
[52] Ciudad de Dios, lib. X, cap. 6.
[53] Misal Romano, Canon de la Misa.
[54] Encíclica «Certióres effécti», 13 de Noviembre de 1742, pár. 1.
[55] Concilio de Trento, sesión XXII, cap. 8.
[56] Misal Romano, Colecta del Corpus Christi.
[57] Sesión XXII, cap. 6.
[58] Encíclica «Certióres effécti», pár. 3.
[59] San Ignacio de Antioquía, Epístola a los Efesios, XX.
[60] Misal Romano, Canon de la Misa.
[61] Misal Romano, Postcomunión de la Domínica infraoctava de la Ascensión.
[62] Ibid., Postcomunión de la Domínica I después de Pentecostés.
[63] Código de Derecho Canónico, canon 810.
[64] Libro IV, cap. XII.
[65] Misal Romano, Secreta de la Misa de la Santísima Trinidad.
[66] Concilio de Trento, sesión XIII, can. I.
[67] Concilio de Constantinopla, Anatema contra el Cisma de los tres capítulos, canon IX. Comparar el Concilio de Éfeso, Anatemas de San Cirilo, canon. Cfr. Concilio de Trento, sesión XIII, canon VI. Pío VI, Constitución «Auctórem fídei», n.º 61.
[68] Comentario sobre el salmo XCVIII, 9.
[69] Concilio de Trento, sesión XIII, cap. V y canon VI.
[70] Sobre la I Epístola a los Corintios, XXIV, 4.
[71] Misal Romano, Colecta de la Dedicación de la Iglesia.
[72] Misal Romano, Secuencia «Lauda Sion», de la Misa del Corpus Christi.
[73] San Agustín, Comentario sobre el salmo LXXXV, n.º 1.
[74] San Benito Abad, Regla de los Monjes, cap. 19.
[75] Explicación del Salterio, Prefacio. Texto tal como fue encontrado en Migne, Patrología Latína 70, 10. Pero algunos son de la opinión que parte de este pasaje no debe ser atribuida a Casiodoro.
[76] San Ambrosio, Comentario sobre el salmo I, n.º 9.
[77] Confesiones, libro IX, cap. VI.
[78] San Agustín, La ciudad de Dios, libro VIII, cap. XVII.
[79] San Agustín, Comentario sobre el salmo CXXIII, n.º 2
[80] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, cuestión 49 y cuestión 62, art. 5.
[81] Misal Romano, Colecta de la III Misa por muchos mártires fuera del Tiempo Pasucal.
[82] San Beda el Venerable, Homilía 70 en la Solemnidad de Todos los Santos.
[83] Misal Romano, Colecta de la Misa de San Juan Damasceno.
[84] San Bernardo, Sermón II en la fiesta de Todos los Santos.
[85] «Salve Regina».
[86] San Bernardo, en la Natividad de la Bienaventurada Virgen María, 7.
[87] Cfr. San Pío X, Carta Apostólica en Motu Proprio «Tra le sollecitudini», 22 de Noviembre de 1903.
[88] Suprema y Sagrada Congregación del Santo Oficio: Decreto del 26 de Mayo de 1937.
[89] San Pío X, Carta Apostólica en Motu Proprio «Tra le sollecitudini».
[90] San Pío X, loc. cit.: Pío XI, Constitución «Divíni Cultus», IX.
[91] Pío XI, Constitución «Diviní Cultus», IX.
[92] San Agustín, Sermón 336, n.º 1
[93] Misal Romano, Prefacio
[94] San Ambrosio, Hexámeron, III, 5, 23.
[95] Código de Derecho Canónico, canon 1178.
[96] Pío XI, Constitución «Divíni Cultus».
[97] San Agustín, Tratado XXVI sobre el Evangelio de San Juan, 13.
[98] Encíclica «Mýstici Córporis».

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