Meditaciones
dispuestas por San Alfonso María de Ligorio, y traducidas al Español,
publicadas en Barcelona por la imprenta de Pablo Riera en 1859.
Imprimátur por D. Juan de Palau y Soler, Vicario General y Gobernador
del Obispado de Barcelona, el 30 de Octubre de 1858.
MEDITACIÓN 26.ª (DÍA OCTAVO DE LA NOVENA DE NAVIDAD): Appáruit grátia Dei Salvatóris nostri ómnibus homínibus, erúdiens nos ut... pie vivámus in hoc sǽculo, expectántes beátam spem, et advéntum glóriæ magni Dei, et Salvatóris nostri Jesu Christi. (Se manifestó a todos los hombres la gracia de Dios Salvador nuestro, enseñándonos que vivamos en este siglo píamente, aguardando la esperanza bienaventurada, у el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador Jesucristo. Tito II, 11).
Considera que por la gracia que aquí se dice manifestada se entiende el entrañado amor de Jesucristo hacia los hombres, amor nunca merecido por nosotros, y por esto se llama gracia. Este amor por otra parte fue siempre el mismo en Dios, pero no siempre se mostró del mismo modo. Primeramente fue prometido en tantas profecías, y encubierto bajo el velo de tantas figuras. Mas en el nacimiento del Redentor se dejó ver a las claras este amor divino, apareciendo a los hombres el Verbo eterno, niño, recostado sobre el heno, que gemía y temblaba de frío, comenzando ya de esta manera a satisfacer por nosotros las penas que merecíamos, y dando asimismo a conocer el afecto que nos tenía, con dar por nosotros la vida. Porque, como dice San Juan: En esto hemos conocido la caridad de Dios, en que puso Él su vida por nosotros (1.ª San Juan III, 16). Se manifestó, pues, el amor de Dios, y se manifestó a todos, ómnibus homínibus. Pero, ¿por qué después no le han conocido todos, y todavía hay tantos que no le conocen? El mismo Jesucristo da la razón: Porque los hombres amaron más las tinieblas que la luz (San Juan II, 19). No le han conocido ni conocen, porque no quieren, estimando en mas las tinieblas del pecado, que la luz de la gracia. Procuremos no ser del número de estos infelices. Si hasta aquí hemos cerrado los ojos a la luz, pensando poco en el amor de Jesucristo, procuremos en los días que nos restan de vida tener siempre delante la vista las penas y la muerte de nuestro Redentor, para amar a quien tanto nos ha amado, «aguardando entre tanto la esperanza bienaventuarada y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo». Así podremos confiar fundadamente, según las divinas promesas, en aquel paraíso que Jesucristo nos ha adquirido con su Sangre. En esta primera venida, viene Jesús de niño, pobre y envilecido, y déjase ver nacido en un establo, cubierto de pobres mantillas, y reclinado sobre el heno; pero en la segunda venida vendrá de Juez sobre un trono de majestad. Verán entonces, nos dice Él mismo, al Hijo del Hombre, viniendo en las nubes con grande poder y majestad. ¡Dichoso en aquella hora el que le habrá amado, y miserable el que no le haya amado!
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh mi santo Niño! Ahora os veo sobre esa paja, pobre, afligido y abandonado; mas sé que un día habéis de venir a juzgarme en un solio de resplandores, y cortejado por los Ángeles. ¡Ah!, perdonadme, antes que me hayáis de juzgar. Entonces deberéis portaros como Dios de justicia, pero ahora sois para mí Redentor y Padre de misericordia. Yo ingrato, he sido uno de aquellos que no os han conocido, porque no han querido conoceros; y por esto en vez de pensar en amaros, considerando el amor que me habéis tenido, no he pensado sino en satisfacer mis apetitos, despreciando vuestra gracia y vuestro amor. Esta mi alma, que he perdido, ahora la consigno en vuestras santas manos. Salvadla, Señor: In manus tuas comméndo spíritum meum (Salmo XXX, 6). En Vos pongo, deposito todas mis esperanzas, sabiendo que habéis dado la Sangre y la vida por mí, para rescatarme del Infierno: Redemísti me, Dómine, Deus veritátis. Vos no habéis permitido que yo muriese cuando estaba en pecado, y me habéis esperado con tanta paciencia, para que yo, reconocido, me arrepienta de haberos ofendido, y comience a amaros; y así podáis después perdonarme y salvarme. Sí, Jesús mío, quiero complaceros: yo me arrepiento sobre todo mal de cuantos disgustos os he causado: me arrepiento, y os amo sobre todas las cosas. Salvadme por vuestra misericordia; y mi salvación sea amaros siempre en esta vida y en la eternidad. Amada Madre mía, María, recomendadme a vuestro Hijo. Hacedle presente que yo soy siervo vuestro, y que en Vos he puesto mi esperanza. Él os oye, y nada os niega.
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