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jueves, 19 de mayo de 2022

ENCÍCLICA “Longínqua Océani”, SOBRE LA IGLESIA EN ESTADOS UNIDOS

Estados Unidos nació a partir de las Trece Colonias, que heredaron el anticatolicismo de su otrora metrópoli Inglaterra (aunque a diferencia, no hubo las persecuciones al modo de aquella), y de ahí que se viera con hostilidad a los católicos (primero a los españoles de Florida y los franceses de Luisiana, luego a los mexicanos de Texas y Alta California, y más tarde a los inmigrantes provenientes de Italia, Irlanda, Alemania y Polonia, entre otros países), porque se pensaba que sus lealtades estarían con el Papa de Roma y no con el American Way of Life. Hostilidad que se vio reflejada ad extra en los ataques del nativismo de los WASP (White, Anglo-Saxon Protestant), y ad intra por la reacción fidelista laical imitando los valores democráticos y el estilo protestante (por ejemplo, parroquias propias y elegir sus párrocos). Pero, en la Guerra de Secesión, los católicos mantuvieron su unidad evitando cualquier discusión, mientras que los protestantes se dividieron con su propia línea Mason-Dixon (ejemplo de esto fueron que habían ediciones distintas del Libro de Oración Común episcopaliano para la Unión y para los Confederados, o que la iglesia bautista se dividió en 1845 por causa de la esclavitud –la Convención Bautista del Norte era abolicionista, y la Convención Bautista del Sur era esclavista–).
   
Los obispos estadounidenses, reunidos en los Concilios Plenarios de Baltimore (primado de facto de Estados Unidos) en 1852, 1866 y 1884 buscaron soluciones propias a la problemática que vivía la Iglesia en ese país, aduciendo una colegialidad existente por lo menos desde 1780. Esta época fue marcada por grandes frutos apostólicos y que se ganó mayor aceptación para la Iglesia por parte de la minoría culta estadounidense y la hostilidad pasó de los ataques contra todos los católicos hacia aquellos que intentaban obtener fondos públicos para sus escuelas.
   
León XIII, el 6 de Enero de 1895, dirige a los Obispos de Estados Unidos la encíclica “Longínqua Océani” [Acta Sanctæ Sedis, vol. XXVII (1894-1895), págs. 387-399; traducción tomada de PROPAGANDA CATÓLICA], en la cual pondera que las leyes norteamericanas hayan respetado la libertad de la Iglesia bajo el amparo del derecho común; y les recuerda que los frutos pastorales se deben principalmente a la naturaleza de la Iglesia y no a la neutralidad estatal, previniendo del erróneo uso del «modelo estadounidense» para alterar la doctrina católica sobre las relaciones Iglesia-Estado, y de la equivocada pretensión de «americanizar» a otras naciones (el americanismo como tal será condenado cuatro años después con la encíclica “Testem Benevoléntiæ Nostræ”). Es una lástima que 70 años después de Longínqua Océani, en el Vaticano II la libertad religiosa y la separación Iglesia-Estado al modo estadounidense se impusiera en las aulas conciliares merced al jesuita John Courtney Murray.

ENCÍCLICA “Longínqua Océani” DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR LEÓN, PAPA XIII, SOBRE EL CATOLICISMO EN LOS ESTADOS UNIDOS.
   
A los Venerables Arzobispos y Obispos de los Estados Unidos.
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica
    
1. Introducción. 
Atravesamos con el espíritu y con el pensamiento los dilatados espacios del Océano, y, aunque ya en otras oportunidades Nos hemos dirigido a vosotros por escrito, sobre todo cuanto hemos enviado cartas circulares, en virtud de nuestra autoridad, a los obispos del orbe católico, hemos determinado dirigiros ahora la palabra por separado, con el propósito, si Dios lo quiere, de ser útiles a la familia católica de entre vosotros. Y emprendemos esta tarea con sumo interés y cuidado, ya que tenemos en suma consideración y estimamos mucho al pueblo americano, fuerte por su juventud, en el cual percibimos gérmenes de grandeza no sólo en lo político, sino también en lo cristiano.
   
Cuando, no hace todavía mucho, toda vuestra nación celebraba, con el más grato recuerdo y en todos los sentidos, como era digno, el cuarto centenario del feliz descubrimiento de América, Nos celebramos igualmente con vosotros la memoria de un hecho tan glorioso en comunión de alegría y semejanza de buena voluntad. Y en aquella ocasión no nos conformamos con hacer votos por vuestra conservación y grandeza permaneciendo ausente; figuraba entre nuestros deseos hallarnos presente de alguna manera entre vosotros, y por ello enviamos gustosos a quien nos representara.
   
Lo que hicimos en aquella solemnidad no los hicimos sin derecho; al pueblo americano, apenas nacido a la luz desde sus primeros vagidos, la madre Iglesia lo recibió en su seno. Puesto que, como en otras naciones hemos demostrado, Colón buscó, como primer fruto de sus navegaciones y trabajos, dar a conocer el nombre cristiano en las nuevas tierras y mares; en cuyo pensamiento fijo, nada era para él más urgente, dondequiera que arribara, como enarbolar sobre la costa el sacrosanto signo de la cruz. Igual, pues, que el Arca de Noé, flotando sobre las aguas desbordadas, llevaba la semilla de los israelitas con las reliquias del género humano, las naves colombinas, confiadas al Océano, llevaron los principios de grandes naciones y los fundamentos de la religión cristiana.
   
 No es de este lugar referir minuciosamente lo que vino después. Lo cierto es que el Evangelio iluminó desde los primeros instantes a los pueblos, antes salvajes, descubiertos por el genovés. Pues se sabe cuántos, y no sólo de la Orden franciscana, sino también de la de Santo Domingo y de la de San Ignacio de Loyola, pasaron en el espacio de dos siglos a las nuevas tierras con el exclusivo fin de atender las colonias llevadas desde Europa, y, sobre todo, de convertir a los indígenas, sacándolos de la superstición a la religión de Cristo, y sellando no pocas veces sus desvelos con testimonio de sangre. Los mismos nuevos nombres impuestos a muchísimas de vuestras ciudades, ríos, montes y lagos muestran y testifican con toda claridad vuestros orígenes, totalmente calcados en los vestigios de la Iglesia católica. Y no ocurrió al azar, sin designio de la divina Providencia, lo que vamos a recordar: cuando las colonias americanas, ayudadas por los católicos, lograron su independencia y soberanía y se constituyeron conforme a derecho en nación, quedó también jerárquica y legalmente constituida entre vosotros la Iglesia, y, al mismo tiempo que el sufragio popular exaltaba a la suprema magistratura al gran Washington, la autoridad apostólica ponía al frente de la Iglesia americana el primer obispo. La amistad y trato familiar que, según consta, existió entre uno y otro parece indicar la conveniencia de que esa federación de estados y la Iglesia católica estén unidas por la concordia y la amistad. Y no sin razón ciertamente. Pues la sociedad no puede asentarse sino sobre buenas costumbres; esto lo vio con gran perspicacia y lo publicó aquel vuestro primer ciudadano a que hace poco hemos aludido, y que se distinguió tanto por su talento y prudencia política. Ahora bien, es la religión la que sobre todo y de manera inmejorable contiene las costumbres, ya que por su propia naturaleza custodia y defiende los principios de donde emanan los deberes, y en los momentos más indicados para la acción manda vivir virtuosamente y no pecar. ¿Qué es la Iglesia sino una sociedad legítima fundada por voluntad mandato de Cristo para conservar la santidad de las costumbres y defender la religión?  Por esto hemos insistido reiteradamente, desde la cima de este pontificado, en llevar a los ánimos la convicción de que indudablemente la Iglesia, aunque por su esencia y naturaleza tiene por objeto la salvación de las almas y el logro de la felicidad eterna, produce además, incluso en el orden de las cosas mortales, tantos y tan grandes beneficios como no podrían ser ni más ni mayores si su finalidad primera y principal fuera propugnar la prosperidad de esta vida terrena.
     
Nadie podrá menos de ver que vuestra nación progresa y que parece volar hacia una situación cada vez mejor; incluso en lo que atañe a la religión. Pues de igual manera que los estados han crecido, en el curso de un siglo escasamente, en gran cantidad de recursos y poderío, también la Iglesia, de pequeña y débil que era, se engrandece con extraordinaria rapidez y florece egregiamente. Ahora bien, si, por un lado, el aumento y abundancia de bienes que se parecía en vuestros estados justamente se atribuyen al talento y laboriosidad del pueblo americano, por el otro, la situación floreciente del catolicismo ha de atribuirse, sin duda alguna, en primer lugar, a la virtud, habilidad y prudencia de los obispos y del clero, y luego a la fe y a la generosidad de los católicos. Así, apoyándoos con todas vuestras fuerzas en cada uno de estos órdenes, habéis podido fundar innumerables instituciones piadosas y de utilidad: templos, escuelas para educar a los niños, centros de estudios superiores, asilos para recoger a los pobres, sanatorios, monasterios. Y, en lo que toca más directamente a la formación de las almas, consistente en el ejercicio de las virtudes cristianas, nos constan muchas otras cosas que nos llenan de esperanzas y non inundan de gozo: el desarrollo de ambos cleros, la estimación en que se tienen las congregaciones piadosas, la existencia de escuelas curiales católicas, de escuelas dominicales para la enseñanza de la doctrina cristiana, de escuelas de verano; sociedades de socorros mutuos para aliviar la indigencia, para proteger la moderación en la comida; y a esto se añaden otras muchas demostraciones de piedad popular.
   
No cabe la menor duda de que han conducido a estas felices realidades principalmente los mandatos y decreto de vuestros sínodos, sobre todo los de aquellos que, andando el tiempo, fueron convocados y sancionados por la autoridad de la Sede Apostólica. Pero han contribuido, además, eficazmente, hay que confesarlo como es, la equidad de las leyes en que América vive y las costumbres de una sociedad bien constituida. Pues, sin oposición por parte de la Constitución del Estado, sin impedimento alguno por parte de la ley, defendida contra la violencia por le derecho común y por la justicia de los tribunales, le ha sido dada a vuestra Iglesia una facultad de vivir segura y desenvolverse sin obstáculos. Pero, aun siendo todo esto verdad, se evitará creer erróneamente, como alguno podría hacerlo partiendo de ello, que el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados, al estilo estadounidense. Pues que el catolicismo se halle incólume entre vosotros, que incluso se desarrolle prósperamente, todo esto debe atribuirse exclusivamente a la fecundidad de que la Iglesia fue dotada por Dios y a que, si nada se le opone, si no encuentra impedimentos, ella sola, espontáneamente, brota y se desarrolla; aunque indudablemente dará más y mejores frutos si, además de la libertad, goza del favor de las leyes y de la protección del poder público. 
   
2. Preocupaciones del Pontífice sobre la Iglesia norteamericana. 
2.1. La Enseñanza: 
Nos, sin embargo, conforme las circunstancias lo han ido permitiendo, jamás hemos olvidado conservar y robustecer con mayor firmeza el catolicismo entre vosotros. Por ello, como bien sabéis, hemos emprendido principalmente dos cosas: la una, organizar los estudios; la otra, dar una más plena administración a los asuntos católicos. En efecto, aunque ya existían muchos centros de estudios universitarios, e insignes por cierto, hemos procurado alguno instituido por la autoridad de la Sede Apostólica, dotado por Nos de pleno derecho, en el cual doctores católicos instruyeran a los deseosos de saber, al principio en las disciplinas filosóficas y teológicas, y después, según las circunstancias y los tiempos lo fueron permitiendo, también en las demás, especialmente las que nuestra edad ha descubierto y perfeccionado. Pues que toda erudición es incompleta si le falta el conocimiento de las disciplinas más recientes. Es decir, que en esta tan rápida carrera de los inventos, en medio de tan enorme ambición de saber tan ampliamente extendida, los católicos deben ir delante y no a la zaga; por tanto, es preciso que se instruyan en todo tipo de conocimientos y que se ejerciten intensamente en la exploración de la verdad y, en la medida de lo posible, en investigaciones de toda índole. Esto es lo que ha querido en todo tiempo la Iglesia, y por esta razón, para ensanchar los dominios de las ciencias, no ha regateado esfuerzo ni lucha que estuviera a su alcance. Así, pues, por carta dirigida a vosotros con fecha 7 de marzo de 1889, venerables hermanos, constituimos legalmente Washington, la capital, un gran gimnasio para la juventud deseosa de cursar estudios superiores, para cuyos estudios vosotros mismos casi unánimemente manifestasteis que este centro habría de ser la sede más adecuada. Informando de lo cual a nuestros hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana en el consistorio (el 30 de diciembre de 1889), Nos declaramos ser nuestro deseo que fuera preceptivo en este gimnasio que la erudición y la doctrina se unieran con la incolumidad de la fe y que los jóvenes recibieran una formación no menor en religión que en las más interesantes disciplinas. Por ello, mandamos que fueran los obispos de los Estados Unidos los que confeccionaran el plan de estudios y cuidaran de la instrucción de los alumnos, confiriendo la potestad y el cargo de canciller, según lo llaman, al arzobispo de Baltimore. Y los comienzos han sido felices, gracias a Dios. Pues sin dilación alguna, cuando celebrabais el centenario de la institución de la jerarquía eclesiástica, se iniciaban con todo fausto las disciplinas sagradas. Hemos sabido que desde entonces se dedican a la enseñanza de la teología varones ilustres, que unen a su talento y su ciencia una insigne adhesión y obediencia a la Sede Apostólica. No hace mucho, además, hemos vuelto a tener noticias de que, por generosidad de un piadoso sacerdote, se han construido desde sus cimientos nuevos edificios para dedicarlos a la enseñanza de las ciencias y las letras a los jóvenes, tanto clérigos como seglares. Y confiamos que otros ciudadanos encontrarán el modo de imitar el ejemplo de este piadoso varón; Nos, en efecto, no desconocemos la idiosincrasia de los norteamericanos, a los cuales no puede pasarles inadvertido que cuanta generosidad se ponga en obras de esta índole, queda ampliamente compensada por el mayor beneficio común de todos. 
   
Nadie ignora qué esplendor de las ciencias y las letras se ha seguido por toda Europa de esta clase de liceos, que en épocas diversas la Iglesia o instituyó por sí misma o protegió con sus leyes, si ya estaban fundados. Y hoy mismo, para no citar otros, basta con recordar el de Lovaina, del cual se deriva para los belgas un aumento casi cotidiano de prosperidad y de gloria. Y es fácil conseguir de ese gran liceo de Washington igual o similar abundancia de beneficios si, como no dudamos, tanto el profesorado como los alumnos obedecen nuestros preceptos y, dejadas a un lado las ambiciones y luchas de partido, saben ganarse la opinión pública y del clero.
   
Queremos aquí, venerables hermanos, encomendar a vuestra caridad y la beneficencia popular el Colegio de Roma para jóvenes norteamericanos aspirantes al sacerdocio, fundado por nuestro predecesor Pío IX, y que Nos hemos confirmado legalmente por carta de 25 de octubre de 1884, tanto más cuanto que sus resultados no han defraudado en modo alguno la común esperanza en él depositada. Vosotros mismos sois testigos de que en un lapso corto de tiempo han salido de él muchísimos buenos sacerdotes, de entre los cuales no han faltado quienes por su virtud y su ciencia hayan alcanzado los grados más altos de la dignidad eclesiástica. Por lo cual, Nos estimaremos que tenéis en justo aprecio este centro sis seguís enviando a él jóvenes elegidos para formarlos como la esperanza de la Iglesia, pues los tesoros de la inteligencia y las virtudes del alma que adquieran en la ciudad de Roma se manifestarán un día en su patria y rendirán frutos de común utilidad.
   
2.2. La administración eclesiástica: 
De igual manera, movidos por el amor hacia los católicos de vuestra nación, ya desde los comienzos de nuestro pontificado estuvimos pensando en el tercer concilio de Baltimore. Y cuando más tarde, por razón del mismo y a petición nuestra, vinieron a Roma los arzobispos norteamericanos, nos informamos diligentemente de ellos sobre los asuntos que juzgaban necesario someter a común deliberación; finalmente, luego de considerar maduramente las cosas, mandamos que se ratificara con la autoridad apostólica lo que, reunidos todos en Baltimore, juzgaron conveniente acordar. Y no tardó en dejarse ver su fruto, ya que la realidad misma ha reconocido y reconoce las deliberaciones de Baltimore como beneficiosas y muy apropiadas a los tiempos. Bien se ha visto ya su fuerza para establecer la disciplina, para estimular el celo y la vigilancia del clero, para proteger y propagar la formación católica de la juventud. Aunque si en estas cosas reconocemos, venerables hermanos, vuestra diligencia, si alabamos vuestra constancia juntamente con vuestra prudencia, lo hacemos en reconocimiento de vuestros méritos; claramente advertimos que la abundancia de tales bienes no hubiera en modo alguno llegado tan pronto y tan expeditamente a su madurez si vosotros no os hubierais interesado, en la medida que a cada uno le fuera posible, en llevar a la práctica, con diligencia y fidelidad, lo que tan sabiamente se había establecido en Baltimore. 
   
Una vez celebrado el concilio de Baltimore, faltaba, sin embargo, dar a la obra el congruente y oportuno remate; vimos que apenas podía pedirse nada mejor que el que la Santa Sede estableciera, con las formalidades de rigor, su legación americana; y la establecimos legalmente en efecto, como bien lo sabéis. Hecho esto, según hemos manifestado otras veces, fue nuestro primer deseo testificar que Norteamérica está, en nuestro concepto y benevolencia, en el mismo lugar y rango que los demás Estados, principalmente las grandes potencias; y cuidar después que se estrecharan más los lazos de los deberes y obligaciones que os unen a vosotros, que unen a tantos millares de católicos con la Sede Apostólica. Fueron muchos los católicos que se dieron perfecta cuenta de nuestro proceder, e igual que comprendieron que había de serles provechoso, conocieron que se hacía conforme a las costumbres y los usos de la Sede Apostólica. En efecto, los Romanos Pontífices, por haber recibido de Dios la supremacía en la administración de la sociedad cristiana, han acostumbrado, desde la más remota antigüedad, a enviar legados suyos a las naciones y pueblos cristianos  alejados. Y esto no por razones extrínsecas, sino por derecho nativo suyo, ya que el «Romano Pontífice, a quien Cristo confirió la potestad ordinaria e inmediata tanto sobre todas y cada una de las iglesias cuanto sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles (CONCILIO VATICANO, ses.4 c.3), no pudiendo recorrer personalmente uno a uno todos los países ni ejercer sobre el rebaño que le fue confiado el cuidado de su pastoral solicitud, tiene por deber de impuesta servidumbre necesariamente que enviar legados suyos a las diversas partes del mundo según fuere presentándose la necesidad, para que, supliendo sus veces, corrijan errores, allanen dificultades y administren a los pueblos a él confiados incrementos de salvación» (Cap. único Extravagante, Comentario De Consuetúdine, 1. I).
    
Y ¡qué injusta y falsa sospecha aquella, si existió jamás en parte alguna, de que la potestad confiada al legado estorba a la potestad de los obispos! Para Nos, más que para nadie, son sagrados los derechos de aquellos a quienes el Espíritu Santo instituyó obispos para regir la Iglesia de Dios: derechos que no sólo queremos, sino que es nuestro deber quererlo, que permanezcan íntegros en todas las naciones y partes de la tierra, sobre todo porque la dignidad de cada uno de los obispos se entreteje con la dignidad del Romano Pontífice de tal manera, que necesariamente ampara a la una quien defiende a la otra. Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el vigor inquebrantable de mis hermanos. Me considero verdaderamente honrado cuando no se niega el honor debido a ninguno de los demás (SAN GREGORIO MAGNO, Epístola a Eulogio Alejandrino 1.8, ep. 30). Por lo cual, consistiendo la dignidad y el cometido del legado apostólico, cualquiera que sea la potestad de que se halle investido, cumplir los mandatos e interpretar la voluntad del Pontífice por quien es enviado, está tan lejos de crear dificultades a la potestad ordinaria de los obispos, que más bien habrá de llevarle refuerzo y vigor. Su autoridad, por consiguiente, habrá de ser considerada de no pequeño peso para conservar la obediencia en la multitud; en el clero, la disciplina y la debida reverencia a los obispos, y en los obispos, la caridad mutua con íntima unión espiritual.
    
Unión esta tan provechosa y saludable, que, consistiendo especialmente en sentir y proceder de común acuerdo, hará, en efecto, que cada uno de vosotros siga consagrándose diligentemente a la administración de su diócesis; que ninguno impida a otro en su gestión de gobierno; que nadie ande espiando los planes y actos de los demás, y que todos, eliminadas las discordias y con el mutuo respeto que deben guardarse, os esforcéis en reportar a la Iglesia norteamericana gloria y general bienestar en una suprema unificación de fuerzas. Apenas cabe imaginar qué enorme cantidad de bienes habrá de seguirse para los nuestros de esta concordia entre los obispos y, al mismo tiempo, cuán poderoso ejemplo para los demás, pues de ello podrán colegir fácilmente que de verdad el apostolado divino ha pasado en herencia la orden de los obispos católicos. Hay, además, otro punto digno de la mayor consideración. Están de acuerdo en ello los prudentes, y Nos mismo lo hemos indicado, y no sin complacencia, hace poco: que América parece llamada a grandes  cosas. Y Nos queremos, desde luego, que la Iglesia católica contribuya y ayude a esta grandeza que se deja sentir. Estimamos, en efecto, que es justo y conveniente que ella, aprovechando la coyuntura de los tiempos, camine con paso firme de la mano del Estado hacia el progreso y que se esfuerce, al mismo tiempo, en aprovechar cuanto le sea posible, con sus virtudes y con sus instituciones, al desarrollo de la nación. Ahora bien, logrará plenamente ambos objetivos con tanta mayor facilidad y abundancia cuanto mejor constituida la encuentren los tiempos futuros. ¿Y qué significa la legación de que hablamos o cuál es su finalidad sino lograr que las constitución de la Iglesia sea más firme, y más fuerte su disciplina?
  
2.3. El Matrimonio: 
Siendo esto así, mucho deseamos que penetre más hondo en el ánimo de los católicos, que jamás podrán ellos atender más rectamente a su bien privado ni servir mejor al bien común como prosiguiendo sumisos y obedientes de todo corazón a la Iglesia.
   
Aunque acerca de esto apenas necesitan ellos de estímulo, pues suelen adherirse espontáneamente y con laudable constancia a las instituciones católicas. Una sola cosa, de la mayor importancia y saludable en sumo grado para todos, queremos recordar aquí, y que entre vosotros, por lo general, se conserva santamente en la fe y en las costumbres; nos referimos a la unidad y perpetuidad del matrimonio, en el cual se ofrece el vínculo de unión más estable no sólo para la sociedad doméstica, sino también para la civil. No pocos de vuestros conciudadanos, incluso entre aquellos mismos que están en desacuerdo con nosotros en todo lo demás, alarmados por el desenfreno de los divorcios, admiran y aprueban en esta materia la doctrina y la práctica de los católicos. Y, al pensar así, se dejan llevar no menos por el amor a la patria que por el consejo de la sabiduría. Porque apenas es posible pensar una más radical ruina para la sociedad como querer que pueda ser roto un vínculo por ley divina perpetuo e indivisible. «A causa de los divorcios, las alianzas matrimoniales se hacen inestables, se debilita el cariño mutuo, se proporcionan a la infidelidad incentivos perniciosos, se perjudican la tutela y la educación de los hijos, se da ocasión de disolver las sociedades domésticas, se siembra la semilla de la discordia entre las familias, se disminuye y rebaja la dignidad de la mujer, que corre el peligro de verse abandonada una vez satisfecho el apetito del hombre. Y, puesto que nada puede tanto como la corrupción de las costumbres para perder a las familias y quebrantar las fuerzas de las naciones, fácilmente se adivina que el divorcio es el mayor enemigo de la prosperidad de la familia y del Estado» (Encíclica Arcánum Divínæ sapiéntiæ, 10 de Febrero de 1880).
   
Es sabido y conocido cuánto importa en la vida civil que los ciudadanos sean honrados y de buenas costumbres, sobre todo en una república democrática, como la vuestra. En un Estado libre, si el pueblo no rinde honor a la justicia, si la multitud no es llamada con frecuencia y diligentemente a los preceptos de las leyes evangélicas, la misma libertad puede ser perniciosa. Por consiguiente, cuantos del orden clerical se consagran a la construcción del pueblo, deben tratar con claridad esta materia de las obligaciones ciudadanas, para que todos vivan en la persuasión e inteligencia plenas de que en todo puesto en la vida ciudadana conviene que sobresalgan la fe, la moderación y la integridad, pues lo que no es lícito en el orden privado, tampoco lo es en el público. Acerca de todas estas cuestiones, como sabéis, en las mismas encíclicas que hemos escrito a lo largo de nuestro supremo pontificado se dan a conocer muchas cosas que los católicos deben observar y obedecer. Escribiendo y enseñando, sacándolos tanto de la doctrina evangélica cuanto de los principios de la razón, hemos hablado de la libertad humana, de los principales deberes de los cristianos, de la potestad civil y de la cristiana constitución de los Estados. Por lo tanto, quienes quieran ser ciudadanos honrados y cumplir fielmente con sus obligaciones, pueden encontrar la norma de honestidad en esos escritos nuestros. Igualmente insistan los sacerdotes recordar al pueblo las disposiciones del tercer concilio de Baltimore, especialmente las que tratan sobre la virtud de la templanza, sobre la educación católica de la juventud, sobre la frecuencia de los sacramentos y sobre la sumisión a las leyes justas y a las instituciones estatales.
   
2.4. El Problema Obrero: 
Se ha de velar también con la máxima diligencia, no sea que alguno caiga en error, sobre el ingreso en sociedades. Y esto queremos que se entienda referido concretamente a los obreros, los cuales tienen efectivamente un derecho, que la Iglesia aprueba y no niega la naturaleza, de afiliarse a sociedades para beneficiarse en ello: pero interesa mucho con quiénes se asocian, no sea que allí donde buscan una ayuda para mejorar, vayan a poner en peligro bienes mucho mayores. La precaución más eficaz contra este peligro está en que se prometan a sí mismos no consentir jamás que ni en tiempo ni asunto alguno se prescinda de la justicia. Luego, si existe alguna asociación dirigida por personas no rectas ni amigas de la religión, a las cuales se obedece sumisamente, puede perjudicar muchísimo tanto al bien público como al privado y jamás podrá ser provechosa. Quede, por tanto, bien sentado que conviene huir no sólo de las asociaciones expresamente condenadas por el juicio de la Iglesia, sino también las consideradas como sospechosas y dañinas a juicio de hombres prudentes, y sobre todo de los obispos. 
   
Lo más conducente a la integridad de la fe es que los católicos prefieran asociarse con los católicos, a no ser que la necesidad forzara a obrar de otro modo. Se deberá disponer que presidan las reuniones de los asociados sacerdotes o seglares probos y prestigiosos y, previo el consejo de éstos, que se esfuercen en proponerse y conseguir lo más conforme con sus intereses , de acuerdo especialmente con las normas por Nos consignadas en la carta encíclica Rerum Novarum. Que no olviden jamás, sin embargo, que, si es justo y hasta deseable defender y a poyar los derechos de las masas, no se ha de dejar a un lado que también existen deberes. Y que entre los deberes más graves se hallan el de no poner las manos en lo ajeno, el de dejar en libertad a cada cual para sus asuntos, el de que no se puede impedir a nadie que preste su trabajo donde quiera y cuando quiera. Los hechos de violencia y alborotos de las turbas, que que fuisteis testigos el pasado año, son prueba más que suficiente de que la audacia y la crueldad de los enemigos públicos amenaza también los intereses americanos. Los tiempos mandan, por tanto, a los católicos que luchen en pro de la tranquilidad común y, consiguientemente, que obedezcan  a las leyes, que se aparten con horror de la violencia y que no exijan más de lo que permiten la equidad y la justicia.
   
2.5. La Prensa: 
Mucho pueden contribuir a esto los escritores, sobre todo los que consagran su actividad a la prensa diaria. No se nos oculta que son muchos los bien preparados que riegan con sus sudores este campo de lucha, y cuya labor más se merece alabanzas que necesita de estímulos. De todos modos, puesto que la pasión de leer prende con tanta vehemencia y se extiende con tan enorme amplitud, lo que puede constituir un poderoso principio tanto de bienes como de males, se ha de trabajar por todos los medios para aumentar las plumas doctas y animadas del mejor espíritu, que tengan por guía a la religión y por compañera a la honradez. Y esto es sumamente necesario en Norteamérica, por el trato y la amistad de los católicos con los no católicos; es ésta, indudablemente, la razón por la cual los nuestros necesitan una suma prudencia y una constancia singular de ánimo. Hay que instruirlos, hay que aconsejarlos y fortalecer su espíritu e incitarlos al amor de las virtudes y al cumplimiento fiel de los deberes para con la Iglesia en medio de tantas ocasiones de caer. Velar por esto y trabajar en ello es misión del clero, y ciertamente grandiosa; el lugar y los tiempos piden, sin embargo, que los periodistas también ellos, en la medida que sea posible, luchen igualmente por esta causa. Pero habrán de reflexionar seriamente en que, cuando falta la armonía de voluntades en los que tienden a una misma cosa, la función del periodista, dado que no perjudique positivamente a la religión, será muy poco el provecho que pueda aportarle. Los que quieran servir provechosamente con la pluma a la Iglesia, defender la causa católica, deben combatir de común acuerdo y, como si dijéramos, con fuerzas concentradas; que no parecen defenderse, sino más bien hacerse ellos mismos la guerra, quienes debilitan sus fuerzas con la discordia. Por no distinta razón, los escritores convierten su labor, de útil y fructífera, en perniciosa y funesta siempre que tienen la osadía de someter a su juicio persona y, olvidándose del debido respeto, criticar y censurar los actos de los obispos; de lo cual no ven ellos qué enorme perturbación del orden, cuán grandes males nacen. Aténganse, pues, a su profesión y no traspasen los justos límites de la modestia. Hay que obedecer a los obispos, colocados en excelso grado de autoridad, y rendir el honor conveniente y adecuado a la grandeza y santidad de su cargo. Y esta reverencia, «que a nadie le está permitido olvidar, debe ser en sumo grado clara y manifestada en los periodistas y como expuesta para ejemplo. Ya que los periódicos, hechos para divulgarse por todas partes. llegan diariamente a manos de quien los encuentra a su paso e influyen no poco en las opiniones y en las costumbres de la multitud» (Carta Cógnita Nobis, al arzobispo y obispos de las provincias de Turín, Milán y Vercelli. 15 de Enero de 1882). Mucho hemos indicado Nos mismo en numerosos lugares sobre el oficio del buen escritor, así como también se han reiterado muchas cosas, según el sentir común, tanto por el concilio tercero de Baltimore como por los arzobispos y obispos reunidos en Chicago el año 1893. Graben, pues, en su ánimo los católicos tales documentos, así nuestros como vuestros, y tengan bien sentado que, si quieren cumplir honestamente con su obligación, como deben querer, conviene que todos sus escritos vayan regulados por tales principios.
   
2.6. Los no creyentes:
Y el pensamiento se vuelve ya a los demás, a los que no están de acuerdo con nosotros en la fe cristiana. ¿Quién podrá negar que la mayor parte de ellos disienten más por atavismo que por propia voluntad? En ocasión muy reciente ha declarado nuestra carta apostólica Praeclara con cuánto ardor deseamos su salvación y que vuelvan, por fin, al regazo de la Iglesia, madre común de todos. Y no hemos perdido ciertamente toda esperanza, pues vela presente Aquel a quien obedecen todas las cosas y que dio su vida para congregar en unidad a los hijos de Dios, que estaban dispersos (San Juan XII, 52). Indudablemente que no debemos abandonarlos ni dejarlos a su arbitrio, sino atraerlos a nosotros con las máximas suavidad y caridad, persuadiéndolos por todos los medios a que se decidan a penetrar en el seno de la verdad cristiana y a dejarse de prejuicios. En lo cual, si es verdad que las primeras obligaciones corresponden a los obispos y al clero, las segundas son de los seglares; estos pueden, sin duda, ayudar al esfuerzo apostólico del clero mediante la probidad de costumbres, con la integridad de vida. Grande es el poder del ejemplo, sobre todo en los que buscan sinceramente la verdad y van tras la honestidad por cierta índole de virtud, de los que hay muchos en vuestro país. Si el espectáculo de las virtudes cristianas influyó tanto, como atestiguan los monumentos literarios, en los paganos, obcecados por inveterada superstición, ¿vamos a pensar, acaso, nosotros que no tenga ningún poder para desarraigar el error en los que están ya iniciados en los misterios cristianos?
   
2.7. Las Minorías Raciales: 
Finalmente, tampoco podemos pasar en silencio a aquellos cuya prolongada desgracia implora y suplica el auxilio de los varones apostólicos; nos referimos a los indios y a los negros comprendidos dentro de las fronteras norteamericanas, que en su mayor parte no han desechado aún las tinieblas de la superstición. ¡Qué maravilloso campo para cultivar! ¡Qué enorme multitud de hombres a quienes hacer partícipes de los beneficios recibidos por mediación de Jesucristo! 
   
3. Conclusión. 
Entre tanto, como anuncio de los dones celestiales y como testimonio de nuestra benevolencia, os impartimos amantísimamente  en el Señor a vosotros, venerables hermanos; a vuestro clero y al pueblo la bendición apostólica.
  
Dada en Roma, junto a San Pedro, el día 6 de Enero, fiesta de la Epifanía del Señor, de 1895, año decimoséptimo de nuestro pontificado. LEÓN PP. XIII.

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