Somos
conscientes de que vamos a tocar aquí un tema muy delicado que, por
experiencia personal, suele levantar animadversión y rechazo en el
interlocutor (y en especial en los de carácter conservador «piadoso»);
rechazo que nosotros no podemos sino interpretar como un síntoma claro
de la venenosa influencia mental ocasionada por el viciado clima o
ambiente social producido por la nefasta política financiera que
caracteriza a nuestra Edad Contemporánea.
Nos
referimos a la desmesurada exaltación atribuida al trabajo en la
economía productiva, elevándolo a poco menos que a una especie de
sentido último de la vida y horizonte fundamental de la existencia
diaria humana. La mentalidad ideológica que se desprende de esta
desorbitada consideración del trabajo productivo, está tan extendida y
ha calado tan profundo en las «sociedades» de masas occidentales, que
creemos que no se aleja mucho de la verdad quien considere que
constituye una de las más firmes cadenas que aherrojan al proletario o nuevo esclavo.
No es extraño, pues, que esta concepción contemporánea del trabajo
terminase también consagrándose en los textos constitucionales del siglo
XX, época de su mayor desarrollo.
En nuestra Península, primero con el llamado «Fuero del Trabajo» (1938), donde se proclama (Declaración
I, 5): «El trabajo, como deber social, será exigido inexcusablemente,
en cualquiera de sus formas, a todos los españoles no impedidos,
estimándolo tributo obligado al patrimonio nacional». Postulado que se
dejó intacto en la reforma constitucional demoliberalizante de 1967,
pretendidamente destotalizadora. Y que ha quedado resumido de manera más
concisa y escueta en el art. 35 de la presente reforma constitucional
de 1978: «Todos los españoles tienen el deber de trabajar». No queremos
entrar en la forma en que los poderes revolucionarios han organizado la
moderna «protegida» esclavitud a través de aquella rama del «Derecho»
Nuevo conocida como «Derecho Laboral», aplicable a esa novedosa clase
social del «trabajador». Aquí, como decimos, vamos a centrarnos sólo en
la doctrina ideológica forjada como sustento «racionalista» de esta
forma «social» de vida, y que hunde sus raíces en la monstruosa
concepción puritana sobre el hombre.
La
situación económica real de nuestra era la resumió muy bien Douglas en
una conferencia dada en Newcastle en 1923, titulada «El quiebre del
sistema de empleo»: «Os encomendaría, pues, la más seria consideración
de este asunto: si deseáis que se haga del sistema económico el vehículo
para un gobierno invisible, sobre el cual no tenéis ningún control, que
no elegisteis, y que no podéis suprimirlo una vez que aceptáis sus
premisas; o si, por el contrario, estáis determinados a liberar las
fuerzas de la ciencia moderna, de tal forma que vuestras necesidades de
bienes y servicios puedan ser satisfechas con creciente facilidad y
decreciente esfuerzo, permitiendo así, a su vez, a la humanidad dedicar
su energía a esferas de esfuerzo completamente más elevadas que aquéllas
que implican la mera provisión de los medios de subsistencia». Y añade,
poco después, la siguiente anécdota personal reveladora de la
mentalidad de los sociólogos que están detrás del sistema económico moderno, y que, lamentablemente, se ha extendido en las disociedades modernas:
«Normalmente, una vez que se han resuelto las objeciones cuasiprácticas [que se plantean contra el Crédito Social], uno se encuentra con que el objetor revela su verdadera posición, que es la que él llama objeción moral: la del que odia la misma idea de que alguien pudiere estar cómodo en este mundo sin haberse sentido muy incómodo durante el proceso. Hace algunos años tuve la experiencia de discutir estas propuestas [del Crédito Social] con el Sr. y la Sra. de Sidney Webb, y, tras resolver, una tras otra, las objeciones planteadas a la factibilidad del Esquema, me encontré con una objeción con la que, debo confesarlo, me hallé totalmente incapaz de tratar, y reconozco esa objeción en el “Informe del Partido Laborista sobre las Propuestas de Douglas” [Informe con dictamen negativo, emitido hacia Julio de 1922, y que el Partido Laborista había encargado a un Comité compuesto por Sidney Webb y otros fabianos]. Las palabras con las que me fue formulada son dignas de que se registren. Fueron éstas: “No me importa si este Esquema es sano o no; no me gusta su objetivo”. Ésta es una cuestión nítida; es una cuestión que va directa al fundamento de la filosofía humana. Ella afirma que la naturaleza humana es esencialmente vil, y que sólo se la puede mantener dentro de sus límites manteniéndola tan ocupada que no tenga tiempo de meterse en travesuras. No tengo ninguna duda de que esta filosofía está en la raíz tanto del sistema económico presente [= capitalista], como de todos los Esquemas socialistas de administración económica y social nacionalizada que han culminado en la República Soviética Rusa».
En
verdad, bien puede decirse que todos los apóstoles del culto «redentor»
del trabajo se unen en un mismo lema: «El trabajo os hará libres».
Esa misma denuncia contra la ideología «moral» puritana del trabajo,
la encontramos en los grandes filósofos del siglo XX: Rafael Gambra,
Marcel de Corte, Dietrich von Hildebrand, Gustave Thibon, Josef Pieper.
Sobre todo destaca este último con su trabajo «Ocio y Culto», integrado
en la obra recopilatoria traducida y titulada El ocio y la vida intelectual (irónicamente publicada por una editorial vinculada a cierta asociación de apostolado seglar cuyo leitmotiv
es «la santificación por el trabajo»). En él afirma: «La creencia más
íntima que sostiene esa revalorización del esfuerzo parece ser la de que
el hombre desconfía de todo lo que es fácil, que únicamente quiere
tener, en conciencia, como propiedad, lo que él mismo se ha conseguido
con doloroso esfuerzo y rehúsa admitir regalos».
Douglas
confirma esta ponzoñosa atmósfera política y mental en otro Discurso
suyo en Newcastle, esta vez en Marzo de 1937 (y que ya mencionamos en
nuestro artículo «La Seguridad Social como sistema de esclavitud»),
donde dice:
«Si uno pudiera solamente persuadir a la población para que reclamara aquello que quiere, en lugar de reclamar algún método a través del cual ella piense que lo que quiere se le podrá dar, entonces el problema quedaría medio resuelto. […] Al trabajador de este país se le ha enseñado, a través de propaganda de todos los tipos, que constituye algo meritorio para él decir “Yo quiero trabajar”, pero constituye una cosa despreciable el decir “Yo quiero dinero”. Otra vez de nuevo, por favor no piensen ustedes que estoy sugiriendo que haya algo de virtuoso en la pereza. Lejos de ello. Pero tampoco hay nada especialmente virtuoso en el trabajo. Yo he trabajado como mínimo igual de duro que la mayoría de la gente, y la mayoría del tiempo lo hice porque me gustaba. El individuo humano saludable requiere trabajo [= actividad] de algún tipo, del mismo modo que necesita comida; pero no será un individuo saludable –en todo caso mentalmente– si no es capaz de encontrar trabajo [= actividad] para él mismo, y probablemente encuentre trabajos [= actividades] que él pueda hacer mucho mejor que aquéllos que algún otro le organice para él. Si él no pudiera, debería ir a una institución mental, que es en donde, de hecho, estamos la mayoría de nosotros, siendo la oficina central el Banco de Inglaterra».
Los
grandes filósofos antedichos subrayaban como uno de los rasgos
(anti)sociales propios del siglo XX la extensión del pecado capital de
la acidia, que nuestros Catecismos traducen de manera inexacta con el término de pereza, siendo paradójicamente una de sus manifestaciones peculiares la necesidad de una continuada y frenética dedicación laboral.
Lamentablemente,
Douglas pudo constatar que esta tendencia idolátrica del trabajo se
infiltraba y extendía también en los ambientes católicos (quizá por
influjo de la «moral» jansenista tan del gusto de los Gobiernos
liberal-«católicos» revolucionarios). En un artículo (The Social Crediter,
24/07/1948), tras alabar a la Iglesia Católica como única defensora de
la visión cristiana de la economía y de la filosofía social, se lamenta
de una minoría de la Jerarquía de Quebec que se oponía al Crédito
Social, encabezada por el Obispo Desmarais (Diócesis de Amos), quien, en
una Pastoral, se chanceaba de esta frase de un parlamentario
socialcreditista: «No estamos aquí en la Tierra para trabajar; estamos
justamente aquí para procurar los resultados de nuestro trabajo». Y
comenta Douglas al respecto:
«Si el Rvdmo. Obispo no puede percibir la diferencia entre trabajo como un fin en sí mismo, y trabajo como medio para un objetivo claramente entendido, creemos que haría bien en dejar el tema a aquéllos de su Comunión que tengan un conocimiento más cercano de las ideas de Santo Tomás de Aquino».
Aseveración totalmente
justificada para cualquiera que esté familiarizado con los interesantes y
detallados trabajos del publicista jesuita Narciso Noguer,
principalmente el titulado «Sobre algunos textos bíblicos relativos al
trabajo» (Revista Social, 1er Trim. 1920, reproducido en El Siglo Futuro 29/01/1921), y el bautizado «Doctrina de Santo Tomás de Aquino sobre la obligación del trabajo» (Razón y Fe, T. 61, 1921). Por último, conviene recordar las palabras de Pío XI reconociendo el carácter simplemente relativo, y no absoluto, del trabajo (QA,
§57):
«Y no debe olvidarse aquí cuán inepta e infundada es la apelación de algunos a las palabras del Apóstol: “si alguno no quiere trabajar, tampoco coma”; el Apóstol se refiere a los que, pudiendo y debiendo trabajar, se abstienen de ello, amonestando que debemos aprovechar con diligencia el tiempo y las fuerzas corporales y espirituales sin gravar a los demás, mientras nos podamos proveer por nosotros mismos. Pero que el trabajo sea el único título para recibir el alimento o las ganancias, eso no lo enseñó nunca el Apóstol (2 Tes. 3, 8-10)».
Ya pagamos tributo natural por el pecado original, pero para
los puritanos –ocupados de nuestra «felicidad»– no es suficiente.
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