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miércoles, 8 de junio de 2022

SOR MARÍA DEL DIVINO CORAZÓN, LA SEGUNDA APÓSOTOL DEL SAGRADO CORAZÓN


María del Divino Corazón nació condesa Droste zu Vischering el 8 de septiembre de 1863, en el Erbrostenhof (palacio de corte) de Münster. Esta ciudad había sido hasta el siglo XIX un principado eclesiástico del Sacro Imperio, cuya administración temporal había recaído en los señores de Wulfhelm, de antigua nobleza, que ostentaban el cargo hereditario de “Droste” desde 1241 con el castillo de Vischering (cuyo nombre adoptaron más tarde) y su comarca como feudo. La familia siguió la suerte del obispado a lo largo de todas sus vicisitudes: la rebelión anabaptista de 1534, los horrores de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), la Paz de Westfalia (que, de acuerdo con el principio cujus régio ejus et relígio, garantizó que Münster sería exclusivamente católica), la secularización del Imperio (con la incorporación a la protestante Prusia) y las guerras napoleónicas. Dos de sus miembros eclesiásticos se distinguieron en la defensa de los derechos de la Iglesia: Caspar Maximilian (1770-1846), obispo de Münster, y su hermano Clemens August Droste zu Vischering, (1773-1845, en la foto), arzobispo de Colonia. El primero se opuso en el Concilio “nacional” de París de 1810 al cautiverio de Pío VII, pidiendo a Napoléon su liberación; el segundo –uno de los protagonistas de los Disturbios de Colonia– protestó contra la opresión de los católicos por el gobierno prusiano, lo que le valió el arresto domiciliario en el castillo familiar de Darfeld.

También la parentela materna de María aportó personajes de gran relieve eclesiástico. El obispo-príncipe Cristoph-Bernhard von Galen (1606-1678) fue un gran campeón de la Contrarreforma, esforzándose por la aplicación de los decretos del concilio de Trento en su diócesis de Münster. El padrino de bautizo y tío abuelo de aquélla fue nada menos que monseñor Wilhelm Emmanuel von Ketteler (1811-1877), el “obispo social” de Maguncia, que descubrió su vocación por el impacto que tuvo en él la actuación anticatólica del Estado prusiano con motivo de los disturbios de Colonia e instauró el llamado “catolicismo social” en Alemania (de hecho, sus escritos sirvieron de inspiración a Albert de Mun para extenderlo a Francia). El obispo auxiliar de Münster, monseñor Maximilian Gereon von Galen (1832-1908), hermano de la madre de María, combatió la Kulturkampf de Bismarck. Primo de ésta, en fin, fue el cardenal Clemens August von Galen (1878-1946), el “León de Münster” que se opuso enérgicamente tanto al régimen nazi y su política de eugenesia, como a los vencedores aliados y sus vejaciones a la Alemania derrotada. Como se ve, la tradición familiar era de un convencido y militante catolicismo.
   
Al igual que muchos de sus antepasados, María era muy enérgica y voluntariosa, lo que puso de manifiesto ya desde su más temprana edad. Se la describe como una niña muy vivaz, casi impetuosa, con explosiones impulsivas que denotaban una fuerte voluntad propia. Ella misma escribirá que tuvo que aprender a dominar su carácter. En contrapartida, poseía un corazón profundamente sensible y una gran delicadeza de espíritu, que hacían de ella una persona muy generosa para con los demás. Su sentido de la responsabilidad la llevaba a ser coherente hasta el final en todo lo que emprendía. Su infancia la pasó en el castillo familiar de Darfeld en un entorno doméstico tradicional impregnado de dignidad, de sentido del deber, de afabilidad y de piedad. Los padres, Clemens von Vischering y la condesa Elena von Galen, constituían un ejemplo de matrimonio cristiano y bien avenido, alejado por igual del cinismo aristocrático y de la fría formalidad burguesa. Tuvieron diez hijos, a los que supieron dar una cabal educación religiosa sin caer en la gazmoñería ni en la superficialidad: eran gentes de una fe profunda y vivida. María era la gemela de Max, viniendo ambos después de la primogénita.
    
Cómo llegó a convertirse en devota del Sagrado Corazón de Jesús es algo que no lo precisa en sus memorias. En casa de sus padres no faltaban sus imágenes, por lo que debió familiarizarse desde muy pequeña. Además, en la capilla del castillo solía solemnizarse los primeros viernes de mes mediante la exposición del Santísimo Sacramento. A este respecto, escribe María en sus memorias que nunca concibió esa devoción separada del culto a la Eucaristía. Cuenta también que a los diez u once años un sacerdote le regaló una medalla del Corazón de Jesús que llevó siempre consigo y ya nunca la abandonó. Hizo la primera comunión el 24 de abril de 1875, con once años (en esta época aún se retrasaba hasta prácticamente la adolescencia la recepción de la hostia consagrada, práctica que vendría felizmente a cambiar san Pío X en 1910). Como recuerdo de ese día le regalaron un pequeño crucifijo y una imagen de la Virgen que había enviado desde su prisión en Ostrowo el obispo de Posen, monseñor Ledochowsky, víctima de la Kulturkampf, que por esos años arreciaba.
    
María creció en una época de fuerte contestación contra la Iglesia y el Papa en Alemania por causa de la agresiva política anticatólica del canciller Bismarck, pero en su casa la adhesión al vicario de Cristo era inquebrantable. Sus padres habían realizado en 1867 una peregrinación a Roma, siendo recibidos por el bienaventurado Pío IX (odiado por los liberales), al que testimoniaron personalmente en audiencia su fidelidad a toda prueba. Este episodio de la crónica familiar ejercería un permanente influjo en María y sus hermanos. Cuando recibió el sacramento de la confirmación, el 8 de julio de 1875, sabía ella lo que debía dar de sí todo cristiano en testimonio y defensa de su fe. Inmediatamente después de recibir la unción con el santo crisma y la palmada del obispo en su mejilla, sintió que se despertaba en ella la vocación religiosa, aunque aún tardaría en discernir el camino preciso de su entrega a Dios.

En 1879, debido a la persecución bismarckiana, fue enviada a Austria para ampliar su educación, en régimen de internado, en un convento: el de las Religiosas del Sagrado Corazón de Riedenburg, en el Tirol, cerca a Bregenz y el lago de Constanza. La vida sedentaria y apacible del pensionado no casaba con su temperamento vivo y su natural inquieto. Esto y el alejamiento de su familia (de la que hasta entonces nunca se había separado) constituyeron al principio una dura prueba para María. Pero logró superarla y concibió por sus profesoras y compañeras un gran afecto, que era correspondido. Para ella se trató de un período de grandes gracias del cielo, pero sobre todo, de afianzamiento de su vocación –al ver el ejemplo de la vida de las religiosas– y de incremento de su devoción al Corazón de Jesús (la cual había recibido un gran impulso cuando en la Pascua de 1876 había viajado a París con sus padres y orado como peregrina al pie de la capilla consagrada a Él en Montmartre y que debía dar lugar a la grandiosa iglesia del Sacré Coeur). Escribe al respecto: “En Riedenburg he aprendido a entender que el amor al Sagrado Corazón de Jesús sin espíritu de sacrificio es sólo una vana presunción”. También se acrecentó su devoción mariana, habiendo entrado a formar parte de la pía unión de las Hijas de María el 8 de diciembre de 1880.
     
Al acabar sus dos años y medio de pensionaria en Austria, volvió a casa de sus padres, no sin un sentimiento de pena al tener que abandonar Riedenburg que tanto le había aportado espiritualmente. En el castillo de Darfeld comenzó a llevar una vida metódica y retirada. No sólo se dedicó a completar su instrucción mediante el aprendizaje de los secretos de la economía doméstica y la administración y lo que por entonces se llamaba arts d’agrément y constituían la preparación de toda señorita de rango (el piano, el canto, los idiomas, etc.), sino también entregándose al estudio y a la adquisición de una sólida cultura. Quiso aprender latín, en el que veía la lengua de la Iglesia, para poder gustar mejor de los tesoros de la liturgia católica, especialmente el misal y el oficio divino. El capellán de Darfeld la ayudó en su empeño y María llegó a ser capaz de traducir todo el Nuevo Testamento (a excepción del Apocalipsis), en un ejercicio a la vez literario y de exégesis. Hasta ella llegaron los ecos de la actividad parlamentaria de su padre, que era diputado del recién fundado Zentrum (el partido católico) en el Reichstag desde 1879. Comprometido como se hallaba en la defensa del clero perseguido, ello no pudo por menos de encender en la joven Droste zu Vischering un vigoroso entusiasmo, que la llevó a declarar a sus padres su inclinación a la vida consagrada y su intención de entrar en religión. Fue esto el día de la Virgen de las Nieves, el 8 de agosto de 1882. Antes había hecho un retiro en Münster para mejor conocer su vocación, ayudada por el jesuita R.P. Hausherr. Como era de esperar, obtuvo el consentimiento de sus progenitores, felices de ofrecer a Dios a una de sus hijas, pero debido a su salud delicada, su padre decidió que esperase hasta cumplir los veintiún años.

En 1883 quiso entrar en el convento de las Hermanas de San José en Copenhague, ciudad que visitó y donde la superiora fijó su ingreso para el año siguiente, a fin de cumplir con la condición impuesta por su padre. Sin embargo, en el invierno de aquel año su salud se resintió hasta el punto que hubo que aplazar la fecha de la entrada. Entretanto, María hizo voto privado de virginidad el día de Navidad de 1883. Esta situación se prolongó por cinco años debido a la crudeza de los sucesivos inviernos, que la debilitaban considerablemente. Hasta que pudo hacer realidad su ideal de servir a Dios en una congregación, María debió pasar por un período de padecimientos físicos y luchas interiores. Esto, lejos de apartarla de sus propósitos de perfección, templó su espíritu. En Darfeld llevó una vida prácticamente monacal mientras esperaba el momento propicio para ir al convento. Sin embargo, no sería a Copenhague: la Providencia le tenía reservado otro destino.
   
Fue el 1º de julio de 1888, víspera de la fiesta de la Visitación de la Virgen: “De repente, estando en la iglesia parroquial de Darfeld preparándome para confesarme mientras esperaba mi turno, me vino como un relámpago este pensamiento: Debes entrar en el Buen Pastor, y fue para mí tan claro y preciso que desde aquel momento no tuve ya ninguna duda”. María manifestó a su confesor lo que acababa de sentir y éste le contestó que se informaría sobre el instituto en cuestión, aunque desde ya le podía decir que no creía que estuviera hecho para ella. La orden de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor, rama del árbol plantado por San Juan Eudes –gran apóstol del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María– en el siglo XVII, había sido fundada por Santa María de Santa Eufrasia Pelletier en Angers, Francia, en 1835. Bajo la regla de San Agustín y en régimen de clausura, las religiosas del Buen Pastor (mitad activas y mitad contemplativas) se dedicaban –y se dedican– a buscar y redimir a las “ovejas descarriadas”, es decir a personas oprimidas por ciertas formas de esclavitud (especialmente las pobres mujeres víctimas de la lacra de la prostitución). La orden se había extendido rápidamente, llegando a Münster gracias a la R.M. María de Santa Teresa, baronesa de Rump, perteneciente a una familia de antigua nobleza westfaliana y que ya había fundado un convento en El Cairo.

Al frente del Buen Pastor de Münster y de la provincia se hallaba la R.M. María de San Lamberto Bouchy, que se había formado junto a Santa María Eufrasia. Fue ella quien recibió como postulante a María Droste zu Vischering (que, a la sazón, ya había escrito a las religiosas de San José de Copenhague para ser desligada del compromiso moral adquirido con ellas, obteniendo respuesta favorable y comprensiva). Fue el 21 de noviembre de 1888, el día de la Presentación de la Virgen en el Templo. Sus padres y sus hermanas la acompañaron en este paso que iba a marcar para siempre su existencia. El 10 de enero siguiente, durante la octava de Reyes (de los que era muy devota y que le ayudarían, según su propio testimonio, en sus crisis futuras), tenía lugar su vestición y tomaba el blanco velo de novicia. Su primer encargo fue ocuparse directamente de las penitentes, lo cual fue una fuente de gran alegría para el celo apostólico de María, pero pronto su temperamento vivo se resintió (como pasó en el internado austríaco) de la vida sedentaria y el ritmo mesurado y metódico de la vida conventual. A veces la maestra de novicias, que adivinaba su ardor contenido la enviaba al jardín del claustro a correr para desfogarse. En su alma habitaban por igual una especial atracción por la vida contemplativa y una extraordinaria aptitud para la acción.
  
Pero los años de noviciado fueron marcados también por una lucha interior que se entabló en su alma y que no la dejaría ya hasta el final de sus días: la solían asaltar acuciantes dudas de si había sabido discernir su vocación y si no había escogido una vida fácil. Le reconfortaba la constante presencia del Corazón de Jesús, que ya antes de la entrada al convento, durante su vida de retiro en Darfeld, había comenzado a insinuársele. Escribe a propósito: “Nuestro Señor me consolaba bastante a menudo antes de la santa comunión y en los días de exposición: me enseñaba a llevar la cruz y me hacía comprender que mis sufrimientos irían aumentando cada vez más, debiendo yo seguirle por el camino de la cruz y permanecer unida y clavada con Él sobre la cruz”. A los dos años como novicia, una religiosa del Buen Pastor emitía los primeros votos (que eran ya perpetuos por la época de la que nos ocupamos). Seis meses antes las novicias pedían tres veces formalmente en capítulo su admisión en la orden. Para María, agitada por sus dudas, ello constituyó una dura prueba; sentía que la voz le faltaba a la hora de hablar delante de sus hermanas, pero se hizo violencia y “su espíritu de fe y sus recursos de energía la salvaron” (Abbé L. Chasle: Sœur Marie du Divin Cœur). Finalmente, el 20 de enero de 1891 emitió sus votos como sor María del Divino Corazón.
   
Los sufrimientos espirituales no cesaron, sin embargo, y vino a añadirse a ellos la pérdida de su querida superiora la R. M. Bouchy, que murió el 4 de junio siguiente. Ella había sido su único apoyo humano en medio de sus incertidumbres y la había tratado verdaderamente como una madre solícita y amorosa. El nombramiento de una nueva provincial y superiora, la R. M. María de Santa Inés Nacke, determinó un cambio de cargos en el convento de Münster y así sor María se convirtió, el 31 de julio, de simple asistente en la clase del Corazón de María en primera jefa de la misma. Como tal, ayudaba a la superiora ocupándose de la dirección de las “chicas” (es decir, las penitentes). Hay que decir que en todo momento, desde su ingreso en la orden, se distinguió por un espíritu sencillo sea con sus superioras que con sus hermanas de hábito y con las acogidas. Nunca se notó en ella el afán de hacerse notar, lo cual denotaba la delicadeza de su espíritu, naturalmente noble. Era especialmente dulce en el trato con sus “ovejas”. Si llegaba al convento alguna de carácter difícil o antipática, sor María del Divino Corazón la reclamaba para sí: “Son las chicas más pobres, las más desgraciadas, las más abandonadas las que yo quiero”. Las llamaba “mis tesoros” y más de una vez obtuvo para las más díscolas gracias del cielo.

El 22 de enero de 1894 le fue anunciado a sor María que debía partir de Münster para Portugal por disposición de la casa generalicia de Angers. La pena fue grande para todos, pero especialmente para la principal interesada, a la que la separación no sólo de su mundo conventual, sino de su patria, iba a ser especialmente dolorosa. Con la bendición del cardenal-arzobispo Kremenz y del obispo de Münster, partió al día siguiente en tren hacia su nuevo destino, acompañada por sus padres. La primera etapa fue Colonia, donde la fueron a saludar las penitentes locales, cosa que le produjo una gran emoción. En París visitó Nuestra Señora de las Victorias y Montmartre. De allí fue a Angers, a la casa madre de la orden, donde fue recibida por la madre general, María de Santa Marina Verger, que la acogió con gran bondad. Ambas almas se entendieron en seguida. Recibidas las últimas instrucciones, reemprendió viaje no sin el gran dolor de deber separarse de sus padres, que se volvían a Alemania. La ruta escogida hacia Portugal fue la más larga para poder visitar los conventos de Perpiñán y Barcelona, ciudades en las que permaneció algunos días. Al salir de esta última quiso visitar la cueva de Manresa, donde San Ignacio se había retirado después de su conversión. Quiso también visitar Ávila, pero tuvo que contentarse con bajarse del tren, al oír anunciar la estación, para poder al menos pisar, en medio de la fría noche, la tierra donde había vivido Santa Teresa de Jesús. El 24 de febrero llegaba a Lisboa después de pasar por Oporto, sin sospechar que esta ciudad iba a ser su último destino.
  
En el convento de Lisboa, sobre el panorama del Tajo, sor María fue nombrada asistente de la superiora, la baronesa Schorlemer, y responsable de las penitentes. Tuvo que luchar contra el carácter indolente de muchas de ellas, lo que agravaba su ignorancia del portugués, que, sin embargo, se empeñó y logró en aprender rápidamente con su habitual energía. Esta fue su preparación para otro encargo más importante al que le tenía destinada la madre general. El 12 de mayo, vigilia de Pentecostés, a menos de tres meses de su llegada a Lisboa, un despacho de Angers notificaba su nombramiento como nueva superiora del Buen Pastor de Oporto, en el norte del país. Se trataba de una ciudad con un gran espíritu católico, conocida como la Cívitas Vírginis (la ciudad de la Virgen), por su devoción a la Madre de Dios, que campea en su blasón. También célebre por su procesión de Corpus, Oporto era regida en la época de la llegada de sor María del Divino Corazón por el santo cardenal Americo Ferreiro dos Santos Silva. La orden se había establecido allí en mayo de 1881, cuando cinco religiosas llegaron desde Le Havre, enviadas por la R. M. María de San Pedro de Coudenhove (la general de entonces) a petición del Padre Luiz Martins Rua, sacerdote diocesano y con la doble aprobación del cardenal Silva y monseñor de Freppel, obispo de Angers. Los comienzos fueron difíciles por la falta de recursos, pero el celo y la destreza desplegados por la primera superiora, R.M. María de San Francisco Javier Fitz-Patrick (que había fundado el Buen Pastor en Chile con un extraordinario éxito), lograron consolidar la fundación, que encontró su sitio en el barrio Paranhos, habitado por obreros. El convento disponía de un recinto muy extenso, ideal para albergar a las religiosas y las penitentes, y con la ventaja de estar rodeado de jardines y bosques. No faltaron los problemas causados por algunos sectarios que azuzaban a veces a la masa contra las buenas monjas, pero éstas siempre respondieron con exquisita caridad y lograron ganarse a la gente.

El Buen Pastor de Oporto contaba con una veintena de religiosas y 78 penitentes cuando llegó la nueva superiora el miércoles 16 de mayo de 1894 por la mañana. La primera cosa que hizo la R. M. María Droste zu Vischering fue consagrar la casa y confiar sus penas y responsabilidades al Sagrado Corazón de Jesús. Aquí iba a desarrollarse la parte más intensa de su vida y se le iba manifestar la gran misión a la que estaba destinada por su Divino Esposo. La primera cosa que hizo la nueva de superiora del Buen Pastor de Oporto fue entronizar la imagen del Sagrado Corazón de Jesús sobre el altar mayor de la capilla, diciendo que, puesto que era el Señor de la casa, en ella debía reinar bien visible y desde el lugar de honor. Dio también un nuevo impulso a la guardia de honor del Santísimo Sacramento que encontró ya establecida. Fue para ella una grata y consoladora sorpresa hallar que la capilla se hallaba contigua a su celda y que, practicada en la pared había una trampilla desde donde podía ver la lamparilla del Santísimo, con lo que en cualquier momento del día o de la noche le bastaba volver los ojos hacia ella para saludar a la Eucaristía y sentir la presencia real de Jesucristo en ella. Pero no se crea que la R. M. María del Divino Corazón se arrullaba en los consuelos de la devoción. Su cargo le imponía una responsabilidad y un empeño enormes, pero precisamente de su sólida piedad sacaba las luces para poder asumirlos de la mejor manera.
    
El trabajo para mantener y gobernar la casa era ingente y requería de una mano decidida y vigorosa. La R. M. María del Divino Corazón era la superiora ideal por su gran aptitud para la administración y sus conocimientos de economía doméstica adquiridos durante los años en los que vivió retirada en Darfeld. Voluntad y brío, como sabemos, no le faltaban; es más: debía dominarlos. Pero el tiempo pasado en el Buen Pastor de Münster, bajo la sabia dirección de la R.M. Bouchy le había servido para moderar sus impulsos. No obstante, había momentos en los que las circunstancias parecían desbordar toda previsión y entonces debía apelar al auxilio especial de la Providencia. A este respecto, tenía, como Santa Teresa de Ávila, una firme confianza en San José, a quien más de una vez rogó para que sacara a la casa de apuros económicos. Y el santo patriarca no la defraudaba, pues siempre recibía alguna limosna importante por su intercesión que cubría alguna necesidad urgente.
    
La Madre Droste zu Vischering nunca negaba el ingreso en el Buen Pastor a ninguna penitente. A un monje benedictino que le recomendaba a una pobre infeliz le respondía: “La buena chica puede venir cuando quiera, pero sólo los ángeles custodios saben dónde la podremos alojar porque no hay plaza”. De hecho, de 78 penitentes que encontró a su llegada, como queda dicho, en pocos años y bajo su gobierno subió su número a 157, más del doble. Obviamente las instalaciones del convento tuvieron que ampliarse y, como siempre, no faltó la ayuda providencial de gente generosa. Tampoco faltaron algunas incomprensiones de los sectarios, que la apostrofaban de “jesuita” cada vez que abría sus ventanas. Hoy parece un insulto anodino, pero en boca de esos anticlericales de finales del siglo XIX, inficionados de masonería y con todos los prejuicios existentes contra los Padres de la Compañía, tenía una carga especialmente hiriente, aunque para la monja, que venía de una saga de católicos perseguidos y combatientes, era, en realidad, un timbre de gloria.

Dom Ildefonso Schober, O.S.B.
   
En enero de 1896, a la noticia de que la madre general iba a celebrar el quincuagésimo aniversario de su toma de hábito, la superiora de Oporto pidió y obtuvo poder acudir a los festejos no sólo para felicitarla, sino para exponerle la situación de su convento. Partió el 30 de ese mes en un viaje que sería rico en experiencias espirituales y humanas. Se detuvo en Salamanca para hacer la peregrinación a Alba de Tormes, donde su querida y admirada Santa Teresa había terminado la suya en esta tierra. Tuvo el consuelo de asistir en el Carmelo a la misa que, delante del relicario con el corazón transverberado de la gran mística española, celebró el abad benedictino de Seckau (Austria), Dom Ildefons Schober (futuro abad de Beuron), que se hallaba también allí. Durante la comunión se le manifestó el Corazón de Jesús, que le hizo entender que el tiempo del deseo vehemente de sufrimiento había pasado y que lo que ahora Él quería de su servidora era un total y sereno abandono. Debía dejar de preocuparse y de esperar en los apoyos humanos y en sus propias fuerzas para reposar toda su confianza en su divino amor. El Señor le dio como modelos y patronas a Santa Teresa, Santa Gertrudis y Santa Catalina de Siena. También le anunció que algún tiempo después de ese viaje no volvería a caminar (lo que fue una predicción de su futura enfermedad).

El 2 de febrero, día de la Purificación, llegó a Lourdes y tuvo la dicha de participar en la procesión de candelas. Pocos días después llegaba a Angers, donde fue amorosamente recibida por la R. M. Nacke, que la escuchó y le dispensó toda su comprensión y aprobación. Quiso llevarla consigo a visitar los conventos del sur de Francia, pero antes la R.M. María hizo un breve viaje a Alemania para ver a los suyos. Después de una breve estancia en el Buen Pastor de Aquisgrán, llegó a Münster, donde fue recibida con gran dicha por las que habían sido sus hermanas en los comienzos de su vocación y vida religiosa. Puede imaginarse también la felicidad de la familia. Pocos días después partía definitivamente de regreso a su destino. Acompañó en su viaje a la madre general, pero ésta se sintió mal en Angulema, de modo que tuvo que servirle de enfermera y de secretaria, desenvolviéndose con admirable dedicación. El 10 de marzo regresaba a Oporto, aunque notablemente fatigada, síntoma de la enfermedad que ya había hecho presa de ella.
    
El 21 de mayo, después de muchas indisposiciones, tuvo que guardar cama y se le manifestó la mielitis, infección de la médula espinal, aunque los médicos fueron prudentes y no declararon de momento el mal que padecía. Su estado se agravó de tal manera que el 27 de junio pidió recibir la extremaunción. Y aunque se recuperó esta vez, quedó clavada en el lecho de doliente (tal y como le había sido anunciado en Alba de Tormes). Varias crisis parecidas, que la ponían a las puertas de la muerte iban a sucederse todavía. Fue en esta sazón como el Corazón de Jesús hizo de su sierva María una apóstol, a la que había reservado para una misión especialísima (la que se convertiría en la razón de su vida terrena): pedir al Papa la consagración del mundo a ese mismo Sagrado Corazón.
    
El 4 de junio de 1897, fecha en que se inauguró en el Buen Pastor de Oporto la práctica solemne de los primeros viernes de mes, recibió el primer encargo del Señor de escribir a León XIII para consagrar el mundo a su Corazón Sacratísimo. María lo confió a su confesor, Don Teotonio Emanuele Ribeira Vieira de Castro, vicerrector del seminario diocesano de Oporto y futuro arzobispo de Goa, diciéndole que Dios dejaba a su criterio la oportunidad de escribir una carta al Santo Padre. Por prudencia y a la espera de señales más claras, el buen sacerdote no dio su consentimiento. El 7 de abril de 1898, Jueves Santo, la Madre Droste zu Vischering tuvo otra manifestación en la que Jesucristo volvía a pedirle que escribiera al Papa. Pocas semanas después, el 25 de abril, día de las Letanías Mayores, su salud se agravó súbitamente, permaneciendo varios días entre la vida y la muerte. A sus instancias, el confesor accedió esta vez a que escribiera la carta, que fue enviada el 10 de junio a Roma. León XIII quedó muy impresionado, pero de momento no hizo nada. A la monja bastó saber que el Romano Pontífice la había recibido, de lo cual fue informada por el abad primado de la orden benedictina, que había servido de intermediario. Ella se sometía a la obediencia y dejaba todo en manos de su Divino Esposo.
    
El 2 de diciembre, primer viernes de mes, volvió a abordar el tema de la consagración Nuestro Señor, aunque sin pedir nada, pero el 7 siguiente, festividad de San Ambrosio fue muy explícito: María debía escribir nuevamente al Papa pidiéndole la consagración del género humano a su Corazón Divino. Ella le objetó dulcemente que la primera vez ya le había costado obtener el permiso de su confesor y que pensaba que ahora no se lo daría en absoluto. Le fue respondido que confiara. Don Teotonio, a la grata sorpresa de su dirigida, no puso ninguna objeción y la carta fue escrita el día de la Inmaculada de 1898, es decir, al siguiente de la tercera instancia del Corazón de Jesús. Sin embargo, el confesor no permitió que fuera despachada hasta el día 6 de enero de 1899, en la fiesta de la Epifanía (ya conocemos la devoción de María por los Reyes Magos).
    
Esta vez el tiro dio en el blanco. El 15 de enero la carta llegó a manos de León XIII, que quedó más impresionado si cabe que con la anterior. En seguida encargó al cardenal Domenico Maria Jacobini que se informara a través del nuncio en Portugal que obtuviese informes sobre la Madre Droste zu Vischering, “de la que se dice que es santa y tiene comunicaciones celestiales”. Los informes no pudieron ser más favorables y, a raíz de la difícil operación a la que fue sometido y cuyo feliz e inesperado éxito atribuyó él mismo al Corazón de Jesús, el Papa decidió el 25 de marzo hacerle la consagración del género humano y no sólo de la Iglesia (tal y como lo había señalado en su carta religiosa). El 2 de abril firmó el decreto aprobando las letanías del Sagrado Corazón y mandando que se cantasen en el triduo de preparación al acto consagratorio. El 18 de mayo, León XIII recibía en audiencia a los padres de María, dándoles un mensaje de bendición para ella. El 25 de mayo se publicaba la encíclica Annum Sacrum, que fijaba la consagración para el 11 de junio, domingo siguiente a la solemnidad del Corazón de Jesús. El Santo Padre dispuso que se le enviaran dos ejemplares del documento a la que había sido el instrumento del cielo para llevar a cabo el trascendental acto.
    
María tuvo el inmenso consuelo de leer la encíclica por la prensa, que la publicó el 2 de junio, pero aún tuvo tiempo de ver los ejemplares enviados por el Papa, que llegaron a sus manos la mañana del 8 de junio, cuando se hallaba ya en sus últimos momentos debido a un agravamiento definitivo e irreversible de su enfermedad. Exhaló el último suspiro pasadas las 3 de la tarde de ese día, en las primeras vísperas de la solemnidad del que había sido el objeto de su amor y entrega y cuya confidente y mensajera fiel había sido. Dos días después fue enterrada en el cementerio de Oporto, con gran concurso de clero, pueblo y autoridades. Al día siguiente, León XIII hacía realidad, en la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, el deseo del Sagrado Corazón y María podía asistir desde el cielo a la consagración por la que tanto se había prodigado.
   
ORACIÓN (Para la devoción privada) 
Bienaventurada María del Divino Corazón, a quien fue confiada la misión de pedir al Soberano Pontífice la consagración de todo el género humano al Sagrado Corazón de Jesús, interceded por nosotros y obtenednos la gracia que os pedimos (mencionar la gracia), el perdón de nuestros pecados y un amor siempre creciente, puro y perfecto, al Divino Corazón de Jesús, a fin de que, imitándoos acá en la tierra, merezcamos gozar de Dios, con vos, por toda la eternidad. Amén.

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