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jueves, 1 de septiembre de 2022

CONSTANTINO Y EL NACIMIENTO DE LA SOCÍETAS CRISTIANA

Traducción del ensayo publicado por Roberto Bernardi en RADIO SPADA en 2013 (Parte 1Parte 2 y Parte 3).
   
San Silvestre hace venerar a Constantino los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (Anónimo del siglo XII. Roma, Basílica de los Cuatro Santos Coronados).
  
Aunque teniendo objetivos aparentemente diferentes, la prensa laica y ciertos ambientes eclesiales convergen sin embargo en una idea de fondo: a partir de esta fecha [1 de Septiembre], el 313 d.C., se quiere hacer iniciar el derecho humano a la libertad religiosa, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre aprobada por la Asamblea general de las Naciones Unidas (1948), hija de la homónima declaración nacida de la revolución francesa, e incluso más solemnemente afirmado en la Declaración Dignitátis humánæ (1965) del Concilio Vaticano II (1962), de la cual este año recuerda el cincuentenario, y cuyas conmemoraciones se sobrepondrán a las del edicto de Milán y al “año de la fe”. Entre los progresistas y defensores del Concilio hay quien certifica que desde el 33 d.C. al 313 d.C. habría existido la verdadera Iglesia, del 313 d.C. a 1962 d.C. en cambio habría una niebla doctrinal y eclesial total, prácticamente una Iglesia histórica “contra” aquella de Nuestro Señor. Desde tiempos distintos, de hecho, cierta parte de estudiosos buscan hacer figurar al primer emperador cristiano [de Roma, porque la Armenia arsácida abrazó el Cristianismo 12 años antes por la conversión y bautismo de Tiridates III por San Gregorio Taumaturgo el 20 de Mayo del 301, N. del T.] como el verdadero fundador del  cristianismo: aquel que habría estabecido el canon del Nuevo Testamento, aquel que habría decidido políticamente la divinidad de Nuestro Señor, aquel que en síntesis habría cambiado el curso de la fe y de la historia. Una evidente deformación ideológica que no puede no impresionar al creyente en cuanto tal deformación es acogida y apoyada por investigaciones presentadas como rigurosas e históricas, y profundizada teológicamente precisamente por algunos hombres de Iglesia. Por otra parte, hay en cambio una corriente que quiere ver en los mártires cristianos de los primeros siglos y en el mismo Constantino, en particular por el edicto de Milán, como los precursores de las doctrinas conciliares sobre la libertad religiosa. En nuestro artículo buscaremos restablecer la verdad histórica al exponer, con una mirada lo más completa posible, la gran contribución del Edicto costantiniano, una verdadera piedra miliar para la historia de la Iglesia y para la fe.
   
LAS PERSECUCIONES
Antes de examinar la figura de Constantino, se impone unna pregunta entre otras para entender bien, por una parte, la importancia y la verdad sobre la verdadera doctrina católica concerniente a la libertad religiosa, y por la otra, el excepcional acto de Constantino, dado que apenas pasaron ocho años, no una eternidad, de la Gran Persecución diocleciana: ¿por qué, entre casi 4.000 religiones y sectas existentes en los dominios de Roma, la única perseguida por tres siglos fue precisamente el Cristianismo?
   
Es necesario, en nuestro concepto, encuadrar en su verdadera luz los eventos de las persecuciones, no solo para refutar los hodiernos mitos dirigidos a deslegitimar su alcance o a modernizarlos haciéndolos campeones ante lítteram de la pseudo-doctrina conciliar sobre la libertad religiosa, pero también y sobre todo para comprender mejor la importancia y la profundidad del providencial giro constantiniano. En general, las persecuciones, entre fases alternas entre generales y locales, transcurrieron desde el 64 d.C. (bajo el emperador Nerón, sin contar aquellas que pronto padecieron por obra del Sanedrín como narran los Hechos de los Apóstoles) hasta el 313 d.C. y consistieron en fenómenos de agresiva intolerancia popular hacia la religión cristiana y sus fieles, y en la asimilación de la religión cristiana a un crimen contra el Estado, con la consiguiente condena de los fieles de la nueva religión. Para responder pues a la pregunta de apertura conviene considerar varios aspectos. Los motivos son por una parte en la dicotomía entre la verdad y el error ínsita en la doctrina divina entregada a la Iglesia, por la otra en la incomprensión y el consecuente odio por parte del mundo pagano. Las acusaciones populares frente a los cristianos eran distorsiones de la realidad ligadas al hecho que los fieles de Cristo se comportaban como “separados en casa” respecto a los paganos, aunque siendo ciudadanos obedientes y normales [I]. Las causas, más decisivas, de las persecuciones sin embargo están ligadas a la concepción romana de la religión y de sus relaciones con el Estado. En la Roma antigua, el Emperador era Póntifex Máximus y representaba por tanto la máxima autoridad religiosa, fuera de ser obviamente la máxima autoridad política. El historiador Tito Livio describió bien la dependencia estructural de la religión al poder político, definiendo al culto romano como instrumentum regni [II]. En otras palabras, el Emperador promovía en todas partes el culto de su persona en la consciencia que su divinización constituía un apoyo importantísimo para imponer la obediencia a sus súbditos. A partir de Octaviano Augusto, la divinidad imperial devino un título infaltable: el divus Augústus, el divino Augusto, era el título recurrente en todas las festividades, en todas las celebraciones de los juegos imperiales y gladiadores en todas las ciudades del Imperio. Todo estaba dirigido a pacificar religiosamente todo el Imperio, continuando en hacer coexistir al mismo tiempo cualquier culto junto al propio si aceptase el estatal y la propia fe si canalizase en este álveo tanto para poderse insertar pacíficamente en la socíetas romana sin turbar la paz [Nótense las evidentes analogías hodiernas, N. de R.]. Por tanto, casi enseguida los romanos identificaron en el Cristianismo lo que consideraban un impío “ateísmo” entendido como rechazo de las divinidades del estado [III]. Esta traición frente a los dioses “estatales” por los romanos amenazaba la pax deórum y la autoridad del emperador cual máximo pontífice, o era visto como la prueba de intenciones políticas subversivas. La fe cristiana comporta el rechazo de cualquier otro culto, y el deseo de conquista espiritual de las almas y de la sociedad toda a la ley de Dios. Una oposición insanable pues y una libertad, derivada de las verdades de fe cristianas, completamente dirigida a otra otra patria, la sobrenatural; los cristianos tenían conciencias icoartables en su determinación a hacer sí que la fe triunfase a todo costo, hasta el punto de ser definidos “odiadores del género humano” [IV]. Por tanto, la nueva religión no podía aceptar el vasallaje ni siquiera formal frente a los falsos dioses y la política romana que devino una religión, porque era claro casi desde el comienzo que los cristianos querían, movidos por la voluntad de Dios, para sí mismos y para los otros, solo la única y verdadera religión. Y la política romna no podía aceptar como relígio lícita una fe que rechazaba no solo la divinidad del jefe político que representaba a la misma Roma, sino cualquier otra divinidad. Por tanto, no se pedía a los cristianos sino renegar de su propio Dios (obviamente que esto les era demandado cada vez que se manifestaba en sede pública su obstinada determinación): a los cristianos se pedía agregar sincréticamente al culto del propio Dios el del emperador y los otros dioses [V]. Los cristianos no podían ceder a tal demanda y esto, unido al rechazo de prestar el culto al emperador, era interpretado por las autoridades políticas romanas en el único modo que a ellos les parecía sensato: como un acto de odio hacia la sociedad, de obtusidad, de lesa majestad, de superstición, de sedición, como un ataque al Estado y una turbación social que reprimir para garantizar el orden público [VI]. La primera persecución, limitada entre los muros de Roma, acaeció durante el reinado de Nerón, en el 64 d.C., en que los Santos Apóstoles Pedro y Pablo padecieron el martirio, y fue debida no solamente a la búsqueda de un chivo expiatorio por parte del emperador para el gran incendio de Roma, como narran Suetonio y Tácito, sino precisamente para extirpar desde el nacimiento lo que era ya considerado un peligro, como relata el historiador latino Tácito: «El gran incendio de Roma del 64 provocó una breve pero fuerte persecución por parte de Nerón, el cual contaba, ante todo, servirse de los cristianos como chivos expiatorios y después suprimir esta ‘perniciosa superstición’ (…)».
   
En los siglos siguientes, las persecuciones fueron continuas: hubo rescriptos generales emanados por los emperadores contra los cristianos (persecución directa), alternados por algunos períodos de relativa tranquilidad, y episiodios autorizados por los gobernadores provinciales bajo impulso popular, pero comúnmente permitidos por Roma (persecución indirecta).
     
Es interesante notar algunos testimonios que muestran el comportamiento irreducible de los peseguidores y también de los perseguidos. Los cristianos eran los mejores, los más leales y más honestos entre los súbditos del Imperio, no cometían ningún delito, sino precisamente su misma fe. He aquí la ejemplar correspondencia entre Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, y el emperador Trajano (siglo II):
  • Plinio a Trajano: «No intervine nunca en los procesos de los Cristianos: por consecuencia, no sé qué y hasta qué punto sea lícito castigar… con aquellos que me eran denunciados como Cristianos, me he comportado de este modo: les he preguntado si son Cristianos; a los confesos los he interrogado de nuevo y todavía una tercera vez, amenazándolos con la pena capital; a esta he ordenado fuesen conducidos los que perseveraban. No alimento dudas, de hecho, en el punto que, cualquiera fuese el objeto de su confesión, se debiese castigar la terquedad y la inflexible obstinación. Pero nada encontré, si no una perversa y desenfrenada superstición…».
  • Trajano a Plinio: «Has procedido como debías, ¡oh mi Segundo!, al examinar las causas de aquellos que te fueron denunciados como Cristianos. No se puede, en realidad, establecer una norma que valga indiferentemente en todo caso, casi que tenga, de suyo, carácter de absoluta certeza. No deben ser investigados: si, en cambio, son denunciados o acusados, deben ser castigados, en forma, excepto, que quien haya negado ser Cristiano en manera evidente, o suplicando a nuestros dioses…».
Como se ve, aquí se llega precisamente al absurdo jurídico, confirmado después por los sucesores, de ordenar no investigar a los cristianos, por ende, no considerándolos criminales, sino de castigarlos como tales solo si son acusados. Veamos ahora el interesantísimo testimonio de un proceso: 
Acta de los Mártires de Escilio (fines del siglo II): «1. Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Condiano, dieciséis días antes de las Calendas de Agosto [17 de Julio del 180, N. del T] en Cartago, después de haber sido llevados al tribunal Esperado, Narzalo y Citino, Donata, Segunda y Vestia, el procónsul Saturnino les dijo: Podéis alcanzar el perdón de nuestro señor, el emperador, con solo que volváis a buen discurso. 2. Esperado dijo: Jamás hemos hecho mal a nadie; jamás hemos cometido una iniquidad, jamás hablamos mal de nadie, sino que hemos dado gracias del mal recibido; por lo cual obedecemos a nuestro emperador. 3. El procónsul Saturnino dijo: También nosotros somos religiosos y nuestra religión es sencilla. Juramos por el genio de nuestro señor, el emperador, y hacemos oración por su salud, cosas que también debéis hacer vosotros. 4. Esperado dijo: Si quisieras prestarme tranquilamente oído, yo te explicaría el misterio de la sencillez. 5. Saturnino dijo: En esa iniciación que consiste en vilipendiar nuestra religión, yo no te puedo prestar oídos; más bien, jurad por el genio de nuestro señor, el emperador. 6. Esperado dijo: Yo no conozco el Imperio de este mundo, sino que sirvo a aquel Dios a quien ningún hombre vio ni puede ver con estos ojos de carne. Por lo demás, yo no he hurtado jamás: si algún comercio ejercito, pago puntualmente los impuestos, pues conozco a mi Señor, Rey de reyes y Emperador de todas las naciones».
A continuación, qué y cómo vivían su fe los cristianos en el fragmento ofrecido por el precioso testimonio del precioso testimonio que nos ofrece la anónima epístola “a Diogneto”:
«V. 1. Porque los cristianos no se distinguen del resto de la humanidad ni en la localidad, ni en el habla, ni en las costumbres. 2. Porque no residen en alguna parte en ciudades suyas propias, ni usan una lengua distinta, ni practican alguna clase de vida extraordinaria. 3. Ni tampoco poseen ninguna invención descubierta por la inteligencia o estudio de hombres ingeniosos, ni son maestros de algún dogma humano como son algunos. […] 5. Residen en sus propios países, pero sólo como transeúntes; comparten lo que les corresponde en todas las cosas como ciudadanos, y soportan todas las opresiones como los forasteros. Todo país extranjero les es patria, y toda patria les es extraña. 6. Se casan como todos los demás hombres y engendran hijos; pero no se desembarazan de su descendencia (= aborto) […]. 8. Se hallan en la carne, y, con todo, no viven según la carne. 9. Su existencia es en la tierra, pero su ciudadanía es en el cielo. 10. Obedecen las leyes establecidas, y sobrepasan las leyes en sus propias vidas. 11. Aman a todos los hombres, y son perseguidos por todos. 12. No se hace caso de ellos, y, pese a todo, se les condena. Se les da muerte, y aun así están revestidos de vida. 13. Piden limosna, y, con todo, hacen ricos a muchos. 14. Se les deshonra, y, pese a todo, son glorificados en su deshonor. Se habla mal de ellos, y aún así son reivindicados. Son escarnecidos, y ellos bendicen […] siendo castigados se regocijan, como si con ello se les reavivara. 17. Los judíos hacen guerra contra ellos como extraños, y los griegos los persiguen, y, pese a todo, los que los aborrecen no pueden dar la razón de su hostilidad».
   
Es importante resaltar que en cualquier momento la autoridad imperial hubiese podido interrumpir las persecuciones, tanto directas como indirectas, pero no lo hicieron precisamente a causa de una evidente voluntad contraria a la fe cristiana; voluntad que fue suspendida por algún emperador que concedía sí los rescriptos de tolerancia y restitución, pero solo por meros motivos de oportunidad política: en los períodos de anarquía militar y de presión fronteriza, Roma prefería la momentánea pax religiósa salvo después retomar las persecuciones en períodos de calma dentro y fuera de las fronteras [VII].
 
Como se evidencia pues de los testimonios, apologéticos o no, los cristianos eran súbditos leales y honestos del Imperio, no cometían ningún delito “ordinario” (hurtos, homicidios, revueltas armadas, sedición o turbación del orden público) y pagaban los impuestos regularmente: su crimen era su misma fe, eran castigados en cuanto cristianos por ódium fídei [VIII]. La última y más grave persecución, la Gran Persecución iniciada por Diocleciano (emperador entre el 285 y el 305 d.C.) y continuada por sus colegas Maximiano, Galerio y Constancio Cloro, muestra por un lado el acto supremo de esta insanable ruptura mundo pagano/fe, y por el otro el cumplimiento de los designios de la Divina Providencia. Los gobernantes romanos anteriormente nombrados no escondían su adversidad contra el Cristianismo e incluso, en sus jurisdicciones, no dejaban de obrar formas más o menos ocultas de persecución. Galerio, en particular, deshonró o ajustició como desertores a un gran número de soldados y oficiales cristianos, alimentando la opinión que aquellos fanáticos eran un peligro para la seguridad pública y para el mismo Imperio [IX]. Preocupaban a los gobernantes romanos los progresos y la difusión del cristianismo, que ahora se había infiltrado en todas partes y que pretendía ser el único depositario de la verdad: ahora según Roma, los Cristianos habían creado un Estado dentro del Estado, que era gobernado por propias leyes y magistrados, poseía un tesoro y mantenía la cohesión gracias a las frecuentes reuniones realizadas por los obispos, sobre todo las tenidas por el obispo de Roma, a cuyos decretos las iglesias locales obedecían ciegamente [X]. Para el emperador convenía intervenir antes que los cristianos adquiriesen también una fuerza militar.
  
La persecución comenzó el 23 de Febrero del 303 con un edicto imperial que imponía la destrucción de las iglesias y de los libros de culto, prohibía las reuniones entre cristianos, establecía la pérdida de cargo y de privilegios para los cristianos de alto rango, la imposibilidad de alcanzar honores y empleos para los nacidos libres, y de poder obtener la libertad para los esclavos, y establecía el arresto de algunos funcionarios estatales. Pocos meses después del primero, un segundo edicto ordenó el arresto de todo el clero, con la intención de cancelar definitivamente la estructura de la Iglesia [XI]. Un tercer edicto buscó vaciar las cárceles que en tal modo resultaren sobrepobladas: los prisioneros debían ser obligados a sacrificar con todo medio a los dioses paganos, y después liberados; como fue dicho, el mismo ejército romano fue diezmado en la búsqueda de cristianos [XII]. El último edicto, a inicios del 304, impuso a todos los ciudadanos del imperio (pero estaba obviamente dirigido a los Cristianos dado que remarcaba una obviedad) sacrificar a los dioses estatales; se prevían penas severas también para quien protegía a los Cristianos [XIII]. El historiador cristiano Eusebio de Cesarea definirá como una verdadera guerra los años sucesivos: muchos fueron los lapsi, los “perdidos” que por debilidad apostataron [XIV], pero también y sobre todo muchos millares de santos mártires como nunca se vieron hasta entonces [XV].
   
Como conclusión de este breve e incompleto excursus se evidencia que: 1) En el Imperio Romano siempre existió de facto et de jure la libertad religiosa para todas las casi cuatro mil o tal vez más religiones, confesiones y sectas varias presentes en sus territorios, excepto para los cristianos. 2) Los cristianos consideraban a Jesús el único y verdadero Dios, y mucho menos los cristianos nunca propugnaron la libertad/indiferentismo religioso, ni tampoco lo hizo el magisterio de entonces [XVI] que invitaba a resistir a ultranza, no obstante que no les fuese requerido abandonar completamente su fe, sino de incluir sincréticamente las otras. 3) Los cristianos por obvios motivos, hacían prosélitos, con el único objetivo de retirar a las almas de los falsos dioses y de las supersticiones paganas, y este era otro motivo de odio por parte romana.
 
LA FIGURA DE CONSTANTINO Y EL EDICTO
Las persecuciones acabaron en el siglo IV con el edicto de Milán del 313 d.C. con el cual fue garantizada a todos los súbditos del Imperio romano la libertad de adoptar y profesar la religión de su elección y en forma particular (novedad absoluta) establecía que los cristianos fuesen dejados en paz. Reconociendo la libertad de culto para los cristianos, el emperador Constantino renunciaba al ejercicio de las funciones efectivas de Póntifex Máximus, y renunciaba al monopolio de la religión, además del de la política [XVII]. Es bueno indagar los eventos que llevaron a estos actos excepcionales. Este giro tuvo como protagonista un Emperador que, como informa el testimonio de los Actus Beáti Sylvéstri [XVIII] del siglo IV (su bautismo por parte del papa San Silvestre I) y otros testimonios históricos atendibles como Lactancio, se convirtió y se hizo bautizar en el 312 d.C. en la víspera de la victoriosa batalla del puente Milvio. Constantino, nombrado César en el 306, estaba empeñado en la lucha contra el usurpador Majencio, hijo de Maximiano, que tiranizaba Roma. Con su ejército Constantino consigue algunas victorias y se aproxima a la capital. Antes de la batalla decisiva, en neta inferioridad nuérica y en cama en cuanto gravemente enfermo (Lactancio habla de lepra, pero más que física puede ser también entendida en sentido espiritual, o sea, su paganismo), en la jornada más importante de su vida, el emperador estaba inquieto y reflexiona sobre cuál debe ser su theòs boethòs, el “dios protector”.
  
Empeñado en estas reflexiones, Constantino tuvo una visión: en medio día, en el cielo se forma unna cruz de estrellas acompañda por una frase: IN HOC SIGNO VINCES – (Εν Τουτω Νικα) “Con este signo, vencerás”. El emperador no comprende en su totalidad el suceso, pero de noche, en sueños, Cristo le explica el significado del signo. En la mañana, convoca a los cristianos que militan en las filas de su ejército y pide delucidaciones de su fe, después hace convocar a los sacerdotes. Finalmente hace su elección: el monograma de Cristo habría protegido a su ejército de aquí en adelante (el lábaro imperial habría acompañado a las legiones hasta la caída de Roma con el símbolo cristiano) y el cristianismo sería su religión. Como se dijo, pidió y recibió el bautismo por el papa San Silvestre I en persona y milagrosamente curó de la enfermedad. El 29 de Octubre del 312, Constantino consigue la victoria definitiva en Puente Milvio y entra triunfante en Roma. El giro con todo fue y es sustancial y visible, históricamente, también en otros momentos diferentes. El 313 d.C. es el año del Edicto de Milán [XIX], con el cual el Cristianismo obtiene la libertad de culto, en él se ordenaba la restitución a los Cristianos y a la Iglesia de los bienes confiscados y, cosa del todo nueva, el Cristianismo era puesto a la par de las otras religioes; además (otra novedad absoluta) en el texto no eran evocados los dioces tradicionales, sino una única divinidad. El mismo emperador, escribiendo a un corresponsal suyo que pedía claridad [XX], concluía diciendo que había considerado oportuno abrogar las leyes precedentes contra los Cristianos porque las consideraba odiosas y del todo contrarias a la mansedumbre de aquella religión. Constantino conocía muy bien las actas de sus predecesores [XXI] y la legislación precedente, no habría tenido sentido un replicado jurídico tal para confirmar una libertad religiosa general que, como se recuerda, era desde siempre dirigido para todas las sectas y confesiones excepto para el cristianismo. Constantino apoyó también la religión cristiana tanto con la legislación [XXII] como con hechos más “prácticos” construyendo basílicas en Roma, Jerusalén y en la misma Constantinopla; confirió a las iglesias el derecho de recibir bienes en herencia y las mayores, in primis la cabeza y jefe de todas, la romana, fueron dotadas de vastas propiedades [XXIII]; dio a los obispos privilegios y poderes judiciales; concedía las episcopális audiéntia, los tribunales episcopales surgidos para dirimir las controversias entre clérigos, pero de los cuales sucesivamente fue concedido el uso también en los procesos entre laicos, cuando las partes lo pidiesen expresamente [XXIV], finalmente Constantino estableció también una ingente donación en favor de la Sede Apostólica. La legislación constantiniana en materia religiosa se dirigió netamente a desincentivar, desalentar, vaciar de sentido y sobre todo a reprimir la religión pagana [XXV], aun si tales leyes todavía no fueron aplicadas capilarmente por motivos prudenciales.
  
Las decisiones del emperador romano respecto a los usos de la magia y de los arúspices, y las leyes respecto a los templos paganos y los espectáculos que se desarrollaban en las arenas de los anfiteatros son significativas de su comportamiento. Una ley prohibía los combates entre gladiadores en las arenas de los anfiteatros (tales combates estaban fuertemente condenados por los cristianos, pero eran muy gratos a los paganos), y por otras leyes emanadas por Constantino se refleja que despreciaba tanto la aruspicina (adivinar por medio de las entrañas de animales sacrificados) pública (aunque mantenida por miras prudenciales) como la privada [XXVI]. Los autores cristianos [XXVII] dicen finalmente que Constantino emanó una ley que ordenaba la clausura de los templos paganos: en línea general la ley emanada por Constantino fue aplicada, siempre por motivos de oportunidad, a aquellos templos en que se desarrollaba la prostitución sagrada masculina y femenia, o particularmente prestigiosos en el universo religioso pagano, o situados en ciudades donde se verificaron episodios de violencia contra los cristianos. Sabemos también por fuentes cristianas y paganas que en algunas ciudades donde fueron cerrados los templos paganos, estallaron revueltas populares, tanto que Constantino debió enviar al ejército para sedarlas [XXVIII]. La ley que prescribía la clausura de los templos paganos y la confiscación de sus bienes fue aplicada en pocos casos, pero más con el fin de demostrar la elección religiosa de Constantino [XXIX] y que él conducía una política religiosa favorable a la fe cristiana. Por todas estas leyes es evidente también que todas las ceremonias paganas, tanto las que se salvaron momentáneamente como las que fueron impedidas solo a nivel local, fueron privadas de sentido [XXX]. Por otra parte, la política de Constantino buscaba crear también una base sólida en la misma religión cristiana, de la cual era por ende importantísima la unidad de la fe: por este motivo dirigió diversos concilios.

En el 314 convocó el concilio de Arlés (Areláte) contralos donatistas, que más adelante profundizaremos, e incluso en el 325 convocó en Nicea el primer concilio general, que él mismo inauguró, para resolver la cuestión de la herejía arriana [XXXI], que fue condenada. En seguida se hizo promotor de legislaciones e intervenciones armadas conras las herejías donatista y arriana [XXXII]. Aun si más adelante explotó la crisis arriana, fue providencial la reforma dele stado romano realizada por él. La reforma más importante que precisamente emergió de la legislación constantiniana es el hecho que sea reconocida una categoría antes inadmisible: la de la herejía [XXXIII]. Tal cuestión, ya emergida con la crisis donatista, se encaminaba a una evolución que acabó, con Teodosio I, por considerar la ortodoxia católica como ley del Estado, anulando de hecho la libertad religiosa indiferentista proclamada por el Edicto de Galerio del 311 [XXXIV]. Constantino condenó las doctrinas de los otros herejes (novacianos, valentinianos, marcionistas, paulianistas y catafrigios) con un severo juicio y les prohibió el derecho de reunión, ordenando el secuestro de todos los edificios en que se reunían y consignando sus lugares de oración a la Iglesia Católica [XXXV]. En conclusión, se puede decir que Constantino no ha emitido un edicto para la libertad religiosa, que como se ha visto era entonces de derecho para todos los cultos excepto el cristiano, pero para el derecho, la libertad de seguir la única y verdadera religión, reconocida y aceptada como tal por el emperador in primis y acto seguido llevada por celo a todo su reino.

Por otra parte, habría sido un contrasentido jurídico establecer lo que por siglos ya era ley, o sea, el indiferentismo religioso de estado. En fin, es verdad que el cristianismo no era aún religión de Estado, porque aún era minoritario, aunque ahora grandes sectores de la población y del aparato estatal lo profesasen, pero sin duda se puede hablar de un primer reconocimiento del verdadero culto dado el hecho incontestable que el edicto de Milán se dirigía ad hoc al cristianismo. Correlacionado y consecuente a la cuestión sobre la unicidad y la importancia del edicto de Milán está la cuestión de la sinceridad de la conversión de Constantino. El Emperador fue tachado, y todavía lo es por sus detractores, católicos y no católicos, que querrían así justificar su teoría de la superposición de la Iglesia constantiniana a aquella “verdadera” de los primeros siglos, de haber usado políticamente el cristianismo para obtener, vista su naturaleza agregante, una nueva unidad religiosa que trasponer a nivel político insertándose en la tradición greco-romana que, como se ha visto, veía en la religión el mejor instruméntum regni; tanto es verdad, dicen estos críticos, forzando la interpretación de hechos realmente verificados, que el emperador dejó en vigor aún usos y ritos paganos con templos, festividades, sacrificios y escuelas, además del hecho ya recordado que para estos detractores, otros emperadores antes de Constantino habrían emanado edictos de tolerancia para los cristianos. Es verdad que, como habíamos examinado suficientemente, la acción de Constantino realizó un giro de época en la política estatal romana, pero considerar como meramente políticas aquellas motivaciones significa hacer razonar a un emperador del período romano tardo antiguo como un hombre político de nuestro tiempo, con un evidente anacronismo. Dicho esto, buscaremos ahora afrontar la vexáta quǽstio sobre la sinceridad o no de la conversión de Constantino al cristianismo. El “giro” en la vida del emperador fue y queda sustancial y visible, históricamente, también en otros momentos distintos aparte del célebre edicto emanado por él, los testimonios sobre su conversión y la legislación emanada por él ya examinada. Algunos momentos, evidentes y no, de su vida, que sin embargo son frecuentemente omitidos, son de capital importancia para entender la íntima convicción de Constantino. El omitido sacrificio a Júpiter Óptimo Máximo representa uno de estos momentos: de hecho, tradicionalmente después de una victoria, los vencedores romanos se dirigían al Campidoglio y sacrificaban a esta divinidad. Constantino en cambio, después de haber derrotado a Majencio, entra a Roma, pero no se dirige a celebrar el acostumbrado sacrificio [XXXVI]. En el anónimo panegirico pagano del 313 [XXXVII], el autor anticristiano, avergonzado, habla de inacostumbrado “afán” del emperador, eclipsando así la faltante subida al Campidoglio del vencedor del Puente Milvio [XXXVIII].

La orientación religiosa de Constantino, y paralelamente la autoridad y el prestigio de la Sede Apostólica [XXXIX], se muestra aún más en la primera carta escrita por el soberano sobre la cuestión donatista ut supra: en el 313 el emperador, escribiendo a su procónsul Anulino [XL], toma posición a favor de restablecer en su sede a Ceciliano obispo de Cartago, destronado por el heresiarca Donato y sus secuaces (donatistas) los cuales consideraban nulos todos los sacramentos, y por ende también las consagraciones episcopales, conferidos a y por clérigos y prelados en pecado mortal (el específico en cuestión fue la consigna por parte de los clérigos por debilidad de los libros sagrados durante la Gran Persecución) negando así la definición dogmática de la eficacia sacramental que sucede ex ópere operáto. Constantino, queriendo dirimir tal cuestión por celo y por la unidad de la fe, apoyó la convocación [XLI] por parte del papa Melquíades de un concilio en Roma [XLII] que condenó a Donato y la usanza donatista de rebautizar a los pecadores. Los donatistas reaccionaron con revueltas, pero el emperador se hizo promotor del ya mencionado concilio que se realizó en Arlés en el 314 y que confirmó las condenas de las de Roma. Además, la legislación ordenando la represión del donatismo recogida en el libro XVI libro del Código teodosiano, particularmente intensa entre el 319 y el 321, representa otro momento del cual se evidencia este su “inflexión” [XLIII].
  
Otro momento lo constituyó el hecho que Constantino introdujo por primera vez la obligación de la celebración pública del domingo [XLIV]: así entró en el Imperio y se difundió en todo el mundo, el período semanal de siete días y la celebración pública del dies domínica. Momento posterior, pero otro tanto importante y determinante como explicación convincente de las motivaciones que caracterizaron la decisión del emperador romano, debe considerarse un dato histórico importante que un hombre político experto e inteligente como Constantino no podía no tener en debida consideración, y es que durante el período en el cual reinó, la grandísima mayoría de sus súbditos eran paganos [XLV]. Cuando Constantino se convirtió a la religión cristiana, debió cuidarse de un doble peligro, esto es, la hostilidad de las masas populares y la antipatía del ejército [XLVI].
  
Viendo bien, a los ojos también de los historiadores paganos de la época [XLVII], la decisión del emperador parecía una verdadera apuesta, aun antes que religiosa (para los paganos, la ira de los dioses traicionados habría golpeado Roma), sobre todo política: por una parte la fracasada acción de violenta contra los cristianos, los vistosos límites de la gran reforma de orden administrativo y económico querida por Diocleciano, y la engorrosa estructura de la administración imperial; por la otra, el ehcho que los cristianos aún constituían una evidente minoría aunque en crecimiento: aún los paganos eran en gran parte instrumentos esenciales del poder (ejército y burocracia) [XLVIII], también la gran mayoría de la clase política y socialmente dominante, no obstante como se ha dicho las conversiones estaban constantemente en aumento; los sentimientos anticristianos ampliamente propagados entre los intelectuales y más en general la extrañeza religiosa de la Iglesia a los ideales del helenismo y de la romanidad [XLIX].
  
Baste recordar que la mencionada persecución desencadenada por Diocleciano golpeó en primer lugar a los cristianos que poseían algún ripo de poder en el imperio romano y posteriormente a todos aquellos que más en general profesaban la religión cristiana, porque Diocleciano no quería solamente disminuir el número de los cristianos, sino que también quería eliminar su prestigio [L]. En suma, el emperador jugaba una carta incierta y peligrosa a los ojos del mismo mundo del cual venía. Los historiadores concuerdan en afirmar que el porcentaje de cristianos existentes en el imperio romano durante el reinado de Constantino era inferior al veinte por ciento [LI] de la población total del imperio romano: aun así la religión más numerosa, considerando el fraccionamiento del paganismo en miles de cultos, pero ciertamente aún no mayoritaria. Un segundo dato que tener en cuenta es que el emperador se hallaba gobernando en un momento muy difícil de la historia romana, en el cual se tuvo un fuerte aumento de la frecuencia y de la violencia de los conflictos sociales, como también una evidente degradación de las ciudades debido tanto a las invasiones bárbaras como a la grave crisis económica que comenzó en el siglo III y se agravó en el siglo IV [LII].

La creciente masa de pobres estaba siempre más inclinada a cometer acciones violentas tanto contra los ricos como contra los representantes del poder imperial, como contra los cristianos reos de ser impíos ateos, tanto que el ejército debía intervenir frecuentemente y en muchas ciudades para evitar el linchamiento de personajes particularmente odiados por los miembros de las clases populares [LIII]. Como habíamos señalado anteriormente, tratando de la falsa cuestión de la sinceridad de la conversión de Constantino, los emperadores romanos que gobernaron en este período muy difícil se preocuparon de no tomar decisiones que hubiesen podido hacer ulteriormente sublevar al pueblo, poniendo en riesgo tanto el trono como su misma vida. También Constantino se dio cuenta de la necesidad de evitar decisiones en política religiosa que contribuyesen a aumentar posteriormente el nivel y la intensidad de los conflictos sociales existentes: de hecho las legislaciones “antipaganas”, de las que se habló arriba, fueron parciales o dirigidas solo a algunos contextos y lugares por los mencionados motivos de prudencia.
  
Pero es evidente que si Constantino se hubiese convertido por un mero cálculo político, se habría tratado de un clamoroso error en cuanto la conversión solo podría crearle problemas y no darle ninguna ventaja, siendo que la mayoría de sus súbditos como era visto era aún pagana y los cristiaos eran una minoría que, como se ha visto suficientemente, casi desde las persecuciones no gozaba de las simpatías de la aún gran parte de las masas populares ni de los pertenecientes a los ambientes militares y de los intelectuales del imperio romano (aun cuando, repetimos, su rapidísima, pacífica e instantánea difusión entre el pueblo y precisamente entre aquellas élites fue, para todos los historiadores de toda época, sorprendente y milagrosa). Si fuese verdadera la hipótesis de la conversión por cálculo político, sería necesario concluir que Constantino fue un político muy lamentable, lo que no corresponde a la realidad, en cuanto Constantino fue no solo un valiente condottiero, sino también un prudente y experto hombre político.
  
Concluyendo en lo concerniente a los motivos antes señalados que indujeron, o por mejor decir, obligaron a Constantino a practicar una política religiosa basada a veces en un aparente sincretismo religioso (otra insinuación antes afrontada) y a “amortiguar” la sobremencionada legislación contra algunos cultos paganos, aunque siendo él convertido a la religión cristiana, en base a cuanto apenas dicho, no son difíciles de comprender. Como último acto dirigido a significar su real y sentida conversión, hizo edificar la protobasílica de San Pedro y para su sepultura hizo construir un mausoleo cerca a la iglesia de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, entre las reliquias de estos últimos [LIV]. Para completar, es necesario recordar que Constantino reconoció inmediatamente la doctrina sobre la autoridad pontificia (doctrina de siempre y no invención extemporánea) y la suma y universal realeza de Cristo en la persona del papa, además que con los hechos ya citados, también con otros gestos tan significativos, entre ellos: la dignidad para el papa de endosar los zapatos imperiales rojos que solo el emperador podía vestir (los actuales sapatos del papa representan esto además del significado teológico de los pies traspasados de Jesús), la escolta papal de los doce pretorianos con los haces líctores que era otra exclusividad imperial, el hecho que cuando Constantino abandonó Roma por Constantinopla, dejó la Urbe en manos del papado con las insignias imperiales y haber hecho construir un nuevo monumento y la protobasílica vaticnana para acoger los restos de San Pedro envueltos personalmente por Constantino en el paño fúnebre de púrpura y oro, exclusividad absoluta de las sepulturas imperiales (paño cuyas trazas de oro y púrpura dejadas sobre los huesos del Príncipe de los Apóstoles han permitido, durante el reconocimiento querido por Pío XII, la ulterior certeza, ya consolidada por la tradición, sobre la autenticidad de los despojos de San Pedro).
  
Para concluir aquí la natural, como se ha mostrado suficientemente mostrado, (continuación y cumplimiento (y no ruptura como algunos quisieran) del edicto de Milán [LV]: el edicto de Tesalónica y las providencias posteriores [LVI], comprendiendo también la pena de muerte para quien oficiase ritos paganos, que signaron definitivamente la victoria de los derechos de la fe y de la Iglesia. Firmado por los emperadores Teodosio I, Graciano y Valentiniano II, el edicto de Tesalónica declara al Cristianismo única religión oficial del imperio y prohíbe los cultos paganos. Contra los herejes, exige por todos los cristianos la confesión de fe conforme a las definiciones del Concilio de Nicea: «Queremos que todas las naciones que están bajo nuestro dominio, gracias a nuestra caridad, permanezcan fieles a esta religión, que fue transmitida por Dios a Pedro apóstol, y que él ha transmitido personalmente a los romanos, y que obviamente (esta religión) es mantenida por el Papa Dámaso y por Pedro, obispo de Alejandría, persona con la santidad apostólica; esto es, debemos creer conformemente con la enseñanza apostólica y del Evangelio en la unidad de la naturaleza divina del Padre, Hijo y Espíritu Santo, que son iguales en la majestad y en la Santa Trinidad. Ordenamos que el nombre de Cristianos Católicos tendrán aquellos los cuales no violen las afirmaciones de esta ley. Los otros los consideramos como personas sin intelecto y ordenamos condenarlos a la pena de la infamia como herejes, y a sus reuniones no atribuiremos el nombre de iglesia; estas deben ser condenadas por la venganza divina primero, y después por nuestras penas, a las cuales fuimos autorizados por el Juez Celestial».
  
CONCLUSIÓN
Si bien con sus límites humanos, con sus injerencias en cuestiones internas de fe, tal vez con prepotencia dirigida sea a conservar sus propias prerrogativas, sea por un celo exagerado, Constantino es uno de los instrumento que en mano de Dios ha dado frutos abundantes. No se puede decir, como los modernistas, que algunos problemas generados por la feliz unión Iglesia-Estado deban llevar a renunciar a este este sano principio de doctrina donde el Estado se preocupa del verdadero bien de sus ciudadanos, que es su eterna salvación, prestando obsequio de obediencia y promesa de defensa a Dios y al Sagrado Depósito revelado confiado a la Iglesia Católica.
    
Negar esto y por ende propugnar la separación Iglesia-Estado y el indiferentismo religioso de estado (el laicismo) equivaldría a violar las divinas disposiciones por siempre explicadas por el magisterio petrino hasta tiempos recientes. Las iluminadas e infalibles enseñanzas, que no necesitan comentario adicional, de Pío IX en su encíclica del 8 de Diciembre de 1864, la Quanta Cura, resumen todo el patrimonio doctrinal y teológico de la Iglesia sobre las relaciones Iglesia-Estado; tales enseñanzas hablan de la libertad de conciencia y se expresan en los siguientes términos: «Contradiciendo la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, (los hodiernos reformadores) […] consagran aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, delirio, a saber, que “la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad, ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera, sin que autoridad alguna pueda reprimirla”. […] Al sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que proclaman la libertad de la perdición». 
   
Recordemos que para Santo Tomás, cada reino particular es una nave cargada con su equipaje y todos sus aperos. El rey es el timonel. Lanzada a altamar la nave se dirige hacia el puerto: tal puerto es el fin para el cual fue creado el reino. Lúcidamente lo explica así el Doctor Angélico: «[…] El Rey a quien pertenece esta dirección suprema es Aquel que no es solamente hombre, sino Dios al mismo tiempo, nuestro Señor Jesucristo, que haciendo a los hombres hijos de Dios los conduce al reino de los cielos […] Y a fin que las cosas temporales y espirituales no se confundiesen, esta suprema dirección fue encomendada no a los reyes, sino a los sacerdotes, y especialmente al Sumo Sacerdote, al sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo, el Romano Pontífice, al cual todos los reyes del pueblo cristiano deben estar sometidos como al mismo Hijo de Dios. Tal es el orden: lo menos se refiere a lo más, el inferior, está sometido al superior, y todos llegan a su fin» (De regno, libro I, cap. XV). 
  
El Edicto de Milán queda pues como un hecho providencial que creó los presupuestos para el proseguir de la milagrosa y extraordinaria difusión de la fe recién fortalecida por la Gracia y la sangre de tantos mártires gloriosos, para la afirmación práctica de la realeza social de Nuestro Señor, para la explicación de los dogmas y su inmediata defensa contra las herejías y, finalmente, para la puesta en obra de aquel tejido homogéneo, ahora erosionado bajo los golpes del modernismo, que ha hecho verdaderamente grande por gracia divina y orientada hacia la eterna bienaventuranza, aunque con sus humanos límites, toda una época, la socíetas cristiana. Cuyo cumplimiento, para concluir con San Agustín: «Aquella Cívitas Dei, sociedad perfecta donde el acuerdo de todas las voluntades obra y contempla el mismo bien, esto es, el amor por la verdad única, la de Cristo, cuya esencia es la fe en Cristo, el cual reina donde está la fe […] La existencia de ella está basada en la doctrina […] A la ciudad terrena compete el error y el indiferentismo, ella no puede ser aprobada por la Ciudad de Dios sino reprobada y condenada […] A fin que el espíritu humano, atormentado por el deseo de conocer, no caiga por debilidad en la miseria del error, es necesario un divino magisterio al cual obedezca» (De Civitate Dei XIX)
  
ROBERTO BERNARDI
    
NOTAS
[I] San Agustín, Contra Celso.
[II] Tito Livio, Ab Urbe Condita libri.
[III] Nicola Abbagnano, Dizionario di Filosofia.
[IV] Tácito, Annales XV.
[V] Acta martyrum y Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica, y AA.VV., editado por Luce Pietri, Storia del Cristianesimo.
[VI] Edward Gibbon, Decadencia y caída del Imperio Romano. Ver también las Acta martyrum e la Historia ecclesiastica de Eusebio di Cesarea 
[VII] Amiano Marcelino, Rerum gestarum libri, e Gibbon, op.cit. , y Claude Lepelley, op.cit. 
[VIII] Amiano Marcellino op.cit., Tacito op.cit.
[IX] Gibbon, op. cit., pp. 261-265, Arnaldo Marcone La politica religiosa in AA.VV. , Storia di Roma.
[X] Marta Sordi, I Cristiani e l’Impero Romano, p. 24-29, cfr Gibbon op.cit. 
[XI] Arnaldo Marcone, La politica religiosa in AA.VV. ,Storia di Roma p. 239 menciona una inscripción hallada en Colbasa de Panfilia, que atestigua concesiones fiscales para las regiones que colaboraban contra los cristianos.
[XII] Lattanzio, De mortibus persecutorum capp. XXXV e XXXIV. Wayne A. Meeks, Il cristianesimo in AA.VV. Storia di Roma. 
[XIII] A. Marcone, op.cit., y W.H.C. Frend, Martyrdom and Persecution in the Early Church.
[XIV] Meeks cit. p. 299. En la pág. 300, el autor agrega: “En todo caso, la conversión de la gran mayoría de los cristianos fue sin duda menos radical de lo que sus jefes habrían deseado”, explicando que la mayor parte de los cristianos estaba insertada en la sociedad en casi todo estrato. También lo confirma Tertuliano, v. Frend, 2006 cit. p. 512. 
[XV] W.A. Meeks op.cit. 
[XVI] Liber pontificalis, epístolas de los papas Dámaso y Melquiades.
[XVII] Gibbon op.cit. , A. Marcone op.cit., e Ammiano Marcellino op.cit. (informa A. Meeks que aunque Amiano fuese pagano, él, en su obra, escribe sin hastío del Cristianismo. Es particularmente importante su testimonio de la persecución de los católicos por parte del emperadro Constancio, cristiano pero de confesión arriana, porque confirma que el obbispo de Roma en la época de la persecución, el papa Liberio, era considerado la suma autroidad de la Iglesia).
[XVI] Son un documento que relata episodios de la vida del papa San Silvestre I, recogidos en diversas versiones por numerosos manuscritos, en latín, en griego y en siríaco. Las secciones del documento tratan de las obras y de las reformas litúrgicas del papa, del bautismo de Constantino I (Convérsio Constantíni) y de una discución entre el papa y doce rabinos. Las secciones fueron ensambladas entre fines del siglo IV y mediados del V. Los Actus Silvéstri son mencionados por primera vez en el Decrétum Gelasiánum, documento atribuido al papa Gelasio I (492-496). Al episodio de Constantino curado milagrosamente de la lepra por medio de su bautismo después de la batalla de Puente Milvio aludiría también la inscripción de un mosaico en la basílica de San Pedro en el Vaticano, en la época del Papa San León I (440-461).
[XIX] “Yo, Constantino Augusto, y yo también, Licinio Augusto, reunidos felizmente en Milán para tratar de todos los problemas que afectan a la seguridad y al bienestar público, hemos creído nuestro deber tratar junto con los restantes asuntos que veíamos merecían nuestra primera atención el respeto a la divinidad, a fin de conceder tanto a los cristianos como a todos los demás, facultad de seguir libremente la religión que cada cual quiera, de tal modo que toda clase de divinidad que habite la morada celeste nos sea propicia a nosotros y a todos los que están bajo nuestra autoridad. Así pues, hemos tomado esta saludable y rectísima determinación de que a nadie se le sea negada la facultad de seguir libremente la religión que ha escogido para su espíritu, sea la cristiana o cualquiera otra que crea más conveniente, a fin de que la suprema divinidad,, a cuya religión rendimos este libre homenaje nos preste su acostumbrado favor y benevolencia. Para lo cual es conveniente que tu excelencia sepa que hemos decidido anular completamente las disposiciones que te han sido enviadas anteriormente respecto al nombre de los cristianos, ya que nos parecían hostiles y poco propicias de nuestra clemencia, y permitir de ahora en adelante a todos los que quieran observar la religión cristiana, hacerlo libremente sin que esto les suponga ninguna clase de inquietud ni molestia. […] Y además, por lo que se refiere a los cristianos, hemos decidido que les sean devueltos los locales donde antes solían reunirse y acerca de lo cual te fueron anteriormente enviadas instrucciones concretas, ya sean propiedad de nuestro fisco o hayan sido compradas por particulares, y que los cristianos no tengan que pagar por ello ningún dinero de ninguna clase de indemnización. Los que hayan recibido estos locales como donación deben devolverlos también inmediatamente a los cristianos, y si los que los han comprado a los recibieron como donación reclaman alguna indemnización de nuestra benevolencia, que se dirijan al vicario para que en nombre de nuestra clemencia decida acerca de ello. Todos estos locales deben ser entregados por intermedio tuyo e inmediatamente sin ninguna clase de demora a la comunidad cristiana. Y como consta que los cristianos poseían no solamente locales donde se reunían habitualmente, sino también otros pertenecientes a su comunidad, y no posesión de simples particulares, ordenamos que como queda dicho arriba, sin ninguna clase de equivoco ni de oposición, les sean devueltos a su comunidad y a sus iglesias, manteniéndose vigente también para estos casos lo expuesto más arriba. En todo esto deberás tener por la referida comunidad de los cristianos el celo más eficas, para que se cumpla lo más prontamente posible nuestra orden, también a que gracias a nuestra generosidad se provea también en esto a la tranquilidad común y pública. In questo modo, infatti, come si è detto sopra, possa restare in perpetuo stabile la sollecitudine divina dei nostri riguardi da noi già sperimentata in molte occasioni. De este modo, como ya hemos dicho antes, el favor divino que en tantas e importantes ocasiones nos ha estado presente, continuará a nuestro lado constantemente, para éxito de nuestras empresas y para prosperidad del bien público. Y para que el contenido de nuestra generosa ley pueda llegar a conocimiento de todos, convendrá que tú la promulgues y la expongas por todas partes para que la conozcan y nadie pueda ignorar las decisiones de nuestra benevolencia”.
[XX] Ver la nota XXV
[XXI] A.Marcone, op.cit., en la pág. 237 sostiene que Majencio adoptó con los cristianos una política tolerante. Gibbon, cit., en la pág. 274 agrega que esta tolerancia se debía al interés de ganar para su propia causa una población numerosa y rica.
[XXII] Gravina, De ortu et progressu juris civil., c. IV, p.68. Storia universale della Chiesa, t. XIX, p. 39
[XXIII] Gibbon op.cit. , A. Marcone op.cit., Lattanzio op.cit. ; vedi anche Liber pontificalis V
[XXIV] Manlio Simonetti, Costantino e la Chiesa , en “Costantino il Grande. La civiltà antica al bivio tra Occidente e Oriente”, cat. mostra tenutasi a Rimini nel 2005, p. 57.
[XXV] Eusebio di Cesarea, Vita Constantini – Ammiano Marcellino op.cit.- G. Bonamente – F. Fusco (compiladores), Costantino il Grande dall’antichità all’umanesimo. Colloquio sul Cristianesimo nel mondo antico, Macerata, 18-20 de Diciembre de 1990; I-II, Macerata 1992-93, 171-201
[XXVI] Ver la nota XXXIII.
[XXVII] Eusebio di Cesarea, Vita Constantini – Ammiano Marcellino op.cit.- Lattanzio op.cit.
[XXVIII] Ammiano Marcellino op.cit.- Lattanzio op.cit
[XXIX] G. Bonamente, “Sulla confisca dei beni mobili dei templi in epoca costantiniana”, in Costantino il Grande. Dall’Antichità all’Umanesimo
[XXX] Vedi nota XXXIV
[XXXI] Arrio, un sacerdote alejandrino, sostenía que el Hijo no era de la misma sustancia que el Padre, pero el concilio condenó la tesis proclamando la omousía, o sea la misma sustancia del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.
[XXXII] Eusebio di Cesarea, historia ecclesiastica e Rufino ,Historia Ecclesiastica
[XXXIII] Pietro Paolo Onida , op.cit. – Lattanzio, op.cit.
[XXXIV] Codice teodosiano ed. Mommsen-Meyer, Theodosiani libri XVI cum constitutionibus Sirmondianis et leges Novellæ ad Theodosianum pertinentes
[XXXV] Eusebio, Vita Constantinii – Ammiano Marcellino op.cit. – Lattanzio op. Cit.- E.Gibbon op.cit.
[XXXVI] Eusebio, vita Const. 1,48, pone en evidencia que la celebración de los decenales de Constantino acaecieron con “sacrificios privados de fuego y de humo privi di fuoco e di fumo”
[XXXVII] Panegyrici latini in R.A.B. Mynors, XII Panegyrici Latini; casi todos los panegíricos son anónimos, pero aquel en cuestión fue atribuido a un tal pagano Nazario. El documento fue entregado a Roma en el Senado en 321, en ocasión del decimoquinto aniversario de la ascensión de Constantino I al trono imperial.
[XXXVIII] Sobre el rechazo de Constantino de ir al Campidoglio, véanse: J. STRAUB, “Konstantins Verzicht auf den Gang zum Kapitolol”, in Historia, 4 (1955), pp. 297-313 (Regeneratio imperii. Aufsätze über Roms Kaisertum und Reich im Spiegel der heidnischen und Christlichen Publizistik, Darmstadt , pp. 100-118), che riporta l’episodio al 313.
[XXXIX] Ver la nota XXI
[XL] Catholica Encyclopedia, Volume V
[XLI] Pietro Paolo Onida , op.cit. – Lattanzio, op.cit – Liber Pontificalis – Gibbon op.cit.- M. Sordi op.cit. – Catholica Encyclopedia
[XLII] Ver la nota LII. Tal concilio se realizó, comoinforman las actas, del 2 al 13 de Octubre del 313 en la Domus Faustæ en Letrán, esto es, en el palacio de Letrán, que después el mismo Constantino donó al papado, del cual en seguida devino la sede.
[XLIII] L. DE GIOVANNI, Costantino e il mondo pagano
[XLIV] Ver la nota L.
[XLV] Gibbon op.cit.- M. Sordi op.cit – A.Marcone, op.cit – W.H.C. Frend op.cit. – W.A. Meeks op.cit.
[XLVI] Vedi nota LIV e M. Simonetti, art. cit.
[XLVII] Ammiano Marcellino op.cit
[XLVIII] Ver la nota LVI.
[XLIX] M. Simonetti, art. Cit. – Gibbon op.cit.
[L] L. De Giovanni op.cit. – Gibbon op.cit.- M. Sordi op.cit.
[LI] M. Sordi op.cit – A.Marcone, op.cit – W.H.C. Frend op.cit. – W.A. Meeks op.cit – M. Simonetti: informan porcentajes comprendidos entre el quince y el veinte por ciento.
[LII] Gibbon op.cit.- M. Sordi op.cit.
[LIII] W.H.C. Frend op.cit. – W.A. Meeks op.cit.
[LIV] Eusebio di Cesarea, Vita Constantinii
[LV] Cuya ruptura, si acaso, fue señalada por el paréntesis de las tentativas de retorno al paganismo del emperador Julián Apóstata.
[LVI] Decretos Teodosianos. El decreto de Febrero del 391 prohibía entrar a los templos; – renovaba la prohibición de cualquier sacrificio, público o pribado o privato; – prohibía las tradicionales ceremonias de Estado aún en uso en Roma; – prohibía por primera vez el acceso a los santuarios y los templos: “ninguno se acerque a los altares sacrificiales, camine dentro de los templos o venere imágenes forjadas por manos humanas”; – prohibía en manera explícita la apostasía del cristianismo, so pena de pérdida de los derechos testamentarios. El decreto del 16 de Junio del 391, emanado en Aquileya, extiende las disposiciones precedentes también a Egipto, donde Alejandría gozaba, de vieja data, de especiales privilegios relativos a los cultos locales, comprendidas las ceremonias sacrificiales. Con el tercer edicto del 391 la persecución se intencificó y muchos se sintieron autorizados a iniciar la destrucción de los edificios paganos. El fuego sagrado eterno que las vestales custodiaban en el templo de Vesta en el Foro Romano fue apagado, y la misma orden de las vestales abolida. Las prácticas del vaticinio y la brujería fueron severamente sancionadas. Además, Teodosio se negó a acoger la petición de los miembros paganos del Senado de reconstruir el altar de la Victoria en el aula del Senado. Teodosio comenzó a acuñar monedas en que era representado mientras portaba el lábaro. El cuarto edicto fue emanado en Constantinopla por Teodosio el 8 de Noviembre del 392. El edicto preveía: – la pena de muerte para quien efectuase sacrificios y prácticas adivinatorias – la confiscación de las habitaciones donde se realizaren los ritos – multas onerosas para los decuriones que no aplicasen debidamente la ley – la prohibición de libaciones, altares, ofrendas votivas, antorchas, divinidades domésticas del hogar, coronas y guirnaldas, haces sobre los árboles, etc. En el 393, Teodosio I decidió poner fina los Juegos Olímpicos como fiesta pagana, tradición retomada solo en 1896, más de 1500 años después.

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