Traducción del artículo publicado por Giuliano Zoroddu en RADIO SPADA.
Presentación de la cabeza de San Andrés Apóstol al Papa Pío II en Ancona el 16 de Noviembre de 1441 (Roma, basílica de San Andrés en el Valle).
Según la tradición recibida también por el Breviario Romano, el Apóstol San Andrés, el primer llamado, hermano de San Pedro, “fue a predicar la fe de Cristo en la provincia que le tocó, la Escitia de Europa, después recorrió el Epiro y la Tracia; y con la predicación y los milagros convirtió a Cristo innumerables personas”. Recibió el martirio en Patrás de Acaya, condenado a la crucifixión por el procónsul Egeo. San Jerónimo en el libro IX de su De viris illústribus, nos informa que en tiempo de Constancio II sus reliquias (cuya posesión es actualmente presumida por Amalfi) fueron trasladadas a Constantinopla. Después de la caída de Constantinopla el 29 de Mayo de 1453, desde 1462 a 1964 fue en cambio conservado en San Pedro su venerable cráneo. La llegada a Italia de esta reliquia es relatada con abundancia de particulares por Egidio Fortini en su Solenne ricevimento della testa di sant’Andrea Apostolo e cappella presso al Ponte Milvio a lui consacrata (Roma, 1848), cuyos puntos importantes ofrecemos a nuestros lectores.
Caída míseramente en las manos de Mehmet II la gran ciudad de Constantinopla en el año 1453 de nuestra salud, tuvo fin el imperio de los Griegos con el asesinato también de su último soberano, el Emperador Constantino Paleólogo. Sus hermanos Demetrio y Tomás, sabiendo que era imposible para ellos reconquistar sus derechos perdidos, pensaron en proveerse distintamente. Demetrio adquirió con mucho dinero algunas posesiones, y Tomás, aborreciendo habitar aquella tierra quitada a los suyos, se refugió en la isla denominada de Santa Maura cerca al Epiro conduciendo consigo a su mujer y sus siervos, además muchos nobles de la Grecia que lo quisieran seguir. Temiendo sin embargo que la cabeza de San Andrés apóstol, la cual con mucho honor se conservaba en la ciudad de Patrás de la provincia de Acaya en el Peloponeso, no fuese ultrajada por los bárbaros mahometanos ni bien se hubiesen apoderado de aquel lugar, quiso llevarla consigo a la mencionada isla. Muchos príncipes cristianos tanto italianos como extranjeros ofrecieron gruesas sumas de dinero a Tomás para tener consigo una reliquia tan insigne, mas sabiendo esto el pontífice Pío II, envió embajadores a aquel príncipe, pidiéndole no conceder tal tesoro a otros, salvo el Romano Pontífice, quien solo él podía custodiarla más convenientemente, agregando ser también deber que la cabeza del santo Apóstol reposase más que en otra parte, en el lugar donde yacen los huesos de su glorioso hermano, el príncipe de los Apóstoles San Pedro, y pensase finalmente, que si no hacía esto, caería en la indignación del santo. Prometió Tomás contentar al papa, y de llevar él mismo hasta Ancona el anhelado don, como de hecho ejecutó. Viajaba en el Adriático la venerable cabeza, y parece que el móvil elemento todo por reverencia se conmoviese, ya que hubo ese año muchas más tempestades que lo usual, y si bien no pocos barcos se hundiesen, llegó el ansiado huésped a salvo de tantos peligros en los Estados Eclesiásticos y desembarcó felizmente en Ancona el año 1461 [el 16 de Noviembre, N. de R.], donde el Papa mandó a recibirlo el cardenal de Santa Susana [Alejandro Oliva, N. de R.], a fin que reconocida la autenticidad de la reliquia, la llevase a la fortaleza de Narni y allí la hiciese custodiar por aquel castellano rodeada de muchas luces, en tanto que, aquietadas las guerras, que en aquellos tiempos infestaban el Estado de la Iglesia, pudiese conducirse a Roma con toda seguridad. […] Tres conspicuos cardenales fueron mandados por el pontífice a Narni para tomar la sagrada reliquia, siendo el primero de ellos el cardenal griego Besarión, obispo de Túsculo [Frascati, N. de R.], hombre de grandísimo ingenio y saber, el susodicho cardenal Alejandro de Santa Susana y el card. Francisco Administrador de la Iglesia de Siena [Francisco Todeschini Piccolomini, el futuro papa Pío III, N. de R.]. Con toda reverencia condujeron ellos la sagrada cabeza hasta el Puente Milvio, cerca de dos millas de distancia de nuestra ciudad, en la cual entre tanto se hacían los preparativos oportunos para tan gran recibimiento, del cual el mismo Pío quería participasen también los extranjeros, y a tal efecto publicó un perdón general de las cultpas a todos los que estuviesen presentes en Roma ese día y dio el aviso por toda la Italia […] Llegó la cabeza de San Andrés apóstol al Puente Milvio el domingo de ramos del año 1462 el 11 de Abril, y allí fue puesta en la torre del Puente, donde fue custodiada toda la noche por dos arzobispos. En aquella mañana celebró el Pontífice en San Pedro la misa de los ramos, después del almuerzo llegó a la iglesia de Santa María del Pópolo para estar más cerca para ir al día siguiente a recibir el gran personaje. El tiempo era lluviosísimo, se oía frecuentemente rugir el trueno, y el aire cargado de nubes y de agua varios días antes no daba a esperar serenidad en el día destinado para tan grande recepción; pero no obstante contra la común expectación, todo fue ejecutado sin que el agua impidiese mínimamente la sagrada ceremonia. Entraron la mañana solenmenente en Roma los tres cardenales legados, y presentádose al Papa en la mencionada iglesia del Pópolo, llegaron con él por la misma puerta Flaminia por la cual entraron. Ellos precedían la gran cabalgata, compuesta por todo el clero romano, los príncipes romanos, y legados de los príncipes extranjeros, Abades, Obispos, Arzobispos, Cardenales y Pontífice, todos con ramos en mano recibidos en la mañana del domingo anterior. Seguía una inmensa cantidad de pueblo, cuyo concurso fue tanto, que ni las viñas ni los campos vecinos podían verse. En la cercanía del puente, en medio de un vasto prado, fue levantado un gran palco capaz de contener al pontífice y el clero, y en medio de él fue erigido un altar. En las cercanías de este lugar junto al papa y todo el sagrado consejo, cada uno desmontó del caballo y revistióse de hábitos eclesiásticos de color blanco, a paso lento cantando, y con el orden acostumbrado se encaminaron en el prado que parecía haber devenido blanco por las cándidas vestimentas de los sacerdotes. Donde estaban las escalas por las cuales se ascendía al mencionado altar, una revuelta de parte de Roma por la cual salió el Papa y el séquito sacerdotal, la otra guardaba el puente, por donde llegaba el cardenal Besarión con los otros dos legados portando la sagrada urna, la cual depositó sobre el altar, honrada del canto sacerdotal y circundada de muchísimas luces. Hecho silencio, fue abierta la sagrada custodia por el cardenal Besarión, y reconocidos los sellos, entregó en manos del Papa con lágrimas de compunción la cabeza del santo Apóstol, que con iguales lágrimas fue recibida por él. Se arrodilló Pío ante la augusta reliquia, y postrándose con rostro pálido y trémula voz habló así:¡Al fin habéis llegado, sacratísima y adoradísima cabeza del santo Apóstol! El furor de los Turcos te ha desterrado de tu sede. Exiliado, te has refugiado con tu hermano, el príncipe de los Apóstoles […] ¡Cuánta alegría te llena hoy, oh beatísimo Apóstol Andrés, predicador de la verdad y asertor eximio de la Trinidad, mientras admiramos esta tu sagrada y venerable cabeza, que fue digna que sobre ella se posase visiblemente bajo forma de fuego el santo Paráclito el día de Pentecostés! […] Nos odiamos a los Turcos, cual enemigos de la religión cristiana, pero en esta ocasión no los odiamos porque fueron la causa de tu venida: en realidad, ¿qué podía sucedernos más deseado que admirar tu honorabilísima cabeza y estar llenos de su fragantísimo perfume? […] Entra en la Ciudad Santa y sé propicio al pueblo Romano: sea salutífera a todos los cristianos tu venida, pacífico sea tu ingreso, feliz y fausta tu permanencia entre nosotros. Sé nuestro abogado en el cielo, y junto a los bienaventuradso Apóstoles Pedro y Pablo conserva esta ciudad y piadoso provee a todo el pueblo cristiano; a fin que por vuestros patrocinios venga sobre nosotros la misericordia de Dios; y su indignación motivada por nuestros pecados, que son muchos, pase sobre los impíos Turcos y sobre las naciones bárbaras que combaten a Cristo el Señor.Esta oración proferida por el vicario de Cristo hizo lacrimar a todos los prelados presentes, y no hubo ninguno que no se golpease el pecho y llorase implorando el perdón de sus fallas por intercesión del santo Apóstol […] Estaba entre tanto todo el pueblo en silencio esperando el fin de la conmovedora función, luego el papa, besado el primero la sagrada cabeza, la dio a besar a todo el clero que estaba en torno. Hecho esto, retomó: «Omnipotente y sempiterno Dios, que gobiernas el reino celestial como el terreno, que hoy te has dignado consolarnos con la llegada de la preciosa cabeza de tu santo Apóstol Andrés: concédenos te suplicamos, que por sus méritos e intercesión, aniquilada la soberbia de la pérfida gente Turca, y quitada del medio toda molestia causada por los Infieles, el pueblo cristiano te sirva en segura libertad». Todos respondieron Amén. Luego tomada, y elevada la veneranda reliquia, la mostró en torno a todos los presentes, que con altísimos gritos imploraban de Dios misericordia y perdón a intercesión de tal Apóstol. Después que fue entonado el himno ambrosiano [el Te Deum, N. de R.] y otro himno compuesto en tal ocasión por orden del Pontífice por Agabito Obispo de Ancona, célebre poeta romano, salió el gran Pío en medio de muchísimas luces portando él mismo la urna sagrada hasta la ciudad acompañado por prelados, Cardenales y por todo el séquito con palmas en las manos y el sólito orden de la jerarquía eclesiástica, entre tanta multitud de gente que con gran fatiga se podía proseguir el camino. Llegada a las puertas de Roma la cabeza fue recibida por una porción del clero romano que allí estaba para esperarla, y después que fue honrada devotamente, la introdujo en la predicha iglesia de Santa María del Pópolo, donde el Papa depositó la urna en el altar de la Santísima Virgen, y la dio en custodia a distintos obispos, a fin que la venerasen velando la noche, y él fue a descansar en una estancia contigua, donde pasó la noche para estar pronto el día siguiente en la solemnísima función de la otra traslación a la Basílica Vaticana. Declinaba el sol de un día tan afortunado, y el aire nuevamente se cubría de nubes, y una lluvia tenaz siguió durante toda la noche […] Y he aquí, ya de más bella luz cubrirse la feliz aurora del deseado día duodécimo del mes de Abril […] todos los cardenales, excepto uno solo, quisieron acompañar a pie al Santo, si bien algunos eran viejos y débiles y enfermos, y no acostumbrados a tales molestias, y poquísimos aún fueron los prelados que se eximieron de tan devoto viaje. Estaban todos los sacerdotes de las iglesias de Roma, portando las reliquias de los Santos. Iban en espléndidas vestimentas los ciudadanos romanos, los conservadores de la cámara, los príncipes de los Rioni y los otros magistrados, los legados de los príncipes extranjeros, y los barones romanos portando palmas y ceras ardientes según el orden de su respectivo grado. Parte de los legados y nobles estaba colocada cerca al Pontífice llevando las astas del baldaquín, mientras otros precedían al clero. Hay quien afirma que en aquella procesión se contaron treinta mil luces encendidas llevadas parte por el pueblo, y parte por el clero. Llegaron a San Pedro, y el Papa aún tenía que salir de la iglesia del Pópolo. Sonaban las trece horas cuando se movió, y recibida de mano de dos cardenales la sagrada cabeza, la besó, y bendecido el pueblo se encaminó por la vía de la orilla del río, ahora puerto de Ripetta, de allá volviendo hacia el mausoleo de Augusto, pasó por diversas calles, hasta que llegó al Panteón, donde tomó la vía de San Eustaquio, después la Vía Papal hacia el palacio de los señores Massimi, de ahí al Campo de Flora, la Cancillería y hacia la otra orilla del río se dirigió por el puente del Santo Ángel a la Basílica Vaticana […] Entró en la Basílica toda resplandeciente de luces, no solo por candelabros y lámparas encendidas en gran copia, sino por los cirios que portaba en mano el inmenso pueblo de ambos sexos, y era tanto el tumulto, que apenas por las milicias se podía disipar, con las armas, para hacer camino al sagrado convoy. Sonaban entre tanto los órganos, cantaban los sacerdotes y hacíase allí el espectáculo más conmovedor y magnífico. Sobre el ara del Príncipe de los Apóstoles depositó Pío II la cabeza de San Andrés, que allí fue venerada y besada por todo el clero. Entonces el Cardenal Besarión pronunció una bellísima oración en loor del Apóstol, y así se dio por terminada la sorprendente función.
Esta preciosa reliquia, que fue venerada en la Basílica Vaticana por última vez el 23 de Septiembre de 1964, fue restituida al “Metropólita” cismático Constantino III Platis de Patrás el 26 del mismo mes por el cardenal Agustín Béa/Behayim Merk SJ, delegado de Pablo VI Montini y Presidente del Pontificio consejo para la promoción de la unidad de los cristianos. Un ejemplo de cuán contrario al Evangelio (que en San Mateo VII, 6 enseña: «no déis las cosas santas a los perros, ni tiréis las perlas a los cerdos») es el ecumenismo teórico y práctico.
Antipapa Pablo VI Montini sosteniendo el relicario antiguo de San Andrés Apóstol el 23 de Septiembre de 1964, la última vez que esta reliquia sea visible en Roma, porque tres días después fue enviada a Grecia (Archivo de Aristides Panotis).
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