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domingo, 22 de enero de 2023

ENCÍCLICA “Ubi primum”, CONDENANDO EL INDIFERENTISMO RELIGIOSO

Es costumbre de los Romanos Pontífices publicar una encíclica en su primer año, exponiendo las situaciones y problemáticas de la Iglesia en su momento, y detallando el programa de todo su Pontificado.
  
León XII della Genga, que había sido elegido en 1823 con tan mala salud que decía a los cardenales el día de su elección «Habéis elegido a un hombre muerto» y había recibido la extremaunción el día de su coronación, no había podido publicar su encíclica inaugural hasta meses después, en 1824, bajo el título “Ubi primum” donde, imitando la humildad de San León Magno (de quien tomó su nombre pontificio y ante cuyo altar fue sepultado en 1829), reconoce que se halla frente a una tarea inmensa para sus fuerzas exhorta en esta encíclica a los obispos a ser buenos pastores velando personalmente por los fieles de sus diócesis, y a condenar el indiferentismo religioso. Además, llamó a combatir las Sociedades Bíblicas protestantes, que estaban difundiendo malas traducciones de la Sagrada Escritura particularmente en las naciones recién “independizadas” de Hispanoamérica, y en la Polonia dividida por la III Partición.
  
“Ubi primum” (cuya traducción española fue publicada en Barcelona por la imprenta de José Torner en 1824) puede considerarse precursora de las encíclicas contra el liberalismo (Mirári vos y Quánta Cura –y su adjunto Sýllabus errórum–), el modernismo (Pascéndi Domínici gregis) y la Nueva Teología (Humáni géneris in rebus).
  
CARTA ENCÍCLICA “Ubi primum” DE NUESTRO SANTÍSIMO PADRE EL PAPA LEÓN XII A TODOS LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS Y OBISPOS.
   

A nuestros venerables hermanos los patriarcas, primados, arzobispos y obispos, León XII, papa, Venerables hermanos salud y bendición apostólica.

Desde que nos vimos elevados al honor de la suprema dignidad pontificia, comenzamos desde luego a clamar con San León el Grande: «“Oí tu voz, Señor, y temí, consideré tus obras y me estremecí”. ¡Qué cosa hay pues más extraordinaria y más temible que el trabajo para el débil, la elevación para el abatido y la dignidad para quien no la merece! No desesperamos, sin embargo, ni nos desanimamos pues no hemos contado sobre nosotros mismos sino en aquel que en nosotros obra» (Sermón III de su Natividad, en el día de su asunción al Solio petrino). Así hablaba por humildad aquel pontífice, nunca bastante alabado; nosotros sí que podemos con verdad, aplicarnos tales palabras y hacer esta confesión.
  
Deseábamos por cierto ardientemente, venerables hermanos, dirigiros la palabra, tan pronto como hubiera sido posible, y abriros los sentimientos de nuestro corazón, a vosotros que sois nuestra corona y nuestra alegría y que según creemos halláis también vuestra alegría y vuestra corona en los rebaños que se os han confiado. Mas por una parte las importantes tareas de nuestro apostólico ministerio y sobre todo los dolores de una larga enfermedad nos han impedido, y ¡con cuánto pesar nuestro! cumplir hasta ahora nuestros deseos. Pero aquel Dios rico en misericordias, que concede con largueza sus dones a aquellos que con confianza los imploran, aquel Dios que nos dio tales deseos, nos da ahora el poder de realizarlos. Ni fue tampoco ajeno de algún consuelo el silencio que habemos tenido que guardar hasta aquí; pues el que consuela a los humildes nos ha consolado con el afecto que nos profesáis y el celo que en nuestro favor habéis manifestado, sentimientos en que reconocemos muy bien las ventajas de la caridad cristiana; en tal manera que nuestra alegría ha crecido sin cesar y hemos ofrecido al Señor acciones de gracias. Os dirigimos por lo tanto esta carta en muestra de nuestro afecto a fin de excitaros más y más recorrer los caminos de los divinos mandatos, y a combatir con mayor denuedo por la gloria del Señor. De aquí resultará que en los progresos de la grey brillará la solicitud del pastor.
  
No ignoráis, VV. HH., que el apóstol San Pedro instruyó a los obispos con estas palabras: «Apacentad el rebaño del Señor de que estáis encargados, velando por su conducta no por necesidad sino espontáneamente como nuestro maestro; no por un vergonzoso deseo de granjería, sino por una caridad desinteresada; no como dominando sobre los ministros del Señor, sino haciéndoos por vuestras virtudes el modelo de vuestras ovejas» (Epístola I, cap. V).
 
Podéis de esto colegir naturalmente cuál es el género de conducta que se os propone, cuáles las virtudes de que debéis enriquecer más y más vuestra alma, cuál la ciencia que debe adornar vuestro espíritu y cuáles los frutos de piedad y de amor que debéis, no solamente producir, sino aun comunicar a vuestras ovejas. De este modo alcanzaréis el fin de vuestra misión haciéndoos sus espejos y dando a las unas leche y a las otras más sólidos manjares, no solo los nutriréis en la buena doctrina sino que por vuestras obras y vuestros ejemplos, haréis que gocen en la tierra una tranquila vida en Jesucristo y adquieran con vosotros la bienaventuranza eterna; según expresa el mismo Príncipe de los Apóstoles «y cuando aparecerá el príncipe de los pastores, alcanzaréis la corona inmarcesible de la gloria».
   
Muchas otras cosas desearíamos acordaros: os apuntaremos solamente algunas para extendernos después más largamente sobre objetos de mayor importancia, según lo exige la necesidad de las deplorables circunstancias en que nos hallamos.
   
Cuando el Apóstol escribió a Timoteo: «no te precipites en imponer las manos en persona alguna» (Epístola I, cap. V), nos enseñó la cautela y el maduro examen con que debemos promover a las órdenes menores, sobre todo a las sagradas: Por lo que toca a la elección de los pastores que deben establecerse en vuestras diócesis para el cuidado de las almas y a los seminarios en que debe instruirse la juventud destinada al estado eclesiástico, el concilio de Trento dio reglas que fueron en seguida ilustradas por nuestros predecesores (Sesión 23, cap. XVIII); pero os son ya tan familiares estos preceptos que no debemos detenernos más sobre el particular.

Sabéis también, VV. HH., cuán importante y debido sea que residáis exacta y personalmente en vuestra diócesis, obligación que habéis contraído en virtud de vuestro ministerio, según lo previenen principalmente repetidos decretos de los concilios y varias constituciones apostólicas, y lo confirmó el sacrosanto celebrado en Trento en estos términos: «Hallándose por divina ordenación prevenido a todos los encargados de la salud de las almas, que conozcan a sus ovejas, que ofrezcan por ellas el santo sacrificio, que las alimenten con la predicación de la palabra divina, con la administración de los sacramentos, y con el ejemplo de todas las buenas obras, que ejerzan una paternal tutela sobre los pobres y desvalidos y que cumplan con todos los demás deberes de un pastor, todo lo que de ningún modo pueden cumplir los que no velan por sus rebaños ni les asisten, sino los abandonan como mercenarios; el que santo concilio les advierte, y amonesta a que recuerden los preceptos divinos y sean los modelos de sus rebaños apacentando y guiando a sus ovejas por las sendas de la justicia y la verdad» (Sesión 23 de Reforma, cap. I). Persuadidos también nosotros de las obligaciones de tan grave encargo, y llenos de un celo ardiente por la gloria de Dios, alabamos con toda la efusión de nuestra alma a los que cumplen exactamente este precepto; y a aquellos, si los hubiere, que desobedecen estas leyes eclesiásticas (pues si no es extraño este descuido en un número tan considerable de pastores, no por eso menos deplorable) les advertimos, exhortamos y suplicamos por las entrañas de la misericordia de Jesucristo que mediten seriamente la cuenta que el supremo juez les pedirá de la sangre de sus ovejas y del juicio que tendrán que sufrir tanto más severo cuanto más elevado es su carácter.

Esta sentencia formidable, como ya sabéis, está fulminada no solamente contra los que descuidan la residencia personal, a que procuran excusarse de ella bajo frívolos pretextos, sino también sobre aquellos que rehúsan sin motivo encargarse de la visita pastoral y hacerla según las reglas canónicas, pues jamás cumplirán con lo prescrito por el concilio de Trento si no visitan de cerca y personalmente sus ovejas, si como a buenos pastores, no cuidan a los fieles, no buscan a los descarriados, y no los restituyen finalmente al redil por medio de exhortaciones y de una conducta, dulces y firmes a su tiempo.
   
Aquellos obispos empero, que con la debida solicitud no se esmeran en obedecer los preceptos de la residencia y de la visita no se librarán del juicio tremendo del pastor supremo, so pretexto de haber cumplido con estos deberes por medio de ministros idóneos.
   
A ellos efectivamente y no a sus ministros se confió la guardia de sus rebaños; a ellos se prometió la gracia particular del Espíritu Santo, y los dones de la caridad. Síguese de ahí que las ovejas escuchan más gustosas la voz de su propio pastor que la de su vicario: piden con mas confianza, y reciben con más alegría los alimentos saludables de la mano del primero, como si les viniesen de las del Señor, cuya persona veneran en sus obispos; verdades que, a más de nuestras palabras, la experiencia confirma completamente.
   
Suficiente sería para vosotros lo que hemos manifestado hasta aquí, VV. HH., para vosotros que «no conocéis ni la ingratitud de ocultar los dones que habéis recibido, ni el orgullo de presumir de vuestros méritos» (San León el Grande, Sermón V de su Natividad). Tales deben ser a la verdad los que desean caminar y progresar de virtud en virtud, y que imitando los ejemplos de los santos obispos antiguos y modernos, se glorían en el Señor de haber destrozado a los enemigos de la Iglesia, y de haber purificado las corrompidas costumbres. Pero nunca borréis de vuestro espíritu esta excelente máxima de San León el Grande: «En esta lucha jamás se consigue una victoria tan completa, si después de los triunfos no se nos renuevan los combates» (Sermón V de su Natividad).
   
En efecto, ¡cuántos y cuán terribles combates han nacido en nuestros tiempos, y nacen aún cada día contra la Iglesia Católica! ¿Quién al recorrerlos y meditarlos podrá contener las lágrimas?
   
Redoblad aquí vuestra atención, VV. HH.: «No es la débil chispa de que habla San Jerónimo; no es, repito, una débil chispa que puede apenas percibir quien la contempla: no es una módica porción de levadura que parece de ninguna consecuencia; sino una llama que amenaza devorar todo el universo, consumir los muros, las ciudades, las más dilatadas selvas, y todas las regiones; es una levadura que mezclada con la harina quisiera corromper toda la masa» (Sobre la Epístola a los Gálatas, libro III, cap. V). En medio de tanta zozobra no bastarían los trabajos de nuestro apostolado, si no velase incesantemente el que guarda a Israel y que dijo a sus apóstoles: «Quedad persuadidos de que todos los días estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (San Mateo, cap. XXVIII); y si no se hubiese dignado ser no solo el guardián de sus ovejas, sino el pastor de sus pastores (San León el grande, Sermón V de su Natividad).
   
Y ¿qué queremos con esto significar? Existe una secta, que ciertamente no os es desconocida, la cual mal disfrazada bajo el título de filosofía ha resucitado de sus cenizas las dispersas falanges de casi todos los errores. Esta secta adornada en su exterior con las engañosas apariencias de piedad y liberalidad, hace profesión del tolerantismo (que así lo llaman), o sea el indiferentismo y extendiendo este sistema no solo a los negocios civiles, que no son de nuestro intento, sino aun a los de la religión, enseñan que Dios ha concedido a todo hombre una entera libertad, de modo que puede cada uno sin perjuicio de su salvación abrazar la secta o dictamen que más halaga a sus privadas opiniones. Contra la impiedad de estos ilusos he aquí como nos amonesta el apóstol San Pablo: «Pero os encargo, hermanos míos, que no perdáis de vista y evitéis con cuidado a los que excitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido: pues esta especie de hombres no sirven a Jesucristo nuestro Señor, sino que son esclavos de sus apetitos, y seducen las almas con sencillas blandas y halagüeñas palabras» (Epístola a los Romanos, cap. XVI).
   
No es nuevo por cierto semejante error; pero nuevamente se ha desencadenado con más audacia que nunca contra la estabilidad y pureza de la Fe Católica. Ya nos indica Eusebio con referencia a Rodón (Historia Eclesiástica, libro V), que esta loca idea se había propagado en su tiempo por un cierto Apeles hereje del segundo siglo, quien sostenía no ser preciso profundizar enteramente la fe; sino que cada uno debía mantenerse firme en las opiniones que una vez hubiese adoptado. Afirmaba igualmente que se salvarían los que hubiesen puesto su confianza en Jesucristo siempre que la muerte les sorprendiese en el ejercicio de las buenas obras. También Retorio, según San Agustín, pretendía inconsideradamente que todos los herejes caminaban por buena senda y defendían verdades: «Aserción tan absurda (añade el Santo Padre), que me parece increíble» (De los herejes, n. 72). Y este sistema de indiferentismo ha tomado tanto cuerpo y se ha difundido en tal manera, que ya sostiene impudentemente que no solo caminan por la recta senda todas las sectas separadas de la Iglesia Católica, que únicamente de boca, por base y fundamento admiten la Revelación; sino aun todas las sociedades que desechando la Revelación divina profesan el puro deísmo, cuando no el puro naturalismo. No hay cosa más absurda en verdad; y con razón juzgó San Agustín que el sistema de Retorio era el del indiferentismo. Aquel heresiarca se contenía sin embargo dentro de ciertos límites. Mas una tolerancia que se extiende hasta el deísmo y el naturalismo, y que hasta por herejes antiguos fue desechada; ¿podría jamás ser admitida por un hombre razonable? Con todo (¡oh tiempos!, ¡oh falaz filosofía!), nuestros pretendidos filósofos la aprueban, la defienden, la vociferan.
   
No faltaron ciertamente muchos escritores distinguidos que penetrados de la verdadera filosofía reunieron sus esfuerzos para aterrar este monstruoso sistema con argumentos incontestables. Pero es tan evidente la imposibilidad de que Dios sumamente veraz, o por mejor decir la misma verdad suprema, como que a todo atiende con bondad y sabiduría infinita, apruebe todas las sectas que enseñan principios falsos, implicantes y muchas veces opuestos entre sí, y que conceda premios eternos a aquellos que las profesan; que es inútil extendernos más sobre la materia. Tenemos en efecto profecías infalibles, y al escribiros hablamos de la sabiduría con los perfectos, y no de la sabiduría del siglo sino de la oculta sabiduría de Dios; de aquella que nos enseña como sabemos ya por la fe, que no hay más que un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo y que no se ha dado otro nombre debajo del Cielo a los hombres en el cual podamos salvarnos que el de Jesucristo de Nazaret; y por lo mismo también profesamos que fuera de la Iglesia no hay salvación.
      
Pero, «¡oh inmensidad de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Oh juicios inapeables del Señor!». El que confunde la sabiduría de los sabios (Epístola I a los Corintios, cap. I) parece haber entregado a los enemigos de la Iglesia y a los detractores de la Revelación sobrenatural a un sentido réprobo (Epístola a los Romanos, cap. I) y a aquel misterio de iniquidad escrito en la frente de la mujer impúdica de que habla el apóstol San Juan (Apocalipsis, cap. XVIII, 5). Pues ¿qué más grande iniquidad que la de estos orgullosos, que no contentos con abandonar la verdadera religión, quieren aun sorprender a los incautos por sofismas de toda especie, por palabra y escritos llenos de artificio? Levántese el Señor, reprima, confunda, anonade esta licencia desenfrenada de hablar, de escribir y de publicar escritos!

¿Qué resta que decir? Hasta tal punto ha crecido la perversidad de nuestros enemigos, que además de la plaga de libros perniciosos con que infesta la religión, convierte en detrimento de la misma las Sagradas Escrituras que el Cielo nos ha dado para la edificación de la misma Religión.

No se nos oculta, VV. HH., que una sociedad llamada vulgarmente Bíblica, se extiende audazmente por todo el orbe, que despreciando las tradiciones de los Santos Padres, y contra lo dispuesto en el célebre decreto del concilio de Trento (Sesión IV, De la edición y el uso de los libros sagrados), procura con todas sus fuerzas y medios que se traduzca o por mejor, se corrompa la Biblia en las lenguas vulgares de todas las naciones. Es muy temible que no suceda con las demás traducciones lo que con algunas ya conocidas, es decir, que «por una perversa interpretación del Evangelio de Cristo se haga el evangelio del hombre, o lo que es peor, del diablo» (San Jerónimo, sobre el cap. I de la Epístola a los Gálatas).
   
Muchos predecesores nuestros establecieron constituciones para corregir este azote y en estos últimos tiempos Pío VII de santa memoria expidió dos breves, uno a Ignacio arzobispo de Gniezno (“Postrémis Lítteris Nostris”, 4 de Junio de 1816), y el otro a Estanislao arzobispo de Maguilov (“Magno et acérbo”, 3 de Septiembre de 1816), en los cuales se encuentran muchos testimonios de la Sagrada Escritura y de Tradición con madurez y prudencia alegados, para manifestar cuán perniciosa sea a la fe y a la moral esta sutil invención.
  
Y nosotros también en cumplimiento de nuestro apostólico encargo, os exhortamos, VV. HH., a que alejéis pronta y cuidadosamente vuestra grey de tan mortales pastos. Argüid, rogad, insistid oportuna e importunamente con toda paciencia y doctrina a fin de que nuestros fieles, sujetándose a las reglas de nuestra Congregación del Índice, se persuadan de que «si permiten verter sin miramiento la Sacra Biblia a la lengua vulgar, resultará mayor perjuicio que utilidad por la temeridad de los hombres».
    
Demuestra esta verdad la experiencia, y entre otros Santos Padres la declaró San Agustín con estas palabras: «Las herejías y algunos dogmas perversos que arrastran a las almas y las precipitan en el abismo se han originado solamente de no entenderse bien las divinas Escrituras y de haberse querido sostener con temeridad y audacia lo que no se podía interpretar con claridad» (Tratado XVIII sobre el Evangelio de San Juan, cap. V).
   
He aquí, VV. HH., a dónde se dirige esta sociedad, que nada omite para ganar prosélitos. Ella se aplaude no solo de imprimir sus traducciones, sino de esparcirlas corriendo los pueblos, y aun para seducir a los incautos, procura ya venderlas, ya distribuirlas gratuitamente con pérfida liberalidad.
   
Si alguno quiere indagar el verdadero origen de todos estos males de que nos hemos lamentado hasta aquí, y de otros que hemos omitido en obsequio de la brevedad, se convencerá de que esto fue siempre, y es aún, el mismo desprecio obstinado con que se mira la autoridad de la Iglesia, de aquella Iglesia, que como nos enseña San León el Grande, «por una disposición de la providencia, recibió a Pedro en la silla de Pedro, y oye, y reconoce, y honra a Pedro en la persona del Pontífice Romano sucesor de Pedro en quien reside siempre la solicitud de todos los pastores, y la vigilancia sobre las ovejas que se le han confiado, y cuya dignidad jamás caduca en un heredero indigno» (Sermón II de su Natividad). «En Pedro, pues (como dice con mucha oportunidad el mismo Santo Doctor) tiene su apoyo la fortaleza de todos, y está de tal modo ordenado el auxilio de la divina gracia, que la firmeza concedida a Pedro por Jesucristo se transmite por Pedro a los apóstoles» (Sermón III). Es pues evidente que este desprecio de la autoridad de la Iglesia se opone a los preceptos de Jesucristo que dirigiéndose a los apóstoles, y en su persona a los ministros de la Iglesia sus sucesores les decía: «Quien os escucha me escucha, quien os desprecia me desprecia» (San Lucas, cap. X); y a este aviso del apóstol San Pablo: «La Iglesia es la columna y el fundamento de la verdad» (Epístola I a Timoteo, cap. III). San Agustín contemplando estas palabras dice: «Si se encuentra alguno fuera de la Iglesia, será extrañado del número de sus hijos, ni tendrá por su padre a Dios el que no quiera tener por madre a la Iglesia» (Del Símbolo de la Fe a los catecúmenos, libro IV, cap. XIII).
   
A vosotros pues, VV. HH., ruego encarecidamente que no perdáis de vista ni ceséis de meditar con San Agustín estas palabras de Cristo y del apóstol, a fin de instruir a los pueblos que se os han encargado de cuán respetable es la autoridad de la Iglesia, fundada inmediatamente por el mismo Dios. No os desaniméis. «Por todas partes (debemos confesar con el mismo padre), mugen a nuestro alrededor las aguas del diluvio (a que puede compararse la multiplicidad de tan varias doctrinas). No es que estemos en el mismo diluvio, nos hallamos sí, rodeados de sus olas que nos baten, pero no nos cubren; nos mecen, pero no nos sumergen» (Comentario 2.º sobre el Salmo XXXI).
  
Os repetimos por lo mismo que no os desaniméis. Confiamos en el Señor que tendréis de vuestra parte el poder de los príncipes seculares cuya causa según atestigua la razón y la experiencia, está vinculada con la de la autoridad eclesiástica; pues no es posible dar al César lo que es del César, sin que primero se dé a Dios lo que es de Dios. Tendréis también de vuestra parte para usar de las expresiones de San León, y los buenos oficios de nuestro ministerio. En vuestros apuros, en vuestras incertidumbres y en todas vuestras necesidades acudid a esta Silla Apostólica: «pues en la cátedra de la unidad» (como dice San Agustín) puso Dios la doctrina de la verdad (Epístola 105 –o 166– a los donatistas).
  
Os rogamos por fin, por la misericordia del Señor, que nos auxiliéis con vuestros votos y oraciones, a fin de que permanezca en vosotros el espíritu de la gracia y no fluctúen vuestros juicios. Permita aquel Señor que os ha inspirado la unión de sentimientos, que para el bien universal de la paz en todos los días de nuestra vida, consagrados al servicio del Señor y dispuestos a prestaros el apoyo que depende de nuestras facultades, podamos dirigir con confianza esta deprecación: «Padre Santo, conservad en vuestro nombre los que me confiasteis» (San León el Grande, Sermón I de su Natividad; Evangelio de San Juan, cap. XVII). En prenda de esta esperanza y de nuestro amor os damos cordialmente la bendición apostólica así como a vuestra grey.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, a los tres días del mes de Mayo de 1824, primero de nuestro pontificado. LEÓN PAPA XII.

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