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viernes, 10 de marzo de 2023

BEATO JUAN OGILVIE, MÁRTIR DE LA FE


Juan Ogilvie nació un día entre 1579 y 1580. Gualterio, su padre, era barón de Drum-na-Keith, señor de muchos territorios en Banffshire y jefe de la rama menor de los Ogilvie de Escocia. Su madre María Douglas, emparentada con los Estuardo y los Douglas, era hija de Inés Leslie, señora consorte de Douglas de Lochleven, la carcelera de María Estuardo (de quien Santiago, abuelo de nuestro beato, era tesorero real). Como muchas otras familias de su tiempo, una parte de los Ogilvie eran católicos y los otros presbiterianos. El padre de Juan, aunque no era propiamente enemigo de la fe, educó a su hijo en el calvinismo y, le envió a los trece años de edad a continuar su educación en el continente. Ahí, el joven empezó a interesarse en las controversias religiosas, que eran entonces muy populares en Francia y en las regiones que se hallaban bajo la influencia francesa. En dichas controversias tomaban parte famosos católicos y calvinistas, y el eco de sus disputas ejercía una gran influencia en el mundo intelectual de la época. Pronto comprendió el joven que era necesario rectificar su posición religiosa. Según un discurso, atribuido al beato en una versión escocesa de su juicio, Juan consultó a los más destacados intelectuales italianos, franceses y alemanes y todos le hicieron notar el contraste que ofrecía la continuidad de la doctrina católica con las novedades introducidas por la Reforma (entre ellas la doble predestinación de Juan Calvino), así como la unidad característica de la Iglesia Católica. Confundido por estos argumentos, Juan abandonó las controversias y se dedicó exclusivamente a estudiar dos textos de la Escrítura: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad», y «Venid a mí todos los que sufrís y estáis afligidos, y yo os consolaré». Pronto cayó en la cuenta de que la Iglesia Católica no hacía distinción de personas y que en su seno había gentes de todas las clases sociales, que despreciaban realmente al mundo. Estas reflexiones y el testimonio de los mártires acabaron de decidirle. Con el objeto de pertenecer a la Iglesia de los mártires determinó hacerse católico y fue recibido por el padre Cornelio Alápide en la iglesia del Colegio Escocés de Lovaina en 1596 (meses antes, allí había sido trasladado desde Douay), a los diecisiete años de edad.
   
Pasó los tres años siguientes en diversos colegios de Europa. Por falta de fondos, el P. Andrés Crichton tuvo que despedir del Colegio Escocés a muchos alumnos, entre los que se contaba Juan Ogilvie quien pasó a estudiar con los benedictinos escoceses en el monasterio de San Santiago de Ratisbona. Ahí permaneció seis meses dedicado a la literatura, y tal vez adquirió algo de ese estilo benedictino que es independiente de las tradiciones nacionales. Después, ingresó en el colegio de los jesuitas de Olmütz, a título de estudiante laico; ahí tuvo oportunidad de conocer a la Compañía de Jesús. Aunque la orden tenía apenas algo más de cincuenta años de vida, se hallaba entonces en el pináculo de la fama y contaba entre sus miembros algunos de los hombres más destacados de la época. Al año de su ingreso en el colegio, Juan pidió ser admitido en la Compañía; pero en ese momento estalló una epidemia que obligó a las autoridades a cerrar el colegio. Sin arredrarse por ello, el joven siguió al superior hasta Viena y fue admitido en el noviciado de Brünn. Citemos las palabras del P. W. Brown en su biografía de Juan Ogilvie: «Durante los diez años que pasó en la provincia austriaca de la Compañía de Jesús, Ogilvie se formó en una disciplina rigurosa. El saber del Renacimiento y el método escolástico se combinaban en una sólida formación intelectual, muy completa. Y la vida espiritual no era menos sólida. Juan aprendió entonces ese dominio de sí mismo que constituía la principal característica de los jesuitas y era la mejor garantía de la obediencia perfecta y del despego de los lazos terrenos».
   
Por mandato expreso del P. Claudio Aquaviva, general de la orden, Juan Ogilvie pasó a Francia y recibió en París la ordenación sacerdotal, a fines de 1610. Ahí mismo entró en contacto con dos jesuitas que habían trabajado como misioneros en Escocia, con la esperanza de convertir, por medio de los nobles, al rey Jacobo I Estuardo. Tanto el P. Andrés Crichton como el P. Gordon habían estado en la prisión y éste último había pasado tres años en la Torre de Londres. Los dos misioneros veían muy oscuro el porvenir y estaban muy desanimados. Así pues, cuando en 1611, el padre general les encargó que le hiciesen un resumen de la situación en Escocia, los misioneros presentaron una especie de catálogo de los fracasos anteriores y declararon que no había ninguna posibilidad de trabajar con éxito en el reino, debido a la severidad de las leyes. Precisamente por la misma época, Ogilvie, que estaba en Ruán, decidió consagrar su vida a esa tarea y escribió al padre general, ofreciéndose para la misión de Escocia. En respuesta, recibió una carta recordándole que a los superiores tocaba escoger a los misioneros y que ni el P. Crichton, ni el P. Gordon le habían recomendado para la misión. Sin perder el ánimo, el beato volvió a la carga; finalmente, al cabo de dos años y medio de importunar a sus superiores, recibió la orden de partir a Escocia.
   
Como las leyes contra los sacerdotes que entraban en la Gran Bretaña eran muy estrictas, viajó con el pseudónimo de Juan Watson, fingiendo que era un tratante de caballos y un soldado que volvía de las guerras de Europa. En el camino encontró a otro jesuita, el P. Santiago Moffat, y a un sacerdote diocesano llamado Juan Campbell; pero en Leith se separaron y Ogilvie siguió hacia el norte. Pronto tuvo oportunidad de comprobar que los nobles católicos, en los que había puesto tantas esperanzas, no querían comprometerse en lo más mínimo. La mayoría de ellos había aceptado exteriormente la religión del Estado y apenas unas cuantas familias de la clase media, que carecían de toda influencia, se mostraban dispuestas a albergar a un sacerdote. No sabemos gran cosa de la actividad del beato durante los seis meses siguientes. Según sus propias declaraciones, pasó seis semanas en el norte de Escocia e invernó en Edimburgo; pero no parece que haya logrado ninguna conversión ni obtenido ninguna ganancia para la causa católica. Comprendiendo su fracaso, decidió volver a los antiguos métodos de los jesuitas. En Londres entró en contacto con el rey Jacobo, o con uno de sus ministros y propuso un proyecto semipolítico que se ha perdido. Durante las negociaciones, hizo un viaje a París para consultar a su superior, el P. Gordon, quien le reprendió severamente por haber abandonado su misión y le envió de nuevo a Escocia.
   
De vuelta en Edimburgo, el P. Ogilvie se estableció en la casa de un sincero católico, Guillermo Sinclair, abogado parlamentario. Ahí conoció a un franciscano, que también se llamaba Juan y entre los dos atendieron al reducido número de católicos que se reunía en las casas de Guillermo Sinclair, Juan Philips y Roberto Wilkie. La grey del P. Ogilvie empezó pronto a crecer y el misionero se hizo famoso por la insistencia con que predicaba el fervor en la vida católica. Según parece, desempeñó al mismo tiempo el oficio de tutor del hijo mayor de Sinclair, quien más tarde entró en la Compañía de Jesús. Algún tiempo después, empezó a visitar a los católicos en la prisión, cosa muy arriesgada, pues los guardias no abandonaban un solo momento a los visitantes. Aun tuvo la osadía de ir a visitar a Sir James MacDonald en la prisión del castillo; Sir James recordaba todavía las visitas del beato muchos años después. En el verano de 1614, el P. Ogilvie logró algunas conversiones; según Sinclair, el número de convertidos fue muy considerable, teniendo en cuenta el corto periodo en que el beato pudo consagrarse a ese trabajo. Hacia fines de agosto, el P. Ogilvie fue a Glasgow, donde se albergó en casa de una viuda llamada Marion Walker, quien murió en la prisión. Dicha mujer había convertido su casa en una especie de centro, en el que los sacerdotes que pasaban por la ciudad podían celebrar la misa y oír confesiones. En Glasgow consiguió el beato entrar en contacto con Sir John Cleland y Lady Maxwell, que eran católicos en secreto y reconcilió con la Iglesia a varios miembros de la nobleza de Renfrewshire. Al mismo tiempo, se dedicó a organizar a los católicos de la burguesía. Poco después de su regreso a Edimburgo, supo que otras cinco personas de Glasgow querían reconciliarse con la Iglesia y volvió a toda prisa a esa ciudad. El 14 de octubre celebró la misa en presencia de Adam Boyd, uno de los cinco que querían la reconciliación. Después de la misa, Adam Boyd dijo al beato que quería instruirse y le rogó que acudiese, a las cuatro de la tarde, al mercado donde un mensajero iría a buscarle para conducirle a un sitio seguro. El P. Ogilvie aceptó y Boyd fue inmediatamente a ver al arzobispo John Spottiswood, un antiguo ministro presbiteriano que era uno de los empleados más capaces del rey en Glasgow y vigilaba tanto a los católicos, como a los protestantes. Convinieron en que un criado muy vigoroso del arzobispo, llamado Andrés Hay, iría a encontrar a Adam Boyd y al P. Ogilvie en el mercado. Boyd denunció también a todos aquellos de quienes sospechaba que trataban con el P. Ogilvie.
   
El jesuita llegó al sitio de la cita, acompañado por Jacobo Stewart, hijo del antiguo jefe de la policía, quien al ver a Hay aconsejó al beato que volviera inmediatamente a casa. Stewart y Hay empezaron a discutir y acabaron por golpearse; algunos transeúntes participaron en la lucha y finalmente, Ogilvie fue conducido a casa del alcalde de la ciudad. Hasta allá le siguió Spottiswood con sus guardias. Cuando el beato compareció ante el arzobispo que hacía de juez, recibió una bofetada y esta acusación: «Vuestra Merced ha tenido el atrevimiento de celebrar la misa en una ciudad de la Iglesia Reformada». El P. Ogilvie respondió en el mismo tono: «Y Vuestra Merced tiene el atrevimiento de portarse como un verdugo y no como un arzobispo». Al oír esto, los criados del prelado se echaron sobre él, le mesaron la barba y les desgarraron con agujas las uñas; sólo salvó al beato la intervención de Lord Fleming, que por casualidad se hallaba presente. Los criados del arzobispo lo desnudaron para registrarlo, pero lo único que encontraron fue una bolsa con monedas de oro y otra con monedas de plata, algunas medicinas, un breviario y un compendio de controversias religiosas.
   
A la mañana siguiente, el P. Ogilvie compareció ante el arzobispo y el juez de Glasgow. La primera pregunta que le hicieron fue: «¿Habéis celebrado la misa en el reino?». El beato, sabedor de que estaba sujeto al código penal, respondió con prudencia: «Puesto que se trata de un crimen, no es a mí a quien toca responder, sino a los testigos». A la pregunta de por qué había ido a Escocia, respondió valientemente: «Vine para combatir la herejía y salvar almas». «¿Reconocéis la autoridad del rey?», quisieron saber los jueces. El beato respondió: «El rey Jacobo es de facto rey de Escocia». Interrogado sobre el famoso «complot de la pólvora», contestó: «Detesto el parricidio y no lo alabo» (Parricidio era el término que se aplicaba entonces al asesinato de un soberano). El beato se negó a responder a todas las preguntas que podían comprometerle o poner en peligro la vida de otros; el interrogatorio se prolongó durante veintiséis horas. Como el P. Ogilvie no había probado ningún alimento, al fin de la sesión temblaba por la fiebre. Finalmente el juez le permitió que se acercase un poco al fuego para calentarse. Aun ahí fue a molestarle uno de los criados del arzobispo, quien manifestó intenciones de arrojarle a las llamas. El beato le dijo: «Habéis escogido el mejor momento para ello, pues estoy temblando de frío». En el calabozo, le ataron por los pies a una barra de hierro y le permitieron tenderse en el suelo, pues estaba tan débil, que no podía tenerse en pie. Spottiswood obtuvo permiso de aplicarle la llamada tortura de la bota, pero no parece haberla empleado en todo su rigor. Para aumentar los sufrimientos del beato, Spottiswoode divulgó la noticia de que había revelado los nombres de sus amigos.
   
Cuando los verdugos vieron que ni las amenazas, ni las promesas lograban que el P. Ogilvie revelase los nombres de los católicos escoceses, decidieron privarle del sueño para disminuir su resistencia. Esta tortura era usada por lo general para arrancar confesiones por el delito de brujería. Durante ocho días consecutivos y sus noches, le punzaron el cuerpo con agudas estacas, le arrastraron por el suelo, le sometieron a la tortura del ruido y le mesaron los cabellos. Finalmente, los médicos declararon que si el suplicio se prolongaba tres horas más el beato moriría. Los perseguidores le dejaron descansar veinticuatro horas antes de hacerle comparecer, en Edimburgo, ante los lores comisionados por el rey para el caso. Según declararon las autoridades, Juan Ogilvie era reo del delito de alta traición, por haberse rehusado a admitir la jurisdicción del rey en lo espiritual. Sin embargo, el tribunal se preocupó menos por probar que había celebrado la misa y que había sostenido la jurisdicción pontificia en Escocia, que por arrancarle los nombres de quienes habrían visto con buenos ojos la vuelta del reino a la fe católica. Las autoridades habían dado permiso al beato de recibir visitas en la cárcel después de esparcir el rumor de que había traicionado a sus amigos, con la esperanza de que éstos, a su vez denunciasen a otros, Todos los suplicios a que fue sometido el P. Ogilvie iban dirigidos a ese fin; la cuestión del poder del Papa para deponer al rey no se trató sino después de que habían fracasado todos los tormentos. Sobre esa espinosa cuestión, que preocupaba mucho a los teólogos de la época, el beato contestó que sólo estaba dispuesto a responder al Papa.
   
Después del segundo juicio, el P. Ogilvie fue nuevamente trasladado a Glasgow, donde, según parece, le trataron bien al principio. La noticia de su heroísmo había corrido ya por Escocia, de suerte que los perseguidores y sobre todo el arzobispo hubiesen dado cualquier cosa porque el beato apostatase y reconociese la supremacía del rey. Al poco tiempo, se presentó al P. Ogilvie un cuestionario redactado por el mismo rey. A las cinco preguntas, que versaban sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado, el beato respondió en una forma que equivalía a firmar su sentencia de muerte, diciendo: «Jacobo está jugando al fugitivo de Dios, y no lo reconocería más que a un sombrero viejo». Aunque los guardias empezaron a tratarle con mayor rigor, el P. Ogilvie pudo continuar escribiendo en latín un relato sobre su martirio; cuando lo terminó, consiguió deslizarlo por debajo de la puerta a algunos católicos que habían entrado en la prisión, bajo pretexto de visitar a otros presos.
   
Pero todavía le faltaba soportar al P. Ogilvie un tercer juicio. Las autoridades le hicieron saber que se le iba a juzgar, no por haber celebrado la misa, sino por las respuestas que había dado al cuestionario del rey. El arzobispo le ofreció su protección y la mano de su hija si se retractaba de tales contestaciones; pero el beato replicó: «Yo estoy dispuesto a obedecer al rey en todo aquello en que tenga autoridad y estoy pronto a verter mi sangre por defender su poder temporal. Pero me niego a obedecerle en las cosas espirituales, pues en ellas carece de jurisdicción».
   
El beato fue sentenciado a morir como traidor en la Cruz de Glasgow, un cruce de caminos. Su amigo Juan Browne, que le acompañó hasta el fin y recogió sus últimas palabras («Si hay algún católico que esté oculto, que ore por mí, pero las oraciones de los herejes no me aprovechan»), afirmó que todavía en el cadalso los verdugos ofrecieron al P. Ogilvie la libertad y un brillante porvenir si abjuraba de la fe. Esto demuestra, con evidencia, que el motivo por el que fue condenado era la fe y no la política.
   
Juan Ogilvie tomó un rosario que tenía consigo y lo lanzó a la multitud, cayendo a John ab Eckersdorff, un barón húngaro que estaba presente en el lugar. Eckersdorff, calvinista como era, se convirtió al catolicismo poco después, atribuyéndolo a este episodio.
  
Cuando los verdugos retiraron la escalera dejaron al mártir colgando en la horca, no lo decapitaron y descuartizaron porque la multitud clamó contra las autoridades que le habían condenado tan injustamente. Posteriormente lo sepultaron en el cementerio de la catedral de Glasgow, a las afueras de la ciudad, perdiéndose entre los restos de los criminales. A petición de los prelados católicos de Escocia, la causa de Juan Ogilvie no se introdujo en la de los otros mártires ingleses en 1922, sino que fue beatificado aparte, el 22 de Diciembre de 1929. La Compañía de Jesus celebra su fiesta el día 20 de Febrero. 
   
Ver William Eric Brown, John Ogilvie (1925), donde hay una traducción de los documentos del proceso de beatificación; James Forbes, Jean Ogilvie, Escossais, Jésuite; Gioacchino Antonelli-Costaggini: Il beato Giovanni Ogilvie della compagnia di Gesú: martirizzato a Glasgow (1929), con muy buenas ilustraciones.

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