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miércoles, 8 de marzo de 2023

EL VERDADERO SIGNIFICADO DE LA LEY, Y CUÁNDO EN CONCIENCIA NO OBLIGA

La Revolución sabe muy bien que en el fondo ella no es sino la anarquía, y que esta infunde terror a todos. Para disimular su principio y darse apariencias de orden, se adorna enfáticamente con lo que llama legalidad, diciendo que solo obra en nombre de la ley. En 1789 minó el órden social, político y religioso en nombre de la ley; en nombre de la ley decretó en 1791 el cisma y la persecución, y en 1793, siempre en nombre de la ley, asesinó al Rey de Francia, estableció el Terror, y cometió los horribles atentados que todos saben. En nombre de la ley es que, desde medio siglo, hace la guerra a la Iglesia, al poder, a la verdadera libertad. No será, pues, del todo inútil el recordar brevemente la verdadera noción de la ley.
    
La ley es la expresión de la voluntad legítima del legítimo superior. Para que una ley nos obligue en conciencia a obedecerla, para que sea verdaderamente una ley, son precisas e indispensables estas dos condiciones: 1.ª, que venga de nuestro legítimo superior; y 2.ª, que no sea un capricho, una voluntad mala y perversa de este mismo superior. Por lo mismo dije antes una voluntad legítima.

¿Cuáles son nuestros legítimos superiores? ¿Cuándo son legítimas sus voluntades? Dos preguntas prácticas, fáciles de resolver.

Solo Dios, propiamente hablando, es nuestro superior; y si estamos obligados, sobre la tierra, a obedecer a otros hombres, es porque Dios les ha confiado el poder de mandarnos. Ellos son nuestros superiores, como depositarios de la autoridad de Dios. Todo superior sobre la tierra no es más que un delegado de Dios, un representante suyo, que no debe jamás imponer a sus subordinados una voluntad que sea opuesta a la voluntad de Dios. Este principio es el fundamento de toda ley.

Nosotros tenemos en el mundo tres clases de superiores: el Papa y el Obispo, en el orden religioso; el soberano, en el orden civil y político; el padre, en el orden de la familia. Cada uno de estos es superior legítimo, y tiene derecho de mandarnos en nombre de Dios; pero observando, por su parte, y ante todo, el orden establecido por Dios. Hemos ya dicho antes cuál es este orden: es la subordinación regular de la familia al Estado, y del uno y de la otra a la Iglesia.
   
Así, pues, para que una disposicion de mi padre me obligue en conciencia, es de necesidad absoluta lo que he afirmado; pero también basta para ello que no esté en oposición evidente con la ley del Estado o la ley de la Iglesia, Para que un mandato del poder civil me obligue a su vez, es preciso y basta que no sea contrario a una ley o a la direccion de la Iglesia. Sin esta condicipn indispensable no estamos obligados a obedecer, a lo menos en conciencia, y lejos de ser una ley, este mandato no es más que un abuso del poder, un capricho tiránico, una violación flagrante y culpable del orden divino.
  
En cuanto a la Iglesia, su garantía con respecto a nosotros descansa sobre la palabra del mismo Dios, quien la asiste siempre en el ejercicio de su poder. Ella tiene el privilegio divino, incomunicable, de la infalibilidad en toda su doctrina, de tal suerte, que tanto las naciones como los individuos pueden entregarse con toda confianza y sin ningún riesgo a su direccion, y recibir sus mandatos. Escuchar la Iglesia, es siempre escuchar a Dios; despreciarla, es siempre despreciar a Dios: Quien os escucha, me escucha, quien os desprecia, me desprecia.

No existe, pues, relación alguna entre la ley, la verdadera ley, y lo que la Revolución se atreve a llamar ley. Ella dice: «la ley es la expresión de la voluntad general». No por cierto; la ley es la expresión de la voluntad de Dios; y la voluntad general es nada, o más bien es criminal, desde que está en oposición con esta voluntad divina promulgada infaliblemente por la Iglesia católica. Esta cuestión, es cuestión de fe у de sentido común. Observad en aquella definición errónea de la ley la habilidad perfida de la incredulidad revolucionaria: no ataca de frente el dogma católico; hace como si este no existiera, y de este modo acostumbra a los pueblos y a los mismos soberanos a separarse de Dios, de la Iglesia y del cristianismo entero. Es como la religión del hombre honrado, que usurpa el puesto de la Religión cristiana, y que no es otra cosa más que la ausencia total de toda religión. El ateísmo social y legal viene del 89; es muy real, aunque puramente negativo. No más Dios, no más Cristo, no más Iglesia, no más fe; y en lugar de todo esto, el Pueblo y la Ley. Yo miro la ley, la legalidad, tal cual la Revolución nos la hace practicar, como una seducción satánica, más peligrosa que todas las violencias.
    
Excusado es decir que todas las leyes civiles y políticas que no son contrarias a las leyes y derechos de la Iglesia, obligan en conciencia a sacerdotes y Obispos, lo mismo que a los otros ciudadanos. En caso de duda, solamente la Iglesia, por medio de los Obispos y del Soberano Pontifice, tiene facultad para decidir si es preciso o no obedecer. Si, al contrario, la ley civil es evidentemente contraria al derecho católico, entonces viene el caso de contestar, como los primeros discípulos de Jesucristo: Más vale obedecer a Dios que a los hombres.

Mons. LUIS GASTÓN DE SÉGUR, La revolución (Pedro Caro y Álvarez de Toledo, V marqués de La Romana, traductor), 2.ª edición, cap. XVI. Madrid, Imprenta de La Esperanza, a cargo de Don Andrés Pérez Dubrull, 1863, págs. 74-78. Cursivas propias del original.

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