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jueves, 24 de agosto de 2023

LA CONVERSIÓN DE CHESTERTON

Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA.

TODOS LOS CAMINOS QUE CONDUCEN A ROMA: LA CONVERSIÓN DE G. K. CHESTERTON
Por Luca Fumagalli.
   
Siguiendo las pistas trazadas por Adam Schwartz en el ensayo The Third Spring (2005), este año el especial cultural de agosto está dedicado a la historia de la conversión de cuatro grandes intelectuales del catolicismo británico del siglo XX, o sea el periodista y polemista G. K. Chesterton, el novelista Graham Greene, el historiador Christopher Dawson y el poeta David Jones. Aunque diferentes entre sí por personalidad y rasgos ideológicos, además de ser figuras destacadas en sus respectivos campos, todos los cuatro vivieron la fe a la que decidieron adherir con espíritu de rebelión, considerándola la única alternativa válida a una modernidad carente de valores y dirigida inevitablemente a la ruina. 

Antes de comenzar, para quien esté interesado en profundizar en la figura de Chesterton y la de muchos otros escritores del catolicismo británico, se indica el ensayo de las Ediciones Radio Spada Dio strabenedica gli inglesi. Note per una storia della letteratura cattolica britannica tra XIX e XX secolo. Vínculo para comprarlo.
   
Definido por Mons. Ronald Knox como «un profeta en una época de falsos profetas», G. K. Chesterton (1874-1936) fue uno de los intelectuales católicos más destacados del siglo pasado. Si bien después a pocos años del Concilio Vaticano II el cariz contra la modernidad que caracteriza su obra. entonces poco actual, había contribuido a su parcial oscuridad, la contratendencia registrada en los últimos años, con una avalancha de nuevas ediciones y traducciones también en Italia, testifica la fecundidad de un polemista capaz de describir con rara lucidez los males de un mundo inmerso en el nihilismo y moralmente a la deriva.
 
Aun así, el camino hacia la Iglesia de Roma fue para él largo y tortuoso, y para verlo oficialmente católico fue necesario esperar mucho más tiempo del previsto.
 
Si Chesterton admitió haber alimentado, casi de pequeño, una cierta simpatía frente a la religión y sus símbolos, el contexto en el cual creció fue decididamente poscristiano. Sus padres, estando el hermano Cecil, se limitaban en realidad a predicar «un vago pero noble teofilantropismo». Por consecuencia, en los primeros escritos chestertonianos se halla una paradójica alternancia de temas que van desde la exaltación de la idea de libertad predicada por la Revolución francesa hasta interesantes intuiciones aurorales sobre los peligros del antropocentrismo y la importancia del dogma.
 
Más tarde, en la Escuela de Artes Slade, un bastión del progresismo cultural, Chesterton vivió lo que luego definió «mi período de locura»: en el intento de hallar alguna respuesta convincente a una existencia aparentemente caótica y contradictoria, se acercó primero al espiritismo, después, por el estudio del impresionismo pictórico, llegó el contacto con el pecimismo, y con la decadencia de las costumbres fruto de la separación entre la estética y la moral predicada, entre ogros, por el crítico George Moore.
   
Para socorrerlo, salvándolo de sí mismo y de la senda autodestructiva a la que se encaminaba, llegaron los libros de tres autores, a saber, Robert Browning, Robert Louis Stevenson y Walt Whitman, los cuales tuvieron el mérito de enseñarle un gusto por las cosas que tiene origen en el principio de la gratitud, raíz de sus futuras especulaciones y del acercamiento al catolicismo: «Mi primer impulso para escribir, y casi mi primer impulso para pensar, fue un movimiento de disgusto frente a las decadencias y el pesimismo estético de los años Noventa». De aquí, como Pascoli, deriva el elogio de los niños, que miran cada cosa con ojos llenos de maravilla, y del “hombre común”, fiel al buen sentido a diferencia de la mayor parte de los intelectuales.
  
En 1908, con El hombre que fue jueves, Chesterton usó su propio camino de sufrimiento y rescate como una suerte de alegoría cultural. La novela describe un malestar que, de personal, deviene colectivo, afligiendo a toda la sociedad. La ecuación entre anarquistas y artistas, pues, no tiene nada que ver con la política, pero subraya una vez más la pérdida de los valores tradicionales que caracteriza la cultura moderna. Además de esto, hay espacio también para interesantes reflexiones sobre la virtud de la humildad y sobre el sentido del dolor.
  
El fin de la experiencia en la Escuela Slade y el ingreso al mundo de la edición y el periodismo anticiparon de poco el encuentro con Frances Blogg, su futura esposa. Una de las cosas de ella que más le agradó a Chesterton era la fe profunda, de marca anglo-católica, practicada con sincera devoción. Para influenciarlo profundamente en este período estuvo Conrad Noel, el cura que los casó en 1901. Este último quitó a Chesterton todo perjuicio sobre la naturaleza antiintelectual de la religión, revelándole, también gracias a su carácter rebelde y a la gran habilidad en los debates públocos, la profunda razonabilidad de la fe.
 
Si bien ahora estaba convencido de la bondad del mensaje cristiano y tentado por las ideas del ala conservadora del anglicanismo, Chesterton estaba aún en la búsqueda de certezas y seguía definiéndose prevalentemente por la vía negativa. Lo demuestra perfectamente el ensayo Herejes (1905) en el cual el autor se limita a poner en la picota algunos personajes del pensamiento poscristiano, sin la pretensión de responderles. Le siguió un acalorado debate que culminó con una invitación a aclarar en qué creía verdaderamente. Nació así Ortodoxia (1908), en el cual finalmente aparece un esquema religioso nítido, inspirado en aquel “realismo cristiano” de impronta tomista basado en la imagen de un Dios encarnado. Resulta que solo el cristianismo es «la filosofía de la sanidad mental», con capacidad de preservar «este equilibrio de aparentes contradicciones que fue toda la estructura del hombre sano»; su digno heraldo no podía entonces sino ser el bufón, esto es, el exacto opuesto del profeta posmoderno, nada más que un loco monomaniático.
  
En este punto, dada una primera sistemación coherente de su pensamiento, no le faltaba sino entender cuál, entre las iglesias, era la más ortodoxa.
 
La última fase de su odisea espiritual, aquella hacia Roma, fue sobre todo favorecida por la cercanía del compañero de siempre Hilaire Belloc, del sacerdote John O’Connor, del apologeta Wilfrid Ward y de tantos otros amigos y conocedores católicos, como también de dos recientes conversos como el novelista Maurice Baring y el hermano Cecil.
  
Las primeras señales de una creciente fascinación datan de 1909 y se hallan tanto en el debate periodístico con el modernista Robert Dell, en el que Chesterton se halló defendiendo los dogmas de la Iglesia Católica contra uno de sus miembros, como en la novela La esfera y la cruz.
  
Otros momentos decisivos fueron la enfermedad casi mortal que lo golpeó entre 1914 y 1915 y que le hizo acariciar la hipótesis del bautismo, el viaje a Jerusalén en 1919 –con escala en Brindisi en el viaje de regreso, durante la Pascua– y la Conferencia de Lambeth de 1920, en el que la Iglesia de Inglaterra mostraba tener una escasísima autoridad y, sobre todo, tener una malsana tendencia a alinearse con la modernidad: «No habla con fuerza. No tiene una unidad de acción. No me sirve para nada una Iglesia que no sea una Iglesia militante, que no sepa ordenar la batalla, ponerse al frente y marchar en la misma dirección».
  
Entre tanto, su deseo de autoridad había ahora hallado en el Papa una certeza y la Iglesia de Roma había demostrado con diferencia ser la única que no quería ir en componendas con los humores del mundo, manteniendo intacto el depósitum fídei: «La Iglesia Católica», escribirá después Chesterton, «es la única cosa que salva al hombre de la esclavitud degradante de ser un hijo de su tiempo».
 
La conversión al catolicismo parecía ahora un hecho, pero debieron pasar aún un par de años antes que Chesterton se decidiese, detenido por el dolor que le habría ciertamente causado a su mujer, anglicana convencida. Finalmente fue bautizado bajo condición por el Padre O’Connor y por Dom Ignatius Rice el 30 de julio de 1922. Para él, dantescamente, fue el inicio de una nueva vida, una verdadera y propia resurrección celebrada en el verso de una poesía suya: «Porque mi nombre es Lázaro y estoy vivo».
 
Como “autor católico”, no cambiaron su estilo y sus ideas, confirmándose una pluma crepitante de paradojas y un brillante apologeta. Como último consuelo, en 1926 Frances decidió hacerse católica, queriendo seguir al lado de su marido también en esta última y extraordinaria aventura.

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