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domingo, 21 de enero de 2024

EL ÚLTIMO CONFESOR DE LUIS XVI

Poco antes de ser guillotinado, la principal preocupación del depuesto rey Luis XVI de Francia era la salvación de su alma. En su testamento, el monarca escribió el siguiente acto de contrición perfecta:
«Ruego a Dios que me perdone todos mis pecados. Intenté conocerlos escrupulosamente, detestarlos, humillarme en su presencia; y al no poder servirme del Ministerio de un Sacerdote Católico, ruego a Dios recibir la confesión que le he hecho y sobre todo el arrepentimiento profundo que tengo de haber puesto mi nombre (aunque haya sido en contra de mi voluntad) en leyes que pueden ser contrarias a la disciplina y a la creencia de la Iglesia Católica, a la que siempre permanecí sinceramente unido de corazón. Ruego a Dios recibir la firme resolución en la que me encuentro: si me otorga vida, servirme tan pronto como me sea posible del Ministerio de un Sacerdote Católico para acusarme de todos mis pecados, y recibir el sacramento de la Penitencia».
Su oración fue recibida por Dios nuestro Señor, quien le envió a un sacerdote que, en tales circunstancias, fue valiente: Henry Essex Edgeworth de Firmont. Sea este artículo la ocasión para rescatarlo del olvido.
   
Henry Essex Edgeworth de Firmont

Henry nació en 1745 en Edgeworthstown (condado de Longford, Irlanda), segundo de los ocho hijos de Robert Edgeworth, terrateniente y rector anglicano de Edgeworthstown y tío segundo de la novelista María Edgeworth, y de Marta Ussher (pariente lejana de James Ussher, el famoso arzobispo anglicano de Armagh). A los cuatro años, su padre se convirtió al catolicismo tras concluir, al estudiar la Biblia y los Padres de la Iglesia, que la Transubstanciación era real, y a causa de las anticatólicas Leyes Penales de la época, su familia migró a Tolosa de Francia. Henry fue educado por los jesuitas, y al morir su padre, en 1769 ingresó al seminario de los Treinta y Tres en París, bajo la influencia del obispo Moylan de Cork. Ordenado sacerdote, se dedicó a la misión entre sus correligionarios irlandeses e ingleses, declinando una mitra que le ofrecieron.

Por las relaciones de su padre y el arzobizpo de París (que lo nombró vicario general), el padre Henry conoció a la Familia Real Francesa, a quien acompañó durante los aciagos días de la Revolución: fue confesor de la princesa Isabel, y por su devoción y firmeza fue admirado incluso por los sans culottes que la tenían prisionera. Ella lo recomendó a su hermano el rey, y obtuvo del Consejo el permiso de oficiar la Santa Misa y asistirlo en el cadalso. 

En ese sentido, a un sacerdote en Londres de apellido Maffey, el padre Henry le escribió:
«Dios Todopoderoso ha frustrado mis medidas y me ata a esta tierra de horrores con cadenas de las que no tengo libertad para librarme. El caso es este: El desdichado señor [el rey] me encarga que no abandone este país, ya que soy el sacerdote que pretende prepararlo para la muerte. Y si la iniquidad de la nación cometiera este último acto de crueldad, debo también prepararme para la muerte, pues estoy convencido de que la rabia popular no me permitirá sobrevivir ni una hora después de la trágica escena; pero estoy resignado. Si mi vida pudiera salvarlo, la entregaría voluntariamente y no moriría en vano».
En la noche del 20 de Enero, el padre Henry es conducido a la celda del “ciudadano Luis Capeto” para darle los últimos sacramentos. Luis lo recibió y dijo:
«Ahora, señor, el gran asunto de mi salvación es el único que debería ocupar mis pensamientos. ¡El único negocio de verdadera importancia! ¿Qué son todos los demás temas comparados con este?».
Henry, tan comedido y con fortaleza de carácter, rompe en llanto al ver al rey, y este después le dice con lágrimas en los ojos:
«Perdóneme, señor… Durante mucho tiempo he vivido entre mis enemigos, y la costumbre me ha familiarizado en cierta medida con ellos; pero cuando contemplo a un súbdito fiel… un lenguaje diferente llega a mi corazón, y a pesar de mis mayores esfuerzos, me derrito».
   

La fría mañana del 21 de Enero de 1793, los guardias del Temple mantenían un cateo constante en la paranoia que Luis se suicidara, privándoles del morboso espectáculo de verlo decapitado, este dijo:
«Estas gentes ven dagas y venenos por doquiera; temen que yo me autodestruya… ¡cuán poco me conocen! Matarme sería en verdad un acto de debilidad».
Poco después de las 10 de la mañana, cuando los verdugos condujeron al otrora rey al cadalso en la Plaza de la Revolución (hoy Plaza de la Concordia), Luis les dijo:
«Hacedme lo que se os ha mandado, pero no me ataréis».
El padre Henry le recomendó que le dejara atar las manos, con las palabras:
«Señor, en este nuevo ultraje sólo veo el último rasgo de semejanza entre Su Majestad y el Dios que será su recompensa».
Al padre Henry se le atribuye la frase «Fils de St Louis, Montez au ciel! / Hijo de San Luis, asciende al Cielo» después de morir Luis XVI, pero hay debate si la pronunció en realidad. Temía que por eso fuese el siguiente en ceder el cuello a la guillotina, pero logró escabullirse en medio de la multitud.
    

Evadió los guardias que iban a capturarlo usando varios disfraces y pseudónimos, pero cuando murió su madre en 1795, Henri logró partir a Inglaterra donde fue recibido como héroe (aunque declinó la pensión que le quería dar el primer ministro William Pitt), y luego a Escocia, donde entregó al Conde de Artois (futuro Carlos X de Francia) el último mensaje de la princesa Isabel. Si bien su hermano Ussher trató de persuadirlo de regresar a Irlanda, el padre Henry partió a llevar unos mensajes al Conde de Provenza (futuro Luis XVIII de Francia) que se encontraba en Blankenburg cerca a Brunswick (Alemania), quien lo hizo su capellán. En 1800 viajó a Rusia para entregar al zar la insignia de la Orden del Espíritu Santo y recibió una pensión de 200 ducados.

En 1805 se vendió Firmont (la propiedad familiar de los Edgeworth) y se perdieron los ingresos, dejándolo sin dinero, por lo que se vio obligado a escribir a Pitt y aceptó tardíamente su oferta de pensión.

Durante la expedición napoleónica a Rusia, las tropas del zar hicieron muchos prisioneros, de los cuales 23 fueron conducidos a donde estaba el padre Henry. Si bien los que estaban con él los veían como condenados por su lealtad al Corso heredero de la Revolución, él los asistió espiritualmente, quien murió en 1807 en Mittau/Jeglava (actual Letonia), por una fiebre que contrajo mientras asistía a los prisioneros franceses.

Joseph Guinan en su biografía para la Enciclopedia Católica, escribió que 
«Al caer su fortuna, él estuvo con ellos [la Familia Real] a costa de su vida, siguió en el exilio a los sobrevivientes después de la Revolución, y murió en su servicio».
El padre Henry murió acompañado por la condesa María Teresa de Angulema (quien lo atendió aun a riesgo de enfermar también), y el propio Luis XVIII le dedicó un epitafio, elogiándolo como «sacerdote de la Santa Iglesia de Dios, quien, siguiendo los pasos de nuestro Redentor, fue ojo para los ciegos, bastón para los cojos, padre a los pobres y consolador de los afligidos».
   
La buena muerte es una gracia que debemos pedir con humildad y sin cesar. Por otra parte, es importante orar para que los sacerdotes reciban la fortaleza para realizar su ministerio aun en circunstancias extremas.

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