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viernes, 21 de junio de 2024

MES EN HONOR A SAN PEDRO APÓSTOL – DÍA VIGESIMOPRIMERO

Dispuesto por el padre Charles Alphonse Ozanam, Misionero Apostólico y Canónigo honorario de Troyes y Évreux, publicado en italiano en Nápoles por Ferrante y Cía. en 1864.
  
MES DE SAN PEDRO, O DEVOCIÓN A LA IGLESIA Y A LA SANTA SEDE
  
MEDITACIONES SOBRE LA IGLESIA

Antes de la Meditación, recita un Pater noster y un Ave María con la Jaculatoria: San Pedro y todos los Santos Sumos Pontífices, rogad por nosotros.
  
MEDITACIÓN XXI: SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA
1.º La Iglesia está destinada a ser guardiana de la doctrina que Dios ha dado a la tierra para el ministerio de Jesucristo; y habiendo recibido la misión de hacer conocida y observada esta doctrina en el mundo; esta Iglesia quiere ser una como la verdad que enseña, y como Dios que le ha encargado desempeñar estos sublimes oficios. Por tanto, los hombres no pueden, con buena conciencia, vincularse, siguiendo su propio capricho, a cualquier Iglesia que sea; pero están obligados, so pena de perderse para siempre, a entrar en la Iglesia que fundó Jesucristo; y Jesucristo fundó una sola, la Iglesia Católica y Apostólica; sólo a ésta comunicó sus poderes y le dio la misión de continuar su obra de redención de los hombres hasta la consumación de los siglos. En efecto, ¿no dijo nuestro Señor: «Tengo otras ovejas, que no son de este rebaño. También necesito reunir a éstos: escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (San Juan X, 16)? Y en la oración que dirigió a Dios su Padre, dijo: «Padre Santo, guarda en tu nombre a los que me has entregado, para que sean una cosa como nosotros… Tampoco ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que por su palabra creerán en mí que todos son uno, como tú estás en mí, oh Padre, y yo en ti, para que también ellos sean una sola cosa en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. Y la gloria que me diste, se las he dado, para que sean una sola cosa, como nosotros somos una sola cosa» (San Juan XVII, 11, 20, 21, 22). El apóstol San Pablo, escribiendo a los de Éfeso, vuelve a decir: «Procurad conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz. Un cuerpo y un solo espíritu, así como habéis sido llamados a la única esperanza de vuestra vocación. Un Señor, una fe, un bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, y para todas las cosas, y en todos nosotros» (Epístola a los Efesios IV, 3 y ss.).
  
2.º Pero esta unidad de la Iglesia, contrariamente a lo que admiten en principio los protestantes, incluye necesariamente la unidad de doctrina y la unidad de comunión, ministerio o gobierno. La unidad de doctrina, según los protestantes, consiste en creer sólo en algunos artículos fundamentales; y afirman que uno puede salvarse en todas las comuniones que han conservado estos artículos: en consecuencia rechazan la unidad del ministerio o gobierno. La unidad de doctrina, en el sentido ortodoxo, consiste en la creencia, al menos implícitamente, en todas las verdades reveladas y sostenidas como tales en la Iglesia Católica. No tiene sentido hacer una distinción entre artículos fundamentales y otros que no lo son. En efecto, Jesucristo, dando su misión a los Apóstoles, no dijo «Enseñad a los hombres estas o aquellas cosas indispensables para la salud; designarles los artículos fundamentales, de modo que puedan distinguirlos de los demás». Él quiere que los Apóstoles «enseñen y hagan cumplir todo lo que les ha mandado» (San Mateo XXVIII, 19-20). Añade además: «Predicad el Evangelio a todos los hombres. El que crea y sea bautizado será salvo; el que no crea, será condenado» (San Marcos XVI, 15-16). Por tanto, es totalmente necesario creer, no solo a una parte del Evangelio, sino a todo el Evangelio, a la doctrina de Jesucristo, tal como nos fue transmitida por los Apóstoles, tal como nos fue enseñada por sus sucesores los Obispos. Finalmente, promete a la Iglesia docente su asistencia hasta la consumación de los siglos, sin distinción de artículos; y no admite excepción cuando dice: «Si alguno no escucha a la Iglesia, considéralo pagano y publicano» (San Mateo XVIII, 17). Luego está San Pablo que atestigua que no puede haber muchas doctrinas que conduzcan todas a la salvación: «Aunque nosotros, o un ángel del cielo, os evangelicemos más allá de lo que os hemos evangelizado, sea anatema» (Epístola a los Gálatas I, 8). San Pablo no hace distinción, como tampoco Jesucristo, entre lo que es fundamental y lo que no lo es. Ahora bien, ¿sería alguna vez cierto que los herejes de todos los tiempos, y en particular, que las innumerables sectas de la “reforma”, todas opuestas entre sí, profesaban la doctrina del Evangelio tal como nos fue transmitida por los Apóstoles? No, ciertamente: no están, pues, en absoluto en la unidad, se han salido de ella, y por eso mismo han incurrido en el anatema del Apóstol. Acabemos con esta característica del discípulo amado, del Apóstol de la caridad, de San Juan, en una sola palabra, que por eso nunca dejó de decir: «Quien retrocede y no se mantiene firme en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que permanece firme en la doctrina, tiene al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina, no lo recibáis en vuestra casa ni lo saludéis. Porque quien le saluda participa de sus malas obras» (Epístola 2.ª de San Juan, versos 9, 10 y 11). Ahora bien, ¿qué es la doctrina de Jesucristo, sino el Evangelio entero, sin recortar nada de él? Además, esta doctrina es la que la Iglesia ha recibido de los Apóstoles, y que nunca ha dejado de enseñar, y por lo tanto es completamente una en su doctrina, pero de manera muy diferente y más perfecta que los Protestantes.
   
3.º El segundo carácter indispensable de la unidad de la Iglesia es la unidad de comunión, de ministerio o de gobierno, como queráis llamarlo. Este segundo carácter consiste en la sujeción a los pastores legítimamente constituidos, y en particular al Papa, cabeza visible de la Iglesia. Cuando se rechaza conscientemente una verdad que la Iglesia enseña como revelada, es un hereje; y es cismático cuando se levanta contra la suprema autoridad del Sumo Pontífice, y rompe la unidad del ministerio separándose de la comunión de los pastores legítimos; ambos son rebeldes contra la Iglesia, e incurren en ese anatema fulminado por Jesucristo: «El que no escucha a la Iglesia debe ser considerado pagano y publicano» (San Mateo XVIII, 17). Una consecuencia necesaria de la unidad de doctrina
 Hoy, más que nunca, los gobiernos sienten la necesidad de concentración, para que pueda haber unidad de acción y dirección en los asuntos: ¿cómo podría la Iglesia preservar la unidad de doctrina y la unidad de los medios necesarios para hacerla observar en el mundo, si no poseyera la unidad de acción y dirección, es decir, la unidad de comunión, de ministerio o de gobierno? Esta unidad es la fuerza de la Iglesia, pero en todos tiempos aquellos que han sido, o siguen siendo, enemigos de la sociedad cristiana instaurada por Jesucristo, han intentado atacar este privilegio divino, que sólo a ella le ha sido concedido, y que ella sola nunca ha dejado de poseer desde hace siglos. Desde los tiempos apostólicos, el error ha tratado de insinuarse en la doctrina pura y celestial del Evangelio, y San Pablo, al advertir a los fieles de los peligros que los amenazaban, les significa la unidad de los esfuerzos del sagrado ministerio de la Iglesia, como único medio para preservar la unidad de la fe. «Dios, dice, constituyó otros apóstoles, otros profetas, otros evangelistas, otros pastores y maestros, para el perfeccionamiento de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que nos reunamos todos por la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, en un hombre perfecto a la medida de la edad de Cristo, para que ya no seamos niños vacilantes llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina, por los engaños de los hombres, por las artimañas con que engaña el error» (Epístola a los Efesios IV, 11 y ss.). ¿Cómo podría este ministerio apostólico y pastoral, instituido en la Iglesia de Jesucristo para preservar la unidad de la fe, alcanzar este objetivo, si no poseyera esta unidad, y si a todos se les permitiera inmiscuirse por su cuenta, sin una misión, en el gobierno de la Iglesia? ¿Qué seguridad habría alguna vez para la unidad de la fe contra el error si a todos se les permitiera levantar altar tras altar y separarse de los pastores, cuyo ministerio se remonta a los Apóstoles en una sucesión ininterrumpida? El espíritu de los Apóstoles pasó a sus sucesores; y en todos los tiempos los Obispos, Padres y Doctores han insistido en la absoluta necesidad de estar sujetos a pastores legítimos, excluyendo de la salvación eterna a quienes se separan de la comunión de la Iglesia. Por lo tanto, la Iglesia Católica y Apostólica establecida por Jesucristo es la única que posee la unidad de doctrina y ministerio; y por eso Jesucristo le dijo a ella sola: «He aquí, yo estoy vosotros hasta el fin de los siglos» (San Mateo XXVIII, 20) [Hemos tomado la mayoría de los temas de esta meditación en el tomo II de la Teología Dogmática del Cardenal Gousset].
   
ELEVACIÓN SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA
I. ¿Qué hubiera sido de los hombres, oh divino Maestro, si los hubiérais abandonado a su débil razón, a su juicio privado, en medio de innumerables errores que surgen de todas partes? Vos que vinisteis a la tierra para reparar las desastrosas consecuencias del pecado de nuestro primer padre, ¿no deberíais quizás haber disipado las tinieblas de la ignorancia, al menos por consideración a nuestro fin último o nuestra salvación eterna? ¿Y no es quizás por eso que os habéis anunciado como la luz verdadera destinada a iluminar a todo hombre que viene a este mundo? Y esto es precisamente lo que habéis practicado, oh Salvador mío, durante todo el tiempo de vuesrra predicación. Pero, para que la verdad no naufrague, después de vuestro regreso a la gloria de vuestro Padre, fundasteis un cuerpo docente, solo al cual confiasteis el depósito de vuestra doctrina, y le concedisteis el privilegio divino de la infalibilidad, para que podría juzgar en la apelación final del verdadero significado de vuestros oráculos. Vos fundasteis la Iglesia y le confiaste esta sublime misión. Ahora bien, si la Iglesia era fiel a este mandato divino, debía conservar escrupulosamente la santa doctrina extraída de vuestra boca y difundirla en su pureza, tal como la habíais enseñado. Esto es precisamente lo que felizmente logró; y por eso su enseñanza, habiendo sido siempre la misma a lo largo de los siglos, está marcada por el sello de la unidad. Gracias ls sean dadas, oh Dios mío, porque os habéis dignado dar al mundo un santuario, en el que la verdad esté segura contra todos los vientos del error, un órgano inmortal de la divina ciencia de los santos, que, a pesar de las diversidad de lenguas y las continuas modificaciones que sufre la lengua de una misma nación, nunca permite que su doctrina sufra alteración alguna. Ahora comprendo por qué la Santa Iglesia, que vela con tanta atención por la perfecta conservación del precioso depósito de la fe, ha querido adoptar, para expresar sus pensamientos y sus juicios en materia tan celosa, un lenguaje casi inmutable, porque está fuera del alcance del uso vulgar, y tiene reglas irrevocablemente fijadas. Sí, es por eso que el latín se ha convertido en la lengua universal y casi única de la Iglesia; la unidad del lenguaje se convirtió también en una nueva garantía de la unidad de la doctrina que estaba llamada a enseñar.
    
II. ¡Cuanto más meditamos en vuestra santa palabra, Señor, más ilumina nuestra inteligencia con vuestra divina claridad! Ya que vuestra palabra es inmutable, ya que el Cielo y la tierra pasarán, pero ella nunca pasará, por eso es hoy lo que ha sido en todos los tiempos, después de que quisisteis traerla al mundo y hacerla entender. Pero, puesto que esta palabra celestial ha instituido el augusto ministerio que ejerce la Santa Iglesia, se sigue necesariamente que este ministerio divino no podía basarse en otro fundamento que el que Vos mismo habéis puesto, ni desviarse de los principios que habéis asignado a él; si no hubiera sido así, vuestra doctrina, que ha llegado intacta hasta nosotros, sería irrefutablemente condenada. Y sin embargo, ¿quién fue el que conservó esta doctrina sin mancha, sin sombra de alteración? ¿Quién es el que nos lo enseña? ¿No es el ministerio sagrado de la santa Iglesia? Una en su doctrina, por lo tanto también lo es en su ministerio: ¿qué podría ser más razonable, más lógico? Además, ¡qué facilidad para la enseñanza de cosas que es necesariamente importante que el hombre conozca para alcanzar la salvación! De padre a hijo las mismas verdades se transmiten fácilmente a mentes aún menos favorecidas por la naturaleza, el mismo ministerio se ejerce en todo tiempo, siguiendo los mismos principios y la misma costumbre: ¡cómo es que estas acciones no quedarían grabadas en las más crudas inteligencias! Esto no significa que las almas más elevadas encuentren allí menos el campo más vasto que jamás hubo o habrá para sus profundas y sublimes meditaciones. Todos los corazones son consolados y nutridos abundantemente en todo tiempo y en todo lugar por este alimento único de las santas verdades, que les es servido por este ministerio único, que es como Dios, por eso es el instrumento digno, siempre antiguo y siempre nuevo. Es el maná del desierto que cae cada día del cielo y que en una sola forma satisface todos los gustos y provee ampliamente para todas las necesidades. ¡Ah! ¡Dios mío! Hoy, como en los tiempos del pueblo de Dios, hay hombres sensuales e inconstantes, que, so pretexto del progreso, siempre quieren cosas nuevas, y murmuran contra Vos, quejándose de la monotonía del alimento celestial que les enviáis; no les gustaría un alimento sobrenatural para su alma, lo encuentran demasiado ligero; pero si algo material puede satisfacer sus hambrientos sentidos, como en los siglos de paganismo y barbarie, en este sentido entienden el progreso.

III. La unidad, oh Señor, viene de Vos que sois esencialmente uno y, sin embargo, jamás se puede imaginar nada más perfecto. Hoy en día, se encuentra en la propia naturaleza humana, como una ley primitiva y general, que todo hombre se siente impulsado a obedecer, teniendo sentido encontrar en su cumplimiento su felicidad. Si nos consultamos bien, vemos que todos nuestros órganos contribuyen a un único fin: la preservación de la vida. Encontramos en nuestro ser una doble sustancia, una material que es el cuerpo, la otra espiritual que es el alma, cuya íntima unión de ambas sustancias forma uno de los más profundos misterios; pero, sin embargo, siempre por razón de la ley de la unidad, una manda a la otra, y el alma dirige los esfuerzos de todas sus facultades y las del cuerpo, del que es reina, hacia una sola meta: la felicidad. El conocido poder de esta ley ha inducido también a los hombres a asociarse, tanto para ayudarse unos a otros y facilitar los medios de existencia, como para realizar obras que nunca habrían sido suficientes para realizar solos. De ahí el dicho: «la unión (o la unidad) hace la fuerza». ¿Por qué hay tanta concentración en todos nuestros gobiernos? ¿Por qué las conquistas y anexiones de múltiples estados crean un solo imperio? Sin duda la ambición juega su papel, pero también existe la invencible tendencia a la unidad. Por eso todos los grandes espíritus han soñado con unir a todos los pueblos bajo un solo cetro. Pero Vos, oh Dios mío, nunca lo permitirás. Sólo a Vos corresponde ser rey de todas las naciones de la tierra y reinar sobre todos los corazones: es, por tanto, apropiado sorprenderse de lo que habéis dado a vuestra Iglesia, encargada de representaros y operar aquí abajo en vuestro nombre, el imperio del mundo entero; «Id, y enseñad a todas las naciones»? y dado que este imperio debe durar hasta la consumación de los siglos, ¿es sorprendente que hayáis proporcionado a esta Iglesia el poder irresistible de la unidad? Poder al mismo invencible y lleno de inefable dulzura, que de todos los fieles esparcidos por la tierra hace una sola y misma familia, un solo y mismo espíritu, un solo y mismo corazón. Bendito seais por siempre, oh Señor, por haber proporcionado así a vuestra Iglesia esta santa unidad, que une caridad y fuerza: fuerza superior a la de todos los hombres e incluso a la del infierno, y que por consecuencia desde hace mucho tiempo ha sido para dar seguridad a todas las almas que se acogen en el seno de su amado Esposo; una caridad enteramente celestial, que es en sí misma vínculo indisoluble de la unidad, y que difunde las deliciosas efusiones de vuestro divino amor en el corazón de todos vuestros hijos.
  
Se repite la Jaculatoria: «San Pedro y todos los Santos Sumos Pontífices, rogad por nosotros», añadiendo el Credo Apostólico:
   
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor: que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado: descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.

JACULATORIAS
  • «Oh Jesús mío, ya que sois un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo, que haya un solo redil y un solo Pastor» (San Juan, caps. XVII, 11 y X, 16).
  • «Dadme, oh Señor, caridad para que ame verdaderamente la unidad de la Iglesia» (San Agustín, libro tercero del Bautismo, contra Donato, cap. XVI, 21).
PRÁCTICAS
  • Mantente firmes en la fe de la Iglesia Católica, y ante los esfuerzos que los malvados hacen por distorsionar la fe, recuerda lo que dice San Agustín: «No te turbes por esto, mi amadísimo hijo, porque ya estaba predicho que habría escándalos y herejías, para que aprendamos a educarnos en medio de nuestros enemigos, y así nuestra fe y nuestra caridad sean más aceptadas: la fe, por supuesto, para que no seamos engañados por ellos: la caridad, pues, para que proveamos, en lo que esté en nosotros, también para su corrección; obrando así no solamente para que ellos no dañen a los débiles, y para sacarlos de sus atroces errores, pero seguir orando por ellos» (San Agustín, Epístola 185 –en otros, Epístola 152).
  • Permanece firmes en la sujeción a los Pastores legítimos, y huye de los que, bajo manto de corderos, son lobos rapaces.
  • Mantente alejado de aquellos lugares que no pueden usarse sin ser cismáticos, protestantes, herejes o al menos expuestos al peligro de cisma o herejía.
℣. Tú eres Pedro.
℟. Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
  
ORACIÓN
Oh Dios, que acordaste a tu bienaventurado Apóstol San Pedro el poder de atar y desatar, concédenos, por su intercesión, ser libertados de las cadenas de nuestras culpas. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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