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sábado, 22 de junio de 2024

MES EN HONOR A SAN PEDRO APÓSTOL – DÍA VIGESIMOSEGUNDO

Dispuesto por el padre Charles Alphonse Ozanam, Misionero Apostólico y Canónigo honorario de Troyes y Évreux, publicado en italiano en Nápoles por Ferrante y Cía. en 1864.
  
MES DE SAN PEDRO, O DEVOCIÓN A LA IGLESIA Y A LA SANTA SEDE
  
MEDITACIONES SOBRE LA IGLESIA

Antes de la Meditación, recita un Pater noster y un Ave María con la Jaculatoria: San Pedro y todos los Santos Sumos Pontífices, rogad por nosotros.
  
MEDITACIÓN XXII: SOBRE LA SANTIDAD DE LA IGLESIA
El apóstol San Pablo escribió a los efesios: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla, limpiándola con el lavamiento del agua mediante la palabra de vida, para presentarse ante la Iglesia vestido en gloria, sin mancha ni arruga ni ninguna otra cosa, sino santa e inmaculada» (Efesios V, 25-27). Y, sin embargo, todos los cristianos profesan que la Iglesia es santa, como lo prueba el símbolo de los Apóstoles, que recitan cada día.

1.º La Iglesia es santa: 1.º porque su fundador Jesucristo es el Lugar Santísimo, fuente de toda santidad. Ahora Jesucristo es siempre la cabeza, aun cuando sea invisible, el alma y vida de su Iglesia, se sigue que esta que viva, piense, trabaje para él. De ahí, dice San Juan, «se manifestó la caridad de Dios para con nosotros, porque Dios envió a su Unigénito al mundo, para que por Él tengamos vida» (Epístola 1.ª, cap. V, 9). Nosotros, por demás, hemos visto en la meditación 15.ª cómo Jesucristo sigue preservando la vida de su Iglesia. Por tanto, esta Iglesia puede decir como San Pablo: «No soy yo quien vivo, sino Cristo quien vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Epístola a los Gálatas II, 20). Por eso la Iglesia es santa, ya que es Cristo quien, al fundarla, le dio vida y continúa haciéndola vivir con su vida, viviéndose él mismo en ella. 2.º Ella es santa de corazón porque los primeros hombres que trabajaron para establecerla fueron santos; y, como un buen árbol sólo puede producir buenos frutos, los santos no pudieron cooperar en el establecimiento de ninguna otra sociedad que aquella cuyo carácter esencial era la santidad.
  
2.º La Iglesia es santa, porque fue establecida para la santificación de los hombres. «El Señor», dice San Pablo, «constituyó a unos Apóstoles, a otros Profetas, a otros Evangelistas, a otros Pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los Santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» (Efesios IV, 11-12). Así vemos que todos sus esfuerzos, todos sus trabajos, todos sus sacrificios tienen como objetivo hacer mejores a los hombres y conducirlos a la perfección consiste en continuar la obra de la redención, anunciando la palabra divina, o la verdad, para destruir el error e iluminar las almas, aplicando, para la administración de los sacramentos, los méritos de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, para purificar a los hombres de sus inmundicias, para sostenerlos contra la corrupción del siglo, y conducirlos finalmente a la santidad y a la felicidad del Paraíso, que es su recompensa.
   
3.º La Iglesia es santa, ya que su doctrina, es decir, sus dogmas, sus misterios y su moral están marcados del sello de santidad, porque son obra de Dios mismo, y nos han sido impuestas por él sin otro fin que el de conducirnos a la santidad (ver la meditación 16.ª).
   
4.º Finalmente, la Iglesia es santa, porque muchos de sus miembros son santos, y porque los verdaderos santos no se encuentran sino entre sus hijos. ¿Y cómo, en efecto, una madre tan santa no sería fecunda en santos? Por eso, San Pedro, hablando de la sociedad cristiana, la llama nación santa, pueblo de conquista (Epístola 1.ª, cap. II, 9). La Iglesia, por tanto, contiene en su seno a justos y pecadores, buenos y malos, perfectos e imperfectos; están mezclados y unidos por la profesión pública de la misma fe, por la participación externa de los mismos sacramentos y por la dependencia de los mismos pastores legítimos, de los cuales el Papa es cabeza visible; el pecado mortal no aparta a los malvados fuera de la Iglesia, siempre que conserven el hábito de la fe. Esto, en verdad, nos enseña la doctrina católica. Pero esta unión de justos y pecadores no podía ser obstáculo para la santidad de la Iglesia, puesto que ésta, desde su primer origen, contaba ya entre sus miembros a un Judas y falsos hermanos; y porque si no corta los malos de en medio de ella, esto sucede porque siempre espera verlos convertidos, y porque procede con el mismo espíritu de su esposo Jesucristo, que no quiso que la cizaña se separara de ella el buen trigo antes del tiempo de la cosecha. ¿Quizás porque el Santo Evangelio aún no nos representa a la Iglesia como la era, que contiene a la vez paja y trigo; como la red que se echa al mar y se saca llena de toda clase de peces; como la unión de las ovejas con las cabras, del mal siervo con el fiel, de las vírgenes prudentes con las vírgenes insensatas? Sólo hay unos pocos pecados enormes, especialmente aquellos que se cometen persistentemente contra la fe, que pueden reducirla a la exclusión de su comunión a quienes tienen la audacia de cometerlos. Y ella hace lo mismo sólo para preservar intacto el precioso depósito de la fe cuando se ve amenazado, y por lo demás está siempre dispuesta a rehabilitar y recoger con los brazos abiertos a todos aquellos que abjuran de sus errores y piden volver a su seno. Dado que la santidad consiste en la profesión sincera de la fe divina y en la práctica constante de las virtudes cristianas enseñadas en el Evangelio, de las cuales la Iglesia fue establecida por Jesucristo como única depositaria, se sigue que los verdaderos santos no pueden existir sino entre todas estas virtudes un carácter sobrenatural, imprimirles la huella divina y, en consecuencia, hacerlos santos.
   
ELEVACIÓN SOBRE LA SANTIDAD DE LA IGLESIA
I. La santidad es orden, así como el pecado es desorden. Y como sois la santidad en esencia, oh Dios mío, todas vuestras obras llevan la huella de un orden maravilloso e inmutable. ¿No es este inmenso universo que se despliega ante vuestros ojos una maravillosa prueba de ello? Desde el primer día de la creación hasta nosotros, el sol, todos los demás cuerpos celestes del firmamento, la tierra y todo lo que en ella se acumula, ¿quizás no han realizado su revolución, quizás no han cumplido los deberes que les fueron asignados con exactitud matemática y perfecta armonía? Sin embargo, este orden físico tan admirable que reina en la creación no es más que una lánguida imagen del que habéis establecido en vuestra Iglesia, que, siendo la misma obra de vuestras manos, debería haberse distinguido por la misma huella. Aquí no se trata simplemente de un mecanismo gigantesco, y del que se conocen infinitos detalles y las sabias leyes son, desde hace unos seis mil años, la desesperación de las mentes más grandes, que han descubierto bien algunos de vuestros secretos, pero que aún están lejos de haber captado su significado supremo. Aquí ya no se trata de la vida puramente orgánica de plantas y animales, que hasta cierto punto la fisiología puede explicar bien, lo cual ya es mucho para poder admirar su fiel regularidad, pero no para comprender la repuesta virtud. Todas estas maravillas no son más que meros accidentes al servicio del mundo de los espíritus que peregrinan sobre la tierra, entre los cuales la Iglesia ha restablecido y puesto en pie el orden divino y primordial que el pecado original había destruido. ¿Acaso el orden físico sólo tiene sus garantías en las constantes leyes de la creación? ¡Oh! no, Señor, el mundo moral es de muy diferente naturaleza noble y elevada, de modo que deberías haberte informado bien de los medios para garantizar también en él el orden necesario para su vida y su conservación. Pero la Iglesia, instrumento sobrenatural del que quisisteis serviros para alcanzar este importante objetivo, ¿no debería poseer ella misma ese principio de vida que está destinada a infundir en el universo, es decir, el orden moral o la santidad?

II. Sí, Señor, lo creo firmemente, Vos sois la misma santidad, santidad en esencia. Sin embargo, no quisisteis que vuestra santidad fuera una perfección puramente especulativa, un tesoro escondido. Vos sois su fuente primaria; pero estaba en vuestros planes inefables que las aguas fertilizantes se derramaran en todos los corazones, y esto es precisamente lo que vuestra Iglesia hace cada día; la habéis establecido como custodia y distribuidora de estas riquezas celestiales. Ella, bebiendo generosamente de las divinas aguas de la santidad, nos santifica desde nuestra primera entrada en este mundo, dándonos un nacimiento espiritual. A partir de ese momento se convierte en nuestra madre y muestra su más tierno cuidado hacia nosotros. Ella balbucea con nosotros las máximas de la sabiduría eterna y de la santidad cristiana, por eso sólo ella posee los secretos; luego nos abre el tesoro de sus sacramentos, con el que reparamos los jirones causados ​​a nuestra santificación, y en el que encontramos la ayuda necesaria no sólo para levantar las ruinas, sino también para reconstruir un edificio indestructible, capaz de resistir firmemente todos los asaltos del mundo y del diablo. Ella finalmente hace descender cada día sobre sus altares a la santa Víctima que quita los pecados del mundo, la Víctima que expía nuestros errores y pide sin cesar gracias por nosotros, la Víctima, fuente de toda santidad; ella lo ofrece a nuestras adoraciones, nos invita a participar de él, a inocular, por así decirlo, en nosotros sus virtudes, lo conserva preciosamente en sus santuarios, como su riquísimo tesoro, para que el Dios de santidad esté siempre con nosotros.

III. ¡Oh Iglesia de Jesucristo, nuestra amada madre!, ¿cómo no vas a ser santuario de santidad? María es bendita entre todas las mujeres, es la reina de todos los santos, porque el Salvador se encarnó una vez en su casto seno, porque lo llevó nueve meses en su seno, lo alimentó con su leche, y lo acunó en sus brazos, y porque ella nos dio a Aquel que vino a traer santidad y salud al mundo. ¿Pero no deberíais ser bendita para siempre, porque sois vos quien esparce sobre la tierra todas las bendiciones que el Cielo envía sobre ella? Vuestras manos, entre las cuales el Hijo de Dios se ha encarnado muchas veces al día durante siglos y más; ¿no son puras y santas vuestras manos que lo llevan y lo dan a los hombres como alimento para sus almas? Vuestros labios, en los que se encuentran continuamente la doctrina celestial de la salvación, las palabras de paz y de reconciliación, las fervientes oraciones; ¿no son vuestros labios igualmente santos? Y vuestro corazón de madre, todo ardiente de caridad por vuestros hijos, vuestro corazón generoso, que no tiene en cuenta las fatigas más fatigosas, los sacrificios y sufrimientos de toda especie, ni el mismo martirio, si es necesario, para salvar las almas; ¡Oh! sí, lo proclamo en voz alta y con un profundo sentimiento de gratitud, vuestro corazón es santuario de santidad. Pero vos no sois sólo nuestra Madre, sois también eres la esposa de Jesucristo; vuestras bodas espirituales se celebraron en el Calvario, cuando en el sueño de la muerte, el nuevo Adán quiso que se abriera su costado sagrado, para que vos de algún modo os volvierais carne de su carne, sangre de su sangre, corazón de su corazón. Vos alma es suya; sólo sois una cosa con él. ¡Oh! si la santidad reside en algún lugar de la tierra, debemos encontrarla en la novia del Lugar Santísimo. De hecho, allí, oh Señor, has detenido la fuente divina; y por eso mis ojos y mi corazón estarán siempre vueltos hacia ella, para encontrar la mano caritativa y poderosa, destinada a sostener mi debilidad, y a conducirme a la estancia bendita, donde os habéis dignado prepararme la recompensa que está reservada para los santos.
  
Se repite la Jaculatoria: «San Pedro y todos los Santos Sumos Pontífices, rogad por nosotros», añadiendo el Credo Apostólico:
   
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor: que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado: descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.

JACULATORIAS
  • «Oh Jesús mío, ¿y cuándo podré decir: Yo ya no vivo, sino Cristo vive en mí (Epístola a los Gálatas II, 20)?».
  • «Dios de paz, santificadnos en todo, para que todo nuestro espíritu, alma y cuerpo sea preservado irreprensible para la venida de Nuestro Señor Jesucristo» (Epístola 1.ª a los Tesalonicenses V, 2).
PRÁCTICAS
  • Intentar imitar a Jesucristo, que quiere ser nuestro modelo, porque él es santidad en esencia. No se puede llegar al Cielo sin parecerse a Él: «a quienes Él ha previsto, también los ha predestinado a ser conformados a la imagen de su Hijo» (Epístola a los Romanos VIII, 29).
  • Huir del peligro del pecado, así como de todas las operaciones y experimentos condenados por la Iglesia, en los que no sólo se exponen al peligro la fe y las costumbres, sino que incluso se llega al punto de tener tratos con el diablo con el pretexto de la medicina y otras cosas.
℣. Tú eres Pedro.
℟. Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
  
ORACIÓN
Oh Dios, que acordaste a tu bienaventurado Apóstol San Pedro el poder de atar y desatar, concédenos, por su intercesión, ser libertados de las cadenas de nuestras culpas. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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