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jueves, 14 de enero de 2016

LOS SANTOS FUERON LO QUE SOMOS, Y ESTAMOS LLAMADOS A SER LO QUE SON

Tomado de EN GLORIA Y MAJESTAD -Vía SURSUM CORDA
  
ELÍAS
  
"Elías era un hombre pasible semejante a nosotros". (Epíst. Santiago, cap. V, vers. 17).
   
Tiene el hombre una marcada tendencia hacia una idea vaga que expongo aquí: Piensa que los hombres históricos, y en especial los hombres legendarios, no son de su misma raza. Contra esta tendencia lucha Santiago en el texto que acabo de citar. Siente la necesidad de recordar a los hombres que Elías era un hombre.
  
Los hombres, en efecto, parecen despojarse de las preocupaciones que les provocaría el ejemplo de los personajes importantes, si los personajes fueran hombres como ellos.
   
Y en su celo por verse libres, arrojan en la lejanía de la leyenda a los grandes personajes. Los relegan lejos de sí, más lejos, más lejos, más lejos, muy lejos, y cuando los han situado lo bastante lejos como para sentirse a cubierto del contagio, los sitúan en lo alto, más alto, más alto, muy alto, con el fin de saberse preservados tanto por la altura, como por la distancia, de los inconvenientes que podría acarrear la proximidad de la grandeza.
   
Les citáis algo hermoso. "Sin duda, responden, no os digo lo contrario: ¡Pero era un santo!".
   
Es como si dijeran: "¡No era un hombre!, era un santo. ¡Por lo tanto esto no me concierne! ¡Yo no soy un santo, ni tengo la misma naturaleza! Es una raza extranjera cuyos actos me interesan a lo sumo a título de curiosidad, pero no pueden tener para mí ningún interés práctico. ¡Qué me importan esas gentes cuyo nombre está en el calendario!; es una especie desaparecida, y no seré yo quien encuentre su perdido molde".
  
He aquí por qué resulta interesante hacer notar que Elías era un hombre, semejante a nosotros, capaz de sentimientos humanos.
  
"Elías tuvo miedo", dice la Escritura: ¿Pero en qué momento tuvo miedo?
  
He aquí la maravilla. Es después del gran drama del fuego y del agua. Acababa de mandar a los elementos y a los hombres.
   
Había desafiado a Acab; había desafiado a los sacerdotes de Baal.
   
Había llamado al fuego del cielo sobre el holocausto, y el fuego del cielo había descendido. Y no contento con devorar el holocausto, el fuego del cielo había devorado la madera, las piedras, el polvo, el polvo mismo. No es eso todo: el fuego del cielo había devorado el agua que corría en torno del altar.
   
El fuego del cielo había hecho cierto alarde, al colmar y exceder los deseos de Elías. El fuego del cielo había hecho más de lo que se le pedía: había devorado con magnificencia. Y el pueblo había caído de bruces, gritando: ¡Es el Señor Dios!
   
Y los sacerdotes de Baal habían sido degollados. Después del fuego del cielo, Elías había obtenido la sangre de los culpables.
  
Y después de la Sangre, he aquí el Agua.
  
Elías sube a la cumbre del Carmelo. Ora, con la cabeza entre las rodillas, y envía a su siervo a mirar si cae la lluvia. Y el siervo obedece siete veces. A la séptima inspección, una nubecilla aparece, pronto seguida de una intensa lluvia. En general, en la Escritura, todo lo que va a ser enorme, comienza siendo muy pequeño.
   
He aquí las Tinieblas, he aquí la Nube; he aquí la Tempestad, he aquí el Agua que cae a torrentes.
  
El Agua, la Sangre y el Fuego, tan a menudo unidos en la Escritura, corren los tres por orden de Elías, en este Drama terrible, donde la Omnipotencia parece haberse puesto al servicio del Profeta.
  
Había visto, oído, sentido, tocado, palpado el socorro de Dios. Había llamado al fuego y éste había llegado; al agua, y ésta también había llegado.
  
Había cerrado y luego vuelto a abrir el cielo; desafiado a Acab y Baal, desafiado al tirano y al demonio.
  
Holocausto, piedra, polvo y agua, todas estas cosas devoradas, rendían testimonio a su poder.    

Había triunfado sobre los elementos, los hombres, los demonios.
  
Había llamado a Dios, y Dios había respondido.

¡Qué momento para temer! Y fué en aquel momento cuando temió.
   
Aquel que Dios acababa de glorificar por medio del testimonio del agua, la sangre y el fuego, aquél, ¡huyó ante una mujer, temblando!
   
Tenía miedo; ¿miedo de quién? ¡Miedo de Jezabel! ¡Y se llamaba Elías!
  
Y temía a aquella que iba a ser destrozada por los caballos y comida por los perros.
 
Él, que había actuado desde lo alto de su desprecio; él, que acababa de desafiar soberbiamente a su ídolo y de destruir soberbiamente a sus abominables servidores; él, que, en el triunfo de su Fuerza y su Justicia, acababa de ser coronado por las manos del Rayo; Él, Elías, tiembla ante Jezabel.
   
Y su temblor fué tal que, según una tradición hebrea, el carro de fuego lo arrebató apiadado de su miedo. Como no podía soportar el miedo; como temblaba hasta el punto de no poder soportar la tierra, fué arrebatado, dice la tradición, en el carro de fuego. El carro de fuego fué la misericordia, de aquel que, al medir el miedo de Elías, y al medir al mismo tiempo todo lo que él era, lo arrebató gloriosamente a la tierra y al miedo, y lo arrebató con un soberbio arrebato hacia el lugar que lo esperaba.
   
¿No está claro que Elías era un hombre semejante a los otros? Su miedo impide dudarlo.
   
¿Y no está claro que el hombre es hombre? ¡Qué pleonasmo!, pero, ¡qué paradoja! ¿Cuántas veces al día olvida el hombre que es hombre?
   
Un emperador decía: "Sólo es grande el hombre a quien hablo y en el momento en que le hablo".
  
Trasponed estas palabras y ponedlas en la boca de Dios. Tendréis una verdad magnífica, magníficamente expresada.
  
¡Elías tiembla ante Jezabel! ¿Y en qué momento? ¿Y a pesar de qué recuerdo? ¿Y qué reciente recuerdo? ¿Y a pesar de qué protección divina? ¿Y a pesar de qué magnificencia en la protección? Pero ni siquiera hay que asombrarse.
   
Sólo es grande aquel a quien Dios habla, y en el momento en que Dios le habla.

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